San Esteban

 

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Extracto de mi libro “La tierra mítica de la infancia”

San Esteban

El conjunto de todo aquello, ¡Ah mi San Esteban!, síntesis de la obra humana y la naturaleza, un paraje de estremecedora belleza, un rincón de nuestro trópico, paraíso de pájaros multicolores que inician el día con sus cantos, sinfonía del primer día de la creación (ya lo escribí, pero no importa, lo reitero). Y digo con Jorge M. Reverte: “Yo era tan pequeño que mis recuerdos de entonces no forman una historia completa, sino que se agrupan de forma desordenada, son un conjunto de situaciones, de imágenes casi desprovistas de cualquier narración. El sentido se lo doy yo al conjunto, porque la suma de esos elementos dispersos da como resultado mi felicidad absoluta, la que me proporcionaba estar allí, en el lugar en el que más feliz he sido en mi vida”[1]

Recordando a San Esteban escribí este poema:

Tempestad.

Truena mientras la noche se aproxima prematuramente, y una suerte de temor apodera mi alma. No sopla el viento, los árboles permanecen calmos. Los pájaros vuelan presurosos, el rugido cósmico se repite, siento en mis profundidades al hombre primitivo, lleno de asombro por la tempestad”.

La última vez que visité esa mansión fue en 1998, en compañía de mamá, mi primera esposa Marlen, mi hermana Beatriz, mi hijo menor Ricardo, mi prima hermana Carmencita y su marido Ricardo Tomadín. Raquel y Dora, las residentes de la mansión estaban vivas, hoy al igual que mamá y Marlen se hallan en presencia de la luz, en otro paraíso de absoluta belleza y paz, en el reino del espíritu puro, del amor de Dios. Esos 3 días que disfrutamos en la mansión son inolvidables como todos los de mi infancia y juventud. Una mañana, mientras se preparaba el desayuno, ante una pregunta que Carmencita le hiciera a Raquel acerca de si no tenían temor de vivir solas en ese inmenso caserón, Raquel le respondió “Aquí soy feliz como Eva en el Paraíso”. Ella, al igual que mamá, era la encarnación de la felicidad. En mis días de infancia no recuerdo haberla visto triste, ni quejándose; el rostro siempre sonriente, la risa fácil, una alegría vital contagiosa, un espíritu sin duda elevado, ¿decisión personal de asumir la felicidad, o nació con esa predisposición natural a enfocarse en el lado festivo de la existencia? Esa expresión de sentirse como Eva en el Paraíso me inspiró unos breves versos dedicados a ella:

“San Esteban. Pájaros que cantan el primer día de la creación, corazón de selva profunda donde nacen las aguas del río de mi infancia…”[2].

Raquel a sus ochenta y tantos años, hermosa dama, espíritu festivo y fluido como el de mamá, siempre a punto de emprender vuelo para confundirse con sus pájaros que tanto amó. Y acerca del temor de vivir solas, Raquel le respondió a mi prima: “No estamos solas, hay espíritus positivos que nos cuidan”. Olga C, mi amiga desde los días de nuestra infancia, me relató que unos amigos de Raquel y Dora fueron a visitarlas y les atendió un señor algo extraño, demasiado pálido, flaco y como si estuviese a punto de desvanecerse en el aire, ese extraño sujeto les dijo que él era el jardinero informándoles que las señoras no estaban, habían ido al Puerto. Los visitantes se marcharon, pero volvieron días después y le preguntaron a Raquel acerca del extraño jardinero, y Raquel riéndose: Ese no es ningún jardinero, ahora no tenemos como pagar a quien nos arregle los jardines, ese es un espíritu guardián que nos cuida, después que unos ladrones se metieron y nos robaron lo poco que teníamos, algunas joyas, las veces que han tratado de entrar nuevamente se han topado con nuestro guardián y han salido espantados, en el pueblo se ha regado la noticia, y por supuesto, nadie que no sea conocido nuestro se acerca a la casa”.

