La ciudad que fue

 

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La ciudad que fue

 

(Algunos recuerdos de un animal urbano)

 

“La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco y sin descanso, a pesar de que sigue aquí…Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la gran cantidad de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy largo para que un mundo desaparezca. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama. Es cierto que ya no hay colegios, es cierto que la última película se exhibió hace más de cinco años, es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es a eso a lo que llamamos  vida?”

Paul Auster. El país de las últimas cosas. EDHASA, 1987. 

 

“Los bares, tascas y restaurantes abundaron en Sabana Grande. Todos eran similares en ambiente alegre, tragos, precios y generosas raciones. Algunos todavía se mantienen esperando a la fiel clientela que desapareció de sus alrededores, pero la mayoría de sus nombres solo están en la memoria de quienes los frecuentamos, así como las tiendas y locales de todo tipo que hicieron feliz a más de uno, pero lamentablemente desaparecieron”. Alberto Veloz.

 

Henrique Meier

 

Tiempo aquel en el que todavía existían cines de barrio como en Paris. Hoy, en esta capital de la violencia, sólo en los Centros Comerciales es posible disfrutar del denominado “Séptimo Arte”. Una empresa llamada “Cines Unidos” controla el monopolio de esas salas donde puedes acceder al mundo mágico del celuloide. Pero, desconozco aquí, desde el exilio, si la hiperinflación y el grado de inseguridad hayan liquidado esa distracción. También desaparecieron los auto-cines, excusa de quienes poseían vehículos para ir con sus novias o “empates” y aprovechar la oscuridad al iniciarse la proyección, y la autonomía del carro, para las lides del amor: besos, tocaderas de senos y penes, y hasta el acto completo de la penetración o del sexo oral por parte de la chica.

 En el autocine Los Chaguaramos vi en marzo de 1970 recién casado con mi primera esposa Marlen (carro prestado por mi suegro José) “Vaquero de media noche”, film impactante protagonizado por Dustin Hoffman y Jon Voight, dirigido por John Schlesinger. Esa película me conmovió hasta mis cimientos, como lo haría también un año después en Paris “Le chat”, “El gato”, protagonizada por Jean Gabin y Simone Signoret. En el primero de los mencionados films, un joven tejano: Joe Buck (Voight), deja su trabajo de lavaplatos en un pueblo tejano y viaja a Nueva York en busca de fortuna, la atracción de la gran metrópolis, aspira seducir a las neoyorkinas con su juventud y su porte, convertirse en gigoló, animado  por el típico optimismo que produce el espejismo del sueño americano. Perdido en la jungla urbana, el joven pueblerino con sus jeans, sombrero y botas de vaquero, comienza a tropezarse con la fría e implacable realidad. Conoce a un miserable lisiado tuberculoso del Bronx, Ratso (Hoffman), un típico “perdedor” en la clasificación de los individuos según la cultura del “triunfo de la voluntad individual”. La sociedad se divide entre ganadores (triunfadores) y perdedores. Los primeros son los exitosos, aquellos que prescindiendo de los medios que utilicen, hacen fortuna, amansan dinero conforme al concepto de la vida reducido a la expresión “The time is money”; los segundos, los que no logran acceder a la esfera de la prosperidad, los pobres, los fracasados, los que viven al margen del sistema social y económico (marginados), los que solo tienen como destino la muerte o la cárcel, en particular, los jóvenes negros e hispanoamericanos. Ratso sobrevive realizando pequeños hurtos y pasa sus noches tosiendo y escupiendo sangre en un edificio abandonado y ruinoso en el Bronk. En un primer momento, el miserable lisiado abusa de la candidez del pueblerino tejano, pero luego traban amistad empujados por la indiferente e implacable soledad que rodea sus vidas. Ratso asume una suerte de representación del apuesto vaquero, logra que éste se acueste con algunas mujeres maduras, comparten el dinero. Al agravarse la enfermedad pulmonar de Ratso deciden dar un golpe para obtener una suma que les permita trasladarse a Florida, a un clima más apropiado para el tuberculoso. Buck liga a un hombre mayor, un maricón, lo asaltan, las cosas salen mal y lo asesinan (no estoy seguro si fue así, la memoria confunde los recuerdos, mezcla de lecturas, sueños, obsesiones, con lo visto, oído, vivido). No olvidaré nunca la escena final: el bus arribando a Miami, Ratso tose repetidamente, pierde el conocimiento, Buck lo sostiene, y pide auxilio, los pasajeros, viejos en su mayoría, que van a esa ciudad a pasar sus últimos años, a esperar la muerte disfrutando del sol, de un clima más benigno (agotando los ahorros de 30, 40, 50 años de trabajo) voltean sus rostros y miran con indiferencia al desconcertado y angustiado joven vaquero, el tuberculoso ha muerto en los brazos de su amigo.

