El misterio que nos rodea
Issac, personaje de la novela “No hay amor en la muerte” de Gustavo Martín Garzo, inspirada en el relato bíblico de su no consumado sacrificio por parte de su padre Abraham ordenado por Yahvé, expresa:
“¡Qué extraño y débil era el hombre! /rodeado de misterios flotaba en el espacio infinito como una rama que arrastrara la corriente de un río interminable, ¿sabía por qué estaba allí, adónde le llevaba aquella corriente?”[1].
El misterio, sí, el misterio del cosmos, del Planeta, de la vida, de nuestra precaria existencia. La ciencia es incapaz de dar respuestas satisfactorias, teoría, teorías, puras teorías, afán de la soberbia antropocéntrica, en el fondo nada sabemos. Nos los dice el sabio Pascal:
“El silencio eterno de estos espacios infinitos me atemoriza. Es horrible sentir que todo lo que poseemos se nos escapa. Entre nosotros y el cielo o el infierno sólo hay vida, que es la cosa más frágil del mundo. El último acto es trágico, por muy feliz que sea el resto de la obra; al final arrojan un poco de tierra sobre nuestras cabezas, y este es el final definitivo. Navegamos en una vasta esfera, siempre a la deriva y en la incertidumbre, empujados de un extremo a otro. Cuando pensamos en atarnos a cualquier punto, se tambalea y nos abandona; y si los seguimos se nos escapa de las manos, se escabulla y desaparece para siempre. Nada se queda a nuestro lado. Ésta es nuestra condición natural y, sin embargo, es completamente opuesta a nuestras inclinaciones; ardemos de deseos de encontrar un terreno firme y una base definitiva y segura sobre la que construir una torre que llegue hasta el Infinito. Pero nuestros fundamentos se agrietan, y la tierra se abre hacia el abismo”[2].
El padre O ‘Dónovan, uno de los personajes de la novela de Vargas Llosa “El héroe indiscreto”, expresa “No sabemos nada de lo que hay en nosotros mismos…Los seres humanos, cada persona, somos abismos llenos de sombras. Algunos hombres, algunas mujeres, tienen una sensibilidad más intensa que otros, sienten y perciben cosas que a los demás nos pasan desapercibidas”[3].
Con mayor dramatismo lo dice Mircea Cätärescu:
“Habría vivido sin saber que estoy vivo, mi vida habría sido un instante de agitación oscura, con dolores y placeres y roces y alarmas, y estímulos, lejos del pensamiento y de la conciencia, en un agujero abyecto, en una mancha ciega, en un olvido total. “Pero eso soy también eso, soy también eso”, me sorprendí diciendo un día en voz alta”. Eso es lo que somos todos, ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible de este mundo. Pensamos, tenemos acceso a la estructura lógico-matemática del mundo, pero seguimos viviendo sin conciencia de nosotros mismos y sin comprender nada, excavando en la piel de Dios. Provocándole tan solo irritación y furia”[4].
Y la vida, sin embargo, es la más prodigiosa aventura que puede protagonizar el individuo, su propio trayecto existencial en el breve tiempo del aquí y el ahora, lo demás, los acontecimientos externos desvinculados de nuestra existencia concreta en el fondo carecen de importancia, a pesar de que pretendamos otorgarle valor por sentirnos solidarios con la humanidad. ¿Acaso somos dioses?, ¿puede un hombre o una mujer cambiar el mundo? Ilusión, utopía, engaño. No pregono el individualismo, no digo que nos aislemos, me estaría contradiciendo con lo que he escrito antes, pero tampoco creamos que nuestros actos tengan trascendencia para el mundo, quizás, para los más próximos. ¡Cuántos pasan sus días, el irrevocable tiempo, viviendo vidas ajenas!, pendientes de sus hijos, de sus nietos, de las noticias escabrosas del mundo, de la opinión de los otros, mirándose en el espejo de los demás, ausentes de sí, y luego mueren ¿y quién los recuerda y por cuánto tiempo?
¿Qué significa vivir?
