Ejercicios de lucidez




                           
¿Qué débil y delgado hilo me mantiene en la sensatez? A un paso de la locura, me aferro al ejercicio de la lucidez.


Me acuesto con deseos de morir y me levanto sin ganas de vivir. Camino hasta el cansancio, bebo hasta la inconsciencia, busco con desespero a una mujer que llene este vacío. Pero, esos recursos no funcionan, no puedo olvidar a mi bella y tierna mujer, ese ser magnífico que compartió treinta y cuatro años de mi vida, amante, esposa, compañera, madre, cómplice. Cada noche la sueño y en cada canción la añoro. No tengo consuelo ante su muerte. De poco me sirve que me digan que debo conformarme, que ella se halla en una dimensión espiritual superior. Tengo el corazón desecho. Lloro a diario, no consigo apartarla de mi mente, menos de mi corazón. Estoy condenado a la tristeza, y la maldita lucidez de nada me sirve.


Finjo estrategias, doy vueltas, tomo atajos, disimulo, la verdad me persigue.
Corro cual perro rabioso, huyo, busco refugio en quehaceres circunstanciales, y siempre tropiezo con la lucidez, cuchillo que desgarra la piel mentirosa de las apariencias, que desnuda la mentira esencial de esta vida, la falta de sentido, la insensatez de los hombres, el mundo dominado por la locura, la violencia, las injusticias, el terror.


Me despierto a la medianoche, luz encendida en la sala, ¿qué pasa? Me interroga mi hija mayor, y en medio de las sombras del reciente sueño, le pregunto a mi vez ¿para qué venimos a este mundo?


Hablo, me convenzo, niego la evidencia. Me hiere la belleza del atardecer, el canto de pájaros al alba, el azul del mar, la fría soledad de las estrellas. Siento dentro de mi la verdad del amor de mi mujer que la muerte no ha podido destruir.  Allí están mis hijos, testimonios vivientes de ese amor. No me basta, no puedo ignorar  el absurdo de esta historia de matanzas, el grito de dolor de las víctimas, esta carnicería que no termina.


Vivir en el filo de la navaja, sin ilusión alguna. Animal melancólico y consciente, eso soy, nada más.


¿Podría la angustia medirse?, ¿ Pesarse el desasosiego?, ¿La decepción?


La poesía es intento fallido de aprehender la esencia de la vida con las palabras, manchas oscuras en el papel, sonidos que producen las cuerdas vocales. Nadie puede soportar su existencia sin el escudo de las palabras. El verbo mitiga esta crónica angustia, el no comprender nuestra presencia en la tierra.


Alma agujereada, barca solitaria en el mar de la incertidumbre siempre a punto de naufragar.


¿Es posible vivir sin dañar y causar sufrimiento?, ¿Qué clase de seres somos incapaces de vivir en paz?.


Pagar con el alma, tal es el precio de la lucidez.


Despertar cada día en un mundo desconocido y hostil.


El pensamiento no tiene límites, puede dar saltos mortales a lo inconcebible, escapar  del estrecho y rígido ámbito de lo racional.


La poesía es una forma de experimentar y expresar lo inconcebible, salir de los límites preceptúales de la razón. Pero, ello requiere superar las rutinas líricas, la versificación convencional, regresar al origen, a la palabra mágica que conecta al hombre con el misterio.


Lo que nos da cordura y fortaleza es saber que nuestro fin es inminente. La sabiduría de la muerte es la fuente de donde emana el valor de tener paciencia sin dejar de actuar, el valor de aceptarlo todo sin llegar a ser estúpido, el valor para ser astuto sin ser presumido, y sobre todo, el valor para no tener compasión, sin entregarse a la crueldad.


El hombre moderno ha abandonado el inconmensurable y riesgoso reino del misterio, de lo desconocido, y se ha instalado en el  confortable y mediocre mundo de lo funcional (lo útil, lo práctico). Ha renunciado a los propósitos abstractos (espirituales): la búsqueda de la libertad, el amor, la solidaridad,  la justicia, la verdad, la armonía, la belleza. Sólo se interesa por asuntos concretos: dinero, fama, poder, prestigio, y todo lo que acreciente su ego, la imagen del espejo de si. Le ha dado la espalda al universo de los presentimientos y el júbilo, a la alegría de estar vivo, al disfrute de los dones del espíritu y la  imaginación, y se ha instalado en el tedio, el aburrimiento. Su naturaleza se ha vuelto excesivamente violenta, una violencia desesperada y ciega.   


La comunión es ese instante de felicidad, de plenitud total, sin grietas, por el que vale la pena haber nacido. Instante único, cuando nos integramos al ritmo del universo, dejamos el yo para ser Uno, así sea fugazmente. Puede ser el amor total, la entrega sin límites al ser amado, el destello de unos ojos profundos, un atardecer, la sonrisa de un niño, la infinita alegría de estar en el río de la infancia a las tres de la tarde, o en el mar, sintiendo la fuerza de su oleaje.


