Los perros






Los perros

Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre, esa afirmación o adagio no va conmigo. Al igual que Papaviejo, mi abuelo materno, le tengo- y no lo oculto- miedo patológico a esos animales. Algunos huelen mal, aunque los bañen a diario, babean, se te acercan y te manchan el pantalón o la camisa con esa baba asquerosa y hedionda “Filomeno es muy juguetón” te dice el dueño o dueña de la inmunda bestia, “pero el hijo y puta me jodió la camisa nueva que estaba estrenando”, piensa el visitante, se queda callado por educación, sonriendo de manera forzada. Los grandes juguetones se te lanzan encima ensuciándote la camisa con su patas, hay otros que te ladran a quemarropa, y los peores te muerden, aunque el maricón dueño te diga “Misil no hace nada, no le tengas miedo porque puede morderte”. Precisamente gran cabrón, es que no puedo evitar ese miedo que me viene desde mi infancia, o es quizás congénito. Mamá me contó que el abuelo se bajaba de la acera cuando veía venir un perro, y ante la pregunta de su hija del porqué hacía eso, él le respondía que le tenía consideración al pobre animal y como acto de cortesía le dejaba el paso libre. Tal vez es de poetas eso de no creer que el perro sea el mejor amigo del hombre. Vinicius De Moraes, el inolvidable poeta brasileño autor de la “Chica de Ipanema Mira qué cosa más linda, más llena de gracia, es esa muchacha que mira y que pasa, con su balanceo camino del mar, niña de cuerpo dorado por el sol de Ipanema, con su balanceo es todo un poema, la chica más linda que he visto pasar, ¡Ah! ¿ por qué estoy tan solo?,¡Ah!, ¿por qué todo tan triste?, ¡Ah! la belleza que existe, belleza que no es sólo mía, que ahora pasa solita, ¡Ah!, vida mía si supieras que, cuando tu pasas, el mundo entero se llena de gracia, con tu balanceo camino del mar”,  en una entrevista televisiva allá por los años ochenta, el entrevistador le preguntó  si en su opinión el perro era el mejor amigo del hombre, el poeta le respondió: “Para mí no, los perros muerden incluso a sus amos, el mejor amigo del hombre es el wisqui, no te muerde, te alegra, te abre las puertas de la inspiración, a lo sumo amaneces con la lengua como madera y te duele algo la cabeza”.  En 1982 tuve la fortuna de visitar la mágica ciudad costeña brasilera “San Salvador de Bahía” y una morenita, divina ella, que conocí en una fiesta a la que fui con un grupo de mis alumnos del seminario de Derecho Ambiental Comparado, motivo de mi estadía en esa gratísima ciudad (la Universidad de Bahía me invitó a participar como conferencista en ese seminario), me llevó a conocer una noche la casa del poeta, la aprecié desde cierta distancia, una bella residencia rodeada de cocoteros, limítrofe a la playa, esa noche había luna llena, y su luz iluminaba el mar, así que le canté a la brasilerita “Nocturnal”:  “A través de las palmas que duermen tranquilas, la luna de plata se arrulla en mar tropical y mis brazos se extienden abiertos en busca de ti…”. Sólo pude arrebatarle unos besos, por más que insistí no quiso dármele, no había sido, ni sería la única vez, de un intento fallido de acostar a una hembra, pero como dice el dicho “no hay hombre que no la pida”, la otra parte es falsa “ni mujer que no la de”, es raro que un hombre no trate de encamar a una dama que le guste, más no siempre lo consigue, el que diga lo contrario miente. En esa estadía tuve fortuna con una cursante del seminario, la conocí el mismo día en el que di mi primera conferencia, divorciada de unos 28 años, bella morena clara, me invitó a la playa, pasamos por el hotel donde me hospedaba, me puse el traje de baño, fuimos a una hermosa playa, nos acostamos bajo unos cocoteros bebiendo caipiriña, se la pedí y me dijo que si con una condición, que fuera su marido esa semana en Bahía y que le prometiera que no me acostaría con otra mujer, obviamente hice la promesa, me llevó a un motel “Love Storey”, y allí disfrutamos de lo lindo, esa semana nos vimos 3 veces.
