Entre la cordura y la locura
Los hombres de mi generación y de las
precedentes, a excepción de los “santos varones”, no tuvimos otra alternativa
para iniciarnos en el sexo que las mujeres públicas, ya que las novias de vaina
se dejaban tocar una teta en el cine, a lo sumo, las más liberales, te hacían
el favor de una “paja” aprovechando la oscuridad mientras transcurría el film.
Había que sobornar con dulces a la “chaperona”, una hermana menor. Y las
visitas a la casa de la familia, ni hablar, sentados en un sofá frente a la
madre, la abuela o una hermana. Y uno como un huevón con ganas de besar a la
carajita, de meterle mano, y la abuela con “cara de cañón” vigilando “¿Por qué no irá al baño esta vieja de
mierda, a ver si puedo darle siquiera un beso?”. Razón por la cual tuve
pocas novias “formales”, prefería las putas y mesoneras. ¡Ay la dictadura del
sexo!, desde los 12 años me convertí en un obseso, una suerte de “locura
erótica” que hasta ahora no me ha abandonado, ha sido la causa, al igual que mi
ira, de no pocos errores cometidos en mi estadía en esta tierra. Y no me digan que es un asunto de voluntad y
auto control, esa idea de que esta pobre criatura que somos pueda dirigir su
vida con arreglo a la supuesta “razón”, que seamos capaces de ordenar nuestros
actos por un cauce sensato manteniendo a raya los impulsos “irracionales”. El
hilo que separa la cordura del desquiciamiento es muy tenue, puede romperse
fácilmente, al igual que la delgada línea entre la conducta ajustada a la ley y
el crimen. ¿Quién no ha sentido deseos de darle muerte a otro? La ira, la
cólera, puede estallar en un instante y manifestarse en actos agresivos, pues
los humanos somos los animales más violentos del Planeta. Parafraseando a
Jesucristo cuando exclamó “Que lance la
primera piedra quien esté libre de pecado” (el episodio de la adultera),
diría que nadie puede considerarse inmune a la posibilidad de una conducta
criminal, es una amenaza latente que forma parte de la psique: la tentación del
delito al igual que la del pecado para los creyentes. De ahí las sorpresas, “pero si Juan, Pedro, Miguel…se veía tan
tranquilo y amable, y ahora ha cometido ese crimen atroz, haber asesinado a su
mujer, o “Y Rosalba, Marieta,
Juana…tan dulce que parecía, ¿Cómo ha podido envenerar a su marido? …”. Si
pudiéramos leer los pensamientos de los otros quedaríamos asombrados de la
cantidad de locuras y horrores ocultos en la mente humana. Unos por temor al
castigo de la ley o el rechazo social; otros, por falta de determinación, de
voluntad; pocos por auténticas convicciones morales, éticas, no se atreven a
cruzar la línea. Sin embargo, no dejan de tener malos, perversos pensamientos y
deseos, sueños criminales proyectados por el incosciente en las horas
nocturnas.
“¿No será el
hombre una fiera inteligente que, predestinada al suicidio- escribe con profunda lucidez Adolfo Bioy
Casares-, inventó la civilización, camino largo y tortuoso
donde llegará al fin a devorarse a sí misma, como abyecta hiena despiadada? De
miles de años a esta parte reprimimos nuestros instintos: la agresividad, la
bestialidad, etc. Diríase, pues, que la civilización triunfó. No lo crean.
Estallidos criminales por doquier… psicoanalistas desatando en el prójimo un
manojo de demonios, configuran otras tantas pruebas de que los instintos recuperan
terreno, de que la marea de la civilización por último baja”[1].
El protagonista principal de la novela
“Canadá” de Richard Ford dice respecto de un personaje que comete un doble
asesinato del que él fue testigo:
“Puede que
supiera desde mucho tiempo atrás que la sinrazón era su gran fallo. Y
simplemente había dejado de preocuparse, y había aceptado que no podía hacer
otra cosa; que la sinrazón era su naturaleza, y merecía todo lo que pudiera
obtener de ella. Era un asesino… ¿Por qué ocultarlo? Pudo haber dicho disfruto
de ella. Cuando uno mata a dos personas tiene que haber por medio algún
porcentaje de demencia”[2].
Agota el esfuerzo que hacemos para actuar
de manera “civilizada” en un entorno social donde abundan las injusticias, los abusos,
la crueldad. De los humanos en general no me hago ilusiones, lo que me incluye.
No soy mejor, ni peor que muchos, tal vez lo que me ha distinguido es la
lucidez, me ha salvado de cometer actos que no tienen regreso, por más que te
arrepientas. Y es que en minutos puede cambiar radicalmente la vida de una
persona, vas borracho conduciendo tu vehículo y atropellas a un transeúnte
provocándole la muerte, ¿qué puedes alegar?, al menos en un país civilizado donde
impere autoridad y ley, no aquí, en Venezuela, el reino de la impunidad. Juicio
y condena de cárcel por homicidio culposo (o en segundo grado: USA), y si
tienes consciencia, ese dolor moral insoportable: si hubiese dejado el carro
(coche) en casa, si lo hubiese dejado frente al bar y tomado un taxi (no
tomaste el taxi, pero sí media botella de wisqui), sí hubiera, sí hubiese, sí,
sí… no hay regreso, le quitaste la vida a otro y te jodiste la tuya. Confieso
que en el pasado bebí en exceso en algunas oportunidades, despertaba al día
siguiente angustiado: las lagunas mentales, bajaba al estacionamiento de mi
residencia para comprobar si se hallaba el coche (carro, vehículo), si tenía
abolladuras, me asaltaban las dudas, ¿habré chocado?, ¿y si atropellé a alguien
y lo maté? ¡Qué vaina! El vehículo no se hallaba en su puesto, ¿dónde lo habré
dejado? ¿Y si se lo robaron? Y aquél inútil esfuerzo por recordar. Locuras de
la edad, no las justifico, fueron actos de absoluta irresponsabilidad. Con el
tiempo disminuí drásticamente la ingesta de licor si tenía que conducir mi
carro (coche). Me afectó la muerte de un buen amigo en un accidente vial
ocurrido en las fiestas decembrinas, conducía bebido, además llovía,
impaciente, quiso pasar un camión que iba delante a poca velocidad en una
carretera estrecha, y estrelló el vehículo contra una gandola que venía por su
carril, su cuerpo convertido en un amasijo de carne y huesos, interpreté
aquello como un aviso de la vida, del destino, de Dios. No quiero morir de esa
manera. Bueno, ya dejé de conducir, no tengo coche (carro) aquí en Alicante,
soy un refugiado de la narcodictadura militarista que profundiza día a día la
catástrofe en todos los órdenes de la vida en mi querida patria. Difícilmente
podría “poner una cagada”, creo estar a salvo por edad y oportunidades…era
hora, sin embargo, uno nunca sabe.
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