 “Schlesinger desmitifica el sueño americano con la dura pero emocionante relación que se establece entre Voight -un inocente tejano dispuesto a seducir a las neoyorquinas- y Hoffman -un lisiado tuberculoso del Bronx nacido perdedor-. Dos tipos marginales en busca de fortuna -que sólo encuentran refugio compartiendo sus sueños- y un implacable retrato de la jungla neoyorquina componen este intenso drama, título emblemático de los años sesenta. Magnífico dúo protagonista y la canción de Harry Nilsson acaban por redondear esta oscarizada cinta que cosechó un gran éxito de crítica y público”[1].

 En le “chat” una pareja mayor “convive” en una relación que ha muerto con el transcurso de los años, el tedio se ha instalado en el centro de sus vidas, se sientan a la mesa, no se hablan, no se miran. Ella, Clémence, lo espía desde una ventana cuando Julien  sale de la casa y se dirige a un hotel cercano cuya dueña había sido su amante en el pasado, aunque ahora solo es una confidente. Clémence, antigua trapecista que abandonó su oficio por una caída, tiene más celo de un gato que Julian recogió en la calle y al que mima, que de la supuesta amante. Hay dos escenas que recuerdo y a las que siempre les di, al parecer,  una interpretación equívoca. En una Clémence agarra al gato y lo lanza a una habitación donde hay una colección de periódicos viejos que siempre supuse perteneciente al amargado viejo, el felino destroza los periódicos. En la otra, el gato aparece ahorcado a la puerta de la cocina. Durante 57 años estuve seguro de que el gato era de Clémence, y que ella en su odio al marido había utilizado a su mascota para destruir la colección de Julien, pero hoy leyendo una página web sobre ese film descubro que el gato no pertenecía a la vieja, sino al viejo, entonces, no sé quién lo ahorcó, tampoco en el resumen del film se aclara. Lo cierto es que en 1971, en un cine de barrio (14 arrondissement), cercano al apartamento donde residía con mi primen esposa, salí de la sala de proyección con una depresión momentánea, no quería que nuestra relación pasara por la situación de desamor y hasta de odio de la pareja que protagoniza “el gato”, apenas teníamos un año de matrimonio.

 Nos adentramos hoy en una dura pero fascinante película francesa, ‘El Gato’ (1971), de Pierre Granier-Deferre, con Jean Gabin y Simone Signoret como protagonistas. El amor contiene infinidad de matices, y uno de ellos es el desamor, aunque no se pueda vivir sin él. La película refleja el precipicio de la relación de una pareja, carcomida por un entorno amenazador, los celos, el envejecimiento y, a la vez, el miedo a la soledad. La llegada de un gato callejero a casa sirve como detonante de la caída al vacío. Érase una vez dos jóvenes, Clémence, una hermosa y enérgica trapecista, y Julien, un apuesto tipógrafo comprometido y luchador, que enamorados acabaron casándose y cobijando su virginal romance en una bonita casa en el corazón de un alegre suburbio de París. Veinticinco años más tarde, solos, sin hijos, la trapecista, que quedó coja al sufrir un accidente sobre las cuerdas, y el tipógrafo, ya jubilado y desencantado social y laboralmente, se han convertido en amargos compañeros, en enemigos acérrimos que soportándose casi sin rozarse, persisten en vivir juntos en aquella casa. Una casa que, como sus vidas, se ha transformado en una siniestra morada dentro de un hábitat amenazado por la demolición. Ruinas, ambos, de la selva inhóspita en que se ha convertido su barrio, antes fresco y hermoso, hoy infectado de grúas, ruidos, escombros y enormes edificios en construcción. La relación comienza su último periplo sobre el precipicio el día en que Julien lleva a casa un gato callejero al que brinda todo su afecto. El animal acabará concentrando todo el resquemor y los celos de Clémence. La animadversión y el odio entre los antiguos amantes entrarán en erupción. No habrá hecho más que aflorar la naturaleza escondida y sus cruentos recovecos”[2].

