Regímenes autoritarios y cultura autoritaria (publicado en soberanía.org, página clausurada por la narcodictadura militarista comunista)
Regímenes autoritarios y cultura autoritaria (publicado
en soberanía.org, página clausurada por la narcodictadura militarista comunista)
Prof.
Henrique Meier
La adhesión mayoritaria de un país a un régimen
autoritario, y en su peor expresión extrema, a un sistema totalitario, es rasgo
inequívoco de la mentalidad colectiva simplificadora y superficial de un pueblo
en un momento determinado de su historia. Ejemplo patético es la sociedad
alemana de los años treinta. Es difícil
entender cómo el pueblo alemán, que ha
dado al mundo genios creadores como Beethoven, Wagner, Goethe, Einstein, entre otros, haya podido aclamar, admirar,
idolatrar y seguir ciegamente durante doce años a ese maníaco y psicópata
genocida, Adolfo Hitler. Un régimen que pretendió justificar el genocidio de 6
millones de judíos en la ideología perversamente simplificadora y maniquea de
la “raza superior” y las “razas inferiores”. De allí que, sin esa “complicidad”
de la mayoría, difícilmente el autoritarismo puede imponerse en una sociedad[1].
Los gobernantes autoritarios lo son porque gran parte
de los gobernados lo quieren, es decir, porque prevalece un sistema de ideas y
de creencias proclive a la supremacía del poder sobre la libertad. Muchos
pueblos han preferido la seguridad de la sumisión a los riesgos de la libertad
(Eric Fromm y su obra “El miedo a la libertad”).
No nos llamemos a engaño. Si en un determinado período
de su historia un pueblo acepta un régimen autoritario de gobierno y admira, y
hasta idolatra a un líder mesiánico, es porque el autoritarismo domina la
estructura de las relaciones sociales en el seno de la sociedad. En
circunstancias semejantes, no sería difícil apreciar como el autoritarismo
caracteriza no sólo a las relaciones de poder entre el Estado y los ciudadanos,
sino que está presente en ese tipo de relaciones en la mayoría de las
organizaciones e instituciones sociales: familias, partidos políticos,
sindicatos, empresas, escuelas, universidades, etc.
No cabe
imaginar una sociedad en la que en el dominio de lo público, del Estado,
predomine el autoritarismo, mientras que en el espacio de la sociedad, lo
societario y lo privado, prevalezca un modelo democrático de las relaciones de
poder. A la inversa, una sociedad donde los procedimientos democráticos y el
respeto a la autonomía de la persona constituyan creencias y prácticas sociales
compartidas, no puede ser gobernada por un régimen autoritario. La democracia no
se agota en el hecho electoral, ni se restringe a la esfera estricta del
universo del poder político.
No pocos
gobernantes autoritarios han llegado al poder por la vía electoral aprovechando
las libertades políticas de precarias democracias, para implantar desde el
Estado un régimen autoritario (Hitler en Alemania, Chávez en Venezuela). La
elección de un gobernante autoritario demuestra como la preservación de la
democracia exige del pueblo una verdadera cultura de la libertad, no sólo de la
libertad para votar; se requiere de un consenso respecto a los valores
asociados a las distintas expresiones de la libertad: libertad ambulatoria,
libertad de autodeterminación personal, libertad de conciencia, libertad de
expresión, libertad de creación cultural, libertad de asociación, libertad de
trabajo, empresa, industria, oficio, arte, profesión, etc.
Autoritarismo, Democracia y la “Variable
Independiente”. El caso Venezuela.
El autoritarismo y la democracia tienen que ver con
los sistemas de creencias y de valores de las diferentes sociedades. La llamada
“variable cultural independiente” (Alberto Rial) que tiende a ser desestimada
por los juristas, economistas, politólogos, y en general los estudiosos de las
ciencias sociales.
