Recuerdos urbanos



El infiernito


Así llamaban a un jodido barrio ubicado en una depresión entre un hermoso bosque, de allí el nombre de ese sector de la ciudad (disfrutaba mucho mirando el verde paisaje y deseando que el bosque no fuera derribado, lo que lamentablemente ocurrió para levantar unas torres de apartamentos: las residencias Sans Souci) y la tercera avenida de Las Delicias. Dicho barrio se hallaba exactamente frente al edificio Elcica, desde el balcón del apartamento en el cuarto piso, veía el movimiento de los residentes del “infiernito”, así denominado por el malandraje que allí tenía su guarida, pero también, como en muchos otros barrios de Caracas, la mayoría de sus habitantes era gente trabajadora y pacífica. La bajada hacia el barrio era complicada. Una tarde lluviosa, asomado al balcón vi a una hembrota, morenaza ella, pelo negro, tetas que presionaban su camisa, los botones a punto de explotar, fornidas piernas, toda ella enfundada en corta falta apretadísima, un gran culo (y auténtico, pues para esa época no se había inventado el implante de culos y senos artificiales) de esos que el argot burdelesco califica como “arropa bolas”, tratando de descender en “retroceso” en medio del aguacero, zapatos de tacones altos, hacía un gran esfuerzo para apoyarse en una pared cuando resbaló cayendo de culo, me dolió el estómago de tanto reírme. Seguramente el peso del trasero fue la causa de su caída, se quedó sin zapatos, rodó cuesta abajo y al levantarse había perdido su peinado, supongo de peluquería, la cabellera llena de barro al igual que su apretada falda, “echa mierda”, pues. En las noches no faltaban borrachitos deambulando por la calle y gritando contra el gobierno “este gobierno de mierda, ladrones, hijos de puta, nojoda estoy sin trabajo”, Popoyo y yo les gritábamos asomados en la oscuridad del balcón “púyalo (sigue, sigue) carajo, tienes razón el gobierno no sirve para nada”, y Mamaén angustiada “niños, niños, dejen a ese hombre quieto, entren ya, que no los vea”. Parte del malandraje del infiernito eran unos adolescentes de más o menos mi edad, unos guapetes de barrio que se creían los dueños de la calle, en varias ocasiones me hicieron correr. Pero, llegaría el día de la venganza. Pasaba unos días en casa mi querido primo Toñito, creo que yo tendría 14 años y él 13, cuando una tarde los guapetes, luego de que compráramos unos refrescos en una bodega ubicada en la planta baja de un edificio situado frente al nuestro, calle de por medio, lograron darnos alcance, Nos arrebataron las bebidas y unos dulces y encima nos dieron unos carajazos. Al llegar al apartamento, con esa ira que produce la injusticia, el abuso y la impotencia le dije al primo que eso no quedaría de ese tamaño. Entonces planeamos la venganza: fabricamos sendas “chinas” u “hondas” con alambre de ganchos de ropa, lengüetas de cuero de unos zapatos viejos, inservibles, y compramos unos “guáimaros”(bolitas de acero que se utilizaban en las cañas de pescar para que el azuelo no flotara y descendiera en el cuerpo de agua)  en un negocio situado en el comienzo de la tercera avenida, nuestra calle, y cercano al final de la Calle Real de Sabana Grande (así se denominaba antes de transformarla en el boulevard, área hoy controlada por el hampa como toda la ciudad), en el límite con Chacaíto.
En dicho negocio vendían artículos de caza y pesca, y de ahí su nombre “El Cazador”, años después descubriría el burdel en el que perdí la virginidad situado en el segundo piso del pequeño edificio en cuya planta baja se hallaba “El cazador”. Por cierto, el burdel era también conocido por ese nombre. Provistos de nuestras “armas”, dimos inicio a una auténtica cacería. Aprovechando la oscuridad de la noche, escondidos en el balcón, lanzábamos a los guapetones los jodidos guáimaros, gritos, insultos, se agarraban las cabezas, los brazos, el estómago, las piernas del dolor producido por los impactos, miraban por todos lados sin descubrir de dónde carajo provenían esos "pepazos" tan dolorosos. Sin embargo, se nos fue la mano, le cogimos gusto al uso de las “chinas” y nos convertimos en el terror de la zona. Un viernes en la noche decidimos joder a los clientes de una tasca situada en la calle paralela a la tercera avenida (la segunda avenida), “El Córdoba”, que luego sería un sitio donde habitualmente mi hermano Bombillo y yo tomaríamos cerveza de barrica a 0,50 bolívar de la época la jarra, incluyendo un pasa palo: un langostino, papas al vapor, albóndigas pequeñas, ensaladilla rusa, pimientos, aceitunas, boquerones. Lanzamos las bolitas de acero desde el cuarto de servicio donde dormía con mi hermano, se escuchó un estruendo de platos rotos y un grupo de clientes de la tasca salió afuera, a la mitad de la calle “ostia que nos disparan, la puta que lo parió, me cago en dios, llamen a la policía… ¿de dónde vienen los disparos?... No se oculten grandísimos hijos de puta, mal paridos, gilipollas”. Otra de nuestras víctimas fue un zapatero “remendón” que tenía su negocio en la planta baja del mismo edificio de la bodega, en las noches se sentaba afuera de su negocio a leer sentado en un banquito y a la luz de un bombillo (de ahí el dicho de las mujeres que tienen el trasero bajo “tiene el culo como bombillo de zapatero”). Le explotamos el bombillo y astillamos el vidrio de su negocio, el pobre hombre se cayó del banquito del susto gritando me disparan, me disparan me quieren matar. Al día siguiente fui a la bodega y el portugués me preguntó: “¿Sabes quein teine un arma de sas que diasparan perdigones, no serás tú? En las noches también jodíamos al barrio, lanzábamos los “guáimaros” sin importar donde cayeran, la gente sorprendida salía de sus ranchos, dando gritos “hijos de putas, dónde se esconden”. Un domingo cometimos el error de disparar hacia unos edificios ubicados en la misma cuadra de “El Córdoba”, le dimos en el pecho a una señora que nos vio y resultó ser familiar del gobernador de Caracas de ese tiempo. Vino la policía, Antonio y yo nos escondimos en el baño de servicio, no sé qué le dijo mamá a la autoridad para que no nos llevaran detenidos, supongo diría que ella era una pobre viuda, que se comprometía a castigarnos en forma ejemplar, que ello no volvería a ocurrir, y con Mamaén al lado, tal vez a los policías se apiadaron de esas dos sufridas damas. Bueno, mamá nos decomisó las “armas”, además de un tremendo regaño, y Mamaén “es cosa de ese niño, de enrique, vas a matar a tu madre”. A propósito de El Córdoba, una vez que cumplí los 18 años, comencé a ir con mi hermano, o solo, a esa tasca. Atendía la barra, además de dos bármanes, una española catirona muy simpática, cordial, cuarentona ella, me llamaba “muñeco”. Un domingo en la mañana, viniendo de misa con mamá y Mamaén, pasa a nuestro lado la catirona y me dice “muñeco, tienes días que no vienes a visitarme”, se rio mientras seguía de largo, y la intriga de Mamaén (mamá se reía) “enrique ¿de dónde conoces a esa mujer, no parece decente?”. Le expliqué que trabajaba en El Córdoba “ya ves Beatriz esos niños van por mal camino…”.

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