Tu no eres San Nicolás

 

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Tenía la intención de presentar este cuento a un concurso de “Zenda Libros”, pero cuando leí las condiciones me dije “no me lo aceptarán, por la bendita “corrección política”, uno o varios “colectivos” se sentirían ofendidos. ¿Libertad de expresión?

 

Tú no eres San Nicolas

(cuento de navidad)

Henrique Meier E.

Quiquín Tremenditis nació un 24 de diciembre. A temprana edad reclamaba dos regalos: el de navidad que le traería San Nicolás según le decía su madre, y conforme a la petición que ella escribía hasta tanto el niño aprendiera a escribir, y el de su cumpleaños. -Me jodieron siempre con uno solo- decía en la adolescencia, esta vaina de haber nacido el día de navidad-. En su infancia fue un niño exageradamente inquieto, dado a planear y ejecutar maldades fuera de lo común. Su madre se angustiaba, pensaba que su hijo podría convertirse en un delincuente, un tío lo apodó “Jaques el Destripador” en referencia al misterioso asesino serial que destripó a varias mujeres (5 prostitutas) en el barrio londinense Whitechapel en 1888. Residían en un campo, una suerte de aldea que no pasaba de los 500 a los 600 habitantes en un país de América del Sur. La casa familiar, un caserón (casaplón) que pertenecía al propietario de una hacienda de cacao, el padre la había rentado, la casa, no la hacienda. Cuatro corredores, veinte habitaciones, muchas permanecían cerradas, pues la familia: 5 hijos, padre y madre, no las necesitaban, aparte de que en el poblado decían que allí moraban fantasmas, espíritus burlones y aterradores. Dos “salas” de cocina, una para cocinar con gas y la otra con leña. Un día Quiquín presenció como un hombre abría un hueco en una de las cocinas, oyó decir a su madre que la cocinera había tenido un sueño en el que se le apareció un espíritu que le habló de la existencia de un cofre con morocotas de oro en ese sitio. No encontraron ni una puta morocota, en su lugar un cráneo y unos huesos, los cuales fueron enterrados en la montaña aledaña, y durante siete noches rezaron el rosario por el alma de ese difunto, no fuera a aparecer en las noches para aterrar a la familia. En esa misma cocina Quiquín, que apenas medía unos 25 centímetros, encontró a dos monstruos rojos con largas antenas, rostros espantosos, caminaban lentamente, agarró un palo para enfrentarse a esos extraños seres, su padre se lo arrebató, y sumergió a los monstruos, que resultaron unas langostas, en una olla con agua hirviendo (pido disculpas a los “animalistas”). Ese antiguo caserón había sido habitado por la peonada de la hacienda en tiempos pretéritos, de ahí el número de dormitorios.