Regreso al tema de los perros. En Paris (1971) con mi amigo, el poeta Jesús Enrique Barrios, ambos borrachos hasta lo indecible después de ingerir varias botellas de vino, venía un perro hacia nosotros y sin mediar palabras nos cambiamos de acera “Poeta mejor pasamos a la acera de enfrente, mira la cara de fiera de ese animal, bolas”. Mi miedo a los perros me lo causó un perrazo color blanco, con una mancha negra en un ojo, lo llamaban “Pluto”, a esa edad nada sabía de las razas perrunas. El tal Pluto cuyo dueño era nuestro vecino Oswald, se había convertido en un verdadero azote de la comunidad de San Esteban. Entre sus víctimas figuraban otros perros, campesinos, mujeres del servicio, visitantes de la casa donde reinaba a su antojo dicho can, al que han debido llamar “Atila”. El terror me invadía con solo verlo. Papá había amenazado con matarlo si esa bestia llegaba a morder a uno de sus hijos, ya había atacado a dos perros criollos que teníamos en el caserón, de vaina no los mató, los salvó la oportuna intervención de un campesino que cada semana nos vendía racimos de cambur, plátanos y aguacate, quien golpeó a la bestia con el dorso de su machete en el preciso momento en el que apareció su dueño gritándole al hombre que no se atreviera a herir a su queridísimo perro. El viejo Oswald tenía la pésima costumbre de dejarlo suelto, el perrazo saltaba la verja y atacaba todo lo viviente que se le atravesase en su camino. Un día amaneció muerto de un balazo en la frente en las puertas de la casa de su dueño, quien fue a reclamarle a papá, pues suponía que él había matado a su querida bestia, y papá, arrecho como era, le dijo que no lo había matado, que alguien se le había adelantado y que estaba bien muerto. Era cuestión de tiempo, ese perro constituía una amenaza permanente, una fiera deambulando libremente por la carretera.
 Una tarde mi hermano. y quien esto escribe, nos dirigíamos en bicicleta al centro del caserío San Esteban a comprar dulces en una bodega, al pasar frente a la casa de la hermanas Ruppel, originarias de Alemania, saltaron la barda dos perrazos que parecían unos caballos (creo que  de la raza Gran Danés), afortunadamente muy cerca de esa bellísima quinta, había un pequeño puente y bajo él un riachuelo (uno de los efluentes del Río San Esteban), y por esas cosas del destino o de Dios, logramos llegar al puente antes que los perros y nos tiramos con las bicicletas al riachuelo. Los perros permanecieron ladrando sobre el puente, enseguida llegó un empleado de las dueñas de los animales para llevárselos, no sin antes escuchar las retahílas de groserías que le gritamos al carajo. Recuerdo el episodio y me asalta el terror que sentí al ver a esos perrazos correr tras nosotros.
 A los 13 años cursando el sexto de primaria en el Colegio La Salle La Colina, en Caracas, mi buen amigo de adolescencia y juventud, “Rudy”, 4 años mayor, me propuso que nos jubiláramos (fugarse) de las clases en el primer recreo de las 9 y media de la mañana. Así lo hicimos y al descender los extensos escalones que unían al Colegio con una placita ubicada en la calle que baja hacia la Avenida Andrés Bello, de improviso un “dóberman” salió de unas de las casas aledañas, al verlo comencé a correr escaleras abajo, Rudy me gritó “No corras Enrique que te muerde el perro”, pero el hijoeputa perro lo mordió a él, clavándoles los colmillos en una de sus rodillas. Y no le causó más daño porque apareció el desgraciado dueño del animal (había dejado la puerta abierta del jardín de su casa). Y la madre de Rudy “Gudy, ¿qué te pasó, hijo?”, “pues que me mordió un hijo y puta perro en la rodilla”. La indignada señora llevó a su hijo a un médico, éste lo examinó y recomendó que fueran a la sanidad para las inyecciones, el suero contra la rabia.
La única mordida que he sufrido hasta los momentos de uno de esos detestables animales domésticos, fue un perro de mediano tamaño, color pardo, no sé cuál era su raza. Una tarde regresando de alguna de mis incursiones en Sabana Grande, comencé a correr no más al atravesar la calle Casanova y subirme a la acera que me llevaría a casa, a mitad de la cuadra de una de las casas surgió el animal mordiéndome en el talón de mi pierna derecha. Logré zafarme y tomando una piedra del borde de la acera, se la arrojé logrando que la bestia retrocediera, llegué salvo a casa. En verdad la mordida fue mi leve, mamá me limpió los rasguños con alcohol y agua oxigenada. Eso no quedaría así, mi sangre clamaba venganza. Le monté cacería al agresor, con piedras en los dos bolsillos del pantalón me escondí tras un carro, y como lo supuse, el condenado perro salió de su guarida, quizás para joder a otro transeúnte (el dueño o dueña del animal dejaba la verja abierta). Parecía desconcertado, tal vez olía el peligro, pero no le di tiempo, le asesté un par de pedradas, una en el hocico y la otra en el culo al pretender correr luego de asestarle el primer peñonazo. Pasaron varios días y el apedreado animal no se atrevía a abandonar su guarida, la lección había hecho su efecto. No sé, pero estoy convencido de que el perro intuía, sabía por ese sexto sentido canino, que quien le había asestado las pedradas había sido el niño al que cobardemente agredió. Y esto porque armado de un palo decidí pasar por el territorio del jodido perro, el cual al verme corrió despavorida casa adentro.
