Extracto de la tierra mítica de la infancia: la casa donde nací
No estoy del todo seguro si nací en la
casa de mis abuelos maternos frente a la Plaza Flores y cercana a los muelles,
como antes lo expresé, o en la heredada por papá de los abuelos Billy y María
Luisa, ubicada en la Avenida Bolívar, y donde estuvo ubicado el bufete
Meier-Echeverría (papá y el tío Antonio, tengo un leve recuerdo de esa casa,
veo unos muebles color marrón, en un cuarto un escritorio y archivador, un
refrigerador grande). Desde hace 9 años no está mamá para aclararme la duda.
¡Qué carajo!, no importa, es mi predilección afirmar que nací en la casa que
describo a continuación, pues de cualquier manera es inverosímil haber nacido
en una u otra casa, además la de los abuelos maternos me evoca cálidos
recuerdos de un pasado de mar y barcos, la edad de la inocencia, de la que fui
expulsado a los 7 años cuando mi padre falleció mientras yo dormía y soñaba su
muerte.
“Pienso en la extrañeza de entonces, en la desarmada inocencia con que
mis ojos presenciaban el mundo. El día es una eternidad vertiginosa de luz…y
cuando cae abruptamente la noche es para siempre, todas las cosas ocurren en un
presente sin vaticinios ni recuerdos…Puedo inventar ahora, impunemente, para mi
propia ternura y nostalgia, uno o dos recuerdos falsos, pero no inverosímiles,
no más arbitrarios, sólo ahora lo sé, no porque yo los eligiera ni porque se
guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino, porque
permanecieron sin motivo flotando sobre
la gran laguna oscura de la desmemoria, como manchas de aceite, como esos
residuos arrojados a las playas por el azar de las mareas con los que el
náufrago debe mal que bien arreglarse para urdir en su isla un simulacro de
conformidad con las cosas…empiezo a entender que en casi todos los recuerdos
comunes hay escondida una estrategia de mentira, que no eran más que
arbitrarios despojos lo que yo tomé por trofeos o reliquias, que casi nada ha
sido como yo creía que fue, como alguien dentro de mí, un archivero deshonesto,
un narrador paciente y oculto, embustero, asiduo, me contaba lo que era[1]”. Antonio Muñoz Molina.
Una de las fuentes, los carajitos
recuerdan mi infancia en la Plaza, el mar “el insondable mar de mis sueños” y
un barco de carga. “Navíos que viajan al
sol, música de tambores, sales desencajadas, niños desnudos, marineros que
descargan plátanos”. Rafael Cadenas. La Plaza Flores con vista hacia el mar.
Jugaba metras y trompo con los “limpiabotas” que se la pasaban en esa Plaza,
llamada “Flores”, no porque tenga una que otra planta de flores, sino en
homenaje a Juan José Flores, prócer de la independencia nacido en el Puerto en
1800. Combatió en muchas batallas, entre ellas la Batalla de Carabobo en 1821 y
la de Tarquí (Ecuador, 1829). Primer presidente de Ecuador (1830-34) luego de
la disolución de la Gran Colombia, reelecto para los períodos 1839-43 y
1843-51, fue obligado a dejar el poder por una de esas sublevaciones de palacio
llamadas revoluciones, el 6 de marzo de 1837.