 Regreso al tema del cine y a la práctica del sexo. También en los cines comunes y corrientes se realizaban, hablo por mi época, estratagemas sexuales, al menos desde que cambiaron las costumbres pacatas de nuestros abuelos y padres. Una tipa bastante despistada estaba con su novio viendo un film y éste, sin avisarle, corre al baño al sentir unas terribles ganas de cagar, unos retortijones. Un carajo entra a la sala de proyección cuando la película había comenzado, en la semioscuridad observa que hay un asiento disponible, se sienta, y la despistada, creyendo que se trataba del novio, le abre la bragueta y le hace la paja, el gratamente sorprendido individuo eyacula y entonces ella voltea y se da cuenta de su error “abusador, abusador, qué asco, usted no es mi novio”, y él “lo siento señorita, estuvo muy rico, tiene manos de seda, gracias, buenas tardes”, se levanta y huye antes que regresase el novio.

 Además del Broadway, ubicado en Chacaíto, muy cerca de la Tercera Avenida de las Delicias de Sabana Grande (donde se hallaba el Edificio Elcica, nuestra residencia a partir de 1957, me he preguntado por qué llamaron “Delicias” a esa zona urbana, pues no tenía, y ahora menos, nada de especial, salvo el “Cazador”, burdelete donde perdí mi “virginidad”), el Río, el Acacias, el Teatro Radio City en lo que es hoy el boulevard de Sabana Grande, el Paris en La Campiña, el Lido en la Avenida Francisco de Miranda, el Olimpo en la misma Avenida, así como el Castellana, el Canaima, en este último disfruté en cinemascope una fabulosa cinta “La conquista del oeste” (1962). El film trata la expansión de USA hacia el Oeste protagonizada por los colonos, la anexión de Texas (1845) y la incorporación de Arizona, Nuevo México y California, luego de una guerra con México que se culmina con la victoria de los gringos (Tratado De Guadalupe-Hidalgo:1848). La película consta de cuatro episodios sobre la colonización del Oeste que se llevó a cabo entre 1830 y 1890. Los dos primeros y el último, fueron dirigidos por Henry Hathaway, y el tercero, por George Marshall, pero incluye también un intermedio (entreacto), dirigido por John Ford, que evoca la sangrienta guerra civil de Secesión (1861-1865), un diálogo entre los generales nordistas Sherman (John Wayne) y Grant (Harry Morgan). Primera película rodada en Cinerama. El narrador es Spencer Tracy. Los mejores actores y actrices de ese tiempo protagonizaron esa espectacular película, recuerdo a Gregory Peck, a James Stewart, Henry Fonda, a Debbie Reynolds, una de las pocas sobrevivientes fallecida hace dos días (hoy es 5 de enero de 2017, un año que se pronostica mucho peor que el 2016 para este país en vías de extinción).

Esos y otros cines ubicados en el centro de Caracas: Capitol, Hollywood, Junín, Ayacucho (películas pornográficas a la hora del matiné, desempleados y vagos masturbándose en la oscuridad)  y en el oeste “El Pinar”, en el Paraíso, allí vi una película de terror protagonizada por Vicente Price “La tumba de Ligeia”. Sí, esos “cines de calle” que se hallaban integrados al entramado urbano, al lado de cafés, restaurantes, tascas, tiendas, etc. Caminabas unas cuadras y accedías a tu cine, no tenías necesidad como ahora de ir a esos templos del consumo como lo son los centros comerciales. Aunque se dice que la expresión “Todo tiempo pasado fue mejor” es reveladora de un espíritu conservador que se niega, rechaza el progreso, sin embargo, no deja de ser una verdad en determinados casos cual es de Caracas mi ciudad de adopción y de Puerto Cabello mi ciudad natal.

