El anciano frente al televisor




El anciano frente al televisor

Henrique Meier E

Desde hace dos años y medio estoy exiliado como tantos compatriotas aquí en España, resido con mi mujer en un pueblo de la Provincia de Alicante. En el atardecer acostumbro mirar desde el balcón de un piso (apartamento) ajeno, como todo lo que me rodea, a los transeúntes que apresuran la marcha para llegar a sus hogares, no es agradable estar en la calle con este húmedo frío de esta época del año, a menos que formes parte de los individuos “superfluos”, los marginados, los sin hogar que sobreviven en el duro pavimento “resguardados” por unos cartones, unas roídas cobijas, acostados en las aceras. De esos hay pocos en este pueblo, a diferencia de las grandes ciudades. Observo también a los amantes de los detestables perros paseándolos con sus cadenas para que caguen en las aceras, hay quienes recogen la mierda con unos guantes, pero a otros les importa un carajo que sus canes grandes, medianos o pequeños, dejen sus excrementos que seguramente un peatón desprevenido pisará, ya me ha ocurrido en varias oportunidades. Contemplo en especial a las damas, no he perdido el gusto de disfrutar el caminar de una hembra aún en el invierno cuando el clima las hace vestirse sin mostrar nada, a diferencia del verano, el calor las desviste, esos pantaloncitos calientes, cada año más cortos y ajustados al cuerpo, esas jóvenes de magníficos traseros y senos erguidos tras ligeras camisetas ¡Dios!, se me hace agua la boca a este viejo verde. Creo que la líbido se extingue al morir, que por más años que tengas, si eres un hembrero, y aun cuando el miembro ya no te responda ni con las pastillitas azules, las sigues deseando, no es asunto de decencia, de pajúa moralidad, es biología brother, pura biología, no me vengan con pendejadas. Nada más atractivo que una mujer de pelo largo que al andar la cabellera flote en el aire, con tacones o con tenis, jeans o trajes, caminando con ese movimiento de caderas como la chica de Ipanema (Vinicius Du Moraes):
Olha que coisa mais linda
Mais cheia de graça
É ela menina
Que vem e que passa
Num doce balanço
Caminho do mar
Moça do corpo dourado
Do Sol de Ipanema
O seu balançado
É mais que um poema
É a coisa mais linda
Que eu já vi passar

Y no hay oportunidad, en ese ritual diario de observación, de un típico mirón, un voyeur desocupado, deslastrado de carga  laboral (ahora que esto escribo, me viene a la memoria la letra de aquella canción que entonaba con voz engolada “El negrito del batey”: “El trabajo es solo para el buey, porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”) en la que deje de mirar en el edificio, ubicado al otro lado de la callejuela que separa a ambos inmuebles, a un anciano que conserva su cabellara blanca, bigotes del mismo color, sentado frente a la pantalla de un televisor, usa un concentrador de oxígeno con su  cánula nasal o gafas nasales. La primera vez que lo vi creí que estaba muerto, no se movía, parecía una momia, pasaban los minutos y seguía en la misma posición, pero al fin movió la cabeza. Su vida parece limitada a mirar la pantalla y esperar, vigilar su respiración, tal vez con temor a la asfixia, a la repentina oscuridad de un colapso. No se levanta a mear, tal vez tenga una sonda conectada al anciano miembro que lleve el orín a un recipiente, no sé. Un amigo me contó acerca de un presidente de un país latinoamericano, hombre obsesionado con el poder, entrado en años, que en las sesiones maratónicas de su consejo de ministros (institución inocua, pues los presidentes deciden sin importarles un carajo las opiniones de sus ministros), no se paraba a mear, se preguntaban cómo hacía, la hipótesis es que utilizaba una sonda conectada a una oculta bolsa. El anciano mandatario parecía dormirse, pero era, me dice el amigo, pura simulación, con la rendija de sus ojos semi cerrados, observaba a los ministros, “se hacía el burro muerto para atrapar zamuros vivos”. Los días de rendición de cuentas los ministros esperaban temerosos el momento de acceder al despacho presidencial, no sabían si al dejar ese despacho del poder, ya no serían ministros, no joda perder dos carros (coches), escoltas, acceso a la prensa y la TV, viajes, etc.

Volviendo al relato del anciano frente al televisor. Pocas veces he visto a otro habitante de ese apartamento, una mujer que se le ha acercado y le ha dicho algo al oído, mientras el anciano no se inmuta sigue con los ojos fijos en el televisor. Viste siempre un pijama de color azul, una suerte de uniforme reglamentario de enfermo terminal, sobreviviendo a duras penas en sus últimos días, habiendo sido excluido del reino de los vivos como los miles de compatriotas que deambulan por las calles de los pueblos y ciudades de mi desgraciada patria hundida en la miseria socialista, muriéndose poco a poco de hambre, resignados a la sin razón, a la locura, a lo incomprensible. Siento un sórdido dolor de alma, dejo de mirar al anciano mientras se hace la noche y una tristeza infinita me invade.

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