San Esteban: el reino de la felicidad plena (Relatos de mi infancia)

 

San Esteban: el reino de la felicidad plena

(Relatos de mi infancia)

Henrique Meier Echeverría

 

Al año de mi nacimiento la familia se mudó a San Esteban, caserío de montaña situado a 7 kilómetros del Puerto que comenzó a poblarse a orillas del Río que tiene ese mismo nombre, el mítico Río de mi infancia, que desemboca a unos 500 metros al oeste del Muelle de pescadores de Playa Blanca en Puerto Cabello. En mi infancia fue una zona de plantaciones de cacao, fue, fue, fue, todo lo bueno se va perdiendo en este desgraciado país. En ese caserío nació Beatriz, mi hermana menor, en una casa que papá alquiló al propietario de la Hacienda San Esteban (frente a la mansión Villa Vicencio, la residencia principal de dicha Hacienda). Pasaríamos en esa inmensa casa unos 5 años, luego nos mudaríamos a una vecina adquirida por papá, a ello me referiré más adelante. Guardo un nítido recuerdo de ese caserón, a pesar de que han pasado 70 años desde que allí viví con mi familia. Según mamá: veinte habitaciones, tres corredores externos, dos cocinas, dos mil metros de patio circundante, un inmenso árbol de mamón donde me trepé a los cinco años para proferir gritos de auxilio al no poderme bajar, gallinero, perros y gatos. Y en la parte de atrás la tupida selva tropical, la montaña. En las noches escuchabas la diversidad de aullidos, gruñidos, bramidos, graznidos de la rica fauna silvestre. Pocas veces dejo de recordar a ese caserón y el tiempo aquel libre de dolores, angustias, desasosiegos que irremediablemente sobrevienen con el paso de los años. Creo que el mito bíblico del edén y la inocencia primigenia de Adán y Eva, de alguna manera simboliza la infancia de los humanos, salvo para aquellos niños mutilados de alma por padres perversos, o abandonados en las calles a su suerte. Lo escribí en la Introducción de este maratónico ensayo que no logro finalizar, o que no quiero hacerlo, me distrae, en este tiempo de exilio. Imposible para mí dejar de añorar. En un poema ya antes citado o en páginas posteriores me califico como un “animal nostálgico”. En estos tiempos dominados por la “cultura virtual”, caracterizado por la exaltación del instante, el momento presente del Whasap, el Instagram, el Twitter, la existencia en la red, se ha perdido el valor del pasado, de las tradiciones. En una época en la que impera el culto a lo actual, eso de recordar es cosa de ancianos, no hay tiempo, la velocidad aumenta, la vida va pasando como los paisajes que pretende mirar el pasajero de un tren que va a 300 kilómetros la hora. Al fin el pozo mencionado.

 

 

 

 

Uno de los pozos del Río San Esteban. www.HYPERLINK "http://www.qhlz5pwaw/"QHlz5PwAw#tbm=ischHYPERLINK "http://www.qhlz5pwaw/"&HYPERLINK "http://www.qhlz5pwaw/"q=rio+san+esteban%2C+fotos. Foto 10. La inercia, la inmovilidad total, volver a la inconsciencia del agua, de los árboles, recobrar la paz vegetal de estar allí, mientras la brisa agita las ramas, y esperar el sol, los pájaros que emprenden vuelo sin saber que soy uno con ellos, expulsar este dolor seco, la angustia de un hombre fatigado por sus ires y venires, de hablar para que nadie escuche, de pensar y repensar su existencia, de querer entender el insondable misterio.