La casa de Papaviejo y Mamaén: una típica
construcción costeña de comienzos del siglo XX: dos amplios ventanales dotados
de pequeños bancos de cemento que permitían a las damas sentarse a hablar con
amigos o pretendientes parados en la acera, frente pintado de blanco, zaguán,
recibo (para las visitas), patio interno al estilo andaluz: fuente de agua y
plantas, pasillo que unía el recibo con el comedor, tres dormitorios a lo largo
de ese pasillo, el principal de los abuelos, un enorme baño, un cuarto con una
mecedora. En mi memoria estoy viendo a mi abuelo allí sentado leyendo el
periódico, me le acerco, me subo a su regazo y le tomo el lóbulo de una de sus
orejas “Papaviejo porqué tienes tan
grandes esta cosa roja”, y él se ríe
“Para escucharte mejor”. A propósito de orejas grandes, un primo siendo
niño mientras se comía una mandarina, se sentó en las piernas de un hombre
viejo que visitaba su casa, le dio por introducir los gajos de la fruta en una
de las orejas del anciano y luego comérselas, la madre con asco se percató de
tan insólito proceder e inmediatamente le llamó la atención “¡Carlitos, bájate de las piernas de don Julián”!, pues había
observado las orejas de aquel hombre, peludas y sucias, cera que jode, como si
nunca se las hubiera limpiado. Tal vez al primito le supo bien la mandarina con
sabor a cera humana. Y la memoria vuelve a traerme la figura del abuelo, ahora
está caminando con la abuela Mamaén en la Plaza Flores, él pantalón y camisa
blancos, bastón y gorra, ella con uno de sus vestidos que le llegaban casi
hasta los tobillos, mi recatada abuela, se sientan en un banco, conversan, son
las seis de la tarde, el sol (el catire) se está ocultando, el calor ha
amainado, y desde el mar sopla una cálida brisa. ¡Ah! y la cocina, olvidaba tan
importante espacio de la vida familiar (donde se prepara la alimentación y se
establece la cultura gastronómica de la familia, lugar asediado por los niños
de ese tiempo), pasando el baño, subías
unos 3 escalones y entrabas al reino de Mamaén y de María Penso, la negra
curazoleña que desde muy joven trabajaba en la casa, cariñosa pero regañona, me
está sirviendo una sopa de verduras (primer plato), miro el plato con albóndigas
de carne, arroz, tajadas de plátano frito (el “seco”), le digo “¿por qué tienes un culo tan grande?… Y
la negra cuyo corazón no le cabía en el pecho “niño no sea tan falta de respeto, se lo voy a decir a su mamá”. Luego el cuarto de María Penso, un pequeño
baño y al final la puerta trasera que daba hacia el Callejón Uslar. Tengo una
pintura al óleo de La Madriz (regalo de mamá), pintor valenciano, en la que
figura ese Callejón, al fondo en perspectiva se puede apreciar esa puerta. Esa
casa, cuyos residentes marcaron parte de mi vida, mis queridos abuelos
maternos, hoy se halla en estado ruinoso. Conmovido escribí dedicado a mi
madre, quien también nació en esa casa de la tierra mítica de mi infancia, esta
suerte de poema en prosa (publicado en la desaparecida revista literaria
española “Azor”, extravié el ejemplar):
“Una casa vieja, una casa en ruinas
Para Beatriz, amiga, madre y padre, ejemplo de abnegación, para quien
las tristezas del mundo y las de su vida no han podido quitarle la chispeante
alegría de su hermoso carácter.
“Si son parte de
la casa o la casa es parte de ellos, es algo que los niños no están preparados
para responder”
William Maxwell
Me duele una casa
en ruinas como un hueso roto, o una herida en mi costado izquierdo. Aquella
morada habitada alguna vez por risas y llantos, donde el sopor del mediodía se
confundía con el almuerzo generoso, servido a la hora del quejido de los
barcos, y la hermosa algarabía de niños sudorosos a salitre, jadeando por haber
corrido esa competencia “del que llegue
primero es pepita de oro y el último caca de perro sarnoso” en calles
coloniales, al abandonar los pupitres de aquel Colegio abierto al horizonte, al
mar azul o Verdiazul, paisaje sin límites para los ávidos ojos de la infancia.
