Una historia de perros

 

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Una historia de perros

(no apta para los amantes de los perros)

Javier Coba Artimaña

 

 

 Al principio eran unos 15 perros que deambulaban por las calles de aquella urbanización, unos dos o tres de definidas razas, tal vez abandonados por sus dueños, el resto, mestizos perros callejeros que ingresarían a tan selecta zona residencial en procura de alimentos. Tiempo de escasez y miseria en los barrios pobres, si no hay comida para la gente, menos para los animales. Los canes eligieron como guarida un edificio a medio construir, abandonado por su propietario al enfrentar la férrea oposición de los residentes, empeñados en evitar cualquier uso del suelo que no fuere el residencial, aunque se tratase, cual fue el caso, de un inmueble para una escuela. Esta manada inicial en poco tiempo se duplicó, convirtiéndose en una auténtica jauría, el hambre es mal consejero para humanos y animales. Y aunque los amantes del llamado “mejor amigo del hombre” (Vinicius De Morais, el famoso compositor brasileño, recordado por la “Chica de Ipanema” expresó en una entrevista en los años 60 que el wisqui era su mejor amigo, lo ayudaba a inspirarse, no así los perros a los que temía), ahora agrupados en una nueva suerte de movimiento portador de derechos de la cuarta o quinta generación “los animalistas”[1], daban de comer a la jauría, con riesgos de ataques de esos canes transformados poco a poco en perros salvajes, ello no colmaba el apetito de los integrantes de una jauría que día a día crecía. La mayoría de los “buenos vecinos” no le dio importancia a la presencia de los enfurecidos perros asicados por el hambre, mala costumbre de los humanos en general de no ver los signos de una posible calamidad, una tragedia, una catástrofe, y cuando reaccionan ya es tarde y solo quedan las quejas, las lamentaciones, la búsqueda de responsables, porque “eso no es asunto mío”. Para el común el mundo comienza en su cabeza y termina en sus pies, su filosofía de vida “Sálvese quien pueda”, al final si no se salvan juntos, nadie se salva, aún los más diligentes y solidarios en exigua minoría, valga la redundancia.  

 A los meses ya no eran 15 sino 60, al año había aumentado a 300, surgiendo diferentes jaurías lideradas por los más feroces perros que batallaban por la comida que dejaban a las puertas de sus viviendas los compasivos “animalistas”. Las batallas entre las diferentes jaurías producían temor entre los vecinos del lugar, amanecían perros muertos, heridos, o cadáveres comidos por sus congéneres. Pero, carajo, la terquedad humana es ilimitada, los dueños de mascotas continuaron sacándolas a pasear para que hiciesen sus necesidades en calles y particularmente calzadas, así como en el campo deportivo y un parque de uso múltiple, y entonces comenzaron las agresiones de las jaurías a las mascotas y a sus dueños. Mascotas transformadas en alimentos de los dueños de las calles y espacios comunes. Vecinos con graves mordidas. La enfermedad de la “rabia” que hace más agresivos a los perros que la contraen, hizo su aparición. Doble peligro, pues la rabia, si no es tratada a tiempo, es un virus mortal para perros y otros mamíferos, incluyendo a los humanos. ¿Y cómo tratarla si en la ciudad escaseaban, además de los alimentos, la mayoría de las medicinas incluyendo el suero antirrábico? El pánico afectó a esa aglomeración humana, pues de comunidad como tal, ni un rasgo, insolidaridad total. Un grupo consideraba la posibilidad de liquidar a las jaurías, otro, los animalistas, se oponían con denuedo. Hubo quien se comunicara con el alcalde del municipio, un consumado ladrón del erario público, incompetente como la mayoría de los funcionarios con potestad para decidir en ese país signado por el síndrome de la “selección implacable de los peores”. Como era de esperarse el alcalde nada hizo, tampoco los bomberos del municipio, pues a pesar de su buena voluntad, esa institución de servicio público carecía de recursos. Las unidades móviles sin cauchos, y sin repuestos, a los integrantes de ese cuerpo de abnegados servidores públicos la alcaldía no les pagaba su salario desde hacía un año. El presupuesto destinado a tan insustituible organismo público había sido utilizado por el alcalde y sus secuaces para otros “fines”. No he mencionado la perrera municipal porque fue clausurada por el ladronazo jefe del ejecutivo municipal (gasto innecesario).