Y de pronto nos percatamos que se nos va la vida y llega la noche de la vejez.
¡Cuántos gestos, palabras, actos inútiles!, ¡Cuánta impostura, dobleces, mentiras, engaños !, ¡Cuántas angustias, desasosiegos, desvelos!, ¡Cuántos días neutros, grises, muertos, con el alma helada, el aguijón de la duda, el arrepentimiento, el no saber si hemos obrado bien, o si persiguiendo un ideal hemos perdido los mejores años!.


Pensándolo bien no he hecho gran cosa, salvo vivir con esta angustia, este desasosiego, esta lucidez, esta obsesión por hacer cosas trascendentes, ¿ Cuáles?, ¿Qué puede hacer un hombre en este mundo condenado a la sin razón?, ¿Cómo mejorarlo?. Sólo queda ser testigo de la locura colectiva, del desatino de la historia, sin poder cambiar un ápice su curso.
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La muerte no es un concepto, una idea, una abstracción. Tampoco el sentimiento más o menos vago del final inevitable. La muerte nos acompaña desde el momento en que llegamos a este mundo. Como perro fiel nos sigue a todas partes y está allí en todos los instantes. No la confundas con tu sombra, aunque ella es también sombra, pero no por efecto de la pesadez de tu cuerpo sometido al imperio de la luz. Es algo fugaz que presiente tu espalda, tu nuca, volteas y sólo alcanzas percibir unos extraños ojos que te espiaban.


Hacemos planes, soñamos, nos aferramos a  efímeras ilusiones, ¿Dónde estaré en dos meses, en un año, en cinco, en diez? La muerte nos tiende ese ardid, nos hace creer que tenemos tiempo, nos engaña con el espejismo del futuro, hábil estrategia para que no vislumbremos su fugaz sombra.


Allí está el mundo imperturbable, la milenaria tierra y esto que llamamos vida. Caímos aquí por un breve tiempo, ¿Qué son cincuenta, setenta, ochenta años?. La vida de un hombre es gota de agua en el misterioso océano de la eternidad. Y la tierra seguirá su curso, el mundo indiferente, implacable, cuando esta insignificante agitación que soy, parpadear de la materia de la animada por la tenue luz de la conciencia, se apague para siempre.


La contemporaneidad entre los hombres no deriva de la época en que se viva, sino de la similitud de la percepción (ideas, creencias).


Necesitamos a Dios, la Historia, la Raza, el Pueblo, la Nación, la Revolución, la Justicia, para justificar matanzas. El disfraz ideológico del impulso sanguinario, del instinto asesino, nosotros descendientes de Caín.


El alma, eso inasible (que pesa veintiún gramos y se desprende del cuerpo en el instante de la muerte) que nos permite intuir el infinito insondable, vislumbrar el misterio (sin comprenderlo), es objeto de rechazo y de menosprecio en todos los ámbitos de la vida moderna, dado el fuerte influjo de la ciencia y la tecnología en la conformación de las conductas de los hombres y mujeres de estos tiempos. El culto, primero a la razón y con ella a la ciencia,  la reducción de la realidad a los hechos naturales y sociales que pueden observarse, comprobarse y medirse por métodos cuantitativos, y luego al cuerpo, concebido como sistema mecánico de funciones, ha desplazado la angustia ontológica del SER de otras épocas. Por eso hoy no produce asombro el fenómeno milagroso de la vida. Y la muerte es percibida como un bochorno que le ocurre al otro (un accidente de la existencia) en especial a los ancianos. Se proclama lo novedoso como el centro de todo el interés de la cultura. Y lo novedoso es un instante. Vivimos consumiendo instantes que se suceden sin conexión alguna, imágenes fugaces en los medios audiovisuales, olvidados del SER porque perdimos el alma.


Estos sentimientos no me dan tregua, estos recuerdos me sofocan, siento como si fuera a estallar por dentro, tanto la amé y la amo. Escucho unas canciones de amor y el dolor me invade, quisiera gritar, romperme el alma, explotar como un cometa y mis huesos hechos pedazo vagando en la soledad del cosmos.


La única manera de superar el vacío, la desdicha que suele acompañar el después del coito, de esa sublime y deliciosa fusión de los cuerpos-volver a la realidad de la individualidad intransferible-es alimentar el amor espiritual. Amar más allá del cuerpo al ser que está en la mujer, a su otredad, a su inasible alma que vislumbras en su mirada. Amar su risa, su voz, su llanto, su melancolía, sus silencios. El amor carnal es el puente que puede unirte a esa   región donde el goce y el dolor te hacen sentir que estás vivo. Quedarse en el puente es arriesgar la caída en el desespero de lo efímero.






     

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