Hago un nuevo paréntesis (   para contar una historia que de alguna manera se relaciona con la del jardinero fantasma. Me la relató mi segundo suegro, también fallecido, Eduardo O, un auténtico gentleman, hijo de inglés, un hombre prudente, educado, en los 8 años que compartimos, a pesar de sus limitaciones físicas (diabetes, enfisema pulmonar), nunca le oí quejarse por nada, subir el tono de la voz, hombre callado y risueño. Esta es la historia: en Aracataca, la tierra de García Márquez, un tío de Eduardo, en una época de violencia política entre conservadores y liberales (década de los 40 a los 60 del pasado siglo), tuvo un grave desencuentro con unos tipos con fama de violentos que lo amenazaron de muerte. Para evitar que pudieran dispararle por las ventanas de su casa, y sorprenderlo mientras dormía, el tío colgó su hamaca cerca del techo con el auxilio de una escalera, cada noche se subía a la hamaca por medio de esa escalera, así prevenía la posibilidad de un disparo mortal. Una noche cuando se disponía a subirse a su lecho aéreo oyó voces y pasos en la entrada de su casa, no esperaba a nadie conocido, supuso entonces que se trataba de los matones, observó, por el pequeño espacio entre la puerta y el piso, los tobillos de un sujeto tratando de forzar la cerradura, fue a la nevera y metió las dos manos en el frízer durante unos minutos, sigilosamente se acercó y con sus dos manos heladas agarró los tobillos del peligroso sujeto, quien al sentir el agarrón con esas gélidas manos dio un grito de pavor “ ¡Ay carajo, me agarró un muerto!”, tal fue el susto que el hombre se cagó, lo delató el olor de la mierda, los matones se fueron como alma que lleva el diablo, el cuento se extendió por el pueblo, y los matones desistieron de su idea de joder al tío de Eduardo. Con otro de sus tíos, Eduardo montó un negocio de cría de chivos, compraron entre ambos unos 200 chivos pequeños, el tío los tenía en el campo en una pequeña finca, se repartirían por mitad las ganancias de la venta de los chivos adultos, usualmente “beneficiados” (palabreja indicativa de la matanza de los animales de cría para utilizar su carne, ¿en qué se benefician los pobres animales?). Eduardo visitaba ocasionalmente al tío percatándose que había disminuido su número “Tío, faltan como 20 chivos ¿qué pasó’?, ¿los vendiste? Y el tío “No sobrino, se me había olvidado contarte, parece que por aquí ronda un tigre y se los comió, pero eran de la parte que te corresponde”.  Y así continuó la historia, en cada visita había menos chivos y el tío con la misma explicación “Los que volvió a comerse el tigre, pertenecían a tu parte”, hasta que finalmente sólo quedaron los 100 chivos del tío. Eduardo, un hombre desprendido, no le dio importancia, se rio y olvidó el asunto.  

Cierro (    ) el paréntesis y sigo con Raquel. Raquel una mujer fuera de serie, al igual que mamá y mi tía Betty: 3 mujeres que rodearon mi infancia en San Esteban. Ahora estoy recordando una anécdota de Raquel. Federico y ella venían del Puerto hacia su casa en San Esteban en un jeep descapotado, él manejando y ella agarrándose con una mano un gran sombrero para que no se volara con la brisa, de pronto el vehículo da un gran salto al pasar por un promontorio de la carretera de tierra, Federico seguía hablándole a Raquel, pero ella no le contestaba, entonces, voltea y se da cuenta de que no está en su asiento, frena abruptamente pone el retroceso en marcha y encuentra a Raquel sentada en medio de la carretera, riéndose, con la mano en el sombrero y las compras desparramadas, se había salido del Jeep con el salto y Federico no se había percatado.

 En esa última visita a mi tierra mítica (sigo con el relato) me bañé en el Río de mi infancia, exactamente donde lo hacía a los 5, 6 y 7 años. En calzoncillos y con una botella de guarapita me senté en el pequeño y poco profundo pozo, el río no tenía el mismo caudal de antaño, o sería que, en mi infancia, dada mi poca estatura lo percibía con mayor profundidad (bueno, no es que haya crecido demasiado) y Marlen gritándome va a venir gente y te van a ver en calzoncillos. “Podría bañarme desnudo, y si se trata de damas me importa que me miren, no se van a escandalizar, aunque me ponga de pie, no tengo nada qué mostrar, con el frío del agua está más pequeño que de costumbre”, le respondí. Así que seguí sentado con el agua a la altura del estómago, la botella sumergida para enfriarla, y bebiendo pequeños sorbos, quería disfrutar al máximo, mirando, mirando, mirando ese paraje que en nada había cambiado, salvo la profundidad del pozo, y recordando, recordando mi infancia, atravesando el puente espiritual entre el presente y el pasado, consciente de que tal vez esa sería la última vez que podría unirlos por momentos, que no volvería a ese pozo, y entonces la alegría, la euforia se transformó en tristeza y lloré, lloré por ese niño que fui, por mi padre, mi primo “Toñito” y por todos los fallecidos que también gozaron en esas aguas. ¿Acaso es signo de debilidad llorar? Si lo es reconozco mi debilidad, a menudo la congoja me atrapa, viene desde dentro, un dolor de alma por los que se fueron, no puedo, ni quiero olvidarlos, borrarlos como si no hubieran existido. Es como si llevara conmigo una especie de panteón donde figuran nombres, rostros, voces, anécdotas de hombres y mujeres que conocí y con los que compartí, testigos desaparecidos de ciclos de mi vida, se me aparecen en los sueños, no quiero olvidarlos, repito, lo que explica que escriba estos recuerdos. Y aunque se diga que recordar es cosa de viejos, en mi caso desde joven la “memoria existencial” ha estado allí en algún lugar del cerebro y del alma, y no como una decisión consciente y voluntaria, es algo que me aflora en forma espontánea, y ahora, con los años, esa capacidad para recordar la he reforzado deliberadamente procurando actuar con la mayor consciencia posible, evitando la automatización vivencial, eso de vivir como ausente dejando pasar el milagro de cada día. Aunque en mis recuerdos de infancia y adolescencia “…hay escenas que a duras penas puedo localizar y que no puedo comprender aún, como si fueran piezas de un puzle abandonadas en una caja. Como unos sueños que esperaran a ser interpretados”[3]. Anoche soñé con mi querido primo y cuñado Roberto, me buscó para enfrentar a unos policías que querían robarle un auto nuevo. Ese sueño puedo explicarlo: él había adquirido un auto deportivo, no recuerdo la marca, antes de fallecer en un accidente de aviación, y lo de los policías se relaciona con el presente, a diario los pocos medios independientes (virtuales) informan de bandas criminales integradas por policías.

