La libertad el bien, valor y derecho de mayor jerarquía axiológica.
La libertad el bien, valor y derecho de
mayor jerarquía axiológica.
La más acabada expresión de la libertad-autonomía o la
libertad para hacer todo aquello que no esté expresamente prohibido en la ley,
la encontramos en el llamado derecho al libre desenvolvimiento de la
personalidad: “Toda persona tiene
derecho al libre desenvolvimiento de su personalidad, sin más limitaciones que
las que derivan del derecho de los demás y del orden público y social”
(Artículo 20 Constitución Nacional, negritas nuestras).
El concepto de “libre desenvolvimiento de la
personalidad” es dinámico, abierto y omnicomprensivo, abarca todas las posibles
facetas del quehacer humano: físico, moral, ético, religioso, intelectual,
espiritual, afectivo, etcétera. La personalidad como atributo único, propio e
intransferible de cada ser humano no es
algo fijo, unos rasgos o elementos psicológicos estáticos, sino un
haciéndose a cada momento, un aquí y ahora, y una potencia en desarrollo. La
libertad, en ese sentido, está asociada a la indeterminación de la persona, a la imposibilidad de fijar de
antemano límites al desarrollo potencial
de la personalidad individual. No somos astros cuyos movimientos celestes
pueden calcularse con relativa precisión, tampoco animales que responden al
reflejo condicionado de Pavlov, ya que la humana no es una especie que se rija
por las leyes inexorables de la causalidad o del “tener que ser”.
Ni el Estado ni la sociedad pueden ponerle trabas,
obstáculos, a esa libertad primaria y esencial. Dejar a la persona que decida
su destino libremente, lo que quiera hacer en la vida, lo que quiera hacer de
su vida. Se fundamenta en el respeto a la dignidad consustancial de la persona,
a su valoración como fin en sí, en el derecho moral, natural si se quiere, a
disponer de si misma. Libertad ambulatoria o de desplazamiento, de conciencia y
pensamiento, de expresión, de culto religioso y de ideas políticas, de
información y comunicación, de lectura, de estudio, trabajo, profesión, arte,
oficio, de empresa, de inclinación sexual: en suma de estilo de vida, siempre
que no lesione las libertades y derechos de los otros y las normas que integran
el orden público y social.
Subyace en este concepto la realidad antropológica de
la vida y la muerte del individuo como hechos intransferibles. Nadie puede
vivir la vida de otro, tampoco morir en su lugar. La vida, una aventura que
sólo le ocurre una vez a la persona humana situada y temporalizada (hombre y
mujer “varón y hembra los creó”)), una experiencia inédita que todo viviente
asume hasta el día de su muerte. Cada quien es dueño de si. Consiste, así
mismo, en una antropología optimista o positiva acerca de las
posibilidades de realización y crecimiento de todo ser humano, su potencialidad
creadora. Se trata de una filosofía de la existencia humana que se sustenta en
la responsabilidad personal del individuo, de todo individuo. Esa autonomía
moral de la persona implica el rechazo absoluto a las ideologías
transpersonalistas inspiradas en la antropología pesimista o la
concepción de la persona humana como un ser incapaz, por su propia naturaleza,
de decidir libremente su destino. Para las ideologías transpersonalistas que
desembocan inevitablemente en formas sociales colectivistas y en Estados
totalitarios, el valor de la persona deriva de su pertenencia a un todo, a una
raza, a la nación, al espíritu objetivo del pueblo, a una clase social, al
partido único (fascismo, nacionalsocialismo, comunismo y sus variantes).
La experiencia histórica nos enseña una y otra vez cómo
el proceso de implantación de esas utopías enfrenta la resistencia que produce
entre los individuos la pretensión de cambiar radicalmente sus tradiciones,
costumbres y creencias y valores, lo que explica que el poder revolucionario se
transforme insoslayablemente en un régimen totalitario caracterizado por el
empleo, como política de Estado, de la propaganda falaz (la mentira y
desfiguración de la realidad), la persecución política, la cárcel, la
discriminación, el terror y la represión, los campos de concentración y
exterminio, los GULAG, el lavado de cerebro. En una palabra, la reducción de la
persona a medio o instrumento al servicio del partido, la revolución, el
Estado; un mero engranaje de la maquinaria estatal despojado de la libertad y
de todos los derechos que se derivan de la dignidad de la persona humana. La esclavitud y la servidumbre, la sumisión de
la persona al Poder en sus diferentes versiones estatales e ideológicas, es la
negación de la condición humana. No hay justificación ética y política alguna a
cualquier modalidad de Estado que sacrifique la libertad individual en aras de
utopías colectivistas “redentoras”. No hay totalitarismos con “carta de
nobleza” como algunos intelectuales de la izquierda califican las experiencias
soviética y cubana al compararlas con las dictaduras llamadas de derecha (Pinochet,
Franco, Trujillo). Todos, pero todos los
regímenes autoritarios que niegan la libertad son igualmente condenables.
Condena que deriva de la
Declaración de los Derechos Humanos de 1948, es decir, de una
plataforma ética común de la humanidad.
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