Un día aciago







Un día aciago
(Cuento no apto para almas sensibles)

Henrique Meier E.

L, se despertó temprano como de costumbre, no dormía bien desde los 18 años, una suerte de angustia existencial le había sobrevenido repentinamente a esa edad, luego de leer la “Náusea” de Jean Paul Sartre, “El Extranjero” de Albert Camus, “La Metamorfosis” de Kafka, “Crimen y Castigo” y los “Hermanos Kamarazov” de Fedor Dostoieski, además de la poesía de Cesar Vallejo, en particular el poema “Los Heraldos Negros”, lecturas poco apropiadas para quien pretendiera preservar un espíritu optimista y feliz conforme a la nueva filosofía de pacotilla de estos tiempos llamada “psicología positiva” y sus gurús. “Sonría, sea feliz, fluya, ámese a sí mismo, aparte la tristeza”, bueno, si Cesar Vallejo hubiese sido “feliz” no hubiese dejado ese legado de poemas dramáticos. A L, esa angustia se le había intensificado desde que el Primer Ministro del Reino de A, una monarquía parlamentaria situada en algún continente de la febril imaginación de este escribidor de pacotilla, lo designase Ministro de Prisiones, dado su reconocido conocimiento en esa escabrosa área de la denominada “administración de la justicia penal”. Y es que L, licenciado en leyes, se había especializado en criminología y administración penitenciaria, su trabajo de grado trataba la situación carcelaria del reino, un exhaustivo diagnóstico de los problemas de ese particular sistema administrativo, además proponía un conjunto de medidas para mejorar dicho sistema en todos sus aspectos.  L. tenía experiencia en la gestión pública, antes de esa designación ministerial había sido jefe de gabinete del Ministro para asuntos interiores del reino. Nuestro  protagonista de este cuento intrascendente: un hombre meticuloso, esforzado, eficiente, disciplinado y responsable, atributos ideales en el papel para asumir un alto cargo en la gestión estatal, sin embargo, padecía de un grave defecto que le traería no pocos inconvenientes en el mundo de las intrigas, zancadillas, trampas, engaños y manipulaciones que caracterizan la esfera del poder: no era políticamente correcto, es decir, no se acomodaba a las convenientes mentiras que es necesario proferir para no disgustar a quienes manejan los hilos de las marionetas de ese la tragicomedia de la lucha política, pues tenía  esa pésima costumbre de decir verdades, lo que le había valido reprimendas del Ministro del Interior en su paso por tan complicado universo burocrático.
Eso lo sabía ese zorro de múltiples batallas como lo era X, el arrogante Premier, quien lo designó, pese a su reconocida incorrección política, contando con su pendejo idealismo, un huevón que creía en eso de que el poder es para servir al pueblo, el bien común, la justicia, y todas esas chorradas de los discursos de la vieja puta demagoga, y no para servirse de él como es y ha sido la práctica universal en todos los tiempos. No había muchos candidatos para un cargo que inmolaba a sus titulares, todos salían con las tablas en la cabeza, aunque algunos compensaron su mala hora con los milloncejos apropiados del presupuesto público, comisiones de obras no construidas, o porcentajes del jugoso negocio de la corrupción carcelaria.
