Un pedacito de recuerdos
Un pedacito de
recuerdos
Regresé por
primera y última vez a la casa de los abuelos en unas vacaciones escolares,
tendría unos 12 años, en ese tiempo Mamaén se la había alquilado a su sobrino
Adolfo A. y familia. Me llevó el hermano de Adolfo, “Monchi”, otro primo muy
unido a nosotros. No se había terminado de construir la autopista
Valencia-Puerto Cabello (hoy en estado calamitoso, zona de atracos y asesinatos
por el lumpen hampa), de modo que “Monchi” con uno de sus sobrinos, Herman, si
la memoria no me falla, condujo por la “carretera vieja” que atravesaba varias
ciudades y poblados (Los Teques, La Victoria, Maracay, Valencia, Naguanagua, La
Entrada, Las Trincheras, El Cambur) hasta llegar al “Palito” y de allí al
Puerto. Estrecha vía al borde de unos precipicios en las riberas de un río cuyo
nombre se me escapa. Nunca olvidaré que Monchi se detuvo en “El Cambur”
(posteriormente averiguaría el porqué) al frente de una de varias casas todas
iguales Él y su sobrino se bajaron: “Quédate tranquilo aquí un rato, vamos a
tomarnos unas cervezas, te voy a traer un refresco y unos dulces”. No fue
un rato, como no tenía reloj no pude calcular el tiempo, creo que fue más de
media hora. Al fin salieron de ese sitio y Monchi al entregarme el refresco y
unos caramelos me dijo riéndose “Enriquito
no la vayas a decir a tu mamá, ni a Mamaén, que nos paramos aquí”. Con el
tiempo averiguaría la razón de esa parada y de la jocosa advertencia del primo,
pues se trataba de una zona de tolerancia del más antiguo oficio de la
humanidad, un conjunto de unos cuatro burdeles a un lado de la carretera.
Monchi y su sobrino aprovecharon el viaje para “echar unos polvos” (tirar,
singar, culear). Y nuevamente la asociación: unos ladrones irrumpen en un
convento, reúnen a todas las monjas en una sala mientras se apropian de todo
enser de valor, se marchan, la madre superiora llama a la policía, al llegar,
los agentes del orden interrogan a la superiora del convento sobre el hecho, y
una monjita, viejecita ella, pide la palabra, el inspector que dirige la
investigación le dice que hable, a pesar de que la directora no estaba de
acuerdo alegando que sor ingenuidad, dada su edad, tendía a confundir la
realidad, entonces, la más anciana de las servidoras del Señor exclama –“Señor Policía esos ladrones querían
envenenarnos, el que parecía ser el jefe dijo “Vamos a echarles unos polvos a
estas monjas del carajo antes de irnos”. Unos años más tarde también visitaría uno
de esos sitios de la perdición con mi hermano “Bombillo” (“Bombillo”: apodo de
adulto, “Popoyo”: de infancia). A los 21 años, en una navidad que pasamos en familia
en el Puerto, pude conocer esos burdeles: un gran salón con varias mesas y
pista de baile, rocola, y al fondo, subiendo unos escalones, las “piezas” (el
nombre de los cuartos) para el revolcón de ley. Pero, usualmente en ese tipo de burdel primero bailabas con la
meretriz que te gustaba, o era ella la que te seleccionaba: “bailemos este bolero papi, vamos a
calentarnos antes de hacerte cositas ricas, muñequito”. No podría negar que
fui un “mujeriego” (“perro” en colombiano) incurable hasta los inicios de la
“madurez”, esa etapa en la que empezamos a podrirnos, cuando el brioso corcel
de la juventud va transformándose hasta convertirse en una bestia lastimosa a
la que le cuesta levantarse y satisfacer ese apetito de hembra que sólo se
extingue con la muerte, pues aunque en una avanzada edad muchos hombres ya no
puedan disfrutar, por razones biológicas, del más intenso de los placeres
humanos, la psique masculina sigue deseando a la mujer. Como el viejo verde
adinerado que se va con una jovencita al motel, en la cama le muestra los cinco
dedos de la mano derecha, y la hembrita le dice “Papi, ¿con tu edad me lo vas a
hacer 5 veces?, y el libidinoso vejete le responde “No mi reina, es para que escojas el dedo que quieres que te meta”,
y ese otro, no tan entrado en años, que luego de hacerle una estupenda faena a
la damisela (los trucos que se adquieren con la experiencia, no los voy a
mencionar porque hoy amanecí con ínfulas de hombre serio) se corre y se
recuesta en la cama satisfecho y orgulloso de su maestría sexual, a los minutos
la fogosa damita le propone “mi rey vamos
para el otro” , el maduro le responde estupefacto “¿otro?, no chica vine solo”.