Nada, ni nadie, lograrían que me saliera del pozo, sólo cuando le viera el fondo a la botella de guarapita, tal vez abandonaría el Río, ese instante de felicidad absoluta ni siquiera podía compartirlo, pues no estaba mi hermano, ni mi primo Felipe, quienes también de niños se bañaron en ese pozo. Y así pude recrear, a pesar de que habían transcurrido 46 años aproximadamente, esos momentos de plenitud de mi infancia en las aguas del Río. La primera vez que haces algo, no eres totalmente consciente de tu acto, pues no te contemplas en un espejo. Cuando escribes, como ahora lo estoy haciendo, entonces si te contemplas en el espejo de la memoria. Al escribir uno se inclina sobre sí mismo, observas lo que estás haciendo, y entonces sabes que estás realizando aquella acción. Es la diferencia entre las acciones conscientes e inconscientes. En el tiempo en el que me bañaba en el pozo, no me decía “Oh qué maravillosa es esta agua en la que estoy sumergido, tan cristalina y fresca”. Lo gozaba, pero no lo decía, y ahora al escribirlo ocurre algo más que un mero hecho. Ahora, sé que viví intensamente ese momento, que lo aprecié con todos mis sentidos, con la vista, el oído, el olfato, la piel, no estuve ausente, ido, pensando en otra cosa como les pasa a muchos. Los he visto en una playa, en una fiesta, tecleando su celular o hablando por él, dejando que se les escape el ahora irrepetible. ¡Qué paradoja!, en la era de la información y la comunicación, con el Internet, los teléfonos móviles, las redes sociales, se está acabando la comunicación personal, el encuentro cara a cara, la conversación dialogante que permite mirar a los ojos a tu interlocutor y viceversa, y de la que surge la empatía o el rechazo al otro.

Entras a un ascensor y sus ocupantes ni te miran, ensimismados en sus respectivos móviles no escuchan o les importa un bledo tus “buenos días”, y más si eres de la tercera edad: formo parte de los hombres “invisibles”, las hembras no te ven, pasas a engrosar las filas de los “superfluos” o “sobrantes”. Las jóvenes porque no quieren nada con un vejete, “¡qué asco!”, esas arrugas, ese lento caminar, ese pobre miembro que necesita el auxilio de la pastillita azul, si es que el fármaco ayuda a levantarlo, el olor a rancio con todo y perfume, ¡Ah!, a menos que Don vejete posea una abultada cuenta bancaria, entonces, te transformas en un señor simpático y de lo más dulce y te llaman “papito”. Y las maduras porque van tras machos jóvenes que lo tengan durito como confesó una siquiatra divorciada, una ex amiga. A las jóvenes no se te ocurra ni darles los buenos días, no te responden, percibes el desprecio en sus miradas “¡Qué se habrá creído este viejo!”, ni mirarlas, es una ofensa. En un país como este donde se adula la juventud, los viejos y ancianos somos una anormalidad. Una “intelectual” escribió un artículo en un periódico, a propósito del candidato de la “oposición” que competiría con la bestia apocalíptica Chávez Frías en los comicios presidenciales de octubre de 2012 “viene sin canas ni arrugas”, refiriéndose a Henrique Capriles, un “político” sin ideas propias, le ganó las elecciones presidenciales del 2013, -convocadas a raíz de la muerte del tal “gran timonel” (Chávez)-, al ignaro Maduro y no quiso cobrar su triunfo, la gente estaba dispuesta a salir a la calle a respaldar su elección, y él sin canas, ni arrugas, desmovilizó a sus seguidores para evitar supuestamente una masacre, “quédense en sus casas bailando salsa”, cada vez que habla balbucea las mismas bolserías. ¿Y Winston Churchill? Pasaba de los sesenta años (66) cuando fue designado primer ministro de un gabinete de guerra (1940), su liderazgo fue decisivo para evitar que Hitler ocupase Inglaterra. El “factor” Churchill fue decisivo en la derrota del poderoso ejército alemán al convencer al presidente Roosevelt para involucrar a USA en el conflicto bélico mundial.