Pues bien, esa mañana, además de su angustia habitual, L amaneció con un mal presentimiento, sentía un vacío en su estómago, una inquietud mayor a la de otros días. Su esposa le notó en el rostro la preocupación, se lo dijo, él no quiso transmitirle su mal presentimiento, se limitó a expresarle que ya el cargo de Ministro de Prisiones le estaba pesando  “son demasiados problemas, Maite, demasiados, mucha corrupción en el sistema, hacinamiento por la lentitud de los juicios, esos jueces flojos, negligentes, corruptos, pocos tienen vocación para esa función, además ese error de haber militarizado las cárceles hace dos años, después de uno de los más mortíferos motines…los militares no resuelven nada, agravan los problemas, ya descubrí que son el principal factor de la violencia crónica en las prisiones, se lo dije al Premier, pero no se inmutó, creo que le importa un carajo”. No quiso desayunar, apenas un café negro, y rumbo al despacho ministerial. En el trayecto, ensimismado, pensaba en las propuestas planteadas al Primer Ministro: la desmilitarización de las prisiones, la construcción de nuevos recintos penitenciarios fuera de las ciudades, a unos 20 kilómetros como recomendaba un informe de carácter internacional en la materia, la creación de un servicio civil de vigilancia penitenciaria, la intensificación de los programas educativos, deportivos, culturales, laborales con el objetivo de la rehabilitación de los reclusos, algo en lo que muy pocos creían. Al menos estaba en marcha la desmilitarización a pesar de la oposición de la guardia penitenciaria del ejército nacional. Y es que esa medida estaba poniendo en peligro el negocio de esa guardia, una auténtica mafia uniformada que vendía a los reclusos armas, drogas, alcohol, traslados a los tribunales para acelerar procesos, y conseguía prostitutas a los jefes de las mafias carcelarias. Un tráfico ilícito que le producía pingues ganancias a ese cuerpo de delincuentes uniformados, distribuidas conforme a la jerarquía militar, sin importar el coste en muertos, heridos, mutilados entre la población reclusa, producto de la violencia inherente a esa sociedad sui generis integrada por no pocos psicópatas y sociópatas que necesitaban, cual vampiros, seguir alimentando su morbo, sus ennegrecidas almas, con sangre, así como los drogos necesitan la coca, la heroína, el hachís,  potenciada dicha violencia por el consumo de alcohol estupefacientes, además de la desesperación del encierro. Aunque, a decir verdad, la pérdida de la libertad no preocupaba en absoluto a los capos de las mafias reclusas, vivían holgadamente su encierro, comían y bebían cual pachás, mujeres, las que quisieran, además desde la cárcel planificaban sus delitos: secuestros, robos, homicidios. Había un cordón umbilical entre la mafia uniformada encargada de la vigilancia penitenciaria y las mafias de los capos reclusos. L, se estaba arrepintiendo de haber aceptado la titularidad de ese ministerio-angustia, de esa chatarra administrativa, una trampa casa bobos (a menos que se convirtiera en cómplice de los delincuentes uniformados y recibiera un porcentaje de ese sangriento negocio), eso lo descubrió ese idealista a los ocho meses de haber aceptado esa peligrosa responsabilidad “¿Será que el Primer Ministro me designó para joderme, para que me queme en este cargo?, no le he hecho nada, quizás mis declaraciones sobre el infierno carcelario, el horror de las cáceles cuando fui jefe de gabinete de interiores, no me lo perdonó, ese hombre es un resentido, estoy entrampado”. L, ensimismado, pensaba en otra de las molestias de los militares, pues al darse cuenta de que la violencia la propiciaban ellos al venderle armas a los reclusos y reciclarles los denominados pinchos, objetos punzantes fabricados con pedazos de metal, huesos de pollo, cepillos de dientes, se lo comentó al Primer Ministro y decidió crear un cuerpo de ex policías nacionales dependientes directamente de él; así, cada vez que en alguna cárcel la guardia militar realizaba requisas, L ordenaba a sus hombres que se hicieren presentes en el lugar e impidieran que esa mafia se llevase armas y pinchos para reciclarlos. Ese equipo de seguridad confiscaba esos instrumentos mortales: las pistolas y revólveres eran desactivados, los pinchos metálicos enviados a una fundidora. El negocio de la mafia militar, en connivencia con las mafias reclusas, estaba siendo afectado y la violencia carcelaria disminuyendo drásticamente, había que joder como diera lugar a L.
