¿Porqué escribo sobre mi vida en estas crónicas?
Escribo mis vivencias antes que mi mente empiece a deteriorarse, lo que puede ocurrir en cualquier momento, somos muy frágiles, es tan fácil enfermarse y morir, por eso quienes viven 80, 85 90 años y más relativamente sanos y lúcidos son una excepción. Llegar a una avanzada edad relativamente sano de cuerpo y mente, supone vencer muchos obstáculos, es una proeza, no digo nada original al afirmar la fragilidad de la vida, además, soy reiterativo al respecto, no importa. El camino de cualquier hombre o mujer está lleno de obstáculos: enfermedades, accidentes, desgracias personales que debilitan el ánimo y afectan el corazón, depresiones, angustias y temores. De ahí la admiración que nos produce la longevidad.
“¿No vivimos un
instante en una mota de polvo de la eternidad? ¿No enloquecemos acaso en el
paquete blando- de grasa, tendones y huesos- de nuestro cuerpo? ¿No tenemos que
soportar, un día tras otro y una hora tras otra, la idea de que envejecemos, de
que perderemos los dientes, de que contraeremos enfermedades abominables y
dolencias de pesadilla, de que agonizaremos antes de desaparecer y de que no
volveremos nunca para dar forma y sentido al mundo?”[1]
Y es que nada, pero nada, permanece. Esas
nubes que en este instante observo (sentado escribiendo estas líneas que
tampoco permanecerán), y que lentamente se posan sobre la montaña ¿son las
mismas de ayer?, ¿y la brisa que a esta hora acaricia la corteza de los
árboles, mudos testigos de la insensatez humana? Todo se borrará, es cuestión
de tiempo. ¿Hacia dónde vamos capitán?, ¿Cuál es el rumbo de este navío llamado
vida? A parte alguna, o sí, o sí, el destino es la muerte, la tierra del
olvido, para eso hemos nacido, no hay sobrevivientes en la tierra, así pues mi
amigo no pierdas tiempo, no lo tienes, concéntrate cada segundo, minuto, hora y
día, y mira, no te canses de mirar, las maravillas que te rodean, y hazlo
ahora, ya, no sabes qué desgracia te espera a la vuelta del camino, nada es
seguro, te lo aseguro, acuérdate de aquella estrofa de la canción en la voz del
gran Negrete (Jorge):
“Soy ahijado de la muerte, que respeta mi valor, la llorona me
divierte, con su canto de dolor, soy alegre por herencia, pues nací en un
carnaval y sostengo mi creencia de ser un hombre cabal, por ese será que vivo
cantando, la muerte buscando sin poderla hallar…”.
No crean que ande buscando la muerte, -ni
de vaina-, ella me llegará cuando sea mi hora, quiero seguir viviendo hasta que
no pueda más, con este brazo dispuesto al brindis, con esta voz que aún sigue
firme para cantarle a mi amada, con estos ojos que no se cansan de mirar el
milagro diario del amanecer y del anochecer, con estos oídos para seguir
escuchando buena música, con estas piernas que han caminado cientos de
kilómetros en hermosas ciudades, ¡ah!, la fantasía del caminante sin rumbo
fijo. Al emplear la expresión “la tierra del olvido” para aludir a la muerte, inmediatamente
la asocio con la canción de Carlos Vives con ese mismo nombre: “Como la luna que
alumbra por las noches los caminos, como las hojas al viento, como el sol que
espanta el frío, como la tierra a la lluvia, como el mar espera el río, así
espero tu regreso a la tierra del olvido…” , pero el magnífico cantante, músico y
folklorista colombiano, embajador cultural de su país, no se refiere en ese
poema-canción a la muerte, sino al amor, a la vida.
Vivir, sí, eso quiero seguir haciendo y
en forma intensa. Canto en do menor para que la tierra me escuche y me abrigue
con su espléndido calor, me reconozca, yo, simple criatura de la creación, tan
mortal como cualquier insecto, o la serpiente que se desliza sigilosamente en
la ribera del río, pues no hay forma de demostrar que el hombre no se
transformará en polvo, salvo su alma inmortal, al igual que las aves, los
árboles que observo desde una ventana en este día irrepetible, 24 de abril de
2017, de un año más en el pozo sin fin
de la eternidad. Aprecia el don gratuito de estar vivo, aspira el aire
magnético de la noche que entra por esa ventana, mientras escribes, libera tu
corazón de pesadumbres, que se vuelva pájaro, ave nocturna, fluye como el
viento que estremece las ramas de esos árboles, siluetas fantasmales dibujadas
en el espectro de la mortecina luz de los faroles, no pienses, no busques, no
lamentes cosas perdidas, abandónate criatura loca y desesperada, calma
ansiedades, serena tu espíritu, no eres más que un ser vivo que pertenece a la
inmensidad, esa que puedes vislumbrar alzando la mirada en noches despejadas,
ella te acecha cual tigre infinito para devorar tu vida de un zarpazo. Saramago
me conmueve en este párrafo:
“El placer
profundo, inefable, que es andar por esos campos desiertos y barridos por el
viento, subir un repecho difícil y mirar desde allí arriba el paisaje negro,
desértico, desnudarse de la camisa para sentir directamente en la piel la
agitación furiosa del aire, y después comprender que no se puede hacer nada
más, las hierbas secas, a ras de suelo, estremecen, las nubes rozan por un
instante las cumbres de los montes y se apartan en dirección al mar y el
espíritu entra en una especie de trance, crece, se dilata, va a estallar de felicidad.
¿Qué más resta sino llorar?”[2].
[1] Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017.
[2] Saramago. Cuadernos de Lanzarote. Alfaguara, 2001.
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