Sobre amores fallidos





Y así me enamoré de Marialba hermana de un amigo. Marialba bellísima, morena clara, ojos negros como la noche, pelo negro que le llagaba hasta la cintura, boca apetitosa, una diosa griega. Jugó conmigo, al menos eso sentí y creí. Bailábamos en las fiestas de la familia y amigos, del grupo, me incitaba a que le cantara al oído “Mi Puerto Cabello”, la hermosa canción compuesta por Ítalo Pizolante, no me ponía el típico freno de las muchachas de la época, la distancia para impedir el acercamiento de los cuerpos. Me le pegaba y sentía que la gloria me invadía y la erección súbita. Me daba esperanzas, disfrutaba de mi embeleso, del romanticismo que con el tiempo ha perdido su ímpetu inicial. Dormía mal, pasaba noches en vela fantaseando con Marialba (un año mayor que yo, ella 17, yo 16), en mi imaginación la desnudaba, la besaba en la boca, los senos, le hacía el amor en una playa a la luz de la luna, por supuesto me masturbaba pensando en ella. Perdí el apetito, me contagié del “dulce mal con que me estoy muriendo”, el poema de Andrés Eloy Blanco: “Vuelvo los ojos a mi propia historia. Sueños, más sueños y más sueños... gloria, más gloria... odio... un ruiseñor huyendo...y asómbrame no ver en toda ella ni un rasgo, ni un esbozo, ni una huella del dulce mal con que me estoy muriendo. Torno a mirar hacia el camino andado...Mi marcha fue una marcha de soldado, con paso vencedor, a todo estruendo; mi alegría una bárbara alegría...Y en nada está la sombra todavía del dulce mal con que me estoy muriendo. Surgió una cumbre frente a mí; quisieron otros mil coronarla y no pudieron; sólo yo quedé arriba, sonriendo, y allí, suelta la voz, tendido el brazo, nunca sentí ni el leve picotazo, del dulce mal con que me estoy muriendo. Volví la frente hacia el más bello ocaso...Mil bravos se rindieron al fracaso más, yo fui vencedor del mal tremendo; fui gloria empurpurada y vespertina, sin presentir la marcha clandestina del dulce mal con que me estoy muriendo. Fuerzas y potestades me sitiaron y, prueba sobre prueba, acorralaron mi fe, que ni la cambio ni la vendo, y yo los vi marchar con su despecho feliz, sin presentir nada en mi pecho del dulce mal con que me estoy muriendo. Mujeres... por mi gloria y por mis luchas en muchas partes se me dieron muchas y en todas partes me dormí queriendo y en la mañana hacia otro amor seguía, pero en ninguno el dardo presentía del dulce mal con que me estoy muriendo. Y un día fue la torpe circunstancia de quedarnos a solas en la estancia, leyendo juntos, sin estar leyendo, mirarnos en los ojos, sin malicia, y quedarnos después con la delicia del dulce mal con que me estoy muriendo”[1]. Ese no fue mi caso, pues el del dulce mal fui yo solo, quedé herido de amor, con la “empalizada en el suelo y el bejuco reventao” como se dice en los llanos de mi país.  En una fiesta en la casa de unos primos me presentó a su novio, un baño de agua helada, sentí que mi vida perdía sentido, tremendo garrotazo sentimental. El galán, obviamente mayor, de unos 19 años, alto, apuesto, simpático el privilegiado tipo que con seguridad disfrutaba de los deliciosos besos de esa hembrita (se llamaba Ezequiel). En mi cuarto, a solas, lloré de congoja, de despecho, sentí que se abría una herida en mi corazón. Luego me dio por enamorarme de una catirita divina que vivía en la Urbanización Las Palmas, muy coqueta ella. La conocí en la casa de unos amigos en esa misma Urbanización, nos dimos unos cuantos besos, bailamos en algunas fiestas, le escribí unos versos, creo que los tiró por el wáter, pues ella no era nada romántica. Una tarde me dijo que ya estaba aburrida de mí, que daba por terminado nuestro breve noviazgo. Y otra vez la melancolía y el despecho, me sentía el ser más desgraciado del mundo, un fracasado en materia de amores. Ahora recuerdo que en esa misma época me empaté por breve tiempo con una amiguita de colegio de mi hermana, residía en la Urbanización La Florida, morenita ella, le robé unos besos, en verdad no me gustaba, se lo dije y lloró, y luego me voy a quejar de mis penas de amor, si yo hice lo mismo ¡Hipócrita!

