La camaradería de la igualdad
Fue un auténtico privilegio residir en
una casa cuyo jardín era una plaza espaciosa y fresca, situada a pocos metros
del mar. Un espacio público que permitía la interacción social igualitaria, el
aprendizaje de la democracia social, no como esos clubes privados exclusivos
para socios pertenecientes a las clases sociales medias altas y altas, aisladas
de la realidad social. Desde mi infancia empecé a valorar los bienes del
dominio y uso público: plazas, parques, playas y ríos, esa posibilidad de usar,
gozar, disfrutar de sitios para la recreación sin necesidad de poseer en
condición de propietario una acción en un club privado para acceder, por
ejemplo, a una playa de uso exclusivo y excluyente. No me cabe la menor duda de
que esa experiencia influyó en forma decisiva en mis actuaciones como
profesional del Derecho, dirigidas a lograr la reivindicación para la
colectividad del derecho a utilizar ese tipo de bienes, ante la tendencia
privatizadora de los mismos, bastantes páginas he dedicado a esa defensa en
libros jurídicos, exposiciones en las aulas universitarias, artículos de
prensa, así como en entrevistas de radio y televisión, elaboración de proyectos
de ley, esfuerzo perdido, hoy los bienes del dominio y uso públicos se hallan
en estado de absoluto abandono por parte de un régimen de poder autocalificado
como “socialista”, aunado a la muy débil consciencia ciudadana en el tema.
“El espacio
público refleja la convivencia y el conflicto- escribe Anatxu
Zabalbeascoa- Allí se hace
historia y se desarrolla la vida cotidiana. A veces se planifica y otras se
improvisa. Pero lo que lo define es siempre lo mismo: el acceso universal. Por
eso es un lugar de mezcla que hace visibles los problemas y muchas veces
también hace posibles sus soluciones. Hoy, cuando se cuestiona su falta de
rentabilidad, se intenta adulterar su naturaleza abierta limitándolo y
vigilándolo, y cuando la gentrificación —la expulsión de los habitantes de un barrio al aumentar los precios
de los alquileres— o la adquisición de fincas no para vivir en ellas sino como
bien de inversión— lo ponen en peligro, su conservación se ha convertido en un
asunto más político y social que arquitectónico. Así, muchos barceloneses
prefieren que sus calles carezcan de las zonas ajardinadas que prometen las supermanzanas
si el precio a pagar es un aumento del alquiler que terminará expulsándolos del
barrio. Que son los ciudadanos y no los edificios los que hacen una ciudad lo
escribió ya Aristóteles en su Política”[1].
En la Plaza Flores me inicié en la camaradería
de la igualdad, en el trato de igual a igual sin considerar el color de la
piel, ni la manera de vestir de los niños, inconscientemente me percibía como
cualquiera de los limpiabotas con los que jugaba metras y trompo y me daba
coñazos. Hay que acotar que los niños en general son así, carecen de
prejuicios, son los padres los que les inculcan las ideas podridas de las
desigualdades “Raulito, te prohíbo que
juegues con esos niños mal educados, no son de tu clase, además negritos, mira
el color de tu piel y de tus ojos, acostúmbrate a diferenciarte”. Nunca
escuché de mamá una prohibición semejante, pues ella se caracterizó por ser una
mujer amplia, sin prejuicios sociales, no se sentía superior a las mujeres que
en diferentes épocas sirvieron en la casa. Y no sólo de ella, en general de los
hombres y mujeres que conformaron mi entorno social en el Puerto Cabello de mi
infancia. Y es que desde niño comencé a militar en la escuela de la igualdad,
nunca me he sentido superior, ni siquiera cuando ejercí cargos de poder en el
Estado, detesto la arrogancia, puedo decir que soy un demócrata en el sentido
existencial, no creo que la democracia se limite al voto, es mucho más que un
tipo o forma de régimen político, es una concepción de las relaciones sociales,
un estilo de vida que se aprende en la familia, en la escuela, en la calle.
Conspira contra ella el culto al poder y a los poderosos, como antes señalé, y
el podrido concepto de la superioridad, esos individuos que miran a los otros
por encima del hombro; que por tener dinero (y mal habido en muchos casos), una
cuota de poder político, un cargo gubernamental, unos títulos académicos, o un
supuesto apellido de “alcurnia”, se perciben como una raza aparte, pierden de
vista que la mierda les huele como a la de cualquier mendigo, y tal vez más por
sus comidas cargadas de especias. Al final todos, ricos y pobres, honestos y
ladrones, asesinos y gente de bien, egoístas y generosos, veraces y mentirosos,
negros, blancos, amarillos, mestizos, triunfadores y perdedores, poderosos y
oprimidos, judíos, católicos, cristianos, musulmanes, budistas, ateos, todos, todos,
sin excepción, dejamos este mundo, es la igualdad de la muerte.
“Hablar sobre la
muerte,- escribe Mircea Cätärescu-, nos
perturbaba todavía más. La gente moría, eso ya lo sabíamos, pero no podíamos
entenderlo. En cualquier caso, teníamos nueve años, nos quedaba tanto tiempo
hasta los setenta o los ochenta años que no nos habría costado nada afirmar que
viviríamos eternamente. Sin embargo, los viejos morían, morían también los
jóvenes por culpa de enfermedades terribles como el cáncer, morían también los
niños. Sabíamos de algunos niños, compañeros nuestros, que habían muerto
atropellados por el tranvía por haber cruzado la calle sin prestar atención.
Otros se habían precipitado desde su piso sobre el asfalto…Después de morir, dejabas
de existir para siempre. Ya no oías, ya no veías, ya no sentías nada. Era como
si estuvieras durmiendo sin sueños, pero entonces carecías de cuerpo (este se
podría en la tierra) y no volverías a despertar jamás”[2].
Por esa razón, es un espejismo creerse
superior, no es un asunto de humildad sino de realismo, de entender lo que
somos.
¿Y qué somos?
En tránsito hacia el olvido
El hombre
Extraña síntesis
Cuerpo atado
A la fatiga
-a los pequeños y
grandes dolores
La carne
obsesionada con la muerte
El alma
Ojo invisible
De lucidez
Ese darse cuenta
De
estar/sentir/vivir
El Ser
Esto que somos
En tránsito
Hacia el olvido…”
Voy hacia esa esfera, desapareceré, única
seguridad en esta vida, digo con Saramago:
“Empiezo a
sorprenderme de estar vivo. Supongo que es lo que deberán también sentir los
muñecos en las barracas de feria cuando perciben que sus compañeros están
siendo tumbados por los aficionados al tiro al blanco, no siempre están dotados
de buena puntería. Otro tirador hay, llamado Muerte, de quien se podrá decir
todo, menos que sea aficionado. Este es un profesional donde los haya, con
larga experiencia, cuando apunta acierta infaliblemente”[3].
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