La atracción sexual entre hombre y mujer, varón y hembra, no se basa sólo en la biología
La atracción sexual entre hombre y mujer,
varón y hembra, no se basa sólo en la biología, aunque la “ideología de género”
en boga y en proceso de convertirse en un nuevo totalitarismo ideológico,
niegue la diferencia esencial, natural, entre hombre y mujer (por esa razón, de
llegar a publicarse este ensayo podría correr riesgo de asesinato moral y hasta
físico). Esa diferencia, no soy experto en el tema, lo digo por mi experiencia,
es también psíquica; diría entonces que el hombre y la mujer son seres
biosíquicamente distintos, y hasta opuestos. La mayor y mejor demostración de
ese aserto la encontramos en el arte: la historia de la poesía, la pintura, la
música, la narrativa, abunda en obras que exaltan la pasión amorosa del hombre
por la mujer, por ejemplo, estos versos de Luis de Góngora (1561-1627) que integran sus “Romances”:
“Amadores desdichados, Que seguís milicia
tal, Decídme ¿qué buena guía podéis de un ciego sacar?, De un pájaro ¿Qué
firmeza?, ¿Qué esperanza de un rapaz?, ¿Qué galardón de un desnudo?, De un
tirano ¿qué piedad? Dejadme en paz, Amor tirano. Déjadme en paz. Diez años
desperdicié. Los mejores de mi edad, En ser labrador de Amor. A costa de mi
caudal. Como aré y sembré, cogí; Aré un alterado mar, Sembré una estéril arena.
Cogí vergüenza y afán. Dejádme en paz, Amor tirano, Dejádme en paz. Una torre
fabriqué Del viento en la raridad, Mayor que la de Nembrot, Y de confusión
igual. Gloria llamaba a la pena, A la cárcel libertad, Miel dulce al amargo
acíbar, Principio al fin, bien al mal, Dejádme en paz Amor tirano, Dejádme en
paz”.
Y este otro de Garcilaso de la Vega (1503-1536):
“¿Dó están agora
aquellos claros ojos que llevaban tras sí como colgada mi ánima por doquier que
se volvían?
¿Dó está la
blanca mano delicada, llena de vencimientos y despojos que de mis sentidos le
ofrecían?
Los cabellos que
vían con gran desprecio el oro como a menor tesoro, ¿dónde están?, ¿Adónde el
blanco pecho?
¿Dó la columna
que al dorado techo con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo
agora ya se encierra, por desventura mía, en la fría, dura y desierta tierra. ¿Quién
me dixera, Elisa, vida mía, cuando en aqueste valle al fresco viento andábamos
cogiendo tiernas flores, que había de ver con largo apartamiento venir el
triste y solitario día que diese amargo fin a mis amores?”.
Y viceversa, la atracción que ejerce el
hombre sobre la mujer, tan bien expresada en estos versos de la excelsa poetisa
Gabriela Mistral (1889-1957):
“Hay besos que producen desvaríos de
amorosa pasión ardiente y loca, tú los conoces bien son besos míos inventados
por mí para tu boca. Besos de llama que en rastro impreso llevan los surcos de
amor vedado, besos de tempestad, salvajes besos que sólo nuestros labios han
probado. ¿Te acuerdas del primero…? Indefinible; cubrió tu faz de cárdenos
sonrojos y en los espasmos de emoción terrible, llenándose de lágrimas tus
ojos…Yo te enseñé a besar: los besos fríos son de impasible corazón de roca, yo
te enseñé a besar con besos míos inventados por mí, para tu boca”.
Y estos de Carmen Conde (1907-1996):
“Te regalaría un collar de islas, un
sistema nervioso de horizontes. ¡Me abriría para ti, todas las mañanas en tus
labios! Yo soy más fuerte que tú, porque me apoyo en ti. ¡Asómate a mí, que soy
una torre! ¡Asómate a mí: soy aquella palmera de tu huerto, que latía contigo!
¡Echa al aire mis campanas y mis palmas!
Yo soy tu panorama”.
Bien lo expresa Coetzee:
“Un hombre sale
al mundo y lo recorre en busca de la respuesta a su única y enorme pregunta,
¿Qué es lo que me hace falta? Y un día, si tiene suerte, encuentra la
respuesta: la mujer. Hombre y mujer van juntos, son una misma cosa, recurramos
a esa expresión, y de esa misma mismisidad, en su unión sale una criatura”[1].
Porque la mujer para el hombre es la
esperanza, la esperanza del amor sexual, la esperanza de una compañera de vida,
la esperanza de superar la soledad de un dormitorio vacío, la esperanza de
despertar de un sueño atroz y abrazar el cuerpo tibio de la amada, la esperanza
de compartir día a día las alegrías y tristezas, los triunfos y derrotas, la
esperanza de compartir el inexorable paso del tiempo, la esperanza de formar
una familia y trascender en los hijos. Esa fuerza, energía biosíquica en que
consiste la atracción sexual, es quizás una de las motivaciones (conjuntamente
con la codicia, el poder, la fama, el altruismo) que explica en los humanos
actos heroicos, sacrificios, engaños, suicidios, homicidios; no es como en los
animales un mero instinto irreflexivo articulado a la preservación de la
especie. Los animales sienten, perciben, sus instintos les permiten ubicarse en
el espacio, pero no piensan como nosotros, carecen de vida psicológica, mental.
En cambio, los humanos somos animales simbólicos (Savater): las ideas,
creencias, sentimientos, emociones conforman la dimensión espiritual e
intelectual que nos da especificidad respecto del resto de los individuos que
conforman las especies vivas del planeta. Conocemos, razonamos, creamos. No
estamos predeterminados, reitero, por un código biológico inexorable. Uno de
nuestros rasgos como especie es la “indeterminación”, base psicológica de la
libertad o capacidad de elegir, no obstante, los factores medioambientales que
condicionan el mayor o menor libre albedrío. Vivimos entre la naturaleza y la
cultura. De modo que la unión que integra la pareja no es sólo unión entre
macho y hembra con fines reproductores, es mucho más que eso. Es unión entre
personas diferentes, hombre y mujer, que se necesitan también por razones
emotivas, sentimentales, espirituales y culturales. Y aunque en nombre de una pretendida autonomía absoluta del
individuo se glorifique la soledad y el rechazo al compromiso con el otro y la
defensa de un espacio privado inmune a cualquier injerencia extraña, la
experiencia demuestra que ese estilo de vida produce depresiones, tristezas,
sentimiento de abandono, de estar a la deriva.
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