La Caracas de esos cines en la calle, de tascas españolas: “Las Cibeles”, “El Córdoba”, “Torre Molinos”, “Las Cancelas”, “El Caserio”, “La Giralda, “El Pozo Canario”, el “Dena Ona”, el “Rías Gallega”,  “El Lagar”, desde Chacao hasta el centro de la ciudad pasando por La Candelaria, de muy buenas librerías (Suma), cafés al aire libre (“El Gran Café”), de comida criolla (Jaime Vivas: los hervidos de res y gallina, el bistec encebollado, el pabellón), areperas, bares de rocola, discotecas, bares elegantes, nigths clubes (El “Toni”, el “Todo París”), burdeles, de la Plaza Bolívar y las retretas de la banda municipal los domingos, ya no existe. El régimen criminal en el poder desde hace 20 años ha tenido éxito en la gestión del odio, la violencia y la destrucción. Recuerdo un restaurante húngaro ubicado en una casa donde hoy se halla la torre la Previsora, “El gato pescador”, el gulasch inimitable, miro dentro de mí, y veo al poeta Elmer Szabó sentado en una mesa, un cigarrillo entre los labios, rasgando una guitarra. Y el Múnich, subiendo desde la Plaza Venezuela por la Avenida La Salle, una tasca regentado por un vienés, cuyo nombre olvidé, un hombrón simpático, bigotes poblados, allí nos reuníamos los estudiantes de la Facultad de Derecho de la UCV en la segunda mitad de la década de los sesenta. Lisas por un bolívar y además unas salchichas alemanas.  Y el “Viñedo” localizado entre la Calle Real de Sabana Grande y la Avenida Casanova, en una callejuela que unía a ambas arterias urbanas, sitio de encuentro de escritores, poetas, pintores, intelectuales, la que fuera “La República del Este” y los tres bares-restaurantes, también desaparecidos: el “Vecchio Mulino”, “El Franco” y el  Camilo´s”, ubicados en la Avenida Francisco Solano, denominados el “Triángulo de las Bermudas” porque quienes se hacían habitués de esos sitios se perdían. ¡Ah! Aquella Gran Avenida, desaparecida como tantas cosas buenas del pasado, 6 canales unían a la Calle Real de Sabana Grande con la hermosa, entonces, Plaza Venezuela. Del lado derecho, viniendo de la Calle Real de Sabana Grande hacia la emblemática Plaza, recuerdo una arepera como tantas de la época, donde podías zamparte un hervido de res, de gallina, o un nervioso (mondongo) en horas de la madrigada, era una ciudad segura. Al final de la Avenida se hallaba el “Todo París” con su emblemática Tour Eiffel brillando con sus luces.

Allí vi una noche al famoso Isidoro y su coche tirado por dos caballos, a la espera de alguna pareja para darle unas vueltas por la zona, y ahora me inunda la nostalgia y escucho en mi memoria la canción que le compuso el gran Billo Frómeta, tal vez uno de los hombres que más ha amado a mi ciudad de adopción:

¡Epa! Isidoro buena broma que me echaste

el día en que te marchaste,

sin acordarte de mí serenata.

¡Epa! Isidoro, cuando vuelvas por Caracas,

explícale a las muchachas,

que te fuiste lejos, sin decir adiós.

Y sigo pensando que ese viaje tuyo

no era necesario.

Ahora que Caracas está celebrando

cuatricentenario.

¡Epa! Isidoro, por las calles de los cielos,

en tu coche roto y viejo

la cuerdita nuestra, te recordará.