Y se acabó la botella, ¿por qué no había comprado otra?, no tuve más remedio que abandonar el pozo, con signos de borrachera, de vaina no me caí al subir hacia el caserón colonial.  “A cuerpo cobarde cómo se menea, yo cargo una pea que Dios me la guarde, ¿Qué te pasa musa?, ¿Musa qué te pasa?, entre laza y cruza, entre cruza y laza, a cuerpo cobarde como se menea yo cargo una pea que dios me la guarde. Hombre parrandero no debe morirse para divertirse con sus compañeros, a cuerpo cobarde…quien fue el que te dijo que yo no bebía, porque no tenía un sendero fijo, a cuerpo cobarde como…, la puerca conmigo y yo con la puerca, la puerca me gruñe y yo ¡sale la puerca!, a cuerpo cobarde…”. Y Marlen con una toalla, “rápido envuélvete, rápido que hay visitas, no puedes andar así en calzoncillos y además mojados, ¿no te da vergüenza?”. La verdad es que no me daba vergüenza, pero le hice caso, no quería que pasara pena por mi culpa. Revisando este ensayo, perdí la cuenta de las veces que lo hecho (hoy es 18 de octubre de 2018), me vino el recuerdo de otra oportunidad, antes de 1998, en la que visitamos a Raquel y me bañé en el Río mítico. Creo que fue en la década de los ochenta, 1985 u 86, habíamos adquirido una casita en Chichirivichi, Falcón, y después de pasar unos días de playa en esa población (disfrutando de las maravillas del Parque Nacional Morrocoy y sus cayos), de regreso pasamos por Puerto Cabello para visitar a Margot y Rosa B-E, primas hermanas de mamá. En la casa de las primas se hallaban dos de los sobrinos y nietos, respectivamente, de esas maravillosas damas (Luis Rodolfo y Oscar), y entonces decidimos ir a San Esteban. Ese día también me di un baño en calzoncillos en mi añorado Río. Los hermanos K bebiendo cervezas parados en el muro ya mencionado, se bebieron una caja, yo con la tradicional guarapita y Marlen nerviosa por la posibilidad de que aparecieran visitas y me vieran en esa indumentaria.

Y continúo, abajo dos fotos con mis hermanos, en San Esteban en la casa de mi tío Antonio, las encontré por casualidad revisando gavetas para botar papeles. Aquella casa en la que también tanto nos divertimos, la novedad de la piscina, aunque prefería el Río a unos metros de la pileta pasando la cerca de la casa, el agua estancada de la piscina no me llamaba la atención, mi alma ya había sido cautivada por la maravilla, la magia de esas otras aguas que corrían, descendían en su incesante fluir, y por los frondosos árboles de las riberas. Me preguntaba que habría más allá de lo que podía abarcar con mi mirada, ¿adónde irían las aguas?, a esa edad no sabía que corrían hacia el mar, era un misterio, a veces caminaba por la orilla de la ribera izquierda, me aventuraba más allá del pozo donde acostumbraba bañarme, me detenía en una zona de bambúes, veía a lo lejos un puente colgante, en el que luego cometería la imprudencia de realizar una “vuelta de carnero” (media vuelta dada fijando la cabeza en el suelo) en un paseo con mamá, mis hermanos, Raquel, y creo mi prima Carmencita de visita en unas vacaciones escolares. Hace unos años me soñé caminando por la carretera de mi amada San Esteban, miraba hacia mi lado izquierdo y veía la ribera del Río totalmente deforestada, aquellos inmensos árboles talados, el bosque quemado, miraba y miraba con honda tristeza el humo que salía de ramas y troncos calcinados, desperté llorando desconsoladamente, sentí que habían destruido una parte fundamental de mi vida. Lamentablemente eso ha ocurrido como ya lo expresé.  

 

 Popoyo, en el medio la negra Josefina, a la derecha María Isabel, abajo Beatricita y yo. Foto 13.  Ah mi infancia, mi feliz infancia, el reino de la absoluta felicidad, esos niños que fuimos disfrutando a tiempo entero horas de libertad.

 

Foto 14. La que viene bajando las escaleras creo que es María Isabel, el que está tratando de montarse en el arbolito debe ser Popoyo, y la carajita sentada es Beatricita. ¿Dónde estaría?

“Te he buscado, ala de mar, infantil,

Las aguas arrasaron la verde claridad.

Se llevaron la casa que fundé entre indigencias,

Doy vueltas en una ciudad, sin objeto

Como devolviéndome.

Perdida dinastías de los ojos,

por entre duras calles transcurro.

Déjame el camino franco hacia el reino

De la frente ofrecida.

Mi voz pierde entre estos veleros

Que saben ser sordos.

Esplendor que te confundes con la infancia

Renunciaré a los fulgores bebidos.

Sé acariciar el día.

¿Quién la creerá a mi habla seca?

Yo seguiré en la ciudad, sin validez,

Junto a las puertas humilladas.

Volveré a ti prodigioso litoral,

Pero no esperes mis ojos,

Ahora celebro el advenimiento de la levedad.                              

Aún oigo las orillas.

Las olas no golpean solamente la playa.

El viento susurra una antigua historia sin desenlace”.

 

 Rafael Cadenas[4].