 “Si, si X, el Primer Ministro quiere que me queme…” L, salió de su ensimismamiento al recibir una llamada por su móvil (celular), lo tomó, era el Director de una  cárcel ubicada en la ciudad, muy hacinada, “Ministro, un desastre, Ministro”, el joven funcionario transmitía desespero “Un horror Ministro, un horror, hace unos 10 minutos se desató un incendio en uno de los pabellones, 30 reclusos murieron calcinados, no sé qué hacer”, L, le respondió que estaba en camino hacia el ministerio y que luego le giraría instrucciones. A los pocos segundos recibió una llamada del Primer  Ministro “L, supongo que ya está enterado, no vaya a inculpar a nadie, espere mis instrucciones”. L, le dijo al conductor del vehículo que encendiera la radio “ Ding-dong, ding-dong, últimas noticias, urgente, se ha producido un incendio en uno de los pabellones de la cárcel X, se dice que hay 30 presos calcinados, los reclusos amotinados denuncian a tres guardias como los responsables del incendio”. Carajo, carajo, carajo, pensó L, allí está lo que temía, eso es un sabotaje de la guardia penitenciaria para joderme ante la opinión pública, si, van a tratar de quemarme simbólicamente. Arribó a la sede ministerial, llamó al Director de la cárcel, éste le informó que los reclusos estaban amotinados en el área de los pabellones, que el incendio se había originado cuando 3 guardias, un cabo, un sargento y un teniente, lanzaron 3 bombas lacrimógenas en uno de los pabellones, se produjo un incendio, los presos no pudieron salir, porque los guardias trancaron con candado el pabellón, hasta los momentos 30 muertos achicharrados, le dio el nombre de los tres asesinos que ya era de voz populi entre los reclusos y el público (radio bemba) que poco a poco se amontonaba en las cercanías de la cárcel. En su despacho se presentó angustiadísimo su hombre de confianza, el jefe de gabinete, encendieron el televisor, la prensa en las afueras de la cárcel, muchos curiosos, un diputado de la oposición acostumbrado a chantajear a los anteriores ministros vociferaba “Que se presente aquí L, ese incapaz, el responsable de este nuevo desastre penitenciario”. Hijo de puta, pensó L, como no he querido enjabonarle las manos con plata, como los ministros anteriores, para que no esté constantemente denunciando la situación carcelaria, ahora se aprovecha de esta vaina, país de mierda. Mientras miraban la pantalla, y una periodista de un canal armaba un follón, gozando del escándalo, R, el jefe de gabinete recibió una llamada en su celular, un popular programa de noticias radiales quería entrevistar al Ministro, L accedió, pensó me la voy a jugar no me van a joder, y aunque el gran carajo del Primer Ministro me ordenó que no denunciara a nadie, tengo los nombres de los 3 agentes de la guardia y entonces desacatando la orden del jefe del gobierno denunció con nombres y apellidos a los 3 delincuentes uniformados. Pasaban las horas y los ánimos de los reclusos se caldeaban, L era informado constantemente por el Director de la cárcel, se presentó un fiscal del Ministerio Público para iniciar la investigación de los sucesos, el diputado-zamuro vociferaba, que venga el Ministro ese incapaz, ese es el responsable, no hace un carajo, es el autor intelectual de esta desgracia, el diputadillo hablaba enardecido, sus bigotes tipo Pancho Villa le temblaban, parecía que le iba a dar un ataque de apoplejía al muy coño e madre.
Al mediodía L, quiso hablar con el Premier, pero éste no atendió el interministerial, lo hizo su Jefe de gabinete, L le informó que tenía pensado ir a la cárcel para constatar lo ocurrido y tratar de resolver el amotinamiento de los reclusos in situ, a su vez el burócrata, reconocido por su arrogancia, por la “humildad del pordiosero”, altivo con los de abajo, obsecuente con los de arriba, le informó que el jefe quería que se esperara hasta la tarde-noche, a ver si los ánimos se calmaban, L, no creyó en absoluto esa excusa y pensó que algo estaban tramando desde el palacio de gobierno. L, atendió otra llamada del Director de la cárcel informándole que los reclusos estaban dispuestos a prenderle fuego a un autobús que se hallaba en el área de los pabellones, a menos que permitieran pasar a los periodistas y camarógrafos de tv para que dejaran constancia del crimen, así como al fiscal presente en el área administrativa a quien le entregarían las pruebas del incendio, las conchas de las bombas lacrimógenas. L, llamó por el interministerial al despacho del PM, volvió atenderle el flamante jefe de gabinete, conocido por ser  un  hábil adulante e intrigante, L. le expresó que ante la posibilidad de que se agravara la situación, pues los reclusos amotinados iban a quemar un autobús, y que no quería que hubiera más muertos, que los 30 quemados no eran responsabilidad ni del gobierno, ni  del Ministerio, sino de tres guardias militares plenamente identificados, entonces, el