Creemos que tenemos tiempo...

 

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Creemos que tenemos tiempo, que podemos dedicarnos con afán a la búsqueda del logro: dinero, poder, fama. Y así nos convertimos en diestros maestros de la intriga, la mentira, la adulación, la manipulación. Desde la mañana a la noche, de lunes a domingo, ejecutamos el ambicioso plan que nos llevará a la cumbre, ¿cuál? Olvidamos el amor, la compasión, la solidaridad. Nos convertimos en seres incapaces de disfrutar el alba, el canto de pájaros al amanecer, la fiesta de colores del atardecer, la sonrisa de un niño, el amor y la amistad que seres extraordinarios nos brindan desinteresadamente, sin esperar nada a cambio. Demasiados atareados, ensimismados, ciegos y sordos, no vemos ni escuchamos el magnífico espectáculo de la vida. En un poema de juventud “Como todos” expreso ese sentir:

 

Un conjunto de máscaras

Rostros falsos

Al levantarse en el almuerzo al acostarse

De lunes a domingo

En la ciudad o en la playa

Igual que los otros

Como todos

Un día se miró con detenimiento en el espejo

Y extraños ojos muertos lo observaron

Desde el misterio…” [1]

 

¡Dios! no quiero vivir de espaldas a la poesía por eso en un poema, dedicado al niño que una vez fui, digo:

 

“Vamos en bicicleta

A pie

Sin dinero

Sin títulos

Lejos del gran señor

Docto/profesor/ aburrido

Mundo de intrigas/envidias

Maledicencias

Negra y podrida mentira

De un hombre de espaldas

A la poesía…”[2]

 

Y a eso hemos venido. A ser simples testigos de estas maravillas, a mirar con los ojos del alma, a sentir el latir del corazón de la tierra. Aspirar con profundidad la brisa que viene desde la inmensidad sin principio ni fin que nos rodea. Somos incapaces de añadir un palmo a la obra del Creador, pero si podemos ayudar a conservarla. Que a la hora de la muerte tengamos la convicción de haber hecho todo lo posible por mejorar este mundo, o al menos no haber contribuido con el sufrimiento y las injusticias. En ese sentido, el sacerdote Ángel Iván Rodríguez nos invita a ser poetas de la vida:

 

“Debemos ser poetas de la vida, para observar y admirar la grandeza de Dios en todo lo que nos rodea. Miremos atentamente el rostro de un amigo, como si fuera la primera vez, y observemos la caída de una hoja seca, el correr del agua en el río, la salida de la luna o una puesta del sol…Que nunca seamos ciegos, o que sólo veamos lo que nos interesa. Que no nos convirtamos en el pescador que, de tanto ver el mar, ya no aprecia la belleza y majestad del mismo. Que nunca seamos de los que miran sin ver, escuchar y oír”.

 

Inspirado en la obra del Supremo Artista, creador de esas maravillas que no cesan de asombrarme, escribí estos poemas:

 

“¿Qué puedes decir, si todo ha sido dicho? ¿Qué puedes hacer, si desde el inicio todo ha sido hecho? ¿Podrías acaso construir una montaña? ¿Inventar el canto de los pájaros? ¿Su raudo vuelo? ¿Dibujar nubes en lo alto?, Nada de lo que haga o diga el hombre podrá añadir un palmo a la obra del Supremo Hacedor. Y entonces ¿Qué es vivir? Desde antes del comienzo de los tiempos nos fue revelado el secreto: “Vivir es instalarse en el centro del universo, es iluminarse en el Ser, incendiarse un instante, y luego integrarse sin conciencia a esa inmensidad misteriosa que está allí ¿No la ves? Abre tu corazón y los ojos del alma, la silueta de Dios se perfila en las montañas, en el cósmico silencio de la eternidad”[3].

 

 En otro poema exclamo:

 

“¡Qué pobres estas palabras para expresar mi regocijo por lo que mis cansados ojos perciben!, esto que escribo jamás superará la vivencia de lo que veo y siento en este instante, como el de ayer, o hace años, es el mismo y es otro, es un fulgor de eternidad, espacio y tiempo se diluyen, pierdo la noción de esta insignificante criatura que soy ante la inmensidad que me envuelve, y otra vez, -como si fuera la  primera-la caída de la tarde, cuando el sol declinado su fuerza ilumina la montaña, los colores mezclándose: verde, marrón, dorado y el azul del firmamento palideciendo, transmutándose en negra cúpula donde brillan las estrellas, paisaje que pintor alguno, con todo su genio, podría reproducir en un estático lienzo, lentamente anochece, escucho el canto de los últimos pájaros diurnos, y ese silencio cósmico que no deja de conmoverme, una suave brisa acaricia mi rostro, como si fuera la mano de Dios calmando mí desasosiego, aspiro el perfume de una flor desconocida, y entonces doy gracias al Creador por su magnífica obra, por estar aún vivo para dar testimonio de su grandeza…”.

 

Estamos de paso. Somos protagonistas de una aventura inédita. Precarios pasajeros de un viaje que puede terminar en cualquier momento y lugar, partículas de nada, y no obstante poseemos esta conciencia que nos permite darnos cuenta. Grandeza y miseria se unen en la condición humana. Y esa es mi contradicción. No hay día en que no sufra por ese descubrimiento. Como Camus puedo decir que no hay ansias de vivir sin desesperación de morir. Consciente estoy de este viaje gratuito de la vida:

 

“Estoy vivo/ No sé cuándo dejaré esta tierra/ Me duele el azul del mar/ La soledad de sus profundas aguas / Saberme transeúnte/ Precario pasajero en este viaje gratuito de la vida…

 

“Sí, mi vida concreta única, irrepetible, hora tras hora, segundo tras segundo, amenazada de extinción por el hecho cierto, real, inexorable, de tu muerte personal. Sabes que si hoy mueres mientras escribes estas líneas, el mundo seguirá su curso sin ti. Quizás te lloren sus seres queridos, o que si tu obra, si la tienes, no pase de inmediato al olvido; pero esa esperanza de trascendencia ¡espejismo de inmortalidad! ¡Qué pobre consuelo!, frente a la cruda verdad que del otro lado del muro ni siquiera de enteres, lo seguro es que no vas a disfrutar el reconocimiento post-morten, como si puedes hoy-mientras la muerte no te toque, disfrutar la gloria de las horas clandestinas, sintiéndote parte de lo viviente, gozando de las maravillas que te ofrece la vida sin esperar nada de ti”.

 



[1] Henrique Meier. Primavera Envejecida. Editorial Contemporánea. Caracas, 1978.

[2] Henrique Meier. Horas Clandestinas. Pavilo, Caracas, 2001.

[3] Henrique Meier, Embriagado de Misterio, opus cit.

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