La que sí sufrió mordeduras graves, y de un perro con el mal de rabia, fue mi hermana menor, Beatriz: el hecho ocurrió al frente del edificio Elcica, 3ª Avenida de las Delicias de Sabana Grande donde nos mudamos en 1959 por razones económicas. El propietario de la quinta “Guachi” decidió aumentar el canon de arrendamiento, de modo que nos vimos forzados a buscar otra vivienda. Resulta que Beatricita, de 10 años para ese momento, fue a comprar dulces a una bodega situada en un edificio ubicado pasando la calle, y mientras mamá la observaba desde el balcón del apartamento ubicado en el 4to piso, un desgraciado perro echando espumas por el espantoso hocico le mordió una pierna, mamá daba gritos de auxilio, y unas personas que estaban en el lugar espantaron al perro. Mamá llevó a mi hermana a una unidad sanitaria, ubicada en el otro extremo de la ciudad, en San Martín, ¡carajo!, como no poseíamos un vehículo, tenían que tomar dos buses para llegar a dicha unidad en la que le inyectaron el suero antirrábico en 14 ocasiones. También mamá fue víctima de una mordida por parte de un pastor alemán. Estando en Margarita en la residencia de mis primeros suegros, Julieta, mi suegra, invitó a mamá a visitar una amiga en la misma cuadra, una vieja ricachona de la Isla que tenía esa bestia libre en el jardín: cada vez que yo pasaba trotando por allí el coñoemadre perro quería saltar la verja para morderme y yo con ganas de apedrearlo, pero como estaba en propiedad privada no lo hice. Llegan a la casa y el perro se acerca a mamá y la vieja puta dueña del mismo le dice, típica expresión antes de que te muerda un perro en casa ajena “No te preocupes él no hace nada, es manso”. Manso un coño, el perro le mordió un brazo. El hecho no trascendió porque la bestia estaba vacunada. Tuve la tentación de la venganza, quería matar al perro, más no se me dio la oportunidad. He ido a casas de gente amiga y al divisar algún perro en el jardín no entro si antes el animal no es controlado por su dueño “es que volcán no hace nada es manso”, y yo “¿manso y esa mirada agresiva y esos colmillos?, no entro chico si no lo amarras”, y me ha pasado que ante la insistencia del amigo de no sujetar al perro alegando su mansedumbre, he desistido de la visita, me he largado “pero ¿por qué te vas, este perro no hará nada”, no, no, que va chirulí, es que esa bestia huele mi miedo y me puede atacar.
En mi haber hay un perro muerto. A finales de los 80 (1987) me mudé con mi familia a la Urbanización Miranda. Solía caminar, acompañado de mi hijo mayor, por las calles de esta hermosa zona donde todavía resido. Lo hacía protegido de una vara de guayabo, un palo duro como una roca, previendo la posibilidad de un ataque de cualquier can, bien callejero, o con dueño. La falta de cultura canina y la ausencia de normas y de autoridad que obliguen a los propietarios de “mejor amigo del hombre” a pasearlos con bozal y controlados con la correa de rigor, justificaba que hiciese la caminata armado con esa eficaz protección. En una calle emergió de una quinta-verja abierta- nada menos que un dóberman (esa raza la reconozco, al igual que el pastor alemán, los bóxeres, buldog, chihuahua, y ya), la bestia no más al verme se me abalanzó, por instinto de conservación, alcé mi brazo derecho y con toda mi fuerza le asesté un palazo en la sien, y el cancerbero cayó sangrando y con los estertores de la muerte. Salió de la quinta el dueño del perro hecho una furia, un alemán gritándome “Voy a demandaglo asesino…”.Mire señor, cálmese, pues quien puede demandarlo en todo caso soy yo, su perro trató de morderme en la vía pública, recójalo carajo y de gracias que no le suelte un palazo a usted, alemán de mierda”.
