“¡Oh Tierra Hembra impenetrable!
Las aves multicolores llenaron el aire
con sus trinos/sinfonía de primavera eterna/Trópico alucinante/luz, luz, que
invade la selva/penetra sus más profundos secretos/no había ojos humanos para
contemplar el cielo poblado de alas/en la selva el rumor de vida no cesa/ni en
las noches descansa el corazón de la tierra virgen…”[1]
La montaña, al
igual que el mar, sí, la tupida selva, los inmensos árboles, la multitud de
pájaros que irrumpen el silencio con su algarabía al amanecer, el río y sus
cristalinas aguas, han marcado mi sensibilidad, mi percepción del mundo. Y
aunque con el tiempo me convertí en un “animal urbano”, no he dejado mi pasión
por la naturaleza, un amor desinteresado, una profunda admiración por esa obra
de Dios, disfrutar de esos prodigios de la Tierra, cada vez que las olas del
mar me arrastran en un torbellino hacia la orilla de una playa cualquiera,
recorro un camino de montaña, me sumerjo en las aguas de un río, o simplemente
me siento a la sombra de un árbol a escuchar los sonidos de la vida y calmar
esta intensidad existencial que me caracteriza, regreso al paraíso de la tierra
mítica de mi infancia, vuelvo a ser un niño de 5,6, 7 años. Aquí está la poesía
una vez más:
“¡Oh Tierra Hembra impenetrable! ¿Cuál es
tu secreto? ¿Cómo puedo abandonar la cárcel de la razón? Dame una señal”.[2]
En otro poema el
niño que aún me habita responde: “Estarse en paz a la orilla de un río/frente al mar/en la cima de una
montaña/al borde de un perdido camino/dejarse/abandonarse al llamado del
misterio”[3]. Porque la Tierra respira y su inmenso
corazón late ¿no sientes los suspiros de los árboles? Este inconmensurable ser,
obra del Creador, que nos da refugio, nos ofrece sus maravillas sin nada
pedirnos. Conozco sus múltiples formas y colores, el infinito diario prodigio
de la metamorfosis, mariposas y pájaros y los millones de insectos. Mirar con
ojos de asombro el universo es abrir las puertas del alma a mundos
desconocidos.
“Nadie, nadie, en la espesura de tabasco,
su río, su selva, sus raíces hundidas para siempre en la oscuridad donde sólo
las guacamayas parecen tocadas por el sol, Tabasco del primer día de la
creación, cuna del silencio roto por el chirrido del pájaro, Tabasco eco de la
aurora inicial: nadie allí, digo, podía saber que traduciendo al conquistador
yo mentía y sin embargo, yo decía la verdad[4]” (Carlos Fuentes).
Mi asombro y
admiración por la Tierra se traducen en balbuceantes palabras incapaces de
describir su inconmensurable belleza:
“El hombre pisó
la tierra
Con fuerza le
imprimió su huella
Arrasó bosques
Convirtió fétidos
pantanos en hermosas ciudades
Se erigió en la
lucidez (la conciencia de ser)
Separado de lo
viviente
Perdió el código
secreto del universo
Y así la memoria
vegetal
Oculta en algún
rincón del alma
Tiene nostalgia
de lluvias torrenciales
Los inmensos
árboles
Y las noches del
bosque
La muerte en los
claros ojos del tigre
El águila y el
íntimo deseo del vuelo
Las alas perdidas
El poeta intenta
descifrar el lenguaje del universo
Pero la palabra
esconde siempre el lado oculto de las cosas
Lo que saben los
pájaros
Eternos
embajadores del misterio”[5].