 

 

 

 

 

Otra foto en San Esteban. De izquierda a derecha: Carmencita prima hermana (unos 10 años), Pedro Enrique primo hermano (unos 12 años), mis hermanas María Isabel (10 años) y Adela (8), la negra Josefina, mi primo sostiene su platos sobre mi cabeza (5 años). Al fin una foto donde aparece Adela.

 

¿Cómo resistiríamos el paso del tiempo que arrastra consigo trozos de nuestro cuerpo y de nuestro mundo, que se lleva el lejano paraíso de la infancia?” (Mircea Cätarescu). En verdad soy un animal nostálgico, no puedo negarlo, aunque vivo el presente con intensidad, es mi condición, no hay manera de librarme, no  lo quiero, de esos espléndidos días de mi infancia, sé que a la hora de mi muerte, me veré con mis hermanos y primos sumergido en las aguas del Río de mi infancia, subiéndome al techo del caserón de San Esteban donde nació mi hermana menor, caminando con mi hermano en los camburales que fueron del viejo Oswaldo, oiré la voz de papá y miraré su gorda figura y a la maravillosa loca de mamá, sí, también veré a mis abuelos, al tío Antonio y mi primo del mismo nombre, también sé que toda la adolescencia y mi juventud pasarán ante mis ojos, mi vida entera, y si tengo tiempo podré decir como Neruda “confieso que he vivido”, confieso que he bebido hasta el fondo la copa de mi vida, ¡Dios haz conmigo lo que queras!

 

Regreso al relato de esos 3 días de 1998 en San Esteban.  Dora una mañana barriendo uno de los corredores con una margarita adornándole una de sus orejas y ella cantando, feliz, en medio de la penuria y la casa cayéndose. En una de las noches mi hermana Beatriz se despertó gritando y cuando le preguntamos el porqué de los gritos respondió que había tenido una pesadilla en la que unos muertos cargaban su cama y se la estaban llevando. Marlen, mamá, Ricardo y yo dormimos en un cuartico aledaño al primer salón pasando el porche, hacía un calor espantoso, y unos murciélagos aleteaban, tenían su guarida en un viejo escaparate. No podía conciliar el sueño, a cada instante me sentaba en la cama, entonces, eché mano de una botella de wisqui, el mejor amigo del hombre, me bebí unos buenos tragos a pico de botella, y mamá “carajo, hijo, pásamela botella que yo tampoco puedo dormir”. No hay mejor somnífero. ¡Cómo gozamos esos 3 días!, caminamos al pueblo, allí compré la guarapita, remontamos río arriba para bañarnos en un buen pozo. En el camino hacia el pueblo pasamos frente a la casa natalicia del General Salom donde funcionó una escuela rural a la que me refiero más adelante, y por el famoso pozo “El encajonado”, peligroso (al menos me parecía en mi infancia), por la cascada y las piedras en el profundo cauce. Sentados en el porche, creo que era sábado en la tarde, apareció la tía Betty con su hija María, maravilloso reencuentro con mamá, y volví a mi infancia al contemplar a las tres amigas: Raquel, Betty y Bachita (mamá) conversando como en el pasado, las tres ochentonas con la misma frescura de alma de su época de mujeres jóvenes. Esa tarde también apareció el Dr. Adolfo A G, psiquiatra y diplomático ya fallecido, apodado “El brujo” por su saber medicinal no limitado a los conocimientos científicos ortodoxos, ferviente creyente de la medicina alternativa, del uso de plantas. Esa tarde habló sobre uno de sus libros “Hadas, duendes y brujas del Puerto” (ediciones Gobernación del Estado Carabobo, 1990). Recuerdos, recuerdos, recuerdos, es lo que nos va quedando en este paradójico viaje de la vida. Y aunque no se viva de recuerdos, no es bueno dejar de recordar, ya que lo que somos en el presente está indisolublemente vinculado a lo que fuimos en el pasado. Es tan efímera la vida, es como el agua que, aunque quieras retenerla se escapa entre tus dedos. Y salvo los excepcionales hombres y mujeres conscientes de la fragilidad humana, la mayoría se afana por alcanzar una supuesta base sólida que le permita olvidarse de las enfermedades, las desgracias, la vejez y la muerte. Y así emprendemos esa agobiante carrera para adquirir unos bienes, un patrimonio, que nos proteja de la incertidumbre inherente a la existencia humana. ¿Y quién se lleva esos bienes a la tumba? ¿Y la fama, el prestigio? ¿De qué sirven? ¿Acaso son seguro pasaporte para lo que te espera al cruzar la frontera entre la vida y la muerte?

 

¡Carajo!, Ferdinand Celine me estremece con este párrafo:

“¡He comprendido muerte!, he comprendido desde el comienzo de este día. He sentido en mi corazón, en mi brazo también, en los ojos de mis amigos, en el propio paso de mi caballo, un hechizo triste y lento semejante al sueño…Mi estrella se apagaba entre tus heladas manos…¡Todo ha empezado a escapar!, ¡Oh Muerte!, ¡Terribles remordimientos!, ¡Mi vergüenza es inmensa!...¡Mira esos pobres cuerpos!...¡Una eternidad de silencio no puede aliviar!...¡Todos los reinos acaban en un sueño!...¡Oh Muerte! Devuélveme un poco de tiempo… ¡un día o dos! Quiero saber quién me ha traicionado…Todo traiciona…las pasiones no pertenecen a nadie, el amor, sobre todo, no es sino flor de la vida en el jardín de la juventud”[5].

