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La corrupción es el sistema: la Corruptocracia
               Soberania.org - 31/07/12
      
Henrique Meier                             “Algo está podrido en Dinamarca”
                                                                             Hamlet

Cuando se denuncian hechos de corrupción en los medios de comunicación social, pues es inútil hacerlo por ante los organismos públicos que supuestamente por ley están en el “deber institucional” de conocer y sustanciar tales denuncias, los denunciantes no alcanzan comprender una verdad irrefutable: no se trata de que en el “sistema político y social” exista el flagelo de la corrupción, sino que la “corrupción” es el sistema. Ya no puede hablarse, como en el pasado, de casos de corrupción, pues las conductas humanas que configuran ese fenómeno o hecho social se han extendido y profundizado como un cáncer cuya metástasis está destruyendo los cimientos mismos de la vida y el orden social.

Los especialistas en ciencias políticas, sociales y jurídicas tal vez carezcan de las categorías teóricas y la metodología para comprender este tipo de régimen de poder, que no político, que podríamos denominar como “Corruptocracia”, y que en el caso de este país “en vías de extinción”, tiene como emblema a los ya olvidados (la cortísima memoria colectiva) contenedores de comida “podrida” importada  por el también emblemático organismo estatal “Pudreval”, así calificado, por el espontáneo humor criollo como medio de defensa contra la impotencia y la desesperanza.

Los expertos, -todos los días los medios de comunicación social gradúan a unos cuantos,- se exprimen el cerebro preguntándose si se trata de una dictadura, una neo dictadura, una dictablanda, una dictadura militar, un régimen totalitario, una dictadura de izquierda, una autocracia que utiliza formas democráticas, una democracia participativa y protagónica, una democracia socialista, una democracia popular; o si es un populismo o un neo populismo, una “revolución socialista o comunista”, o tal vez un capitalismo de Estado, etc.

Los juristas, y sesudos profesores de Derecho en particular, no logran  explicar cómo engrana en la teoría constitucional la existencia de una “Constitución formal” sancionada mediante consulta popular, y una “constitución de facto”: la aplicada por el régimen y conformada por el discurso oficial, las leyes, decretos-leyes y reglamentos violatorios de la Constitución formal y las ordenes del jefe supremo del otrora Estado expresadas directamente en alocuciones televisivas o en ese nuevo medio de las redes sociales: el twiter.
Pero, para los psiquiatras, psicólogos y criminólogos, el asunto no es tan complicado. La Psiquiatría, la Psicología clínica y social, y la Criminología ofrecen las categorías conceptuales y la metodología para entender a una “corruptocracia”.

Y es que la “corruptocracia” se caracteriza porque nada, pero nada escapa en los ámbitos de las relaciones del otrora “Estado” con el reducidísimo sector privado de la economía, con las no menos menguadas instituciones y organizaciones de la sociedad civil, y con los ciudadanos  de tercera (capitis deminutio) en que nos hemos dejado convertir por el actual régimen de poder, de los nefastos efectos de sus actos “gubernamentales”, diplomáticos, administrativos, financieros,  presupuestarios, fiscales, parlamentarios, electorales, judiciales, policiales, penitenciarios caracterizados por el chantaje, el soborno, el peculado, el enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias, la coima, el despilfarro de recursos, el fraude, la información falsa, la propaganda falaz, el discurso ofensivo, injurioso, difamador y calumniador, las confiscaciones, el abuso, la arbitrariedad y la desviación de poder.

Quien no vive esta “realidad”, no se informe adecuada y suficientemente acerca de la misma, o se deje engañar por las inauditas mentiras del Poder, no puede entender a una sociedad cuyo tejido social e institucional ha sido progresivamente desarticulado; una sociedad sumida en el “desgobierno” y la inseguridad en todos los ordenes de la vida individual y colectiva: inseguridad ciudadana o personal, social, económica, jurídica, institucional.

Una sociedad azotada por la violencia criminal, la agresividad social, la paranoia colectiva, y el progresivo deterioro de la calidad de la vida: desabastecimiento de productos alimenticios (riesgos de hambrunas) y medicinales (riesgos de muertes y daños irreversibles a la salud); inflación desmesura y pérdida del poder adquisitivo; déficit en la oferta de viviendas; desempleo disfrazado; quiebra, expropiaciones y confiscaciones de empresas; invasiones a la propiedad privada; desequilibrios ambientales; deficiencias en la prestación de servicios públicos fundamentales: electricidad, agua potable, transporte, educación y salud públicas, ausencia de mantenimiento de las obras públicas, etc.

El incremento de la violencia criminal y social en una sociedad nacional (más de 150.000 asesinatos en 13 años) es manifestación de la “huida de la ley y el Derecho”, de su fracaso como función social de regulación, control e integración de las conductas humanas y de mediación de las relaciones de intercambio entre los individuos y organizaciones sociales. Y, por supuesto, de la ausencia de autoridad para garantizar el cumplimiento de las leyes, a excepción de aquellas que favorecen la ampliación de los “poderes estatales” en detrimento de las libertades y derechos humanos.

