La corrupción es el sistema: la corruptocracia, publicado en soberanía.org, página clausurada por la narcodictadura militarista comunista terrorista
La corrupción es el sistema: la Corruptocracia
Henrique
Meier “Algo está podrido en
Dinamarca”
Hamlet
Cuando se denuncian hechos de corrupción en
los medios de comunicación social, pues es inútil hacerlo por ante los
organismos públicos que supuestamente por ley están en el “deber institucional”
de conocer y sustanciar tales denuncias, los denunciantes no alcanzan
comprender una verdad irrefutable: no se trata de que en el “sistema político y
social” exista el flagelo de la corrupción, sino que la “corrupción” es el
sistema. Ya no puede hablarse, como en el pasado, de casos de corrupción, pues
las conductas humanas que configuran ese fenómeno o hecho social se han
extendido y profundizado como un cáncer cuya metástasis está destruyendo los
cimientos mismos de la vida y el orden social.
Los especialistas en ciencias políticas,
sociales y jurídicas tal vez carezcan de las categorías teóricas y la metodología
para comprender este tipo de régimen de poder, que no político, que podríamos
denominar como “Corruptocracia”, y que en el caso de este país “en vías de
extinción”, tiene como emblema a los ya olvidados (la cortísima memoria
colectiva) contenedores de comida “podrida” importada por el también emblemático organismo estatal
“Pudreval”, así calificado, por el espontáneo humor criollo como medio de
defensa contra la impotencia y la desesperanza.
Los expertos, -todos los días los medios de
comunicación social gradúan a unos cuantos,- se exprimen el cerebro
preguntándose si se trata de una dictadura, una neo dictadura, una dictablanda,
una dictadura militar, un régimen totalitario, una dictadura de izquierda, una
autocracia que utiliza formas democráticas, una democracia participativa y
protagónica, una democracia socialista, una democracia popular; o si es un
populismo o un neo populismo, una “revolución socialista o comunista”, o tal
vez un capitalismo de Estado, etc.
Los juristas, y sesudos profesores de
Derecho en particular, no logran explicar
cómo engrana en la teoría constitucional la existencia de una “Constitución
formal” sancionada mediante consulta popular, y una “constitución de facto”: la
aplicada por el régimen y conformada por el discurso oficial, las leyes,
decretos-leyes y reglamentos violatorios de la Constitución formal y las
ordenes del jefe supremo del otrora Estado expresadas directamente en
alocuciones televisivas o en ese nuevo medio de las redes sociales: el twiter.
Pero, para los psiquiatras, psicólogos y
criminólogos, el asunto no es tan complicado. La Psiquiatría, la Psicología
clínica y social, y la Criminología ofrecen las categorías conceptuales y la
metodología para entender a una “corruptocracia”.
Y es que la “corruptocracia” se caracteriza
porque nada, pero nada escapa en los ámbitos de las relaciones del otrora
“Estado” con el reducidísimo sector privado de la economía, con las no menos
menguadas instituciones y organizaciones de la sociedad civil, y con los
ciudadanos de tercera (capitis deminutio)
en que nos hemos dejado convertir por el actual régimen de poder, de los
nefastos efectos de sus actos “gubernamentales”, diplomáticos, administrativos,
financieros, presupuestarios, fiscales, parlamentarios,
electorales, judiciales, policiales, penitenciarios caracterizados por el chantaje,
el soborno, el peculado, el enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias,
la coima, el despilfarro de recursos, el fraude, la información falsa, la
propaganda falaz, el discurso ofensivo, injurioso, difamador y calumniador, las
confiscaciones, el abuso, la arbitrariedad y la desviación de poder.
Quien no vive esta “realidad”, no se
informe adecuada y suficientemente acerca de la misma, o se deje engañar por
las inauditas mentiras del Poder, no puede entender a una sociedad cuyo tejido
social e institucional ha sido progresivamente desarticulado; una sociedad sumida
en el “desgobierno” y la inseguridad en todos los ordenes de la vida individual
y colectiva: inseguridad ciudadana o personal, social, económica, jurídica,
institucional.
Una
sociedad azotada por la violencia criminal, la agresividad social, la paranoia
colectiva, y el progresivo deterioro de la calidad de la vida:
desabastecimiento de productos alimenticios (riesgos de hambrunas) y
medicinales (riesgos de muertes y daños irreversibles a la salud); inflación
desmesura y pérdida del poder adquisitivo; déficit en la oferta de viviendas;
desempleo disfrazado; quiebra, expropiaciones y confiscaciones de empresas;
invasiones a la propiedad privada; desequilibrios ambientales; deficiencias en
la prestación de servicios públicos fundamentales: electricidad, agua potable,
transporte, educación y salud públicas, ausencia de mantenimiento de las obras
públicas, etc.
El incremento de la violencia criminal y social en una
sociedad nacional (más de 150.000 asesinatos en 13 años) es manifestación de la
“huida de la ley y el Derecho”, de su fracaso como función social de regulación,
control e integración de las conductas humanas y de mediación de las relaciones
de intercambio entre los individuos y organizaciones sociales. Y, por supuesto,
de la ausencia de autoridad para garantizar el cumplimiento de las leyes, a
excepción de aquellas que favorecen la ampliación de los “poderes estatales” en
detrimento de las libertades y derechos humanos.