Si, el Río San Esteban, el mítico Río de mí infancia, manso en verano, más bravío en el invierno tropical. Bañarse en sus aguas cuando llovía requería estar atentos al inequívoco ruido que producían las indómitas aguas de la crecida “aguas arriba” para abandonar con la velocidad del rayo su cauce y ponerse a salvo. A esa edad era una verdadera aventura, mamá constantemente nos alertaba, “Si comienza a llover, sálganse del río rápido, miren que hay gente que se ha ahogado por no hacer caso al ruido que se escucha aguas arriba cuando hay crecida”. Consejo que mi hermano y yo teníamos presente desde la primera vez que oímos el estruendo, muy parecido al que producen los truenos, corrimos para evitar que nos sucediera la advertencia de mamá. Se oía a lo lejos, pero la velocidad que van adquiriendo las aguas embravecidas a medida que descienden desde la naciente, aumentando su volumen progresivamente, exige ponerse a salvo apenas se escucha el terrible y sórdido grito del río, que instantes antes fluía pacíficamente en su incesante discurrir hacia el mar o hacia otro cauce del que fuere tributario.

 

 

¿Cuántos imprudentes no habrán perdido sus vidas por no hacer caso al aviso de la naturaleza?, el que ella constituya un ente de inconmensurable belleza en su complejidad y diversidad, no quita su carácter indiferente, es un en sí carente de consciencia, no hay manera de acusar a los animales y fenómenos naturales de crueldad por sus efectos devastadores. Veo un programa en la televisión, el canal Discovery y el sólo título del documental me produce ira, arrechera en criollo, “Los depredadores asesinos”, imbéciles, los animales no son asesinos sino feroces como el tigre, el león y en general los felinos, o el mítico depredador marino: el tiburón. Es idiota molestarse con la agresividad de los animales, si te agreden y no puedes sacarles el cuerpo, evitar el mordisco de un perro, por ejemplo, es inherente a la defensa de tu integridad física, aporrearlos con un palo si lo tienes a mano o cualquier otro instrumento adecuado para el acto defensivo. Respecto de los tiburones lo prudente es no bañarse en las zonas marítimas donde tienen su hábitat esos feroces depredadores. No hacer como una idiota que vi en un documental, decía que adoraba a esas bestias marinas, en particular su “hermosa dentadura”, y mientras le hablaba a la cámara, varios escualos nadaban alrededor de la extraña dama, luego supe que uno de esos hermosos ejemplares la agredió, le dio un mordisquito en una pierna, casi la pierde, pero parece que ella seguía amando selaquimorfos. El mundo está lleno de desquiciados y desquiciadas, son más los locos fuera de los siquiátricos que los internados en esos establecimientos (no sé si desaparecieron). 

 

 

No es el río San Esteban, pero es un río, El Guairén, en Santa Elena de Guairén, población fronteriza con Brasil en el confín de Venezuela, en el Estado Bolívar, primer viaje a la Gran Sabana, 1976. Foto 16. Lamentablemente ese Río hoy se halla contaminado por la descarga de las aguas negras de la población.

 

Esos films gringos de terror, muy taquilleros, sobre un tiburón o unos tiburones de tamaño descomunal capaces de destruir embarcaciones con una sola mordida, y de comerse, - generalmente a un negro-, como si fuera un aperitivo, y el sangrerío, los mutilados, una mujer nadando a punto de llegar a la playa o a un muelle, usualmente una hembrita divina, que repentinamente desaparece de la superficie jalada por la bestia apocalíptica. En una de esas películas basuras que por casualidad comencé a ver una noche de insomnio, un tiburón del tamaño de una ballena en un lago, ¿cómo llegó a ese ambiente lacustre?, -la magia de Hollywood-, saltó cual caballo y se tragó a un policía, -negro-, por supuesto, que en un muelle observaba con unos binoculares a una parejita desnudándose en unos matorrales. El único depredador asesino es el hombre, acaba de morir uno en estos días (hoy es 9 de diciembre de 2016), el tal hijo de puta, sátrapa, tirano, dictador, Fidel Castro. Uno de esos que se esconden detrás del poder para darle rienda suelta a su espíritu sanguinario, no se arriesgan como los asesinos solitarios y los asaltantes de bancos, saquean el tesoro del Estado valiéndose de su posición de poder. Y pensar que fue y sigue siendo objeto de admiración y hasta de idolatría por esa manada de imbéciles que conforman la izquierda latinoamericana y europea, al igual que ese otro  asesino serial: el tal Che, cada vez que escucho su nombre me acuerdo de un profesional de la “lucha libre” de los años 60 cuyo nombre de batalla era “El médico asesino”, sólo que éste no mató a nadie, y nos divirtió con sus payasas maniobras de fuerza en el ring; en cambio el mal nacido Che, graduado en medicina, ordenó la ejecución de más de mil “contrarrevolucionarios” en la cárcel habanera “La Cabaña”.

