¿Cómo carajo puede tenerse esperanza en un mundo mejor?
Henrique Meier
¿"No crees que el mundo está dominado por fuerzas muy destructivas? Hoy, los optimistas que no son tontos, constituyen una minoría. El hombre perdió el sentido del misterio y ha surgido una actitud muy peligrosa de hybris, de soberbia. Sólo cree en su hacer, se entrega desenfrenadamente a la locura de “desarrollo” y se olvida de vivir, lo cual lo lleva a la desesperación, sin él darse cuenta". Rafael Cadenas, prodavinci.com
Aterricé en este mundo el año en el que finalizó la Segunda Guerra Mundial, cuyo perverso y atroz legado signaría mi generación y las subsiguientes del siglo XX: el “Holocausto” provocado por el régimen nacional socialista en Alemania y otros países europeos (6 millones de judíos asesinados como “política de Estado”) y las bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki (Japón) por el gobierno norteamericano con el pretexto de acabar con la Guerra del Pacífico. A partir de esos hechos se instauró en la psicología colectiva el sentimiento de la fragilidad y el temor. Fragilidad y temor ante la posibilidad de que se repitiese en cualquier nación la experiencia alemana de un Estado organizado para la guerra, la violencia y la muerte, inspirado en una ideología del odio hacia el diferente, la negación de su dignidad humana para justificar la meticulosa organización de la liquidación en masa de los individuos pertenecientes al pueblo, etnia, clase social considerado como el enemigo objetivo; y la posibilidad de la destrucción del planeta por el uso con fines bélicos del poderío atómico de determinados estados.
¿Cómo carajo
puede tenerse esperanza en un mundo mejor?, al menos yo no me engaño, hace
tiempo escribí un poema cuyo texto íntegro no recuerdo, pero sí una parte: “La codicia y el poder en la cúspide, el
amor, la paz y la tolerancia expulsados del mundo, suenan los cañones, redoblan
los tambores, se erigen las banderas, ¿Cómo tener esperanzas en un mundo
dirigido por locos homicidas?” Por esa razón Jesucristo respondió cuando le
preguntaron si era el rey de los judíos “Mi
reino no es de este mundo”, porque el reino del amor, la fraternidad, la
armonía, la luz, no se podrá realizar jamás en este mundo de los hombres, sino
que ya existe en la otra dimensión de la eternidad, esa es la auténtica y única
esperanza de los cristianos, incluso para un hombre pecador como lo he sido yo. Todo esfuerzo por cambiar la irredenta
condición humana está irremediablemente condenado al fracaso. Además del
Holocausto causado por los nazis, ocurrieron otros “genocidios” en el espantoso
siglo XX: en la URSS de la época de Stalin, otro gran matarife, murieron por
obra deliberada de ese psicópata y sus cómplices más de 20 millones de seres
humanos. Stalin ordenó la ejecución de 500.000 miembros de su propio partido
político, el Partido Comunista, incluyendo a todo el politburó de la era de
Lenin, y en Ucrania murieron de hambre y ejecutados aproximadamente 7 millones
de campesinos que se resistieron a la “colectivización” forzosa del campo; y
Mao Tse Tung y su “salto adelante” que costó la vida a 20 millones de chinos.
Hoy asistimos al
“horror” del terrorismo islámico, esas organizaciones como Issis, mal llamada
Estado islámico”, que decapitan hombres, mujeres, niños en nombre de la “guerra
santa” (Y de su profeta Mahoma, y su Dios Alá) contra los infieles (judíos,
cristianos y musulmanes que se oponen a esa carnicería), explotan bombas en
cualquier ciudad europea que consideren emblemáticas para la civilización
occidental. A ese temor del “apocalipsis nuclear” se agregó, a partir de la década de los 70 (Conferencia
de Estocolmo), el riesgo de la desaparición de todo vestigio de vida en la
Tierra por la amenaza del “apocalipsis ecológico”, la carrera, que parece
indetenible, hacia la destrucción de la biósfera (la atmósfera, la hidrosfera,
la litósfera): el irreversible cambio climático y o tsunamis, incendios de
bosques, aumento del nivel del mar,
deshielo de la Antártida, entre otras manifestaciones de la catástrofe
ambiental, luego de 300 años de explotación antiecológica de los recursos naturales,
son signos desalentadores para la humanidad en su conjunto, reitero ¿cuál
futuro? Birkin, un personaje de la novela de D.H. Lawrence “Mujeres
enamoradas”, mirando el paisaje a última hora de la tarde pensaba:
“Bueno, si la humanidad es destruida, si
nuestra raza es destruida como Sodoma y hay esta hermosa tarde, con la tierra y
los árboles luminosos, estoy satisfecho…Después de todo ¿qué es la humanidad
sino simplemente una expresión de lo incomprensible? Y si la humanidad
desaparece, eso sólo significa que esta específica expresión se ha completado y
concluido. Lo que es expresado y lo que ha de ser expresado no pueden
disminuirse. Allí está, en la tarde brillante. Que la
humanidad desaparezca… ya es hora. Las explosiones creativas no cesarán, sencillamente
estarán allí. La humanidad no encarna ya la expresión de lo incomprensible. La
humanidad es una carta sin destinatario”[1].
Manuel Vincent,
quizás el más lúcido escritor español del momento, también encara la
posibilidad de la extinción de la humanidad con su mordacidad habitual:
“Según la física cuántica una misma partícula puede estar en dos sitios
a la vez y también puede saltar de un punto a otro sin pasar por el espacio
intermedio. Si un día el Padre Celestial revelara con su luz ese espacio
donde al parecer no hay nada, salvo el vacío, que es el espíritu de la materia,
de ese vacío podría emanar toda la energía necesaria para que la humanidad
dejara de trabajar e incluso alcanzara la inmortalidad. Pero antes de que esto
suceda, puede que, llevada por su ceguera, la humanidad desaparezca de la faz
de la tierra como aquella manada de cerdos que se precipitó en el acantilado
poseída por el demonio. Por supuesto, si esto sucediera, la naturaleza lo
celebraría como el final de la peste humana que había dejado el planeta
emponzoñado. El Padre Celestial con su función clorofílica cubre de esplendor
vegetal toda la tierra, con su radiación inyecta energía a los minerales y del
mismo modo que su espíritu fluye sobre los mares, podría un día esa bomba de
hidrógeno llenar nuestra pobre carne mortal de una felicidad interminable”[2].
En mi caso, ese
sentimiento de fragilidad, temor, incertidumbre irrumpió en mi conciencia al
final de mi adolescencia. Fue al ingresar a la Universidad Central de Venezuela
(1964) cuando la realidad histórica y política de un mazazo sacudió mi
percepción de la vida y el mundo, en particular por la lectura de la “Náusea”
de Jean Paul Sartre. Pero, hasta ese momento fui un niño y un adolescente
relativamente feliz, aunque con un dejo de tristeza causado por la temprana
muerte de mi padre.
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