 

 

 

Foto, entrada a San Esteban. www.google.co.ve/search?q=casa+de+los+Barandt,+san+esteban,+fotosHYPERLINK "http://www.google.co.ve/search?q=casa+de+los+Barandt,+san+esteban,+fotos&client=firefox"&HYPERLINK "http://www.google.co.ve/search?q=casa+de+los+Barandt,+san+esteban,+fotos&client=firefox"client=firefox. Foto 11

 

Voy a tratar de recordar el camino hacia San Esteban. Saliendo de Puerto Cabello, pasando el Cementerio Alemán (allí están los huesos de mi bisabuelo, mi abuelo y papá, y otros Meier, lo visité una vez en la década de los 80), tomas una carretera de tierra (luego sería asfaltada), recuerdo una bodega antes del inicio de una cuesta que conduce al sector del Portachuelo (en esa bodega estuve con papá en 1951 cuando la campaña electoral para le elección de la Asamblea Constituyente de 1952, eso lo digo al escribir más adelante sobre él), al llegar al Portachuelo, al final de la cuesta, la vía se bifurca, a la izquierda el camino descendente hacia el caserío, a la derecha, una cuesta para acceder al monumento Fortín Solano. No sé si es producto de mi imaginación, veo en mi memoria una especie de amplia terraza protegida por una baranda como la que puede apreciarse en la foto. Te parabas en esa suerte de mirador y podías observar al frondoso valle.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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https://www.google.es/search?q=barandas+de+cemento&tbm=isch&tbo=u&source=univ&sa=X&ved=2ahUKEwj4s5___IreAhWKs4sKHUlpAIIQ7Al6BAgEEBc&biw=1366&bih=695#imgrc=3mTNO2A5rDXeUM:

 Al descender por el camino que lleva al caserío, a mano derecha se hallaba un potrero de la Hacienda San Esteban, continuabas, selva a ambos lados de la vía, de pronto una pequeña cuesta y a mano derecha la casa principal de la Hacienda San Esteban, una hermosa edificación pintada de blanco, en la pared de la entrada el nombre de la hacienda en letras grandes, el portón abierto, se visualizaba el típico patio donde se desgranaba el cacao al sol; continuabas, bajada corta, inmensos árboles, tupida vegetación a ambos lados del camino, una que otra casita de campesinos, una semi abandonada donde se decía la habitaba un loco, el loco del pueblo, seguías y encontrabas del lado izquierdo una ermita con una estatua de la Virgen de Coromoto, la patrona de Venezuela, y a unos metros una pequeña hondonada con algo de agua procedente de lluvias, y enseguida la casa Capriles, al frente la mansión Villavicencio, luego la Brandt, y frente a ella, el caserón de mis aventuras infantiles. Limítrofe con el caserón colonial Brandt la casa que fuera de mis tíos Antonio y Betty, más adelante, en una curva la mansión de las hermanas Römer, del lado derecho una casa que perteneció a los Koenecke, limítrofe con el Río San Esteban. Siguiendo el camino al lado izquierdo la casa donde nació el General Salom, volvía a subirse una cuesta y a mano derecha el Río y su emblemático pozo “El Encajonado”, una pequeña caída de aguas y el pozo en forma de cajón. Continuabas y entonces se llegaba al centro del poblado con sus varias bodegas-bares, una medicatura rural, una capilla, una comisaría de policía y al final un patio de bolas (Así era, hoy no sé…).

 

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Aquel tiempo de felicidad y libertad