 

 

 

 

Resultado de imagen de Jurassic Shark

 

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En estos días de asueto decembrino recibí un video por Internet relacionado con esa lacra que fue Fidel, el contraste entre sus falsas, mentirosas declaraciones públicas y el testimonio de hombres y mujeres que sufrieron prisión y métodos de tortura de ilimitada crueldad. Y Fidel “Jamás, pero jamás, la revolución ha torturado a ninguna persona”, y las víctimas del monstruo describiendo las inhumanas torturas inventadas por las perversas mentes de los esbirros al servicio de la “revolución”. Ahora que esto escribo me viene a la memoria un párrafo del libro de Saúl Below: “El Planeta de Mr. Sammler”, en el que el laureado novelista habla del fracaso de las revoluciones y califica a los endiosados héroes de esas carnicerías humanas (la revolución francesa, la nacionalsocialista en Alemania, la comunista en Rusia, la comunista en China, Cuba, ahora Venezuela, etc.) como auténticos sicópatas, asesinos seriales:

 

 En una revolución una aristocracia era privada de los privilegios y se procedía a distribuir éstos de nuevo. ¿Qué significaba la igualdad? ¿Acaso que todos los hombres eran amigos y hermanos? No; quería decir que todos pertenecían a la elite. Matar era un antiguo privilegio. Por eso las revoluciones se empapaban de sangre. ¿Guillotinas? ¿Terror? Solo un comienzo…nada. Llegó Napoleón, un gánster que bañó de sangre Europa. Llegó Stalin, para quien el verdadero premio gordo del poder era el libre disfrute del asesinato. El poderoso disfrute de consumir la respiración de los hombres en sus mismas narices, tragándose sus caras como un Saturno. Eso era lo que realmente parecía significar la conquista del poder”[6]

 

 ¿Qué les pasa a los pueblos que sufren esos despiadados regímenes de poder, y no obstante no aprenden la lección?  Como antes expresé al aludir al sicópata que manda en Corea del Norte, en una de las novelas de Morris West, no recuerdo su título, en el epígrafe el autor escribió: “La loba que parió al bastardo está otra vez en celo”, para referirse a Hitler, como al cualquier otro genocida, por esa razón no se puede bajar la guardia, por allí caminan a la luz del día los potenciales Hitler, Stalin, Mao, Castro, Chávez, esperando el momento para asaltar el poder en cualquier sociedad cuando los pueblos clamen a grito un salvador para resolver las cíclicas dificultades económicas y sociales.

 

Bueno, volví a perder el hilo de estos relatos, ¡Qué desorden!, total escribo lo que me viene a la cabeza, no hago intento de coherencia alguna, ¿para qué?, lo más probable es que esto no se publique, así que me siento libre de teclear sin orden, ni concierto, no tengo otra cosa que hacer, ya abandoné el trabajo formal, un jubilado, ¿será que esa palabra deriva de júbilo?, alegría, euforia de nada hacer, o de hacer cosas sin trascendencia social como cultivar un jardín, pintar, dárselas de carpintero en improvisado taller, de escultor, de alfarero, sacar a mear y cagar al perro si tienes uno, darle de comer a las palomas en una plaza pública, leer si eres aficionado a los libros, esperar la hora de la comida, tomarte unos tragos en una barra con otros jubilados si te alcanza la miserable pensión, aguantar los regaños de tu mujer por desordenar la cocina, lavar platos, barrer, coletear, cocinar si eres aficionado a la culinaria, “culear” (singar, tirar, coger) cuando puedas y con la ayuda de la pastillita azul, o en fin creerte escritor y hacer lo que estoy haciendo. ¡Ah!, Y cuidar a los nietos si los tienes, corretear tras ellos en un parque, ¡Cuidado miguelito que te puedes caer!, no joda se cayó, ¿A ver qué te pasó?, y el nietecito llorando “Abu, me rompí aquí” y el carajito mostrando las palmas de las manos enrojecidas y llorando a cantaros y el viejo para sus adentros “Carajo, mi hija me va a regañar, Papá tienes que estar pendiente, miguelito solo tiene 3 años”. Y la nieta mayor, 16 años, “¡Qué ladilla, este viejo otra vez metiendo sus narices, hoy que vienen mis amigas, ¿Cuándo se morirá?”.  Estoy exagerando, sin duda, hay familias modelos que “adoran” a los abuelos, hijos agradecidos y nietos respetuosos que escuchan con atención los sabios consejos de los mayores, si, -como no-, en la isla de la fantasía.

 

 Desde el inmenso patio trasero de ese caserón, -estaba tratando de describir las crecidas del río de mi infancia, - fuimos testigos en muchas ocasiones de la turbulenta crecida: la violenta corriente de aguas marrones arrastrando árboles, ramas, animales ahogados y desechos, basuras arrojadas en sus riberas.

