¡Ah, la mujer!




¡Ah la mujer!, “nadie prueba impunemente las aguas ocultas de la mujer”, dijo Jehová al primer Hombre, no le bastó a Adán disfrutar las delicias del Paraíso terrenal, la armonía entre Él y la naturaleza, la ausencia de angustias, miedos, desasosiegos, no necesitar ganarse el pan nuestro de cada día con el sudor de su frente, no padecer enfermedades, ni el deterioro de la vejez, ni la muerte. Y Adán, luego de probar la inigualable dulzura de la primera Hembra, reclamó a Jehová “La culpa es tuya ¡Oh mi Dios!, sin consultarme tomaste mi costilla mientras dormía, me diste por compañera a este ángel demoníaco, Eva”. ¿Cómo pretendía el Creador del universo prohibir a esta pobre criatura hecha de barro, que no gustara de la manzana de la perdición? Adán fue expulsado del Edén y para siempre perdió su cordura en los brazos de la mujer, pobre animal erótico y vacilante, el hombre inútilmente busca escapar a su destino: poder, dinero, fama, ¡Qué cosas tan vanas y perecederas! Quien ha bebido, y con creces, del profundo misterio de la mujer, ya no tiene consuelo posible, agua que no sacia, sólo en la vejez, con la pérdida de la fuerza vital para penetrar el secreto, ese animal erótico que somos los hombres, se resigna y mal. Nostálgico sediento, vive sus últimos días el desconsuelo del recuerdo” (Henrique Meier).


Mimnermo (Mimnermo de Colofón, poeta y músico griego de finales del siglo VII a. C. Fue un contemporáneo de Solón, unos años más joven que éste), uno de los más grandes poetas elegíacos de su tiempo, y de todos los tiempos, el primer poeta verdaderamente triste de Occidente, expresó esta cruda realidad de la vejez del hombre:

¿Qué vida puede haber o qué alegría
sin la dorada Afrodita? Antes prefiero morir
que despertar sin un amor en el corazón,
con los dulces placeres de la miel y las flores de la juventud,
recogidas con prisa, extendidas sobre el lecho.
Con rapidez presurosa se presenta la senectud
dolorosa, que hace amargo al hombre y desagradable;
el alma se consume con pensamientos tristes
y la dicha inefable de palpar la luz desaparece
y se vuelve odioso a los otros hombres y es humillado
por las mujeres. Así de espantosa es la vejez…Cuando el verdor de los años se ha marchitado ya, la vejez decrépita, seca y sin hojas, va haciendo su camino sobre sus tres pies, sin más fuerzas que un niño, y arrastrándose con incierto paso a modo de un sueño que anduviese vagando en pleno día”.
Asocio ese desconsuelo del recuerdo con la novela de Gabriel García Márquez “Memoria de mis putas tristes” (2004), historia de un longevo periodista que, al cumplir los 90, decide celebrar su aniversario con una adolescente virgen de 14 años. Para hacer realidad ese despropósito erótico (¿Cómo un hombre de 90 años puede desvirgar a una adolescente de 14?, su miembro flácido, sin fuerzas, carece de la potencia para romper un himen, por más que fuere del tipo “complaciente”), el anciano visita a una cabrona conocida desde su época de putañero, Rosa Cabarcas (Cabarcas, de cabrona) dueña de un prostíbulo que frecuentó durante muchos años. A los pocos días, Rosa consigue a la muchacha. En el primer encuentro, Delgadina (el nombre alude a una adolescente delgada, el autor remarca su frágil condición, víctima de la situación de pobreza y abandono que le permite a la cabrona “hacerse de sus servicios”) es sedada por la celestina, para que pierda el miedo del encuentro con un hombre 76 años mayor que ella, que podría ser su bisabuelo. El anciano la halla dormida y se dedica a contemplarla. Así, el relato quiebra la secuencia “lógica” de un aparejamiento que lucía imposible, el lector masculino es sorprendido. La extraña relación se prolonga durante un año y le hará recordar al anciano su pasado, su carrera de periodista, el amor a la música, los libros preferidos y su inclinación por las mujeres públicas. Asimismo, su estado amoroso senil hará que se desviva para halagar a la virgen adolescente. Esos recuerdos, motivaciones y el cariño que le despierta Delgadina le darán sentido al final de su existencia para enfrentar lo inevitable. La obra aborda pues el peculiar amor de un anciano. A cierta edad, el vigor se extingue, no así la emoción en el corazón. Al buscar una relación con una hembra joven, el anciano descubre que el amor no se limita al coito, como la mayoría de los hombres creen, sino que puede expresarse en forma sustitutiva por medio de las caricias, la contemplación y el silencio: la dimensión espiritual del amor. Freud diría “sublimación” del deseo carnal. Por medio de ese personaje “El Gabo” quiere reivindicar, frente a la creciente mecanización de las relaciones sexuales (el sexo masculino restringido a sus aspectos físico-hormonales: erección, lubricación, penetración y eyaculación) el ámbito romántico de la belleza irresistible del otro, es decir, la magnificencia de la vida misma. Dice el longevo periodista: "Aquella noche, descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor"[1]. La fascinación por la querida conmueve al hombre mayor, lo llena de fantasías y le permite ocultar el temor a la muerte, así como enfrentar la decrepitud. He aquí a otro excelente escritor colombiano, Álvaro Mutis, y su elogio a la mujer:

Cuando le mentimos a una mujer volvemos a ser como el niño desvalido que no tiene asidero en su desamparo. La mujer, como las plantas, como las tempestades de la selva, como el fragor de las aguas, se nutre de los más oscuros designios celestes. Es mejor saberlo desde temprano. De lo contrario nos esperan sorpresas desoladoras. Un golpe de cuchillo en el cuerpo de alguien que duerme. Los escuetos labios de la herida que no sangra. El vértigo, el estertor, la quietud final. Así, ciertas certezas que nos asesta la vida, la indescifrable, la certera, la errática e indiferente vida. Hay que pagar ciertas cosas, otras simples se quedan debiendo. Eso creemos. En el “hay que” se esconde la trampa. Vamos pagando y vamos debiendo y muchas veces ni siquiera lo sabemos. Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Malditos sean. Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran, la tarea bastarda que ninguna bestia será capaz de cumplir. Necedad de profetas y de charlatanes agoreros. Mala calaña y, sin embargo, tan escuchada y solicitada. Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se quiera abordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan exclusivamente a sus dominios. Un cuerpo de mujer sobre el que corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran frutos rojos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a repetirse”[2].

La admiración de Faulkner por boca de uno de sus personajes: y es que las mujeres son maravillosas,- pensó,- ya que en realidad no importa lo que quieran ni incluso si saben qué es lo que creen querer”[3].




[1] Gabriel García Márquez. Memorias de mis putas tristes. Debolsillo, 2009.
[2] Alvaro Mutis. Empresas y tribulaciones de Maqroll El Gaviero. Debolsillo, 2007,
[3] Faulkner. La mansión.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tio Tigre y Tio Conejo (fábulas de mi tierra)

El origen de la sociabilidad humana

La misteriosa esfera de los sueños