Y llegó la lectura para quedarse
Y llegó la lectura para quedarse: el lector
¿Qué sería la vida sin la novelística, la poesía, el ensayo, la literatura, en una palabra? Ser lector es fácil si se es alfabeto, y se tiene criterio suficiente para comprender al escritor, al dificilísimo arte de escribir:
“Acto dificilísimo es el de escribir, responsabilidad de los mayores, basta pensar en el trabajo agotador que supone disponer por orden temporal los acontecimientos, primero éste, luego aquél, o, si conviene a las exigencias del efecto buscado, el suceso de hoy colocado antes del episodio de ayer, y otras no menos arriesgadas acrobacias, el pasado como si hubiera sido ahora, el presente como un continuo sin principio ni fin, por mucho que se esfuercen los autores, hay una habilidad que no pueden exhibir, poner por escrito, al mismo tiempo, dos casos en el mismo tiempo acontecido”[1].
A propósito de ese párrafo de Saramago, escribí en la primera página en blanco del ejemplar de ese libro:
“El secreto del novelista desde Cervantes en el Quijote es el ingenio para crear mundos, personajes, situaciones a la medida del grado de febril imaginación del escritor; construir historias, psicologías, tramas con absoluta libertad, burlarse de la sociedad y sus convenciones, de la irremediable estupidez humana, decir por boca de los personajes sus ideas, sentimientos, temores, prejuicios, sueños, esperanzas, decepciones, locuras. En el fondo, una forma de venganza inteligente, creativa, contra la historia oficial, el poder y la sociedad. El escritor se convierte en el ciudadano más libre en sus mundos de ficción, y allí no le puede dar caza el Estado”.
Con Dostoievski hice el viaje hacia las contradicciones del alma, de la nobleza a la ruindad, de la generosidad a la mezquindad, del amor al odio, de la compasión a la crueldad, de las acciones generosas, altruistas, a la violencia, al misterio del crimen. Me identifiqué con el autor, sentía que era Dostoieskano, que podría haber sido uno de los personajes de sus obras, que la prédica de los hermanos de La Salle, la moral que habían tratado de inculcarme a lo largo de mi educación escolar, poco, pero muy poco, tenía relación con la más profunda realidad del alma del hombre, de mi propia alma. Y seguí con “Los Hermanos Kamarasow”, la crueldad de ese padre, las conflictivas personalidades de sus hijos, y el “Idiota”, el “Eterno Marido”, ese pobre hombre condenado a soportar el adulterio de su mujer (a veces arrojaba el libro de ira, otras, compadecía al eterno marido), “Los Poseídos”, “Humillados y Ofendidos” y la sangre me hervía por las injusticias de los poderosos. Y el “Jugador” ¡que análisis tan acertado de la psicología de todo jugador!, esa trágica adicción que, como las drogas, termina destruyendo al hombre o la mujer que se obsesiona por las apuestas en la ruleta, el black Jack, el póker y demás modalidades de ese vicio. El jugador se endeuda, pierde todo, se arruina y arruina a su familia. El síndrome del jugador compulsivo: no puede parar, si gana fuertes sumas en un casino, no hay forma de que cambie las fichas, cobre el dinero y se marche, no sigue jugando y progresivamente va perdiendo todo lo que había ganado, son raros los que se retiran a tiempo, no son auténticos jugadores, la casa siempre gana. Todos los libros que encontré en esa rica y variada biblioteca, y en el dormitorio de mis primos Pedro y Juan Martín.
Cuando leía sentía el impulso de subrayar con un bolígrafo las frases, los párrafos que me llamaban la atención, pero no siendo míos no me atrevía, así que poco a poco, en la medida de mis posibilidades, fui adquiriendo libros. Hoy mi biblioteca está conformada por textos literarios, filosóficos, políticos, jurídicos subrayados, con anotaciones al margen, con señalamientos acerca de la relación de un párrafo de un autor con otro de un libro diferente. Así que los últimos libros que leí sin subrayar fueron “Crimen y Castigo” y la “Nausea” de Jean Paul Sartre, perteneciente a la biblioteca de mi primo Juan Martín. Ese libro me conmocionó por la crudeza del autor, su enfoque de un existencialismo pesimista, la idea del absurdo, de la ausencia de sentido de la vida humana, tal vez algún suicida haya decidido quitarse la vida después de leer esa obra del pensador francés y más si se trataba de una persona propensa a la depresión. En el 70 en París, luego de salir de clases de la Universidad de Paris I, vi de lejos a Sartre sentado en las afueras de un café en el Boulevard Montparnasse con una mujer joven, feo el carajo, bizco, sentí el impulso de acercármele, me refrené ¿qué podría decirle?, ¿qué había leído la Náusea?, y si se molestase?, ya me había topado con la arrogancia francesa, -Qui est vous jeune home?, Qué voulez vous?.. Allé, fillé, laisse moi, ne me derange pas…”
Los primeros libros que compré fueron obras de Herman Hesse, en particular “El Lobo Estepario”, convertido en mi libro de cabecera. Como otros jóvenes de mi época picados por el aguijón de la incertidumbre y de la soledad a pesar de vivir en una familia, me identifiqué con el personaje de ese libro, me percibía como un lobo de las estepas vagando en solitario sin compañía, incomprendido. Luego leería con profusión a Knut Hamsum, cuya obra, “Vagabundo bajo las estrellas” leí dos veces, yo quería vivir como el protagonista del relato, libre, recorriendo sin propósito definido los bosques, durmiendo en los campos, mirando las estrellas en noches despejadas, sin compromisos sociales. Sentado en un banco del mini parque de las residencias Sans Souci, leía al escritor nórdico (descubriría con el tiempo que fue partidario del nazismo alemán, desilusión) y caía en una ensoñación imaginando esa vida libre a campo abierto. Asocio la novela de Hamsum con el film “El emperador del norte” (1973) protagonizado por ese brillante actor como fue Lee Marvin, En el 1933, época de la gran depresión en Estados Unidos, en Oregón, pululan vagabundos, hombres y mujeres, sin oficio y sin hogar, viviendo en las calles. Esos vagabundos (o vagamundos) se desplazan de un estado a otro colándose en los trenes nocturnos, no tienen dinero para pagar el boleto, y aunque lo tuviesen, se trata de un desafío a la autoridad representada por los empleados de la línea férrea. El maquinista Shack (Ernest Borgnine, larga vida: murió a los cien años) odia a muerte a estos vagabundos, no tolerará que viajen de forma gratuita, para él impedir que se suban sin pagar en su tren, o arrojarlos con el tren en marcha sin importarle las consecuencias de una caída mortal, es una guerra personal. Por esa razón, ningún vagabundo osa desafiar al jodido maquinista montándose en su tren por temor a las posibles nefastas consecuencias, pero, como en toda regla, siempre hay una excepción, un intrépido y arriesgado vagabundo al que llaman "número uno A", interpretado por Lee Marvin, se enfrentará al terrible genio de Shack. Dispuesto a poner su vida en juego, se convertirá en una leyenda local. Su valentía y astucia para burlar a los maquinistas le permitirán ganarse el título de "El Emperador del Norte". Los obstáculos aumentan cuando en el tren destino a Portland, además de esquivar a Shack, tendrá que luchar contra dos hombres. Hay un vagabundo joven que va tras la fama del Número 1 A, el “Emperador del Norte”, se le acerca, quiere unírsele, el Emperador lo rechaza, le dice que carece de la astucia, la habilidad y el coraje para desafiar al jodido Shack, sin embargo, el novel ambulante insiste, se establece una extraña relación entre ambos personajes.
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