Me subía cual gato a los techos del mencionado caserón por una delgada tubería que conectaba con un tanque de agua, inocente del riesgo que corría sobre las tejas, escuchando los gritos de mamá o de papá implorando que bajara. Al llover, esas lluvias torrenciales de la selva tropical, las goteras dejaban constancia de mis correrías por los techos, tenía complejo de pájaro. Al “crecer” (digo en edad porque desde los 15 años no aumenté un puto centímetro, de vaina no ingresé a las filas de los enanos: 1.60) perdí, como todos, esas alas de la infancia. Ahora estoy viendo en el recuerdo a mi hermano Popoyo tratando también de subirse al techo por la tubería, pero le cuesta, titubea, mira hacia abajo el muy “culilluo”, craso error ¡no mires, pendejo!, sube, no me escucha, es solo una imagen en mi cerebro. Me enfurecía que me llamaran muchacho “Muchacho ven acá, muchacho pórtate bien, muchacho ven a comer”, “No soy muchacho, me llamo enrique…” y la jodedora de mamá “Ah, entonces, eres una muchacha, una niña” … “No, no, me llamo Enrique, soy varón, si me vuelves a llamar muchacho, me voy de esta casa”. Y mamá “Muchacho…muchacho, muchacho loco”. Agarré uno de mis carritos y me fui caminando, salí del caserón y tomé la vía hacia el Puerto. Mamá me cuenta que le dijo a la negra Josefina “Ese carajito va a regresar, no pasará de la casa de Oswaldo”, pero transcurrieron los minutos y nada que aparecía, entonces, se alarmó y con la negra salieron a buscarme, había pasado la casa de nuestro vecino, mamá me detuvo y me llevó de regreso riéndose “definitivamente eres un loco, carajito”.

¡Ah que maravillosa edad!, tan corto tiempo en el que aún no nos hemos transformado en seres “ensimismados”, los niños en general están abiertos a ese sentir que somos, dejan que su imaginación fluya libremente en cualquier dirección, se llenan inconscientemente de la inmensidad, de la eternidad que está allí, en el rugir del viento que estremece los árboles, en el súbito movimiento de un pájaro que emprende vuelo, de una nerviosa ardilla que sube a un árbol, en las hormigas que miras por primera vez y con curiosidad sigues su trayecto cargando pedacitos de hojas hacia el hormiguero, en el temor que te produce mirar la serpiente deslizándose hacia el río y los truenos que estremecen la noche en la torrencial lluvia, en el canto de las cigarras (chicharras) al final del verano. A excepción de los niños mimados, malcriados, cuyos padres complacen todos sus caprichos, en general a esa edad nos conformamos con poco, la imaginación y la fantasía suplen los juguetes caros. Doy gracias a Dios, y a la vida como la canción de Violeta Parra:

 “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo estrellado y en las multitudes la mujer que amo, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el oído que en todo su ancho, graba noche y día grillos y canarios, martillos, turbinas, ladridos, chubascos, y la voz tan tierna de mi bien amada, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el sonido y el abecedario, con él las palabras que pienso y declaro, madre, amigo, hermano y luz alumbrando, la ruta del alma de la que estoy amando, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados, con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos,  y la casa tuya, tu calle y tu patio, Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me dio el corazón que agita su marco, Cuando miro el fruto del cerebro humano, Cuando miro el bueno tan lejos del malo, Cuando miro el fondo de tus ojos claros, Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me ha dado la risa y me ha dado el llanto, Así yo distingo dicha de quebranto, Los dos materiales que forman mi canto, Y el canto de ustedes que es el mismo canto, Y el canto de todos que es mi propio canto, Gracias a la vida, gracias a la vida”.

 

 No podemos permanecer en esa edad, es inevitable (a menos que nos lleve la muerte) dejar ese paraíso, bueno para algunos, no para todos los niños, lo fue para mí, no puedo hablar sino de mi experiencia. Por esa razón, me cuesta entender a esos hombres y mujeres que nada quieren con los niños, les molesta su presencia, sus gritos, su correr de un lado a otro, su energía, sus ingenuas preguntas, ¿es que no tuvieron infancia?, ¿acaso nacieron adultos? Por supuesto, no niego el que haya infantes insoportables, groseros, mal educados, caprichosos, antipáticos, los potenciales adultos intratables que engrosarán el club de los que aborrecen a los niños, no concibo otra explicación. Si fuiste un precoz adulto, con todos los defectos del arrogante y egocéntrico, lo más probable es que te ladillen los carajitos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Foto antigua, inicios del siglo XX, caserón Brandt.