Algunos autores tímidamente calificarían de “Estado
fallido” al régimen político que pierde el control sobre la criminalidad, es
decir, un “Estado débil”; pero, no se trata de la debilidad del Estado, sino de
su conversión en un régimen de poder cuyas características lo colocan en las antípodas de un sistema
político organizado institucionalmente por el Derecho.
Esa “huida del Derecho” nos demuestra el inexorable
vínculo entre Derecho y sistema cultural. Si en una sociedad concreta no se dan
las condiciones culturales (políticas, económicas, sociales, institucionales)
requeridas para la emergencia del Derecho como factor fundamental de
regulación, integración, control y mediación social, las leyes y demás tipos de
normas jurídicas estarán condenadas a la ineficacia.
En un contexto social así, otros medios diferentes al
Derecho cumplen la función de mediación de las relaciones intersubjetivas, en
particular aquellos expresivos del fenómeno de la corrupción política,
gubernamental (administrativa), judicial, social en general, cuyas prácticas
conductuales, ya mencionamos. Mala noticia para los abogados y juristas que
todavía no han descendido del mundo teórico jurídico formal a una realidad
imposible de negar, o que, como el avestruz entierran la cabeza bajo tierra
para no aceptarla: no es sólo la demolición de las instituciones del limitado
Estado de Derecho del pasado, es pura y simplemente la extinción de lo jurídico
como función social. Ha muerto
definitivamente el Derecho y en su lugar impera un poder podrido, corrupto.
Esa extinción de lo jurídico propicia el caos, la anarquía, la
anomia y la ingobernabilidad (vivimos entre el abuso de poder del otrora
“Estado” o la arbitrariedad, y el “abuso de derecho”, o la anarquía de los
“ciudadanos”) y finalmente, en situaciones extremas, la guerra civil o la total
sustitución de los medios jurídicos por la imposición de la fuerza estatal, el
“Estado-Fuerza” que puede legitimarse en “leyes autoritarias” para pretender
justificar el uso ilimitado de la violencia estatal (los regímenes
totalitarios).
Hoy, que el concepto de “sustentabilidad”
se ha venido aplicando en las esferas de la economía, el ambiente y el urbanismo,
postulando como ideales el desarrollo económico sustentable, el aprovechamiento
sustentable de los recursos naturales y bienes ambientales en general, y
gestión sustentable de las ciudades, me atrevería a señalar, y no creo exagerar,
que de persistir la corrupción como el sistema político, social, económico y
cultural en el que se desenvuelve la vida nacional, esta sociedad no será
sustentable, pues no es posible sostener un orden social estable sobre la
prevalencia casi absoluta de las prácticas que conforman el fenómeno de la
corrupción como expresión de valores contrarios a la vida, la libertad, la
seguridad, la justicia, la honestidad,
la prosperidad económica, el bienestar individual y colectivo (bien común), la
tolerancia, la paz o convivencia pacífica, la solidaridad, la asociabilidad, el
pluralismo y la preminencia de los derechos humanos.
Y no es que la población se extinguiría,
sino que desaparecería como sociedad civil relativamente autónoma respecto del
“Estado”. Nos convertiríamos como otros países del Hemisferio y de otras
latitudes, en un pueblo sin esperanza, sometido, resignado, en proceso de
empobrecimiento continuo, dedicado a la dura tarea de la mera sobrevivencia.
El
retrato de un pueblo resignado (sin defensas sociales) nos los ofrece el
historiador Donald Rayfield al referirse
a la Rusia de los años previos a la Revolución de Octubre (1917), y la apatía
social respecto de la inminente amenaza del “terror rojo” representado por los
bolcheviques:
“Una
sociedad cada vez más desmoralizada no veía la necesidad de extirpar aquel
tumor. Cada vez resultaba más difícil encontrar comida, los transportes y los
servicios sanitarios se colapsaban y la vida urbana y doméstica se veía
amenazada por bandas de maleantes, así que la población se resignó a cualquier
fuerza, de derechas o de izquierdas, se hiciese con el poder y comenzase a
tomar decisiones” (Stalin y los Verdugos,
Taurus historia, Colombia, 2004, p. 78)
Revertir la corrupción y el delito como
sistema social implica, insoslayablemente, una reacción política, moral y ética
colectiva. No es sólo un asunto de mero cambio de gobierno, o de régimen
político; se trata de una transformación compleja que exige sacrificio,
voluntad y perseverancia. No la puede realizar un líder providencial, ni un
partido político, o una coalición de partidos.
Es un proyecto colectivo a largo plazo que
deberíamos comenzar a realizar hoy,
mañana es tarde. Eso sí, exige la convicción colectiva de la necesidad de
organizar un estilo de vida cónsono con la dignidad de la persona humana, pues
sin esa convicción estaremos condenados a un círculo vicioso, como un “perro
loco” que jamás podrá morderse la cola.
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