 

“Ante nosotros pasa la oscura y espesa corriente. Nos habla con un murmullo que se vuelve incesante e innúmero, y la superficie amarilla se riza monstruosamente en remolinos que van desvaneciéndose y que la recorren durante un momento, silenciosos y efímeros y profundamente significativos, como si justo debajo de esa superficie algo inmenso y vivo despertara por espacio de un instante de perezosa alerta y volviera a caer en un ligero adormecimiento…Discurre entre la maleza con un sonido lastimero, meditabundo, las cañas libres y los tallos jóvenes se inclinan en ella, como ante ráfagas de viento, y se balancean sin volverse hacia atrás luego, como suspendidos por invisibles cables de las ramas de lo alto. Sobre la incesante superficie se alzan –árboles, cañas, enredaderas- como sin raíces, como cercenados de la tierra, espectrales sobre la escena de una inmensa, aunque circunscrita desolación llena de la voz del agua, devastada y doliente”[7].

 

La fuerza descriptiva de Faulkner, un río crecido, una familia, padre y hermanos en la orilla esperando que baje el nivel de las aguas para atravesarlo en una carreta donde yace el cuerpo de la madre en un ataúd. En el relato la fuerza de las aguas arrastra carreta, mulas y ocupantes, y uno de ellos haciendo lo imposible para evitar que el féretro sea llevado por la fuerte corriente, la angustia de perder el cuerpo de la madre en las frías e indiferentes aguas. Se empeñan en trasladar ese féretro lejos de su hogar a otro pueblo, última voluntad de la madre, y el olor nauseabundo que emanaba del ataúd, van pasando pueblos, la gente los mira con horror, se les niega hospedaje, uno de los hijos se quebró una pierna y los muy bestias campesinos sureños le colocaron cemento para inmovilizarla, pese a las advertencias de un médico. El chico perdió la pierda, hubo que amputársela. ¡Qué eximio escritor Faulkner!, leo y puedo visualizar las escenas que describe, es el rasgo de los novelistas norteamericanos. En la foto, no sé dónde carajo fue a parar, puede observarse al río en una de sus frecuentes crecidas.

 

San Esteban, Región de rica biodiversidad como lo relata el Barón Von Humboldt en su obra Y vuelve en mi auxilio la poesía dedicada (antes transcrita) a esa extraordinaria dama que fue Raquel Capriles:

 

“San Esteban, y es la selva que se enreda en mis recuerdos, pájaros que cantan el primer día de la creación. Corazón de selva profunda donde nacen las aguas del Río de mi infancia. Tengo el corazón hecho de Río, de soberbias plantas, de pájaros cantores, de culebras y fantasmas. De la Llorona, la Sayona, el Jinete descabezado y el diablo que aparece el viernes santo. De los pesados pasos de mi padre. De guitarras y voces que se pierden en la madrugada”.

 

Como anhelo en este momento, aquí sentado, las nalgas aplastadas, añorando cual viejo huevón, bañarme en un río con tal que sus aguas sean limpias. En uno de los viajes que he hecho a la “Gran Sabana”, esa espectacular región del Estado Bolívar, el grupo familiar se dirigía al poblado “El Paují”, y al pasar por un puente, un río, “Déjenme aquí” … ¿No quieres conocer El Paují”? - me dijo mi hija Gabriela, “Lo doy por visto, prefiero zambullirme ya en ese río”. Me bajé de la camioneta con una botella de wisqui y mi traje de baño, me acompañó mi sobrino José, hijo de mi hermana mayor María Isabel.

 

 

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Me cambié entre la maleza, me subí a un peñasco y el chapuzón, la gloria, si la gloria, el agua algo fría, pero con unos tragos de wisqui el cuerpo entra en calor. ¿Qué habrá sido de ese río?, puede que esté contaminado, los malditos mineros buscando oro, utilizando mercurio en su vil procedimiento, animados por la codicia, les importa en absoluto el daño que causan, bueno estemos claros ¿A quién le importa? A unos cuantos pendejos como yo. En una excursión hacia las nacientes del Río mítico de mi infancia tuve la suerte de observar a una enorme danta o tapir, bello y pacífico animal mamífero que salía del agua y se internaba en la montaña. La segunda vez que vi uno fue en 1981, en unas vacaciones en el Estado Amazonas. A la época era el titular de la Consultoría Jurídica del Ministerio del Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables.

 

 

 

 



[1] Jorge M Reverte. Una infancia feliz en una España feroz. La vida de un niño en los años cincuenta. Espasa, 2018.

[2] Henrique Meier. Horas clandestinas. Pavilo, 2001.

[3] Mircea Cätärescu. Selenoide. IMPEDIMENTA, 2017.

[4] Rafael Cadenas. Obra entera. Poesía y prosa (1958-95). Fondo de Cultura Económica de España, 2006.

[5] Ferdinand, Celine. Muerte a crédito. Debolsillo, 2017.

[6] Saúl Below. El planeta de Mr. Sammler. Debolsillo, 2015.

[7] Faulkner. Mientras agonizo. Anagrama, 2006.

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