 

“Fantástico pozo de niño, Mis ojos creen olvidar y no pueden. Recuento. No me alcanza la memoria, de maravilla a maravilla. Cada día es otra invitación, Pero no bastan los nombres, Para mostrar la joya de Raleigh”. Rafael Cadenas

 El caserón colonial, “Fridenau”. Su última propietaria: Raquel Capriles de Brandt.  http://www.fotoslugares.com.ve/imagen/friedenau-la-casa-de-dona-raquel-capriles-de- brandt.html, al fondo la casa que fuera de mi tío “Toño”. Foto 13.

El conjunto de todo aquello, ¡Ah mi San Esteban!, síntesis de la obra humana y la naturaleza, un paraje de estremecedora belleza, un rincón de nuestro trópico, paraíso de pájaros multicolores que inician el día con sus cantos, sinfonía del primer día de la creación (ya lo escribí, pero no importa, lo reitero). Y digo con Jorge M. Reverte: “Yo era tan pequeño que mis recuerdos de entonces no forman una historia completa, sino que se agrupan de forma desordenada, son un conjunto de situaciones, de imágenes casi desprovistas de cualquier narración. El sentido se lo doy yo al conjunto, porque la suma de esos elementos dispersos da como resultado mi felicidad absoluta, la que me proporcionaba estar allí, en el lugar en el que más feliz he sido en mi vida”[1]

Recordando a San Esteban escribí este poema:

“Tempestad.

Truena mientras la noche se aproxima prematuramente, y una suerte de temor apodera mi alma. No sopla el viento, los árboles permanecen calmos. Los pájaros vuelan presurosos, el rugido cósmico se repite, siento en mis profundidades al hombre primitivo, lleno de asombro por la tempestad”.

La última vez que visité esa mansión fue en 1998, en compañía de mamá, mi primera esposa Marlen, mi hermana Beatriz, mi hijo menor Ricardo, mi prima hermana Carmencita y su marido Ricardo. Raquel y Dora, las residentes de la mansión estaban vivas, hoy al igual que mamá y Marlen se hallan en presencia de la luz, en otro paraíso de absoluta belleza y paz, en el reino del espíritu puro, del amor de Dios. Esos 3 días que disfrutamos en la mansión son inolvidables como todos los de mi infancia y juventud. Una mañana, mientras se preparaba el desayuno, ante una pregunta que Carmencita le hiciera a Raquel acerca de si no tenían temor de vivir solas en ese inmenso caserón, Raquel le respondió “Aquí soy feliz como Eva en el Paraíso”. Ella, al igual que mamá, era la encarnación de la felicidad, en mis días de infancia no recuerdo haberla visto triste, ni quejándose; el rostro siempre sonriente, la risa fácil, una alegría vital contagiosa, un espíritu sin duda elevado, ¿decisión personal de asumir la felicidad, o nació con esa predisposición natural a enfocarse en el lado festivo de la existencia? Esa expresión de sentirse como Eva en el Paraíso me inspiró unos breves versos dedicados a ella:

“San Esteban. Pájaros que cantan el primer día de la creación, corazón de selva profunda donde nacen las aguas del río de mi infancia…”[2].

Raquel a sus ochenta y tantos años, hermosa dama, espíritu festivo y fluido como el de mamá, siempre a punto de emprender vuelo para confundirse con sus pájaros que tanto amó. Y acerca del temor de vivir solas, Raquel le respondió a mi prima: “No estamos solas, hay espíritus positivos que nos cuidan”. Y es que me contó mi mejor amiga Olga (mi amigo con tetas, en su expresión), que unos amigos de Raquel y Dora fueron a visitarlas y les atendió un señor algo extraño, demasiado pálido, flaco y como si estuviese a punto de desvanecerse en el aire, quien les dijo que él era el jardinero y que las señoras no estaban. Los visitantes se marcharon, pero volvieron días después y le preguntaron a Raquel acerca del extraño jardinero, y Raquel riéndose: “Ese no es ningún jardinero, ahora no tenemos como pagar a quien nos arregle los jardines, ese es un espíritu guardián que nos cuida, después que unos ladrones se metieron y nos robaron lo poco que teníamos, algunas joyas, las veces que han tratado de entrar nuevamente se han topado con nuestro guardián y han salido espantados, en el pueblo se ha regado la noticia, y por supuesto, nadie que no sea conocido nuestro se acerca a la casa”.