¡Qué pésima costumbre la de esos desgraciados dueños de esas bestias asesinas que dejan las verjas de sus casas abiertas! En las vacaciones en Puerto Cabello que antes señalé, en la casa donde nací y que mamá había alquilado a su Primo Adolfo, había un perrazo pastor alemán. Me asignaron el cuarto en el que dormían mis primos: Adolfo-hijo, loco de remate, y Guillermo, el consentido de su mamá. Ella, toda una clásica señora, sobreprotectora, cerró las ventanas, con aquél jodido calor del mes de agosto, para que sus niños no se resfriaran. En la madrugada me paré y abrí esas ventanas para que entrara la brisa de la arboleda de la Plaza Flores, y la que provenía del cercano mar. Me dieron ganas de orinar, el baño quedaba a cierta distancia pasando el comedor y antes de la zona de la cocina. La puerta del dormitorio se hallaba cerrada y afuera se oía el bufido de la bestia corriendo en la oscuridad, ¿cómo ir al baño en esa circunstancia?, prefería orinar en el piso que abrir la puerta y exponerme al ataque de la bestia, además creo que olía mi miedo, pues escuché como se acercaba olisqueando tras la puerta, ¿qué hacer?, busqué algo donde mear, una bacinilla, nada, en la oscuridad tanteando el piso encontré un par de zapatos, no eran los míos, descargué con alivio el orín en ambos calzados. En la mañana Guillermo me despertó con sus alaridos “Mamá, mamá, se orinaron en mis zapatos nuevos”: Me vi forzado a admitir mi culpa, aunque con esa “vil” acción logré que el ama de casa colocase una bacinilla.
En la actualidad camino entre 4 y 5 veces a la semana provisto de un bastón de metal, arma para disuadir o golpear a cualquier perro que se me acerque. Un hombre mayor que yo, un viejo imbécil, que ya arrastra sus pies, pasea un perro grande de color pardo, -no sé, ni me interesa su raza-, en la vía que conduce a un parque donde camino muy de mañana, y el viejo de mierda en cuestión va con el animal suelto, dos veces el perrazo se me ha acercado, inmediatamente he alzado el bastón para asestarle un golpe, y su dueño “no hace nada, no hace nada, no lo amenace”, le respondo “Mire señor, soy abogado conozco de leyes, usted es el responsable de su perro, amárrelo, si vuelve a acercárseme, tenga por seguro que le voy a dar un carajazo, coño, usted es un viejo, debería ser responsable, nojoda”. No he vuelto, ni volveré a caminar por ese parque, pues ni allí estoy a salvo de los perros. En dos oportunidades, unas respetables damas jóvenes, feas por cierto, se han presentado a la cominería del parque con sus respectivos canes, de esos grandes, y los han dejado sueltos ante mi queja “Señora amarre su perro”, y la típica respuesta “Sanguinario no hace nada, es manso”, y yo con el bastón en posición defensiva “eso no me consta, por favor agarre a su perro, si se me viene encima lo golpearé”, y la bruja “¡Qué señor tan antipático¡” y este pendejo que todavía alega argumentos legales en un país donde se limpian el culo con las leyes “Señora está prohibido traer perros a esta cominería”, y la desculada (flaca de mierda) “Ah, porque lo dice usted”, y yo ex abogado de esta republiquita en vías de extinción, gran bolsa “No señora es una norma del reglamento del parque, pregunte en la sede de la Asociación de vecinos”, ¡Qué carajo iba a preguntar! Y ¿para qué?, ese y otro reglamento que denominan de “convivencia ciudadana” no sirven para nada, ni los propios directivos de la Asociación lo cumplen, están pendientes de hacer negocios con los aportes de esta supuesta “comunidad urbana”. Aquí se aprueban constituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para no cumplir sus normas, a excepción de las arbitrarias leyes de la narcodictadura militarista. Respecto de los perros, recuerdo el percance que le ocurrió a Segismundo, dueño de un pastor alemán. Segismundo se encuentra con un amigo, éste le pregunta sobre el perro y él, apesadumbrado, le cuenta que había salido de la bestia “¿Por qué Segismundo?, si tanto cariño le tenías, te bañabas con el ¿no?”, y Segismundo “Precisamente Jaime, allí estuvo el problema, qué vaina…qué vaina”, Y Jaime “cuéntamelo, chico, cuéntamelo”….-Está bien, está bien, un mediodía me metí en la bañera con Aristóteles ¿recuerdas que así lo llamé como burla a nuestro profesor de Filosofía?...pues bien, me estoy bañando con mi querido Aristóteles, el jabón se me cae, me agacho para recogerlo y el perro “Zuaz” me lo metió, nojoda, ¡Qué vergüenza…qué vergüenza!, y Jaime, “pero chico, ¿acaso se lo has contado a otras personas?, si no es el caso, no te preocupes, eso muere conmigo”, y Segismundo al borde de las lágrimas, “ y las tres cuadras que Aristóteles me arrastró por la acera, y todos los vecinos mirando…lo peor te lo confieso, no puedo más, tengo que recuperar a Aristóteles, me hace tanta, pero tanta falta…”.