Cuando no se
consideran los sistemas de creencias, los mitos, prejuicios, la imaginería
colectiva, todo el subsuelo psicológico del inconsciente colectivo, no se
entiende la conducta política de los pueblos. Por tanto, es indispensable
indagar en “...esa realidad
gaseosa que forman las creencias, fragmentos de creencias, imágenes y conceptos que la historia deposita en el
subsuelo de la psiquis social, en esa cueva o sótano en continua somnolencia y,
asimismo, en perpetua fermentación. Es una noción que viene tanto del
subconsciente (individual) de Freud como de la ideología social (Marx).Una
ideología que representa lo que el mismo Marx llamaba “la conciencia del
absurdo del mundo”. Sin embargo, las concepciones de Marx y de Freud, cada una
por razones diferentes y que no analizaré aquí, no explican la totalidad del fenómeno: la existencia en
cada civilización de ciertos complejos, presuposiciones y estructuras mentales
generalmente inconscientes que resisten con terquedad la erosión de la historia
y sus cambios”[2].
No es en el
plano del discurso “racional” de las declaraciones de principios, de las
exposiciones de motivos y preámbulos de los documentos constitucionales, donde
hay que indagar el verdadero talante político de un pueblo. Es necesario
sumergirse en las turbias aguas de la sicología de las masas para comprender el
desfase entre el deber ser ético, filosófico, político, institucional y
jurídico, y el ser social real. El drama de América Latina, que explica la
fragilidad de los regímenes democráticos, es la tradición autoritaria que
impera en las prácticas políticas y sociales.
En Venezuela, por ejemplo, vivimos entre el abuso de
poder, la arbitrariedad de los “gobernantes”, y el abuso de derecho, la
anarquía de los “ciudadanos”. El “aquí mando yo, y se hace lo que yo diga” y el
“hago lo que me da la gana” son los pensamientos rectores de las conductas
políticas y sociales. ¿Cómo extrañarse
del culto al “líder” que no respeta normas, procedimientos, ni conductas
institucionales, que pregona y hace lo que le da la gana? ¿Cómo puede
garantizarse la gobernabilidad en un país de gente atrabiliada y arbitraria?
No creo
exagerado decir que nuestro pueblo, más que amor a la libertad y la autodeterminación personal
dentro de los límites de la ley, tiene el morbo de la anarquía o libertinaje, y
de la arbitrariedad, es decir, del abuso de la libertad y de la autoridad.
Ambos extremos se tocan. El “ciudadano de a pie”, como suele llamarse al
individuo común y corriente, con las excepciones que confirman la regla, carece
de conciencia cívica, de ética ciudadana, pues salvo el culto a la democracia
electoral, al voto, su conducta pública es expresiva del desprecio a las leyes
y a las elementales normas sociales de convivencia.
Poco le
importan los derechos del otro y el orden público y social. El comportamiento
abusivo y anárquico hace de la polis, la ciudad, un espacio ingobernable. El
caos urbano de Caracas, por ejemplo, observable en la violación sistemática a
las normas que regulan el tránsito y la circulación de vehículos y personas, en
la ocupación de espacios públicos, calzadas y plazas, para el ejercicio del
comercio ilegal (buhonería), en las construcciones ilegales violatorias de los
planes y normas de zonificación y ordenamiento urbanístico, en el depósito de
basuras y desechos en lugares prohibidos, en la agresión y apropiación, robo,
hurto, de bienes afectados a servicios públicos (teléfonos públicos, rejas de
alcantarillas, etc.), e incluso de estatuas y obras artísticas (la descabezada
estatua de Colón).
Ese mismo
“ciudadano” anárquico, lleva en sí, potencialmente, a un gobernante arbitrario.
En el país se confirma el adagio “dadle poder a un hombre y veréis quién es”. Desde el menos significativo de los “cargos
públicos”, un portero de Ministerio, por ejemplo, hasta el Presidente de la República , saberse
poseedor de una cuota de poder trastorna al venezolano medio, entonces buscará
la manera de aprovecharse de esa posición para hacerle sentir a los demás lo
que significa el poder, “quién
tiene el sartén por el mango”-la dictadura del pequeño y del gran funcionario-, beneficiarse de
prebendas y privilegios (vehículos, chóferes, aviones, gastos de
representación), enriquecerse y enriquecer ilícitamente a familiares y amigos,
traficar con las influencias, dar empleo a las personas de su entorno intimo
(nepotismo, amiguismo, compadrazgo), destruir a enemigos, etc.