“Inventamos la palabra vida para designar el hecho misterioso de estar en el mundo/ y la palabra se nos fue de las manos/ percibo con algo indefinido que me habita/ no es la razón, ni la intuición, nada parecido/ que la vida nos queda grande / que estamos condenados a morir/ sin nada saber/ el secreto siempre se escapará/ como este día que demasiado pronto se esfumó/ y se hizo la noche…”.[5]
Sí, la vida, mi vida, la muerte, el mundo, la naturaleza, el universo, Dios, ¡Qué insondable misterio!, en el fondo nada sabemos, ni siquiera logramos entendernos a nosotros mismos. Somos aprendices de brujos, por esa razón: “Algunos buscan el secreto en las estrellas/ en vano esfuerzo intentan descifrar el mensaje del firmamento/ otros en el fuego/ en las profundidades de la tierra/ en la fluidez del agua/ en el rayo/ la noche/ la luna/ Nadie sabe nada/ nadie/ aprendices de brujos/ la esencia se nos escapa…”[6] Según el magnífico poeta W. Blake: “como ve un hombre así es”. En carta escrita al Dr. Trustler (23 de agosto de 1799), el magnífico poeta le expresa:
“El árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad, en la Mirada de otros no es más que un objeto Verde que se interpone en el camino. Algunas personas Ven la Naturaleza como algo Ridículo y Deforme, pero para ello no dirijo mi discurso y aún algunos pocos no ven en la naturaleza algo especial. Pero para los ojos de la persona de imaginación, la Naturaleza es imaginación misma. Así como un hombre es, ve. Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas” [7]
El poeta que me habita es un vidente:
“Todo se reduce a los ojos y su visión/hay quien ve el lado oscuro y tenebroso de la vida/el cómico y pueril/el superficial/ lo profundo/y quien no ve/no ha podido salir de su capullo/ su imagen lo enceguece/ hay quien vislumbra la eternidad/ y sin reposo quiere ver el rostro de Dios/y aquellos que perciben la totalidad de las cosas/ los pequeños detalles/ y los que miran simplemente/ los ciegos de alma/ el poeta es un vidente/y lo que descubren sus ojos es anterior a la palabra/y la palabra es intento/siempre fallido/ de nombrar lo innombrable…”[8]
Pocos, muy pocos hombres y mujeres, se hacen esa pregunta, la mayoría se sumerge en lo cotidiano, en los quehaceres básicos del viviente, ignorando lo que somos, de dónde venimos, para qué estamos aquí en la tierra, que nos espera después de la muerte. No importa que ignores, pretendas ignorar, desconozcas, rechaces, niegues, te cierres a las incógnitas inherentes al “ser” y el “estar”, no podrás eludir la incuestionable verdad: la realidad que nos rodea y de la que formamos parte hasta la muerte es multidimensional, compleja, inacabada, dinámica, dialéctica, imprevisible y azarosa. La consciencia de la complejidad la he adquirido por mi experiencia existencial (la reflexión sobre mí mismo y los otros), más que por los estudios formales y lecturas de autodidacta. Los humanos somos uno y múltiples a la vez, la lucidez consiste en entender y aceptar esa complejidad, aprender a vivir con ella. Decirlo es una cosa, más lograrlo es otra, es un reto diario, salvo tal vez para los sabios, los poquísimos hombres y mujeres que acceden a ese estadio de “serenidad” espiritual dominado la ira, la inseguridad, los temores, los prejuicios, la envidia, los celos, los resentimientos y odios, la mezquindad, la codicia, la lujuria, el egoísmo, la soberbia, las contradicciones. ¿Por qué esa propensión tan extendida a rechazar la complejidad?, ¿temor a la incertidumbre? Sí, estoy convencido del temor generalizado a asumir el reto de afrontar la realidad, el común opta por las explicaciones reduccionistas, simplificadoras, superficiales; en una palabra, se escudan, se ocultan, en los distintos tipos de determinismos (mitos: mentiras que ocultan la verdad y pretenden legitimar el odio, la violencia y el exterminio del “enemigo objetivo”): los problemas de la sociedad (violencia, crímenes, desempleo, inflación, carestía, inestabilidad política, etc.) se deben a los negros, los judíos, los musulmanes, los inmigrantes, la propiedad privada y los modos de producción (el capitalismo y la burguesía explotadora), el imperialismo yanqui, el clima y la geografía, los políticos y los partidos políticos, los empresarios. La “estupidez” (torpeza notable en comprender la realidad) es un rasgo de la mayoría de los humanos, se contagia. No hay pueblo que en el curso de su “historia” no haya padecido de esa patología psíquica: Alemania entre los años 25 y 45 del pasado siglo (el apoyo de más del 90% del pueblo alemán al totalitarismo nacionalsocialista y su líder mesiánico: Hitler). La ceguera y la estupidez colectiva condujeron a la II Guerra Mundial, al “Holocausto” provocado por el nazismo y a la ruina de Alemania y a su división en dos estados luego de la postguerra durante 45 años); en Venezuela ese “síndrome colectivo” explica el acceso al poder por vía electoral de Chávez Frías en 1999 y la consolidación del régimen “bolivariano” desde hace 24 años.