(Se repite toda la letra)

 

En el “Viñedo” podías beber vino a buen precio servido como en Francia en recipientes de barro cocido. Una noche bebía con el grupo de mi hermano, y él ya pasado de tragos, se empeñó en que nos diéramos a la fuga sin pagar, “echar un carro” en el argot de ese tiempo. Sus amigos (Javier M., Fernando P., Rudy L., Herbert H., entre otros), estuvieron de acuerdo, pero se hicieron señas para pagar la cuenta sin que mi hermano se percatara. Pagada la cuenta, le dijeron a Bombillo que indicara como lo harían “vayan saliendo uno a uno de manera simulada, yo el último”. Así lo hicimos, salimos y nos escondimos detrás de unos carros, y en eso le vemos abandonar el “Viñedo” y emprender una loca carrera calle arriba, llega a Sabana Grande y no encuentra a nadie del grupo, se devuelve mientras calle abajo todos subíamos riéndonos “coño me jodieron grandes carajos”. En ese bar-restaurant mi gran amigo Elmer Szabó me presentó a Rodolfo Izaguirre, una auténtica enciclopedia viviente en materia del séptimo arte y a Adriano González León novelista (¿quién no recuerda al “País Portátil?), cuentista y poeta. Esa noche un pintor, Rafael Franceschi, borracho como una cuba, se subió a un carro e inició una loca carrera sobre los techos de los vehículos estacionados, finalmente cayó en plena vía, acudimos a socorrerle (tengo dos cuadros de él, unos bellos rostros de unas chinas, dibujados con plumilla).

En la década de los sesenta, una vez que cumplí los 18 años (1964), caminaba con mi hermano “Bombillo” desde la tercera avenida de las delicias de Sabana Grande hasta la Plaza Venezuela, y luego regresábamos por la Calle Real de Sabana Grande, “jugando uñita”, no sé por qué  carajo mi hermano utilizaba ese término, he debido preguntárselo, para referir las diversas paradas que hacíamos en las tascas de la zona durante el trayecto y tomarnos unas “lisas” o cerveza de barrica, llamadas “cañas” en la puta Madre Patria. En los setenta, después que regresé de mi estadía en París (1970-73), hice lo mismo con mi buen amigo JAM. Ambos trabajábamos en una dependencia autónoma adscrita al antiguo Ministerio de Obras Públicas (MOP), ubicada en la Avenida Universidad, en el Edificio del Banco Hipotecario de Crédito Urbano. Iniciábamos la “bebeta” de “lisas” en La Candelaria (El Pozo Canario, el Dena Ona), atravesábamos el Parque los Caobos, nos deteníamos en algunas de las famosas tascas de Sabana Grande, en Chacaíto, continuábamos por la Avenida Francisco de Miranda, en  Chacao nos adentrábamos unas cuadras para beber en una tasca cuyo nombre olvidé, luego seguíamos por Altamira y en la Avenida Rómulo Gallegos, a la altura de la Principal de Sebucán, nos bebíamos la del “estribo” en un bar que hacía esquina en el comienzo de esa Avenida, ese nombre si lo recuerdo “La Bajada”, él seguía hacia su casa en Los Chorros, yo subía por la mencionada avenida hasta la residencia que compartía con mi primera esposa y mi hijo mayor.

 Conocí a JAM en 1973 cuando me reincorporé al MOP, estudiaba cuarto año de Derecho en la UCAB, en marzo de ese año comencé a dar clases en esa Universidad. JAM, quien se convertiría en uno de mis mejores amigos, laboraba como asistente legal en esa dependencia, al año siguiente fui designado coordinador legal dicha entidad y mi recién amigo pasó a estar bajo mis órdenes. Una tarde mientras bebíamos lisas me confesó que no había culeado hasta el momento, tenía 23 años, no lo podía creer, pero carecía de sentido que me mintiera al respecto, así que le dije “vamos a resolver eso ya”, lo llevé a un hotel de putas “El Sideral”, ubicado a una calle del Edificio del BHCU. En el bar del burdelón, en el primer piso se le acercó una negraza con un rabo descomunal, “Esa es la tuya JA, suelta ese toro, nojoda”, subió a uno de los cuartos y se descargó, para no quedarme atrás ligué con una chilenita del carajo, como las casitas de San Agustín del Norte, pequeña pero con todas las comodidades. En la “pieza” o cuarto la putica sacó a relucir un consolador “pucha suelta esa vaina, mira la erección que tengo”. Bueno anécdotas burdelescas. 