Raquel una mujer fuera de serie, al igual que mamá y mi tía Betty: 3 mujeres que rodearon mi infancia en San Esteban. Ahora estoy recordando una anécdota de Raquel. Federico y ella venían del Puerto hacia su casa en San Esteban en un jeep descapotado, él manejando y ella agarrándose con una mano un gran sombrero para que no se volara con la brisa, de pronto el vehículo da un gran salto al pasar por un promontorio de la carretera de tierra, Federico seguía hablándole a Raquel, pero ella no le contestaba, entonces, voltea y se da cuenta de que no está en su asiento, frena abruptamente pone el retroceso en marcha y encuentra a Raquel sentada en medio de la carretera, riéndose, con la mano en el sombrero y las compras desparramadas, se había salido del Jeep con el salto y Federico no se había percatado.

 En esa última visita a mi tierra mítica (sigo con el relato) me bañé en el Río de mi infancia, exactamente donde lo hacía a los 5, 6 y 7 años. En calzoncillos y con una botella de guarapita me senté en el pequeño y poco profundo pozo, el río no tenía el mismo caudal de antaño, o sería que, en mi infancia, dada mi poca estatura lo percibía con mayor profundidad (bueno, no es que haya crecido demasiado) y Marlen gritándome va a venir gente y te van a ver en calzoncillos. “Podría bañarme desnudo, y si se trata de damas me importa que me miren, no se van a escandalizar, aunque me ponga de pie, no tengo nada qué mostrar, con el frío del agua está más pequeño que de costumbre”, le respondí. Así que seguí sentado con el agua a la altura del estómago, la botella sumergida para enfriarla, y bebiendo pequeños sorbos, quería disfrutar al máximo, mirando, mirando, mirando ese paraje que en nada había cambiado, salvo la profundidad del pozo, y recordando, recordando mi infancia, atravesando el puente espiritual entre el presente y el pasado, consciente de que tal vez esa sería la última vez que podría unirlos por momentos, que no volvería a ese pozo, y entonces la alegría, la euforia se transformó en tristeza y lloré, lloré por ese niño que fui, por mi padre, mi primo “Toñito” y por todos los fallecidos que también gozaron en esas aguas. ¿Acaso es signo de debilidad llorar? Si lo es reconozco mi debilidad, a menudo la congoja me atrapa, viene desde dentro, un dolor de alma por los que se fueron, no puedo, ni quiero olvidarlos, borrarlos como si no hubieran existido. Es como si llevara conmigo una especie de panteón donde figuran nombres, rostros, voces, anécdotas de hombres y mujeres que conocí y con los que compartí, testigos desaparecidos de ciclos de mi vida, se me aparecen en los sueños, no quiero olvidarlos, repito, lo que explica que escriba estos recuerdos. Y aunque se diga que recordar es cosa de viejos, en mi caso desde joven la “memoria existencial” ha estado allí en algún lugar del cerebro y del alma, y no como una decisión consciente y voluntaria, es algo que me aflora en forma espontánea, y ahora, con los años, esa capacidad para recordar la he reforzado deliberadamente procurando actuar con la mayor consciencia posible, evitando la automatización vivencial, eso de vivir como ausente dejando pasar el milagro de cada día. Aunque en mis recuerdos de infancia y adolescencia “…hay escenas que a duras penas puedo localizar y que no puedo comprender aún, como si fueran piezas de un puzle abandonadas en una caja. Como unos sueños que esperaran a ser interpretados”[3]. Anoche soñé con mi querido primo y cuñado Roberto, me buscó para enfrentar a unos policías que querían robarle un auto nuevo. Ese sueño puedo explicarlo: él había adquirido un auto deportivo, no recuerdo la marca, antes de fallecer en un accidente de aviación, y lo de los policías se relaciona con el presente, a diario los pocos medios independientes (virtuales) informan de bandas criminales integradas por policías.