Ruperto tenía un miedo visceral a los perros, y una obsesión libidinosa por las mujeres, prácticamente era un adicto sexual. Con cincuenta años no había día en el que, si no follaba, se masturbaba, coleccionaba revistas pornográficas, tanto en su trabajo como en su casa no perdía momento para acceder a videos pornográficos en el ordenador, su jefe le había llamado la atención. En las noches desde el balcón de su apartamento utilizaba unos binoculares para cazar alguna dama desnuda o en el momento de desnudarse. Residía en un edificio limítrofe con un parquecito, una tarde-noche observó a una escultural mujer que, enfundada en unos pantaloncitos calientes, paseaba un enorme perro negro, se excitó al mirarle el perfecto trasero (a ella se supone, no al perro), las piernas, los senos a punto de reventar la ajustada franela, enloqueció el obseso. Vio como el hembrón, luego de dar unas vueltas por el parque, se encaminó por una calle lateral, pensó “lástima que ande con ese perrazo, si no la abordaría”. A la tarde siguiente volvió a mirarla desde el balcón, y continuó haciéndolo toda la semana. Quería conocerla, la tentación era muy grande, pero el perro, coño el perro y su miedo atroz. Más pudo su obsesión sexual que el temor al can, de modo que se decidió, una tarde a la hora acostumbrada apareció la “mamacita” con su perro, Ruperto bajó al parque, pero no se atrevió a abordarla por el perro. Cuando ella se marchó con su peligroso acompañante, la siguió a una prudente distancia, tomó por una calle lateral y a unos cien metros la dama entró al edificio donde residía, el obseso pudo acceder también antes que ella cerrara el portón, mintió diciéndole que estaba recién mudado, el perro gruñó y se le abalanzó, la divina lo sostuvo con la correa “Tranquilo Gengis Kan, es un vecino nuevo”. La ricura tomó el ascensor, “¿No viene?”, le preguntó a Ruperto, “No gracias, estoy en el primer piso, subo por las escaleras”, dudaba si debía marcharse, la imagen de aquella Eva espectacular, todavía en su retina, lo retenía,  se quedó mirando la parte superior del ascensor para saber el piso donde se detendría, tercero, subió corriendo por las escaleras y en el momento en el que la provocativa dama iba a cerrar la puerta, se abalanzó para evitarlo presa de un impulso incontrolable, abrazó a la mujer y trató de besarla, y por supuesto ella soltó a la bestia, Ruperto murió desangrado a consecuencia de las heridas sufridas en el cuello, a pesar de que la dueña de Gengis Kan hizo lo imposible para que lo soltara, en su último estertor el malogrado hombre pensó “Me jodí por mi obsesión sexual, morir así, nojoda, por las mordidas de un maldito perro, Dios perdona mis pecados”.  
He soñado con perros. Usualmente perros feroces que me atacan, esos negros que figuran en los films sobre lucifer o diablo, el enemigo de los cristianos, no sé su raza, ni me interesa.

Imagen relacionada
Imagen del perro en el film “La Profecía”.
Pero, hace unas noches el sueño fue diferente. Estoy en la sala de una casa en Cali, sentado en un sofá mientras Mary prepara el almuerzo en la cocina, de pronto un perrazo de pelambre gris se me acerca, comienzo a temblar de miedo, el perro se sube al sofá a mi lado, con disimulo miro su enorme cabeza y pienso que la bestia va a agredirme al oler mi miedo, Mary aparece en el dintel de la puerta, se ríe y me grita “no tengas miedo, no hace nada”, pero eso no me conforta, entonces, aparecen dos perros más, uno flaco, y otro pequeño, esos perritos peluditos de juguete que tanto gustan a las damas, el flaco me habla, y no me sorprendo, dice que tiene hambre, el perrito asienta con la cabeza, también tiene hambre, les digo que me gustaría comerme unos espaguetis como los hacía mi mamá, mucha salsa de tomate fresco, bastante queso parmesano y al horno, los perros se relamen los hocicos, el perrazo que no había hablado mirándome me dice con una voz ronca, grave “Mañana nos vamos de rumba, estamos en Cali, la capital de la salsa”, le respondo “ De joven bailaba muy bien, ahora no puedo mover bien las caderas”, los perros ríen, me despierto

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