En la década de los 80 deambulábamos por el este de la ciudad en búsqueda de pequeños bares y restaurantes económicos. JA me puso en conocimiento la existencia del Cordon Bleu en una de las callejuelas que comunican a la Plaza Venezuela con la Avenida Libertador, donde también se hallaba el American Bar o Saba otro hotel de putas, bellas meretrices colombianas y venezolanas. Allí fui la primera vez con otro amigo del alma, CB, con quien conocí un piano bar en el Centro C Díaz en la Avenida Casanova ¿cuál era su nombre?, carajo lo tenía en la punta de la lengua, ¡Ah sí!, El Pom Pom, allí ligué con una cantante peruana. Le dije que yo cantaba, y entonces el pianista me acompañó dos o tres boleros, de una mesa un grupo nos brindó una botella de champán. Me hice habitué del lugar. Volviendo al Cordon Bleu, regentado por un simpático gallego y su hijo, un sitio con reservados tapizados con papel rojo como los burdeles de antaño, podías esconderte en uno, pedir comida y tragos y singarte a un chance o una novia, al igual que en El Anatole en San Bernardino. El gallego, ¿Antonio?, me daba crédito, como a otros habitués, pagaba a final de mes. Sancocho de gallina los miércoles, de carne los jueves y de pescado los viernes, pabellón criollo, asado negro, pargo frito con arroz amarrillo o blanco y pasas, una delicia. Con otro de mis amigos FM, deambulaba en búsqueda de bares con rocolas, el último en la Casanova, en los años finales de los 80. Y como olvidar El Piccolo Mundo en Las Mercedes, allí canté y bailé con una novia en los años 76 y 77. Y La Mansión en El Rosal, sus exquisitas carnes a la brasa. La barra atendida por Antonio, otro gallego, todo un personaje (lo reencontré en El Barquero en el 2009 o 2010, me dijo que atendía la barra de La Casa Cortez, propiedad de mi amigo Juan Cortez, secuestrado y asesinado hace más de 10 años)

En los 90 caminaba solo desde una oficina compartida con otros dos abogados amigos fallecidos, GM y GC, en el Centro Profesional, frente a la clásica Botica de Velásquez en la Avenida Lecuna, en las proximidades del Nuevo Circo hasta mi residencia en Sebucán (ya se había construido el Metro de Caracas) o hasta el Club Los Cortijos, en los Cortijos de Lourdes. Dejaba el carro en el estacionamiento del Club y tomaba el metro desde la Estación Los Cortijos en la Avenida Francisco de Miranda, en la tarde regresaba a pie, nojoda 13 kilómetros, llegaba sudado, traje empapado de sudor y me daba un baño de sauna en dicho Club. Lo hice hasta que una tarde mientras caminaba por la Avenida Universidad a nivel de la Hoyada, de pronto salieron de la nada tres malandros, asaltaron a un desprevenido transeúnte, le arrebataron la cartera y le abrieron una herida en el estómago con un instrumento punzante, tal vez una navaja, dejaron al hombre sangrando en el suelo y corrieron a esconderse en el antro del hueco de la Hoyada. Eso ocurrió a unos diez metros de dónde me encontraba, la gente gritaba por auxilio. Inmediatamente me devolví y me subí al metro en la estación La Hoyada, se acabó así mi hábito de deambulador urbano, demasiada inseguridad desde esa época, no se diga hoy día. En esos años bebía con mis amigos abogados en un negocio de comida criolla, GM y GC, próximo a la Botica Velásquez, allí tocaba en las tardes un conjunto criollo: arpa, cuatro y maracas.