Los hombres de mi
generación y de las precedentes, a excepción de los “santos varones”, no
tuvimos otra alternativa para iniciarnos en el sexo que las mujeres públicas,
ya que las novias de vaina se dejaban tocar una teta en el cine, a lo sumo, las
más liberales, te hacían el favor de una “paja” aprovechando la oscuridad
mientras transcurría el film. Había que sobornar con dulces a la “chaperona”,
una hermana menor. Y las visitas a la casa de la familia, ni hablar, sentados
en un sofá frente a la madre, la abuela o una hermana. Y uno como un huevón con
ganas de besar a la carajita, de meterle mano, y la abuela con “cara de cañón”
vigilando “¿Por qué no irá al baño esta
vieja de mierda, a ver si puedo darle siquiera un beso?”. Razón por la cual
tuve pocas novias “formales”, prefería las putas y mesoneras. Archi Fergunson,
el protagonista de la extraordinaria novela de Paul Auster[1]
“4,3,2,1”, luego de perder su virginidad en un burdel (algo que también hice),
deja de interesarse por las chicas “buenas y decentes”: “Deseaba que hubieran sido sesenta veces
en lugar de seis, pero solo con saber que Julie estaría allí siempre que el
deseo se apoderara de él era suficiente para quitarle interés por ir por detrás
de las chicas del instituto, las chicas de quince y dieciséis años que habrían
rechazado de un guantazo sus curiosas manos cuando él quisiera quitarles el
jersey, el sostén y las bragas, ni una sola se habría paseado desnuda delante
de él como lo hacía Julie, ni una le habría permitido penetrar en el santuario
de su sagrada feminidad, y aun suponiendo que ocurriera tal milagro, qué
cantidad de trabajo habría sido necesario para conseguir lo que ya tenía con
Julie, y con Julie nunca se llevaría el desengaño que inevitablemente se
produciría si se enamoraba de alguna de aquellas buenas chicas…”[2] .
[1] Newark, Nueva Jersey, 1947) Escritor, guionista y
director de cine estadounidense que figura entre los novelistas más influyentes
del panorama literario actual. Los enigmáticos juegos y las laberínticas tramas
encadenadas por el azar de su narrativa y su prosa despojada y elegante han
marcado un nuevo punto de partida para la novela norteamericana. Paul Auster se
graduó en la Universidad de Columbia en 1970, donde estudió literatura
francesa, italiana e inglesa. Tras un breve período en el que fue marino en un
petrolero, viajó a Francia (1970-1974), donde vivió de la traducción de autores
franceses como Stéphane Mallarmé, Jean-Paul Sartre y Georges Simenon. Ya de
vuelta en su país, y radicado en Nueva York, publicó artículos de crítica
literaria y recopilaciones de sus poemas. En 1976 apareció Squeeze Play (Jugada
de presión), publicada bajo el seudónimo de Paul Benjamín; se trataba de
una especie de novela negra que tuvo escasa repercusión. La muerte de su padre
(ocurrida en 1979, al poco de haberse divorciado) cambió totalmente su
situación personal, tanto en el aspecto material, ya que la herencia que
recibió le aportó los medios para consagrarse por entero a la novela, como en
lo literario, al actuar en Auster como un auténtico detonante. En 1980 apareció Espacios blancos, a la que
siguieron, en 1982, The Random House Book of Twentieth Century French
Poetry, antología de la poesía francesa contemporánea, El arte
del hambre, recopilación de ensayos, y su primera novela, La
invención de la soledad, en la que aparecen los temas del abandono, la
miseria y la búsqueda del padre, que serían luego frecuentes en otros títulos
de su producción. Con el impulso de
este libro inaugural, Auster escribió La trilogía de Nueva York, formada por Ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y
La habitación cerrada (1986). En este deslumbrante esfuerzo el autor
consiguió amalgamar sus diversas influencias literarias (Franz
Kafka, Samuel Beckett, Miguel de Cervantes) en un juego de espejos en
el que se incluye a sí mismo, haciendo una relectura posmoderna de la novela
negra; la trilogía fue un clamoroso éxito, especialmente en Francia. Auster
enlazó sus siguientes obras plasmando en ellas episodios tomados de su propia
vida, aunque sin intención autobiográfica. El Palacio de la Luna (1989)
le valió la consagración internacional. La música del azar (1990)
fue llevada al cine en 1993 por el director Philip Haas. En Tombuctú (1999),
protagonizada por un perro llamado Mr. Bones, se encuentran motivos recurrentes
de sus creaciones: el hijo sin padre, la fuerza de los recuerdos y el poder de
la casualidad. Brooklyn Follies (2006) relata la historia de
un hombre que sobrevive a un cáncer de pulmón y decide volver al Brooklyn de su
infancia, para buscar "un
lugar tranquilo donde morir". Leviatán (1992), Mr. Vértigo (1994), El
libro de las ilusiones (2003), La noche del oráculo (2004),
y Viajes por el Scriptorium (2007) son otros de sus títulos
destacados. En 1998 publicó un libro de memorias, A salto de mata,
que describe sus años de aprendizaje, justo antes de que el éxito entrara en su
vida. En 2006 recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Junto a la mezcla de fantasía y realidad, el uso de
los elementos policíacos y la fusión entre modernidad y tradición, otra de las
características de la narrativa de Auster es su combinación elementos propios
de la literatura con los del cine.
Pero su
vinculación con el séptimo arte es aún mayor. En 1998 se estrenó como director
con la película Lulú on the bridge. Auster afrontó el reto de
rodarla después de su experiencia como guionista en Smoke (1994)
y de codirigir Blue in the face (1995). Para esta primera aventura
cinematográfica como director llevó a la pantalla un guion en el que se
encuentran sus constantes literarias: el azar, la capacidad salvadora del amor,
la búsqueda de la identidad, el mito literario y la soledad de la vida actual.
En su reparto contó con actores de la talla de Harvey Keitel y Mira Sorvino. En
el Festival de Cine de San Sebastián de 2007, la figura de Auster estuvo
presente por partida doble: como presidente del certamen en su 55ª edición y
como director que presentó (aunque fuera de concurso) su nueva película, La vida interior de Martin Frost (2007). https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/auster.htm.
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