Y he aquí el canto a la naturaleza de ese
magnífico escritor rumano Mircea Cätärescu:
“La monotonía
sorprendentemente diversa, el hastío entusiasta del verde unánime, con sus
miles de matices, me empujaban cada vez más lejos, hasta que de repente me
encontraba en esa soledad total que tanto añoraba, la de antes de la llegada de
los hombres al mundo, la de los lugares no hollados, los únicos en los que es
decente dejar que tus huesos blanqueen, porque de los orificios de las vértebras
porosas y de sus costillas destrozadas y de los ojos, como alas de mariposa, de
sus huesos ilíacos, sólo aquí, sólo en la profundidad silenciosa de los
bosques, sólo en el lecho de hojas amarillas y marrones y llenas de cecidias,
deshechas y podridas, brotarán tallos de hierba y unos arbolitos minúsculos que
crecerán y dislocarán tu esqueleto, y lo fundirán con la extraña abigarrada del
bosque. Mucho más allá de la frontera donde se oían todavía, débiles y
arrastradas por el viento, las voces de los niños, empezaba a percibir otro
sonido, cada vez más fuerte en el silencio activo, el silencio crujiente,
gorgojeante, rugiente del santuario verde. Se trataba del discurrir continuo,
del veloz chapoteo de un manantial…El chapoteo y el susurro me alcanzaban con
mayor intensidad, y sólo los trinos que se arqueaban por encima de mi
cabeza…hasta que al fin divisé el cristal fundido cuyos añicos brillaban al sol
entre hierbas cimbreantes. Su largo curso, que se perdía entre troncos, chocaba
aquí y allá con piedras ásperas y redondas, salpicadas por torbellinos de agua
y secadas por el sol una vez tras otra. Aquí estaba el centro, no se podía
avanzar más. Aquí, en la soledad y el silencio
y la ausencia de tiempo…”[6].
Sí, he querido aspirar la esencia de la
Tierra, entender el enigma del viento, descubrir el secreto del eterno misterio
femenino. Pasajera tranquilidad que te esfumas de mi alma, apenas el instante
de reposo a la sombra de antiguos árboles en recodos de caminos solitarios de
montaña. Y mientras esto escribo, sin percatarme del tiempo, se apagó el día, la
luz dio paso a la noche y con ella despertó una vez más esta dolorosa angustia
que me viene desde el fondo del alma, esta sensación de incertidumbre, de
fugacidad, ¡detente tiempo, detente!, deja mis manos tocar el corazón de la
vida. Canto, canto, para acallar esta injustificada desazón que llevo conmigo
desde la adolescencia, y entonces alzo mi voz y esta copa y brindo porque aún
estoy vivo. ¡Cuántas veces habré pensado y escrito esa palabra: vida!, ¿Puede
ser algo más importante que vivir a plenitud? ¿A manos llenas? Dejar que la
vida desborde antes de pasar al otro lado del muro. He luchado contra la
mentira de una biografía, para no confundir el mundo de la gente con la vida,
pues aquel es pobre, limitado, la vida es infinitamente más rica que el
reiterado desatino de los hombres y los pueblos, por eso tanto me he esforzado
en entender que sólo tengo una vida por vivir los días que aún me quedan, no
hay tiempo para la queja, ¡carajo! tiempo detente un poco, ¿DETENTE?, ¿acaso
estoy loco?, el tiempo se detendrá para mí cuando muera, así que no me hagas
caso tiempo, sigue fluyendo, todavía deseo estar aquí unos cuantos años más.
¡Oh mi Dios! Sé que estás vivo, te siento en cada uno de los inmensos árboles
de las prodigiosas selvas, en las variadas y múltiples plantas, en los animales,
los minúsculos insectos, en las aguas de los poderosos ríos, pero también en
los pequeños riachuelos, en los pájaros que cantan a diario el aleluya por tu
imponente obra de inconmensurable hermosura. Y he aquí otros versos, esta
palabra limitada, pobre expresión humana, incapaz de describir lo que han visto
estos ojos desde mi infancia:
El misterio de esta hora irrepetible
“¡Y si la historia fuera no sólo una gran farsa
guiñolesca, sino, sencillamente, estúpida!”
Esther Seligson
Aquí estoy
En medio del
insólito griterío.
De estallidos de
violencia
(Y el ruido de
las armas)
Callado/ y en mi
soledad
Veo pasar la
historia/loco tren
Que avanza hacia
parte alguna
La tierra madura
de sol/ del
Ardiente viento
del verano/rostro
Impasible de la
eternidad
Aquí/ahora
Territorio
inconquistable de la vida,
Bebo de tu
secreta copa
El misterio de
esta hora irrepetible”[7].
[1] Henrique Meier. La tierra sin el hombre. Poemas.
Inédito.
[2] Henrique Meier. Embriagado de Misterio. Pavilo.
Caracas, 1999.
[3] IBIDEM.
[4] Carlos Fuentes. El naranjo o los círculos del tiempo.
Alfaguara, 1993.
[5] Henrique Meier. La tierra sin el hombre.
[7] Henrique Meier. Callada Lujuria. Pavilo, Caracas,
1998.
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