Pero es en las redes sociales donde imperan los mensajes y videos de la inaudita estupidez. La “simplificación reduccionista” de la realidad crea el espejismo de la seguridad, de la certeza. Concuerdo con Manuel Vincent, lúcido y brillante escritor, en su apreciación sobre las redes sociales:
“Dijo Pascal: todo lo malo que me ha pasado en la vida ha sido por haber salido de casa. Eso mismo le puede suceder hoy a cualquiera, no importa el camino por dónde le lleven sus zapatos. Tal vez corre uno menos peligro en un callejón oscuro a las tres de la madrugada que en medio de una fiesta luminosa llena de celebridades o en el palco de honor de un estadio de fútbol o en el cóctel de una empresa o en la presentación de un libro o en el propio hemiciclo del Congreso de los Diputados. En un callejón solitario puede que te salga al paso una navaja de la que tal vez lograrás zafarte con una dádiva de 50 pavos y si te rajan, aunque la herida sea profunda, siempre podrás abrirte la camisa y presumir de cicatriz con los amigos a pie de una barra. Pero incluso en un funeral corres el riesgo de darle la mano a un político o a un empresario de moda a quien todos abrazan, al que verás mañana en un telediario esposado camino del trullo y tú a su lado en una foto de agencia riéndole la gracia como un idiota. Por mi parte he saludado a un asesino que sin conocerme me invitaba a café y puedo asegurar que era amable, simpático y seductor. También tengo en mi agenda a un diputado y a un financiero a punto de entrar en la cárcel, que creía intachables siendo en realidad unos golfos. Pero hoy sin salir de la habitación tampoco estás a salvo de esa peste aviar en la que se han convertido las redes sociales. Hay en el mundo más de dos mil millones de pollos y gallinas picoteando día y noche banalidades, rebuznos y sandeces en los teclados de las tabletas. Nadie ha acertado todavía con la forma de eludir esta basura, que se ha apoderado del espacio amparada por el anonimato. No basta con tirar el móvil a un pozo. Esa nube tóxica forma parte sustancial del aire que respiras y se colará por todas las rendijas hasta emponzoñarte”[9].