Alberto Rial atribuye a la “cultura machista” esos
rasgos de arbitrariedad y prepotencia que caracterizan al venezolano medio:
“La cultura machista fomenta las soluciones drásticas
y fuertes, cultiva los valores épicos y las cruzadas libertadoras...el machismo
no tiene paciencia ni tolerancia para la negociación o la persuasión, y
considera débiles a quienes resuelven los conflictos de manera pacífica. Todo,
según su código, se arregla con golpes, humos y explosiones...los rivales
políticos se agreden y se acusan de no comportarse como hombres...La relación
del macho con sus pares y con el resto de la sociedad estimula la violencia, la
temeridad y la espectacularidad. La competencia no se fomenta en términos
constructivos y enriquecedores, según los cuales cada quien pone lo mejor de sí
mismo y gana el más hábil o talentoso y el otro lo reconoce, sino que se busca
la derrota definitiva de uno y la supremacía absoluta del otro...En Venezuela,
el pendejo es el opuesto al macho, y el pendejo es prudente, introvertido,
previsivo, modesto, silencioso, constante, responsable, crédulo o todo
junto...La conducta contraria a la del pendejo es típicamente machista:
arrolladora, extrovertida, violenta, apasionada, sexista, irresponsable y
temeraria. El macho viola las reglas y las leyes porque a él nadie le dice lo
que hay que hacer... La arbitrariedad y la prepotencia van unidas al machismo,
desde el funcionario público que maltrata al ciudadano y abusa de su poder en
una situación específica, hasta el Presidente que nombra a su amante secretaria
privada y le entrega más poder que a todos sus ministros juntos. El gerente
arbitrario o el dueño de empresa despide a un empleado porque no lo saludó como
es debido y el jefe se aprovecha de la situación vulnerable de la secretaria.
La complicidad de la sociedad venezolana se pone de manifiesto en las
relaciones entre los sexos. El hombre es machista porque la mujer le premia esa
conducta con la tolerancia, resignación o admiración por los tipos fuertes y
duros”[3].
Por su parte, el Psicólogo Social Axel Capriles
atribuye esa conducta a un rasgo de la personalidad “modal” venezolana “…caracterizada por el rechazo a la norma
y el gusto por lo ilegal. Un científico social cauto diseñaría escalas de
actitudes y contrastaría muestras representativas de la población antes de
hablar de rasgos de carácter social, pero el virtuosismo estadístico podría
enturbiar los tonos cualitativos y las manifestaciones intangibles de nuestro
lenguaje y nuestro comportamiento ordinarios. No es desacertado afirmar que
nuestra alma Caribe alimenta un orgullo particular por la excepción a la regla,
por tener rutas de acceso privadas que nos permiten obtener lo que deseamos sin
tener que hacer lo que todos hacen para llegar a la misma meta. Entre los
requisitos de la formalidad y los atajos de la informalidad no sólo nos atraen
el ahorro del tiempo y la disminución de trámites, sino que nos conmueve el sentido de importancia personal
que nos da tener una vía particular, un atajo excepcional, que nos permite
obviar los requisitos de la ley. Herederos del anarquismo español más indómito,
nos ennoblece contravenir las leyes. No se trata, sólo, del dominio de un tipo
de estructura valorativa sobre otra, del particularismo sobre el universalismo
como regla para sopesar y evaluar el curso de nuestras acciones. No es,
solamente, que un tipo de cultura haya propiciado un culto a lo individual en
lugar de una organización social con base en principios y normas universales.
Se trata de una emoción mucho más íntima, de un tono afectivo, de un rechazo
visceral a la ley como guión para moldear la existencia”[4].
En consecuencia: la debilidad de la cultura democrática
e institucional.
Es lamentable tener que reconocer en estos comienzos
de milenio que, a pesar del esfuerzo realizado por el sistema educativo formal
entre 1958 y 1998 con el objeto de modificar las creencias y prácticas sociales
contrarias a los valores en los que se fundamenta un auténtico Estado
democrático de Derecho y una sociedad de convivencia democrática y civilizada,
somos un país en el que la mayoría de los gobernados carece de conciencia
cívica y la mayoría de los gobernantes de conciencia de servicio público, del
Estado como instrumento institucional al servicio de los derechos humanos y del
bien común.