secretario le respondió “Si hubo treinta muertos, qué importa unos cuantos más”, ante tan inaudita expresión del hijo de puta funcionario P, L se encolerizó “¡qué dices!, ¡qué dices hijo de puta!, ni un muerto más, ni un muerto más, porque si lo hay recaería en mi consciencia, sería de mi responsabilidad porque tengo la posibilidad de evitarlo, salgo para la cárcel díselo al PM”. L se fue con el jefe de su gabinete y el coordinador del equipo de seguridad, llegaron a la cárcel, L pasó entre la muchedumbre de curiosos y los periodistas y camarógrafos de canales de televisión, al ingresar al recinto carcelario se topó con el general jefe de la guardia penitenciaria, el gran cabrón llevaba puesto chaleco antibalas y en sus manos una ametralladora, L. le espetó en la cara “Voy a dejar pasar a la prensa escrita y audiovisual para que dejen constancia de este crimen inaudito” y el gorila “Está equivocado señor Ministro, la prensa no va a pasar”, L, se encojonó más “Sepa General que esta cárcel es de mi responsabilidad, así que apártese porque voy a dejar pasar a los medios, llame al Primer Ministro si quiere, o a su jefe el Ministro de Defensa”, el gorila se apartó, L visualizó a unos 30 guardias fuertemente armados, y con bolsas negras en sus manos, pensó “estos mal nacidos van a meter los cadáveres en esas bolsas para tratar de ocultar el crimen”, se acercó a la reja que separaba el área de los pabellones del área administrativa, uno de los líderes de los amotinados le dijo que entrara antes de dejar pasar a los medios para que constaran el crimen, L, accedió acompañado de sus dos colaboradores, no sintió temor en ese momento, dado el nivel de adrenalina en sus  venas, una ira fría le embargaba, se acercó al sitio del crimen y constató los cuerpos chamuscados  amontonados en forma piramidal (no volvería a comer carne en brasas nunca más) y la brecha abierta entre los barrotes que los desesperados reclusos trataron de abrir para huir del fuego, tal era su ira que a la vista de aquel horror golpeó con su mano derecha una pared, el líder de los amotinados le dijo “cálmese Ministro, cálmese, usted es nuestra salvación, esos malditos guardias quieren matarnos a todos”. L, abandonó el área de los pabellones, y se dirigió a los periodistas y camarógrafos, “van a pasar para dejar constancia del crimen, pero en orden, en orden, no se vaya a decir después que cambiaron las pruebas del lugar del suceso”. Luego, fue entrevistado por los canales de tv presentes, declaró: “A riesgo de mi cargo, este es un crimen inaudito, los responsables son…”, los mencionó. Se fue a su despacho, allí redactó su carta de renuncia al Premier, remitió una copia por fax mientras el original iba rumbo al palacio de gobierno. A los minutos, el sub-jefe de gabinete del PM lo llamó para decirle que el Jefe supremo no aceptaba su renuncia, que con su acción le había lavado la cara al gobierno (lo que L no creyó en absoluto) y que el Premier le rogaba que fuera a los diferentes canales de TV a explicar los hechos, L lo hizo porque era la oportunidad para aclarar cualquier duda sobre su actuación, obviamente no mencionó las palabras de P,  ese grandísimo coño e su madre “Si hubo 30 muertos, ¡Qué importa unos cuantos más!”, eso no lo olvidaría nunca. A los días se reunió con el Premier quien le comentó que dejaran pasar unos meses, que en ese país las cosas se olvidaban rápidamente, y entonces haría efectiva su renuncia. Y así ocurrió, además el Premier quería inaugurar dos nuevas cárceles que comenzaron a construirse cuando L asumió el cargo. Pasaron seis meses, L dejó el Ministerio, pero el gran carajo del PM, no se refirió a renuncia alguna, sino la destitución de L, una manera de joderlo, y es que a ese curtido político nadie le renunciaba. L, había aprendido la lección, para disipar la versión de la guardia penitenciaria según la cual el incendio lo habrían provocado los propios reclusos al caerse unas velas encendidas en las sábanas de las camas, le solicitó a la policía judicial que en el laboratorio criminalístico se hiciese la simulación de la detonación de las bombas lacrimógenas en un ambiente con gas metano, el que sale de las alcantarillas, la prueba fue concluyente, las lacrimógenas son inflamables. A partir de su salida del gobierno L. se sumió en el anonimato, temía las represalias de la guardia penitenciaria, un hombre con un punto débil: mujer e hijos a quienes proteger. Ese fue el peor día en la vida de L. Se dijo que jamás volvería aceptar un cargo público en lo que le restara de vida activa, aunque en verdad nunca se le ofrecería esa oportunidad por haber cuestionado un sistema que no cambiaría, fue expulsado para siempre, pocos lo querían. Entendió el poema de Cesar Vallejo que tanto lo había conmocionado:
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!”



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