Antonio López Ortega se lamenta de la regresión de Caracas:

“Caracas de noche se ha convertido en una gran cueva. Las calles se vuelven trochas; los postes, luciérnagas; las aceras, trincheras vacías. Por supuesto que no hay transeúntes, pero es que ya ni siquiera circulan autos. No se sabe para quienes trabajan los semáforos, con sus ojos insomnes. Como muy tarde, los restaurantes escupen a sus pocos comensales a las diez, y los parqueros buscan a los dueños de los vehículos en las propias mesas para decirles que el servicio llega a término. Ni hablar de patrullas o de rondas policiales: eso ya sería fábula contada entre esperanzados. Puedes deambular durante cuadras enteras, incluso en sectores que supones populosos, para sólo encontrar rastros de sombras. ¿Adónde se han ido los habitantes?[3]

Ahora me viene a la memoria la canción de Billo Frómeta, la estoy escuchando en el recuerdo, la canta creo Memo Morales, y Billo emocionado dirige a su orquesta: “Bella Caracas, bajo tu cielo, tu luna y tu sol, todas las razas buscan fortuna, lindura y amor, luces gloriosas con tus guirnaldas de cerros a tu alrededor, Caracas, ciudad hermosa, tu eres bella Caracas, la cuna del Libertador”. La interpretó también el magnífico Alfredo Sadel, el Tenor de las américas.

TIEMPO AQUEL, TIEMPO AQUEL, TIEMPO AQUEL

¡Carajo! siento nostalgia, dolor e ira, y lloro, lloro por mi ciudad, no sé si podré volver mientras me quede vida, mientras se mantenga en el poder esa oprobiosa, bárbara, cruel, criminal narcodictadura militarista asociada al terrorismo islámico no puedo, ni debo, regresar a mi querida patria, so riesgo de ser detenido y encarcelado. Leo un párrafo del escritor rumano Mircea Cätärescu referido a Bucarest (su ciudad de nacimiento) en el tiempo del régimen comunista y la congoja no me cabe en el pecho:

“Hacía frío y la ciudad estaba desierta. Las estrellas brillaban rabiosamente sobre los bloques idénticos, que olían desde lejos a veneno para cucarachas y a basura. Eché a andar hacia mi casa, rodeado por el ladrido de perros, abordado de vez en cuando por algún policía aburrido. Ciudad siniestra, enorme, deshabitada. Necrópolis a la espera de un gran cuerpo cósmico que la borrara de la faz de la tierra. Necrópolis que ensuciaba la tierra con sus bloques obreros, en ruinas desde que estos fueron proyectados. Pasé por el centro de  bulevares sin tráfico, entre barrios idénticos, junto a tiendas oscuras y hospitales sin pacientes y locales donde se oía un violín desafinado”[4].

Tiempo aquel inolvidable, viví intensamente en mi ciudad de adopción, por eso llevo conmigo, a donde quiera que vaya, los recuerdos de Caracas, sus calles, callejuelas, plazas, parques, tascas, cines, librerías, burdeles, hoy desaparecidos, ciudad de mi adolescencia, juventud y adultez, aquella que fuera centro de alegrías, decepciones, vicios y tragedias, pero donde se respiraba libertad, ciudad vencida por el horror y el odio, ciudad humillada por el desprecio del tirano, sus esbirros y los traidores, los engañadores, los cómplices del Poder, los cínicos que miran de soslayo para no ver los jóvenes cadáveres de quienes levantaron la bandera de la dignidad y la libertad frente al oprobio, ciudad perdida para la poesía y las ebrias guitarras cantoras en noches de amistad y licor, ¿dónde se ha ido la bohemía?, sus habitantes deambulan como sombras, hurgan en basureros lacerados por el hambre, cierran las cortinas mientras los represores vigilan, disparan, asesinan, los carcome el temor de la llama de la libertad, esa nunca se apaga.

 

 

 

 

https://www.google.es/search?client=opera&hs=Msz&biw=1326&bih=631&tbm=isch&sa=1&ei=PWkOW6LSN-WKgAah9qd4&q=caracas%2C+fotos+decada+de+los+70%2C+sabana+grande&oq=caracas%2C+fotos+deca&gs_l= 

La ciudad que fue

 



[1] Pablo Kurt: FILMAFFINITY https://www.filmaffinity.com/es/film906560.html.  

 

[2] Antonio Bazaga. Devorados por el desamor, los celos y El Gato. https://elasombrario.com/devorados-desamor-los-celos-gato/.

[3] Antonio López Ortega. La  Gran Regresión. Disponible en http://prodavinci.com

[4] Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017.

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