Fernando Savater, con la misma claridad y mordacidad de Manuel Vincent propone en su artículo “Corrección política: Héroes impertinentes:
“…que el santo patrono de los tuiteros y otros arácnidos venenosos de la web a Tersites único antihéroe entre los numerosos héroes de la Ilíada. De él no cuenta Homero ninguna hazaña positiva, sólo una negativa: tras describirlo como feo, jorobado, enclenque y con todos los rasgos fisiognómicos del resentimiento, lo presenta interviniendo a contrapelo en la asamblea de los jefes aqueos para llamar ambicioso a Agamenón y recomendar de modo desabrido el regreso a casa de las tropas aqueas. Indignado contra el primer indignado legendario, Odiseo le atiza un correctivo/represivo con el cetro del ofendido Agamenón. Pero el daño ya está hecho y la unanimidad heroica (coincidían en los fines de conquista, aunque no en la estrategia) queda rota. En mis lecturas juveniles del poema, pese a que mi héroe favorito siempre fue Odiseo fértil en recursos, cultivé un culpable aprecio por el impertinente Tersites. Robert Graves escribió que en el fondo también Homero compartía su crítica a los gloriosos bravucones. Las redes sociales han multiplicado hasta lo infinito y también degradado infinitamente el modelo de Tersites (cuyo padre, por cierto, se llamaba muy adecuadamente Agrio). Contra cualquier celebridad, contra cualquier afirmación de algún notable o incluso ante cualquier desdicha de alguien por lo que sea distinguido, se alza un coro maldiciente, insultante, a veces obsceno. O voces victimistas, que se sienten mortalmente ofendidas por lo que otros dicen, hacen o disfrutan. El modelo Tersites, en su mejor versión, cumple una función de indudable interés cívico: favorece la discusión de las doctrinas y creencias más sólidamente establecidas. No siempre son los grandes especialistas los más capaces de poner en cuestión las formas de pensar tradicionales, pues suelen saber demasiado como para arriesgarse a objeciones o preguntas muy elementales pero que se revelan decisivas. En cambio, los neófitos no tienen tantos miramientos a la hora de cuestionarlo todo. También a veces los Tersites resultan útiles al quejarse de los perjuicios que teorías acrisoladas o perspectivas clásicas causan entre grupos sociales o incluso entidades naturales que hasta hace poco no merecieron consideración. Pero en su cómputo de daños hay que anotar un envilecimiento del espacio público de comunicación por insultos, bromas atroces, calumnias y noticias falsas que tienen a veces serias consecuencias sociales o políticas. Y a menudo exhiben orgullosos la patente de una serie de campos minados por los prejuicios alternativos de grupos de opinión, en los que ni los ángeles se atreven a pisar sin deshacerse de inmediato en excusas ante la menor transgresión de la ortodoxia que pueda soliviantar a la jauría…Hoy Internet es un espacio público primordial, al que deben aplicarse los mismos criterios que a otras plazas, calles o parques. Aún más sabiendo que la sensación de anonimato e impunidad es lo que anima a los contaminadores de la Red. Los escraches mediáticos son a la vez más frecuentes y más cobardes que los otros. Desde luego los castigos deben ser proporcionados (recuerdo a un ministro del Interior alemán que, hace unos años, censurado por haber castigado sólo con multas a unos jóvenes manifestantes neonazis, exclamaba: “¡Toda la estupidez no puede ser encarcelada!”), pero suficientes para dejar claro que la web no es un paraíso sin ley, o sea un infierno. Yo a veces querría ponerles orejas de burro y enviarlos al rincón, ante el resto de la clase…Lo malo es que los indudables abusos de Tersites pueden llevar a otras arenas movedizas: la de los activistas de la susceptibilidad. Una cosa es saberse ofendido por la explícita y agresiva voluntad de alguno, otra sentirse ofendido por algún planteamiento serio o jocoso que en sí mismo no nos ataca directamente ni implica intención insultante”[10].
Vuelvo a la reflexión sobre la complejidad de la vida. No creo que las etapas de la existencia del individuo sean ciclos cerrados. En el anciano, en el hombre y la mujer maduros, coexisten el niño, el adolescente, el joven. Y en el niño, el adolescente y el joven se vislumbra al viejo, al anciano que potencialmente será a menos que la muerte se lo impida. ¿Cómo integrar la complejidad? Nos alegramos como niños, podemos amar como adolescentes y sufrir con la triste nostalgia de la vejez por los años idos. Alegría, tristeza, euforia, depresión, amor, compasión, odio, envidia, generosidad, egoísmo, grandeza, ruindad, esperanza, decepción, optimismo, escepticismo, verdad, mentira, coraje, miedo, todo se mezcla en la vorágine existencial. “En los años de la madurez- escribe Robert Musil-pocos hombres se acuerdan de cómo han conseguido sus placeres, la concepción del mundo, su mujer, su carácter, su oficio, sus éxitos”[11]. No entiendo a esos hombres que van por la vida con ese aire de arrogancia, de seguridad y superioridad, como si estuviesen a salvo de los infortunios, de las enfermedades, la vejez, la muerte; se creen inmortales, no son capaces de vislumbrar el abismo al que podemos caer en cualquier momento, pobres humanos, pasajeros de una frágil barca que puede hundirse en un abrir y cerrar de ojos.