Nada, ni nadie, lograrían que me saliera del pozo, sólo cuando le viera el fondo a la botella de guarapita, tal vez abandonaría el Río, ese instante de felicidad absoluta ni siquiera podía compartirlo, pues no estaba mi hermano, ni mi primo Felipe, quienes también de niños se bañaron en ese pozo. Y así pude recrear, a pesar de que habían transcurrido 46 años aproximadamente, esos momentos de plenitud de mi infancia en las aguas del Río. La primera vez que haces algo, no eres totalmente consciente de tu acto, pues no te contemplas en un espejo. Cuando escribes, como ahora lo estoy haciendo, entonces si te contemplas en el espejo de la memoria. Al escribir uno se inclina sobre sí mismo, observas lo que estás haciendo, y entonces sabes que estás realizando aquella acción. Es la diferencia entre las acciones conscientes e inconscientes. En el tiempo en el que me bañaba en el pozo, no me decía “Oh qué maravillosa es esta agua en la que estoy sumergido, tan cristalina y fresca”. Lo gozaba, pero no lo decía, y ahora al escribirlo ocurre algo más que un mero hecho. Ahora, sé que viví intensamente ese momento, que lo aprecié con todos mis sentidos, con la vista, el oído, el olfato, la piel, no estuve ausente, ido, pensando en otra cosa como les pasa a muchos. Los he visto en una playa, en una fiesta, tecleando su celular o hablando por él, dejando que se les escape el ahora irrepetible. ¡Qué paradoja!, en la era de la información y la comunicación, con el Internet, los teléfonos móviles, las redes sociales, se está acabando la comunicación personal, el encuentro cara a cara, la conversación dialogante que permite mirar a los ojos a tu interlocutor y viceversa, y de la que surge la empatía o el rechazo al otro.

Entras a un ascensor y sus ocupantes ni te miran, ensimismados en sus respectivos móviles no escuchan o les importa un bledo tus “buenos días”, y más si eres de la tercera edad: formo parte de los hombres “invisibles”, las hembras no te ven, pasas a engrosar las filas de los “superfluos” o “sobrantes”. Las jóvenes porque no quieren nada con un vejete, “¡qué asco!”, esas arrugas, ese lento caminar, ese pobre miembro que necesita el auxilio de la pastillita azul, si es que el fármaco ayuda a levantarlo, el olor a rancio con todo y perfume, ¡Ah!, a menos que Don vejete posea una abultada cuenta bancaria, entonces, te transformas en un señor simpático y de lo más dulce y te llaman “papito”. Y las maduras porque van tras machos jóvenes que lo tengan durito como confesó una siquiatra divorciada, una ex amiga. A las jóvenes no se te ocurra ni darles los buenos días, no te responden, percibes el desprecio en sus miradas “¡Qué se habrá creído este viejo!”, ni mirarlas, es una ofensa. En un país como este donde se adula la juventud, los viejos y ancianos somos una anormalidad. Una “intelectual” escribió un artículo en un periódico, a propósito del candidato de la “oposición” que competiría con la bestia apocalíptica Chávez Frías en los comicios presidenciales de octubre de 2012 “viene sin canas ni arrugas”, refiriéndose a Henrique Capriles, un “político” sin ideas propias, le ganó las elecciones presidenciales del 2013, -convocadas a raíz de la muerte del tal “gran timonel” (Chávez)-, al ignaro Maduro y no quiso cobrar su triunfo, la gente estaba dispuesta a salir a la calle a respaldar su elección, y él sin canas, ni arrugas, desmovilizó a sus seguidores para evitar supuestamente una masacre, “quédense en sus casas bailando salsa”, cada vez que habla balbucea las mismas bolserías. ¿Y Winston Churchill? Pasaba de los sesenta años (66) cuando fue designado primer ministro de un gabinete de guerra (1940), su liderazgo fue decisivo para evitar que Hitler ocupase Inglaterra. El “factor” Churchill fue decisivo en la derrota del poderoso ejército alemán al convencer al presidente Roosevelt para involucrar a USA en el conflicto bélico mundial.

