La libertad el bien, valor y derecho de mayor jerarquía axiológica.





La libertad el bien, valor y derecho de mayor jerarquía axiológica.                                                    

Henrique Meier
       

La más acabada expresión de la libertad-autonomía o la libertad para hacer todo aquello que no esté expresamente prohibido en la ley, la encontramos en el llamado derecho al libre desenvolvimiento de la personalidad: Toda persona tiene derecho al libre desenvolvimiento de su personalidad, sin más limitaciones que las que derivan del derecho de los demás y del orden público y social (Artículo 20 Constitución Nacional, negritas nuestras).

El concepto de “libre desenvolvimiento de la personalidad” es dinámico, abierto y omnicomprensivo, abarca todas las posibles facetas del quehacer humano: físico, moral, ético, religioso, intelectual, espiritual, afectivo, etcétera. La personalidad como atributo único, propio e intransferible de cada ser humano no es  algo fijo, unos rasgos o elementos psicológicos estáticos, sino un haciéndose a cada momento, un aquí y ahora, y una potencia en desarrollo. La libertad, en ese sentido, está asociada a la indeterminación  de la persona, a la imposibilidad de fijar de antemano  límites al desarrollo potencial de la personalidad individual. No somos astros cuyos movimientos celestes pueden calcularse con relativa precisión, tampoco animales que responden al reflejo condicionado de Pavlov, ya que la humana no es una especie que se rija por las leyes inexorables de la causalidad o del “tener que ser”.

Ni el Estado ni la sociedad pueden ponerle trabas, obstáculos, a esa libertad primaria y esencial. Dejar a la persona que decida su destino libremente, lo que quiera hacer en la vida, lo que quiera hacer de su vida. Se fundamenta en el respeto a la dignidad consustancial de la persona, a su valoración como fin en sí, en el derecho moral, natural si se quiere, a disponer de si misma. Libertad ambulatoria o de desplazamiento, de conciencia y pensamiento, de expresión, de culto religioso y de ideas políticas, de información y comunicación, de lectura, de estudio, trabajo, profesión, arte, oficio, de empresa, de inclinación sexual: en suma de estilo de vida, siempre que no lesione las libertades y derechos de los otros y las normas que integran el orden público y social.

Subyace en este concepto la realidad antropológica de la vida y la muerte del individuo como hechos intransferibles. Nadie puede vivir la vida de otro, tampoco morir en su lugar. La vida, una aventura que sólo le ocurre una vez a la persona humana situada y temporalizada (hombre y mujer “varón y hembra los creó”)), una experiencia inédita que todo viviente asume hasta el día de su muerte. Cada quien es dueño de si. Consiste, así mismo, en una antropología optimista o positiva acerca de las posibilidades de realización y crecimiento de todo ser humano, su potencialidad creadora. Se trata de una filosofía de la existencia humana que se sustenta en la responsabilidad personal del individuo, de todo individuo. Esa autonomía moral de la persona implica el rechazo absoluto a las ideologías transpersonalistas inspiradas en la antropología pesimista o la concepción de la persona humana como un ser incapaz, por su propia naturaleza, de decidir libremente su destino. Para las ideologías transpersonalistas que desembocan inevitablemente en formas sociales colectivistas y en Estados totalitarios, el valor de la persona deriva de su pertenencia a un todo, a una raza, a la nación, al espíritu objetivo del pueblo, a una clase social, al partido único (fascismo, nacionalsocialismo, comunismo y sus variantes).

La experiencia histórica nos enseña una y otra vez cómo el proceso de implantación de esas utopías enfrenta la resistencia que produce entre los individuos la pretensión de cambiar radicalmente sus tradiciones, costumbres y creencias y valores, lo que explica que el poder revolucionario se transforme insoslayablemente en un régimen totalitario caracterizado por el empleo, como política de Estado, de la propaganda falaz (la mentira y desfiguración de la realidad), la persecución política, la cárcel, la discriminación, el terror y la represión, los campos de concentración y exterminio, los GULAG, el lavado de cerebro. En una palabra, la reducción de la persona a medio o instrumento al servicio del partido, la revolución, el Estado; un mero engranaje de la maquinaria estatal despojado de la libertad y de todos los derechos que se derivan de la dignidad de la persona humana.  La esclavitud y la servidumbre, la sumisión de la persona al Poder en sus diferentes versiones estatales e ideológicas, es la negación de la condición humana. No hay justificación ética y política alguna a cualquier modalidad de Estado que sacrifique la libertad individual en aras de utopías colectivistas “redentoras”. No hay totalitarismos con “carta de nobleza” como algunos intelectuales de la izquierda califican las experiencias soviética y cubana al compararlas con las dictaduras llamadas de derecha (Pinochet, Franco, Trujillo). Todos, pero todos los regímenes autoritarios que niegan la libertad son igualmente condenables. Condena que deriva de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, es decir, de una plataforma ética común de la humanidad.
   


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