La vida se me escapa
La vida se me escapa como a ti, si esto
llegas a leer y a cualquiera, y siempre los recuerdos, una canción, los
ardientes besos de una mujer huyendo al filo de la madrugada, y aquel amor
fallido, la hermosa que esperaste inútilmente un atardecer de octubre,
caminando los cien pasos en progresivo desespero, y los días de agónica
indecisión por ese crónico temor al fracaso. Y todas esas recónditas miserias
de un hombre joven demasiado lúcido para vivir en la superficie y esperar
mientras llegaba la hora de la importancia, la del triunfo: dinero, fama y
poder. Que nunca he creído en el espejismo del triunfo lo delatan mis pobres
versos: “falso mito del triunfo, que
oculta para el alucinado por su brillo, la derrota que pronto ensombrecerá sus
días…”. Desnudarme de toda falacia, que vean mi verdadero rostro, mi cuerpo
envejeciendo, porque solo soy un hombre, un grito en la oscuridad, un cúmulo de
átomos y células desintegrándose, tierra pues, tierra consciente. Un hombre es
su imagen, lo que otros perciben, su rostro devuelto en el espejo. Su corazón
lacerado por las tristezas; un hombre son sus actos, sus desvaríos diarios, sus
sueños, sus pesadillas, sus fantasías y obsesiones. El pasado, un niño apenas
reconocible en pedazos de recuerdos, el adolescente de la fotografía, inquieta
la mirada, incertidumbre de los quince años. Un hombre son sus deberes
cumplidos, los fallidos, sus locuras, sus mentiras, sus evasiones, su egoísmo,
el miedo al fracaso y el fracaso que siempre lo alcanza. Un poco de poesía, las
nostalgias de un animal melancólico. La mujer amada, algunas veces, jamás
comprendida. Y los hijos, la incapacidad para orientar, dolor del padre
perplejo. Un hombre son sus dudas, y esa angustia de vidrios rotos en el
estómago. El infinito se extiende en el azul incandescente, la desgracia
acecha, al igual que la muerte. Un hombre es una sombra fugaz. En el fondo nada comprendo ¡Qué coño de lucidez!,
mentira, no comprendo. Toda esta vida a lo largo de los años. Infancia fugaz,
lento caminar de la adolescencia, juventud que parece eterna y de pronto se
deshace en la brevedad del encanto. La vejez presurosa corre hacia la muerte
que impasible espera el turno inexorable de cada quien. Nada que hacer, nada,
seguir viviendo con la mayor intensidad posible hasta que te llegue la hora, es
pura basura plantearse cuánto tiempo podrás vivir, eso sólo la sabe Dios. Leo a
Robert Musil y me estremece este párrafo:
“En la juventud
apareció la vida como una mañana sin fin, llena de posibilidades y de nada en
todas direcciones, y ya al mediodía, se presentó de improviso algo que
pretendió ser vida…los hombres conservan un recuerdo vago de la juventud en que
poseyeron algo así como una fuerza de oposición, la burla de la juventud, su
rebelión contra lo vigente, su disponibilidad para todo heroísmo, para la
propia abnegación y sacrificio, para el crimen, en fogosa seriedad y su
inconstancia, todo esto no revela otra cosa que sus movimientos de huida”[1].
Y
ese inútil esfuerzo por desentrañar el significado de mis actos, ¿Qué es el
alma?, ¿Qué es esto que llamamos lucidez?, ¿Cuál es el sentido de la vida?,
¿Estar aquí por un tiempo?, ¿Existe Dios?, ¿Dónde estás Espíritu omnipotente,
perfección de bondad, justicia, sabiduría?, ¿Eres ilusión?, ¿Invento del hombre
aterrado por la muerte? Escudriño mi corazón, indago dentro de mí, lo que creo
es el alma, afuera escucho el trino de pájaros, me resigno y digo con Gao
Xingian “En realidad no comprendo nada,
pura y simplemente, nada, Así es”[2].
Comparto las dudas de Javier Marías:
“A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede, de que todo
ocurrió y a la vez no ha ocurrido, porque nada sucede sin interrupción, nada
perdura ni persevera, ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y
rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente
repetición hasta que nada, ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda
del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven lo que saben, lo que no
se dice ni tiene lugar ni es cognoscible o comprobable. A veces tengo la
sensación de que lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos
o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asistimos, lo que experimentamos
idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida en escoger y rechazar
y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y
hasta nuestra historia única que recordamos y puede contarse, sea el instante
al cabo del tiempo, y así ser borrada o difuminada, la anulación de lo que
vamos siendo y vamos haciendo”[3].
[1] Robert Musil. El
hombre sin atributos. Seix Barral, 1973.
[2] Gao Xingian. La montaña del alma. Ediciones del
Bronce, 2001.
[3] Javier Marías. Corazón tan blanco. Alfaguara, 2017
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