Y se acabó la botella, ¿por qué no había comprado otra?, no tuve más remedio que abandonar el pozo, con signos de borrachera, de vaina no me caí al subir hacia el caserón colonial.  “A cuerpo cobarde cómo se menea, yo cargo una pea que Dios me la guarde, ¿Qué te pasa musa?, ¿Musa qué te pasa?, entre laza y cruza, entre cruza y laza, a cuerpo cobarde como se menea yo cargo una pea que dios me la guarde. Hombre parrandero no debe morirse para divertirse con sus compañeros, a cuerpo cobarde…quien fue el que te dijo que yo no bebía, porque no tenía un sendero fijo, a cuerpo cobarde como…, la puerca conmigo y yo con la puerca, la puerca me gruñe y yo ¡sale la puerca!, a cuerpo cobarde…”. Y Marlen con una toalla, “rápido envuélvete, rápido que hay visitas, no puedes andar así en calzoncillos y además mojados, ¿no te da vergüenza?”. La verdad es que no me daba vergüenza, pero le hice caso, no quería que pasara pena por mi culpa. Revisando este ensayo, perdí la cuenta de las veces que lo hecho (hoy es 18 de octubre de 2018), me vino el recuerdo de otra oportunidad, antes de 1998, en la que visitamos a Raquel y me bañé en el Río mítico. Creo que fue en la década de los ochenta, 1985 u 86, habíamos adquirido una casita en Chichirivichi, Falcón, y después de pasar unos días de playa en esa población (disfrutando de las maravillas del Parque Nacional Morrocoy y sus cayos), de regreso pasamos por Puerto Cabello para visitar a Margot y Rosa B-E, primas hermanas de mamá. En la casa de las primas se hallaban dos de los sobrinos y nietos, respectivamente, de esas maravillosas damas (Luis Rodolfo y Oscar), y entonces decidimos ir a San Esteban. Ese día también me di un baño en calzoncillos en mi añorado Río. Los hermanos K bebiendo cervezas parados en el muro ya mencionado, se bebieron una caja, yo con la tradicional guarapita y Marlen nerviosa por la posibilidad de que aparecieran visitas y me vieran en esa indumentaria.

Acerca de “Ah, cuerpo cobarde” canción popularizada por el cantante Gualberto y Barreto, en 1974 cuando impartía clases en la Facultad de Derecho de la UCAB, hice amistad con un brillante profesor y jurista que luego se convertiría en uno de los “juristas” de la desvergüenza que apoyaron los desafueros legales de Chávez Frías. A este ex amigo le escuché por primera vez esa canción una madrugada que lo dejé totalmente borracho en su casa en la Urbanización La Boyera, bajaba unos escalones trastabillando y cantando el cuerpo cobarde. No me indicó bien la ruta para salir de la zona, y yo también en estado de ebriedad me perdí, di vueltas y vuelas durante varias horas sin encontrar la vía hacia mi casa, hasta que una patrulla de la policía metropolitana me detuvo, les expliqué a los agentes, se rieron y me auxiliaron para salir de allí, era otra época.



[1] Jorge M Reverte. Una infancia feliz en una España feroz. La vida de un niño en los años cincuenta. Espasa, 2018.

[2] Henrique Meier. Horas clandestinas. Pavilo, 2001.

[3] Mircea Cätärescu. Selenoide. IMPEDIMENTA, 2017.

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