La vida: esta frágil barca a merced del mar de la muerte
No postulo una actitud pesimista, derrotista, de constante temor e inseguridad; tampoco, el falso optimismo que impide discernir la fragilidad de la vida. Un caso emblemático fue el de Hugo Chávez Frías, durante 12 años ejerció un poder prácticamente ilimitado, utilizó a su antojo los recursos financieros provenientes de los cuantiosos ingresos de la renta petrolera derivados del aumento del precio del barril de petróleo a más de 100 dólares entre los años 2008 y 2014 (desde 1999 al 2014 el rey “sin corona” y su sucesor, el “ilegítimo”, “usurpador”, “ignaro”, Maduro dispusieron de US$ 960.589 millones: despilfarrados, robados, regalados a otros países bajo las instrucciones de su jefe Fidel Castro), controló en forma absoluta al otrora Estado manipulando las “instituciones” para ponerlas a su servicio; en pocas palabras: uso, abusó y disfrutó del poder estatal cual señor feudal, y aunque no logró cambiar la sociedad mediante la imposición del llamado socialismo del siglo XXI, sí tuvo éxito destruyendo nuestra precaria democracia, al vacilante Estado de Derecho y al tejido social, convirtiendo a Venezuela en una espantosa realidad de ruina y miseria humana (daño antropológico integral). Para mantenerse en el poder contó con el apoyo incondicional de su partido: las otrora fuerzas armadas institucionales transformadas en un cuerpo pretoriano al servicio de los designios de poder del llamado “Gran timonel”, además de brazo armado del “cartel de los soles” (la mafia de generales que controlan el tráfico de drogas dentro del territorio nacional, vinculada con otros carteles internacionales) y del organismo electoral, el Consejo Nacional Electoral o “ministerio de las elecciones”, y otros organismos de lo que ya no podría ser calificado como un auténtico Estado. Su “proyecto”, pura ambición de poder, era mandar tiránicamente en forma indefinida, se creyó inmortal, no contó con la muerte, un cáncer lo sorprendió en el 2011, y en un año lo liquidó, parece que muriendo en su amada Cuba gritaba desesperadamente a los “médicos” “no me dejen morir, no me dejen morir”. A los sátrapas cubanos, los hermanos Castro, ese sujeto les importó un carajo (su único interés era ponerle la mano al petróleo venezolano), se aseguraron que el moribundo designase (antes de ir a la Habana a pasar sus últimos días para ponerse en manos de una “excelente asistencia médica”) a su “sucesor” escogido por los perversos ancianos: el ignaro Maduro, “deformado” en la “escuela” del marxismo tropical fidelista, el más fiel lacayo de los Castro entre los integrantes de la nomenclatura del partido socialista unido de Venezuela (PSUV),un hombre absolutamente sumiso a los dueños de Cuba y de este país sumido en la humillación.