Bruni Celli considera que la debilidad de la cultura
democrática e institucional del país es en gran parte responsabilidad del
Estado y de los partidos políticos que practicaron durante cuarenta años el
“clientelismo político” como soporte de la gobernabilidad (la legitimidad
social). Tal práctica, convertida en costumbre y en una especie de “derecho
adquirido” por parte de la población, se caracterizó y se caracteriza, ya que
el actual régimen político y de gobierno la ha “perfeccionado”, por “…permanentes transacciones e intercambios
de bienes y servicios de arriba hacia
abajo por apoyos y lealtades de abajo hacia arriba”[5].
En lo que respecta a los cuarenta años de
democracia representativa esa “estrategia” para preservar la legitimidad “…no fue, al menos en lo que respecta a
los sectores sociales de menores ingresos, una real absorción de los valores y
bondades sustanciales del sistema democrático por la mayoría de la población.
En una apreciación retrospectiva pudiéramos decir ahora que aquella negociación
clientelar-populista que se prolongó por varias décadas generó, particularmente
en el liderazgo democrático de entonces, una falsa apreciación y equivocada
evaluación de los masivos apoyos electorales que recibieron los grandes
partidos a lo largo de las cuatro décadas. La desviación clientelar-populista se había convertido en
un hecho “normal” dentro del proceso político, y así era considerado tanto por
la dirigencia política de los principales partidos como por las mayorías
sociales del país que constituían sus bases electorales. No se diseñó, y mucho
menos se puso en ejecución una amplia y seria campaña de formación de los valores
de la democracia. Contra la creencia generalizada entonces de que efectivamente
se había alcanzado un alto grado de legitimidad, es decir, una corriente de
compromiso y afecto hacia el sistema democrático, los hechos posteriores
demostraron que no era así, que no se había generalizado en la población esa
pretendida cultura cívica, al menos en grado suficiente para afirmar que la
mayoría de la población lo considera como el sistema político más apropiado.
Basta con decir que buena parte de aquella clientela política de los partidos
mayoritarios conforman hoy la masa de seguidores fanatizados, la base social de
sustentación del gobierno “revolucionario” en los barrios de Caracas y de otras
ciudades del país”[6].
[1] El nacionalismo nazi
consiguió el apoyo de la mayoría de los germanos, fervorosos unos, inhibidos,
consentidores o complacientes otros, víctimas todos de un colectivo envenenamiento
moral. En ese sentido, Kershaw en su
excelente obra biográfica sobre Hitler se refiere al apoyo masivo del pueblo
alemán en el plebiscito del 19 de agosto de 1934 “Hitler es hoy la Totalidad de
Alemania, decía un titular el 4 de agosto. El funeral del Presidente del Reich
se celebró con gran pompa y fasto en el Monumento de Tannenberg, en la Prusia Oriental ,
escenario de su gran victoria en la Primera Guerra Mundial, y Heidenburg, que había
representado la única fuente equilibradora de lealtad, “entró en Valhalla” como
dijo Hitler. Huidenburg había
querido que le enterraran en Neuderck.
Hitler, siempre atento a la oportunidad propagandística, insistió en que se le
enterrase en el Monumento Tannenberg. El 19 de agosto, el golpe silencioso de
los primeros días del mes obtuvo su confirmación plebiscitaria ritual. De
acuerdo con las cifras oficiales, el 89,9 por 100 de los votantes apoyaron los
poderes constitucionalmente ya ilimitados de Hitler como Jefe de Estado, jefe
de Gobierno, jefe del partido y Comandante supremo de las fuerzas armadas. El
resultado, aunque decepcionante para la jefatura nazi, y menos impresionante
como muestra de apoyo de lo que quizás pudiese haberse previsto teniendo en
cuenta las evidentes presiones y la manipulación, era muestra, sin embargo, del
hecho de que Hitler tenía el respaldo, gran parte de él ferviente y entusiasta,
de la gran mayoría del pueblo Alemán”. Vid, Kershaw, Ian (1998). Hitler 1889-1936. Ediciones Península.
Barcelona. P.515-516.
[5] Bruni- Celli, Marco Tulio (2005). Gobernabilidad Democrática. En Gobernanza
Laberinto de la Democracia, Opus cit, p 64.
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