¿Qué experiencia me dejó Francia?
¿Qué experiencia me dejó Francia?
Debo confesar que hubo un momento en el que quería permaneciéramos en París, me había adaptado de tal manera a la ciudad, a su estilo de vida, hablaba muy bien el idioma, que tuve ese pensamiento. Los 36 meses de estadía fueron muy importantes para el resto de mi vida. Consolidó mi unión con Marlen, aprendimos a vivir como pareja, a no depender de la familia. Fue un tiempo de mucha intensidad, dominado el idioma disfruté de la lectura de magníficas obras de la literatura francesa y no francesa traducida a ese idioma (Miller, por ejemplo), de la filmoteca de esa gran nación, de la libertad física ilimitada caminando por esa bellísima ciudad, de sus museos, del vino, de la culinaria. Pude obtener dos postgrados, y especialmente reforzar la disciplina para el estudio, la investigación y la escritura, entendámonos la jurídica y la jurídico-política, pues escritor no he sido, ni soy, tampoco poeta, apenas hacedor de unos versos: “No soy en verdad poeta, este sujeto que habita mí cuerpo y mi endeble alma, escribe versos como un rito de curandero, para aliviar angustias y desasosiegos que no curan el alcohol, ni la lucidez, ni eso que llaman madurez”. En cualquier caso y conforme a la clasificación de los eruditos, tal vez sería un “poeta menor”, o quizás ni siquiera llegara a ese escalafón (me cago en los eruditos). Antes me referí a las virtudes del método francés, mejoré mi capacidad para pensar con raciocinio, sin desmedro de las emociones y sentimientos que se agolpan aquí dentro en este caparazón de huesos. Fue un tiempo también de locas aventuras, de actos poco razonables que rompían la rutina. En París nació nuestro primer hijo y comenzamos a conformar una familia que luego tendría más miembros, eso fue inolvidable. Y como pareja aprendimos a amarnos por encima de las vicisitudes y desencuentros. En los años subsiguientes volveríamos a la añorada París. ¡Ah!, y vuelvo al arte de callejear, de deambular por la ciudad sin un plan previo, sin un mapa, ir así a la deriva, descubriendo las maravillas de la ciudad, su disímil arquitectura, sus parques y jardines, monumentos, sus rincones insospechados, sus cafés, bares, restaurantes, librerías, las hembras que pasan a tu lado, los amantes que se encuentran y se besan en una esquina, los burócratas de trajes y corbatas, las prostitutas cazando clientes, los turistas ausentes del misterio de la ciudad, mirando sin ver, los pintorescos personajes, los borrachos hitos de vino tirados en un rincón, los mendigos y aquellos que simulan con astucia actoral la falta de una pierna, un brazo, para provocar la lástima de algún transeúnte o su sincero dolor compasivo, los locos de ojos extraviados, los ausentes de sí mismos de mirada vacía, perdida en la nada, el asesino que acaba de degollar a su víctima o que camina decidido hacia el próximo crimen, el potencial suicida de mirada desesperada que cruza la avenida y accede al metro para lanzarse a los rieles y acabar con su decepción vital. Toda esa mezcla de tragedia, horror, comedia, amor, desamor, locura que se escenifica en las calles. En ese tiempo sin la plaga del móvil o celular y las redes sociales, había auténticos caminantes, hoy van por allí los ojos fijos en las pantallas, con los aparaticos pegados a sus bocas hablando de cualquier banalidad, alienados del entorno, dejando escapar la magia de la vida humana escenificada en el espacio público. Huérfano de padre desde los 7 años, mi madre me dejó callejear, eran otros tiempos, y la calle era el hábitat natural para los juegos de pelota, para las amistades espontáneas, para las refriegas entre pandillas de adolescentes. Gran escuela fue la calle, allí aprendí lo que maestro alguno puede enseñarte en el aula. “La calle me enseñó la emoción de lo imprevisto, la libertad de rodillas rotas al sol, la camaradería de la igualdad, como esos gatos sin collares trepando en los tejados”.
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