En la página 94 de un ejemplar de la novela de Kundera “La inmortalidad” (1990), la lectura de este párrafo del autor: “Imagínense que están en un lugar: no es fácil quemar documentos íntimos que son importantes para uno; es como reconocer que uno ya no va a estar mucho tiempo aquí, que mañana morirá; y así se pospone el acto de la destrucción de un día para otro, y un buen día ya es tarde. El hombre cuenta con la inmortalidad y se olvida de contar con la muerte”[12], me motivó escribir en el margen en blanco al comienzo de la página siguiente: “Porque la obsesión de la inmortalidad le impide pensar y sentir su fin inminente, lo pone aparentemente a salvo de su muerte real, física, biológica, de la desaparición de su estancia en la tierra y el mundo, creyéndose inmortal, aún después de esfumarse del aquí y el ahora, abriga la falsa esperanza de que su obra, sus actos, su recuerdo permanecerán, consuelo de no morir definitivamente”. Por más que haya escrito ese párrafo, no puedo mentirme, también participo de esa falsa esperanza, anhelo que me recuerden como ahora lo estoy haciendo en este ensayo con mis familiares y amigos que cruzaron la frontera entre la vida y la muerte. No nos engañemos, si nos recuerdan no nos enteraremos, bueno no estoy seguro del todo, quién sabe si esa frontera no está constituida por un muro infranqueable y que del otro lado nuestros muertos se enteren de lo que pensamos de ellos. Cuando aparecen en los sueños, ¿Será el inconsciente, el recuerdo grabado en esa parte del alma, el que provoca esa evocación?, ¿o son los espíritus de los fallecidos los que se comunican mediante esa proyección del alma soñante? En un ejemplar del ensayo de J.M. Coetzee “Diario de un mal año” que leí en el 2011, anoté en la última página en blanco:
“A veces la tristeza te inunda al despertar de un sueño, y lloras porque soñaste con tu padre o madre, un tío, la mujer que amaste, cuyas vidas se apagaron, y te dices: es bueno recordarlos, para que no mueran totalmente, para que no desaparezcan en el olvido absoluto, como si no hubieren existido, ¿Será que ellos se meten en tus sueños para que los recuerdes?”
Este es el párrafo de ese libro que motivó esas palabras:
“La muerte es absoluta. No hay nada peor, y es así no sólo para Eichmann sino para cada uno de los seis millones de judíos que murieron a manos de los nazis. Seis millones de muertes no son lo mismo que (no suman en total, en cierto sentido no “exceden”) una sola muerte; sin embargo, ¿qué significa con exactitud decir que seis millones de muertes son, en conjunto, algo peor que una sola muerte? No es una parálisis de la facultad de pensar lo que nos deja contemplando impotentes la pregunta. La pregunta misma es errónea”[13].
No creo que la muerte sea absoluta, no me refiero a la física, la material, la del cuerpo, y no sólo por mi tambaleante fe en una existencia transterrenal en el reino de la luz, sino aquí en la tierra, el propio Coetzze aunque afirme que con la muerte desaparezca todo vestigio de vida, él sobrevivirá espiritualmente en sus magníficas novelas y ensayos como ha pasado con todos los hombres y mujeres que han dejado una obra imperecedera; y digo más, tal vez me haga reiterativo: mientras alguien te recuerde después de tu fallecimiento, no habrás muerto del todo, por eso escribo sobre las vidas de quienes pasaron al otro lado de la frontera, recuerdos de aquellos que conocí y aprecié, sólo espero que estas líneas se conserven por algún tiempo cuando yo también abandone el calor de la madre-tierra. Sí, reitero, por eso escribo esta suerte de ensayo porque al morir no sólo se extinguirá mi vida física sino, también, todo lo que habré vivido, todos mis recuerdos sepultados con mi cadáver o esfumados con mis cenizas que espero sean lanzadas al mar. Quizás la consciencia de esa fatalidad constituya la más honda preocupación de los hombres y mujeres pensantes, y quien sabe si en el inconsciente de muchos que no acostumbran a ejercitar esa trágica costumbre de la razón crítica, también ese aguijón psíquico perturbe sus sueños.
[1] Gustavo Martín Garza. No hay amor en la muerte. Ediciones Destino. Editorial Planeta, 2017.
[2] Blaise Pascal. Pensamientos. Ediciones Rialp, S.A, 2014.
[3] Mario Vargas Llosa. El héroe indiscreto. DEBOLSILLO, 2015.
[4] Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017
[5] Henrique Meier, Pasiones extremas. Poemario inédito.
[6] Ibidem
[8] Henrique Meier. Embriagado de misterio. Pavilo, Caracas 1999
[9] Disponible en http://www.elpais.es
[10] Fernando Savater. Disponible en http://www.elpais.es
[11] Robert Musil. El hombre sin atributos, tomo I. Seix Barral, 1973.
[12] Milán Kundera. La inmortalidad. Tusquets Editores, 2009.
[13] J.M. Coetzze.Diario de un mal año. Editorial Literatura Random House, 2007.
Comentarios
Publicar un comentario