Algunos autores tímidamente calificarían de “Estado fallido” al régimen político que pierde el control sobre la criminalidad, es decir, un “Estado débil”; pero, no se trata de la debilidad del Estado, sino de su conversión en un régimen de poder cuyas características  lo colocan en las antípodas de un sistema político organizado institucionalmente por el Derecho.

Esa “huida del Derecho” nos demuestra el inexorable vínculo entre Derecho y sistema cultural. Si en una sociedad concreta no se dan las condiciones culturales (políticas, económicas, sociales, institucionales) requeridas para la emergencia del Derecho como factor fundamental de regulación, integración, control y mediación social, las leyes y demás tipos de normas jurídicas estarán condenadas a la ineficacia.

En un contexto social así, otros medios diferentes al Derecho cumplen la función de mediación de las relaciones intersubjetivas, en particular aquellos expresivos del fenómeno de la corrupción política, gubernamental (administrativa), judicial, social en general, cuyas prácticas conductuales, ya mencionamos. Mala noticia para los abogados y juristas que todavía no han descendido del mundo teórico jurídico formal a una realidad imposible de negar, o que, como el avestruz entierran la cabeza bajo tierra para no aceptarla: no es sólo la demolición de las instituciones del limitado Estado de Derecho del pasado, es pura y simplemente la extinción de lo jurídico como función social. Ha muerto definitivamente el Derecho y en su lugar impera un poder podrido, corrupto.

Esa extinción  de lo jurídico propicia el caos, la anarquía, la anomia y la ingobernabilidad (vivimos entre el abuso de poder del otrora “Estado” o la arbitrariedad, y el “abuso de derecho”, o la anarquía de los “ciudadanos”) y finalmente, en situaciones extremas, la guerra civil o la total sustitución de los medios jurídicos por la imposición de la fuerza estatal, el “Estado-Fuerza” que puede legitimarse en “leyes autoritarias” para pretender justificar el uso ilimitado de la violencia estatal (los regímenes totalitarios).

Hoy, que el concepto de “sustentabilidad” se ha venido aplicando en las esferas de la economía, el ambiente y el urbanismo, postulando como ideales el desarrollo económico sustentable, el aprovechamiento sustentable de los recursos naturales y bienes ambientales en general, y gestión  sustentable de las ciudades,  me atrevería a señalar, y no creo exagerar, que de persistir la corrupción como el sistema político, social, económico y cultural en el que se desenvuelve la vida nacional, esta sociedad no será sustentable, pues no es posible sostener un orden social estable sobre la prevalencia casi absoluta de las prácticas que conforman el fenómeno de la corrupción como expresión de valores contrarios a la vida, la libertad, la seguridad, la justicia,  la honestidad, la prosperidad económica, el bienestar individual y colectivo (bien común), la tolerancia, la paz o convivencia pacífica, la solidaridad, la asociabilidad, el pluralismo y la preminencia de los derechos humanos.

Y no es que la población se extinguiría, sino que desaparecería como sociedad civil relativamente autónoma respecto del “Estado”. Nos convertiríamos como otros países del Hemisferio y de otras latitudes, en un pueblo sin esperanza, sometido, resignado, en proceso de empobrecimiento continuo, dedicado a la dura tarea de la mera sobrevivencia.

 El retrato de un pueblo resignado (sin defensas sociales) nos los ofrece el historiador Donald  Rayfield al referirse a la Rusia de los años previos a la Revolución de Octubre (1917), y la apatía social respecto de la inminente amenaza del “terror rojo” representado por los bolcheviques:

“Una sociedad cada vez más desmoralizada no veía la necesidad de extirpar aquel tumor. Cada vez resultaba más difícil encontrar comida, los transportes y los servicios sanitarios se colapsaban y la vida urbana y doméstica se veía amenazada por bandas de maleantes, así que la población se resignó a cualquier fuerza, de derechas o de izquierdas, se hiciese con el poder y comenzase a tomar decisiones” (Stalin y los Verdugos, Taurus historia, Colombia, 2004, p. 78)

Revertir la corrupción y el delito como sistema social implica, insoslayablemente, una reacción política, moral y ética colectiva. No es sólo un asunto de mero cambio de gobierno, o de régimen político; se trata de una transformación compleja que exige sacrificio, voluntad y perseverancia. No la puede realizar un líder providencial, ni un partido político, o una coalición de partidos.  

Es un proyecto colectivo a largo plazo que deberíamos  comenzar a realizar hoy, mañana es tarde. Eso sí, exige la convicción colectiva de la necesidad de organizar un estilo de vida cónsono con la dignidad de la persona humana, pues sin esa convicción estaremos condenados a un círculo vicioso, como un “perro loco” que jamás podrá morderse la cola.   



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