 En la parte trasera, la montaña, la selva tropical donde enterraron lo que quedaba del muerto sepultado en la cocina, quien sabe la razón de haberlo enterrado allí, tal vez un capataz demasiado jodido asesinado por un peón o toda la peonada- ¿Dónde está Melquíades?, preguntaría el propietario de la hacienda-. -No se le ha visto desde el sábado en la tarde, Don Rufián, - él dijo que iría donde un familiar en el pueblo, allá puede que le informen-.  En las noches se escuchaban los sonidos de la variada fauna. Un concierto extraño de gritos y susurros: chillidos, balidos, bramidos, gruñidos, no existe la quietud en una selva, noche y día se escenifica una lucha por la supervivencia. Y aquellas torrenciales lluvias que dejaban a la zona sin luz, el viento enloquecido bramaba cual animal furioso, derribando árboles desde sus raíces, las puertas del caserón se cerraban violentamente, a utilizar lámparas de querosén y velas, ¡carajo! Y las goteras, las goteras, porque Quiquín acostumbra a subirse al techo y caminar por el tejado, y aunque poco era su peso, sin embargo, afectaba aquel viejo tejado, - Esmeregilda, mija unas palanganas, las goteras, ese carajito me está volviendo loca-. Y entonces a la luz mortecina de las velas, Esmeregilda, negrita que cuidaba de Quiquín y sus otros cuatro hermanos, les contaba historias de aparecidos que si el Jinete Descabezado,- Escuchen, ahí viene en su caballo negro el sin cabeza, que si la Sayona, llevándose a  algún borracho perdido en la oscuridad (mami, que boca tan fría la tuya), que si el Silbón, y la negrita silbaba -ouiii, -ouiii, y aquellos niños aterrados, aunque no cesaban en pedir más historias, la atracción del pavor, del miedo, en ese tiempo sin televisión, Internet, telefonía móvil, apenas una radio encendida desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche, hora de dormir. Un viernes santo, la negrita (pido disculpas, la adolescente de color) y el otro varón de la familia, unos años mayor que nuestro protagonista, llegaron jadeando, contaron que mientras buscaban unas guayabas de un árbol en los límites del caserón con la montaña, se les apareció un negrito (nuevas disculpas, niño de color) de rostro malvado, ojos rojos y oloroso a azufre, MANDINGA, MANDINGA, corrieron como locos escapando de un manicomio, choro de la policía (de otro choro, pero con uniforme). En esa comarca corría la leyenda, según la cual, desde el viernes de la crucifixión de Jesús, hasta el domingo de resurrección, Lucifer se paseaba a sus anchas por el mundo, buscando a quien devorar.  Quiquín solía, con el hermano mayor, ingresar a esa montaña aledaña, obviamente en horario diurno. La madre se angustiaba, ¡carajo!, pululaban víboras de diferentes tamaños y subespecies, se salvaron de morir por una mordida tal vez por unos ángeles guardianes. El de Quiquín seguramente se hallaba agotado, y pediría relevo. El niño, pequeño para la edad, no crecía, pero si su invención para joder a otros. La madre lo medía contra en una pared- Párate ahí carajito-, tomaba un centímetro y una regla, con un lápiz pintaba una raya en la pared- No crece, no crece, jodedora ella, le decía-Si sigues así, te vamos a vender a un circo- Quiquín, no se inmutaba, le agradaba la idea de formar parte de un circo. Niño especial, no por retardo mental, ni por genio, quizás por loco, un cortocircuito de neuronas. ¿Y por qué el tío lo llamaba riéndose Jack El Destripador? Según me contaron, lanzó a un pozo séptico a un vecinito que miraba mientras un trabajador removía la mierda, en otro caserón, por cierto, colonial, ubicado en el frente de la residencia de la familia del peligroso infante. El agraviado sufrió un fuerte golpe en las piernas, además de llenarse de mierda hasta las cejas, hubo que llevarlo de emergencia a un hospital por el riesgo de infección. Y no contento con ese desaguisado, empujó a un hermano del enmerdado, que se hallaba parado al borde de uno de los ángulos de una piscina, en la casa del tío que lo apodaba con tan tierno epíteto. El adolescente al caer al agua se golpeó con el cemento, resultando con fractura en la mandíbula, los padres de los agraviados se presentaron a reclamar, y por supuesto, el progenitor de esa “joya” pagó facturas, pidiendo disculpas. Lo castigaban, más era inútil, continuaba jodiendo y jodiendo. A un viejo indio que cuidaba de sus primos, lo persiguió con un palo y el viejo le gritaba -Quédate quieto muchachito, quédate quieto, respeta a los mayores, respeta- Que va le partió el palo en la espalda, menos mal que era un leño medio podrido. Parado en el gran jardín del caserón colonial vecino, viene transitando una camioneta que se dirigía al centro del poblado, y nuestro protagonista, el malhechor infantil, lanzó una piedra al vehículo dándole bajo el ojo derecho al único policía de la comunidad. Varios puntos de sutura, lógica reclamación del gendarme, disculpas, pago de factura, indemnización y castigo para el reincidente. Eso fue hace muchas décadas, en otra época, otra cultura, en estos tiempos hubiera sido catalogado con una patología psíquica necesitada de tratamiento psiquiátrico. El potencial criminal apenas tenía 6 años.

A los cinco ocurrió la historia que titula este breve relato escrito por un viejo desocupado. Y fue el día de la noche buena, el 24 de diciembre después de la cena navideña, ese día el temible carajito cumplía las cinco primaveras. En otra casa de una familia amiga, se reunió un grupo de vecinos para entregar los regalos de “San Nicolás” a los niños de esas familias. Y allí está sentado esperando el tal Quiquín junto con los otros niños, tira de las clinejas a una que irrumpe en llanto, a otro lo empuja y se le lanza encima, las madres gritan y la del loco infantil, avergonzada lo lleva a una sala de baño (aseo en España) y le propina varios correazos en las piernas (disculpas a los defensores de los derechos humanos de los niños), no llora, se aguanta las ganas, pero no llora. Regresan a la reunión, a los minutos entra un gordo vestido de rojo, botas, gorro, barba blanca, el grupo de imberbes grita - ¡SAN NICOLAS, SAN NICOLÁS!, el supuesto San Nicolás viene cargando en la espalda un saco abultado. Se sienta, abre el saco y comienza a llamar a cada niño por su nombre entregándole uno o varios regalos. Mientras tanto Quiquín le preguntaba a su compungida madre-Mami, ¿dónde está el trineo con los renos donde vino San Nicolás? -Deben estar afuera hijo, y éste de un salto atravesó el salón y salió a la carretera, por supuesto ni sombra del trineo con sus renos, entra y se lo dice a la madre, en ese instante pronuncian su nombre Quiquín, Ququín, el supuesto San Nicolás lo sentó en sus piernas, sacó del saco un regalo, y súbitamente el terrible carajito miró su barba, le pareció extraña, le arrancó la postiza barba dejando al descubierto el rostro de uno de los vecinos,  mientras gritaba-TU NO ERES SAN NICOLÁS- el grupo de niños rompió en llanto, las madres alarmadas, y la progenitora de ese especimen hacía un esfuerzo para no reírse…

    

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