¡Ah!, la selecta urbanización contaba con una asociación de vecinos cuya junta directiva, caracterizada, como toda estructura de autoridad en tan insólito país, por la selección implacable de los peores, sólo se ocupaba de negociar con las cuotas mensuales y extraordinarias de sus miembros. Al presidente y demás miembros de esa honorable junta les importaba un carajo que se multiplicasen los perros salvajes, permanecían en sus residencias y solo salían de ellas en sus vehículos. Convocaron a una asamblea de vecinos, no hubo acuerdo posible, la pugna entre los partidarios de matar a los perros, dueños absolutos de las calles, y sus defensores, impidió decisión alguna. Privó la indolencia, la indecisión. Los perros continuaron multiplicándose, pese a las muertes por hambre, por la rabia, o al ser devorados por los más feroces especímenes, de modo que a los dos años la población perruna pasaba de 600 animales. Los vecinos se mantenían confinados en sus viviendas, el terror les impedía salir a las calles, se habían convencido de la catástrofe, pero ya no había vuelta atrás, sólo un milagro podría devolver la indiferente normalidad en la que vivían antes de la invasión perruna. Día y noche los perros recorrían la urbanización, el hambre los llevó a saltar cercas de casas y agredir a sus moradores con saldos mortales. Desde los edificios, aterrorizados vecinos miraban las jaurías en su diurno recorrido en procura de alimentos, hurgaban en las bolsas de basura doméstica que, de cualquier manera, el servicio de aseo urbano y domiciliario no recogía, había colapsado al igual que el servicio de bomberos. Los desechos esparcidos en las aceras y calles. Aparecieron las ratas, joder, cientos, miles de ratas compitiendo con los perros en la salvaje lucha por alimentarse de las cada vez menos sobras humanas. Los detestables roedores invadieron las viviendas, al igual que las asquerosas cucarachas, el colmo del horror. En las noches se escuchaban los ladridos, los gruñidos, el ruido de las patas de las jaurías en su incesante deambular. En el día continuaba la pesadilla, el que saliera al balcón de su apartamento podía percibir la baba de los contaminados por la rabia, las peleas diarias entre ellos cuando morían los más débiles para ser devorados antes de que llegasen las aves depredadoras y les arrebatasen la comida. Y como siempre un descuidado dejó abierta la puerta del estacionamiento al entrar con su vehículo, una jauría de unos 200 perros hambrientos, feroces, accedió al edificio, atacó a los residentes que se hallaban fuera de sus apartamentos y se instaló en el lugar. Es lo que se hasta estos momentos, ¿Cómo finalizará esta historia?  

 

https://www.google.com/search?q=jauria+de+perros&client=firefox-b-d&sxsrf=ALeKk03Jg0ccS1qhMahg83NRYQVvfACg6g:1598696281535&tbm=isch&source=iu&ictx=1&fir=kv-RO4LgP-e_wM%252CP8vljVCnQ5TIdM%252C_&vet=1&usg=AI4_-kR-GMXkZZaz05I1fXQgopL-1upR8Q&sa=X&ved=2ahUKEwjOudvfl8DrAhUQohQKHWs5BJ8Q_h0wAXoECAsQBA&biw=1366&bih=654#imgrc=kv-RO4LgP-e_wM



[1] Milagros fue citada hace un par de semanas en el Juzgado de lo Penal número 1 de Santa Cruz de Tenerife en calidad de testigo por un caso de maltrato de hace casi siete años. Y el asunto sería algo dramáticamente habitual en España si Milagros no fuera la propia víctima de la agresión y si Milagros no fuera, además, una perra. Una hembra de raza pitbull de color marrón con el pecho y el morro blancos que fue arrojada a la basura por su dueño en el interior de una maleta en el año 2012 y que asistió la semana pasada al juicio como si tal cosa. "Que pase la testigo perjudicada, la perra Milagros", dijo la juez. Y la perra pasó. Luego la fiscal de Medio Ambiente aclaró a los asistentes, por si acaso, que "obviamente" la testigo no iba a declarar. “Ya está bien de considerar que sólo las personas tenemos derechos. También los animales tienen obligaciones y derechos, y uno de ellos es acudir a su pleito», explicó días después la magistrada Sandra Barrera en la Cadena Ser para justificar la inédita citación de la perra.¿Realmente tiene obligaciones un perro? ¿Cuáles son exactamente? ¿Tiene de verdad un pitbull el derecho a asistir a su pleito? ¿Son necesarios estos gestos para concienciar sobre el maltrato animal o ha desvariado definitivamente el movimiento animalista? La testificación de la perra Milagros coincide en el tiempo con campañas que te recomiendan no llamar «rata» a tu cuñado por muy tacaño que sea, ataques de radicales veganos en distintos puntos de Europa contra las carnicerías, iniciativas para alimentar a las mascotas con dietas veganas, vigilias para despedir con abrazos a los cerdos en la puerta de los mataderos e incluso con una novedosa receta que nos permite (¿por fin?) elaborar morcillas con nuestra propia sangre. El disparate ha dinamitado incluso las teorías más locas del filósofo australiano Peter Singer, que publicó en 1975 Liberación animal, uno de los libros que desencadenó el movimiento más reciente a favor de los supuestos derechos de los animales. Seis años después escribía El círculo en expansión, en el que trazaba el crecimiento progresivo de la consideración moral de los otros. Pasamos primero de la familia a la tribu, al clan, luego a la nación, a la raza y finalmente a toda la humanidad. ¿Alcanza hoy a los animales? ¿A todos?"Singer sostiene que todos los seres son objeto de comprensión, cuidado y compasión y que los círculos de moral se van ampliando", apunta Juan Ignacio Pérez, profesor de Fisiología Animal en la Facultad de Ciencia y Tecnología de la Universidad del País Vasco. "Ya ocurrió con la defensa de los grandes simios, que en cuestiones de investigación, por ejemplo, ya tienen un trato diferente al resto de animales. No se trata igual a un orangután que a una rata. El problema es ver dónde está el final del camino, dónde ponemos la frontera. El discurso animalista ha cambiado mucho en los últimos tiempos y si seguimos así, no tardaremos en llegar a reclamar los derechos de las anémonas o las plantas". https://www.elmundo.es/papel/historias/2019/05/21/5ce2e24dfc6c83e3258b459f.html.

 

 

 


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