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Y ahora me acuerdo de la carajada que me hizo un “caramelito” cuando ingresé al primer año de Derecho en la Universidad Central de Venezuela. Olvidé su nombre, no su estampa: morena clara, ojos y pelo negro, toda una hembrita, cursaba el segundo año de esa carrera, fue electa la reina del carnaval de la Facultad de Derecho en 1964. Me gustó la tipa, le “caí” como se dice en el argot juvenil, en otras palabras: “le eché los perros”, le buscaba conversación, tomamos café en la Universidad, le escribí poemas, y me atreví a invitarla a un baile de carnaval que tendría lugar en la sede del Colegio de Ingenieros, animada por la orquesta de la Facultad de Ingeniería cuyo pianista, Espinoza, estudiaba Derecho (con él daría unas cuantas serenatas). ¡Oh sorpresa! El bombón aceptó mi invitación, me vestí con el “veintiúnico traje” que tenía en ese momento, mamá me planchó una camisa blanca, y me prestó para pagar el “libre” (taxi), no tendría vehículo propio hasta los 27 años, luego de regresar de mis estudios de postgrado en Paris. La fui a buscar en el taxi, vivía con su familia en la Urbanización Santa Mónica, llegué a la fiesta con mi “trofeo” y nos sentamos en la mesa de la Facultad de Derecho, allí estaban algunos compañeros de clase y estudiantes de años superiores, me sentí todo un galán conquistador, esponjado cual “pavo real”, exhibiendo aquella hembrita coronada reina del carnaval. Bailamos algunas piezas. Y luego vino la “catástrofe”: sentados uno al lado del otro, apareció un tipajo mayor que yo estudiante del último año de Ingeniería de unos 23 o 24 años, alto, elegante, bien parecido  y dirigiéndose a quien esto escribe por no tener mejor oficio: “Caramba amigo, me permite un baile con su pareja” y yo el gran bolsiclón, todo un caballero “Como no, siempre que ella esté de acuerdo”, y de bola que estaba de acuerdo, si se le salieron los ojos al mirar al tipo. De modo que se fueron a la pista de baile, y pasaba el tiempo y no regresaban, entonces, unos mamadores de gallo de la mesa comenzaron a joderme “Meier, como que te quitaron la novia…ja…ja…ja”. Las “puyas “me impulsaron a buscarla, y allí, ella de lo más acaramelada con el cuasi ingeniero en la mesa de la Facultad de Ingeniería y este “rebolsa” se acerca y le dice “Vamos a la mesa de la Facultad, te he estado esperando”, y la muy coño y madre me responde “Lo siento Enrique, pero me quedo aquí, él me llevará en SU CARRO a mi casa”. Bueno, el mundo se me desplomó, quedé tan aturdido que no reaccioné como era de suponer dado mis antecedentes malandrines, así que regresé a la mesa, y aguanté la jodedera de todos esos grandes carajos, las burlas. No sé cuántos tragos me tomé, tal era el despecho, sé que alguien me llevó a casa en ese deplorable estado. Me estuvieron jodiendo en la Facultad durante un tiempo, vi a la autora de esa herida en mi vanidad masculina caminando por los pasillos de la Facultad, pero no me le acerqué, no le hablé, pulsé el botón del olvido, más bien el de “deja pasar esa vaina, son cosas de la vida”.

Me ocurrió una extraña situación con otro “bomboncito” de la Facultad. Una catirita bien buena, linda ella, le hice la corte con mis armas acostumbradas, me invitó como pareja a un baile en el Círculo Militar de Caracas, su hermano era cadete de la Academia Militar. Fui en taxi a su casa, vivía en la Urbanización Los Caobos. Me presentó a su familia, y con su padre, madre y hermano en el vehículo familiar fuimos a esa fiesta. Bailé con ella toda la noche, aunque creo que tenía tragos de más, lo cierto es que me vine a casa en un bus que recorría toda la ciudad, la ruta “circunvalación norte-sur, este-oeste”: Chacaíto, Sabana Grande, los Caobos, Chapellín, la Pastora, Catia, los Rosales, Santa Rosalía, los Caobos, le daba la vuelta a Caracas (antes me referí a esa ruta). A los días me le acerqué para hablarle y ella toda evasiva “no quiero saber más de ti” y yo “pero que te hice”, no respondió, coño me preguntaba que la habría hecho, no recordaba, tal vez le agarré una teta, el culo, no sé, lo cierto es que lo que haya hecho para merecer el desplante permanece en la niebla de la desmemoria.

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