Ese claro recinto de maderas lustrosas, amplios ventanales y jardín interno
florecido de palomas, se ha quedado solo. Al pueblo lo han convertido en “ciudad”
y la “ciudad” se va tragando las casas, los almendros, las silenciosas plazas,
y hasta los recuerdos. Me duele verte casita pintada de blanco en mis sueños de
infancia, me duele verte poblada de fantasmas. Sólo las huellas de un viejo
bastón se escuchan en las tibias horas porteñas. Te has quedado sin historias,
hueca y triste, esperando el golpe de la máquina, y el negocio inmobiliario que
te transformará en otra cosa-no sé qué-menos una hermosa casa. Se murieron tus
primeros habitantes: aquel recio catire que te soñó-una tarde de abril-, el
abuelo de bastón y de humor a flor de piel, quien te vio construir, no de
cemento sino de sudor, de treinta años de esfuerzo. Y la viejecita hecha de
roble, de puro corazón para el amor y la prudencia, que ni tu muerte-viejo-ni
la de sus hijos y tuyos- le pudieron arrancar su sentido del deber, de la
diaria obligación de la vida. Esa mujer de pasos cortos, pero firmes, te adornó
esa casa, durante años cuidó con esmero el jardín, te hizo un refugio para el
amor, un lugar de historias compartidas, de dolores, de pedazos de vida-qué
más-. Ahora que estás en ruina, no quiero pasar por tu frente, siento honda
tristeza al recordar tus primeros habitantes, y es que me duele la muerte de la
vieja casa, que una vez estuvo viva, porque no eran unas paredes, unos
ladrillos, unas columnas, sino un albergue de existencias únicas e
irrepetibles, por eso yo no quiero una casa que sea la concreción de un sueño,
que luego caiga bajo el frío acto de su demolición”.
No
he vuelto, ni volveré a pasar por el sitio donde se hallaba esa casa aledaña a
la Plaza Flores, la última vez fue en 1998, ni sombra de aquella hermosa casa,
como lo digo en esa especie de poema en prosa, o que trata de serlo, dedicado a
mi madre, lo que vi fue una construcción en ruinas, a punto de caerse, “construcción
que amenaza ruina” conforme a la legislación urbanística y que justifica su
demolición. “Así mueren las infancias- sentencia el genial Saramago-, cuando
ya no son posible los regresos porque, cortados los puentes bajan hacia el agua
infatigablemente las vigas descoyuntadas del espacio ajeno…la vida es breve,
pero en ella cabe mucho más de lo que somos capaces de vivir”[2]. Por ese escribo
estos recuerdos, es el único consuelo ante esa implacable realidad: la pérdida
definitiva de los marcos de referencia de tu vida, personas, casas, paisajes,
ciudades y hasta país. Es mentira que puedas vivir instalado en el presente con
total prescindencia de tu pasado, como afirman algunos filósofos de pacotilla,
lo que has vivido forma parte inescindible de tu ser, imposible desechar tus
vivencias en cada una de las etapas de tu existencia, sin ellas dejarías de ser
quien eres, pues ese pasado, con sus luces y sombras, te ha traído al aquí y
ahora. Es iluso pensar que puedas convertirte en un nuevo hombre o mujer
partiendo de cero cual corredor que, al finalizar la carrera de los cien metros
planos, vuelve al día siguiente a correr nuevamente esa distancia. Por eso nos
alegramos al reencontrar algún amigo de la infancia o la juventud, esos
testigos del tiempo pasado. Cuesta, cuesta mucho comprender que así es la vida,
que el precio de envejecer es tener que resignarte a la desaparición de lo que
te era cercano, familiar, seguro, y de nada vale pretender aferrarte, no somos
árboles enraizados, tampoco aves sin asidero en suelo alguno, buscamos
afanosamente edificar nuestra existencia sobre bases sólidas, vano esfuerzo.
Nos obsesiona la seguridad, queremos estar a salvo del infortunio, del azar, de
lo imprevisto.
De manera descarnada, cruda, el escritor
rumano Mirecea Cätaärescu, por medio de uno de los personajes de su novela
“Solenoide”, profiere un sórdido grito de inconformidad ante la implacable
realidad de la vida:
“¿Por qué
vivimos?, empezó Virgil, como hablando consigo mismo, pero su voz retumbó
brutalmente en el silencio de la noche. ¿Cómo es posible que existamos? ¿Quién
ha permitido este escándalo y esta injusticia? ¿Este horror, esta abominación?
¿Qué imaginación monstruosa envolvió la conciencia en carne? ¿Qué espíritu
sádico y saturnino permite que la conciencia sufra, que el espíritu aúlle
torturado? ¿Por qué hemos descendido a este cenagal, a esta jungla, a estas hogueras
llenas de odio y furia? ¿Quién nos ha arrojado desde las alturas?... ¿Qué
estamos haciendo aquí?... ¿Por qué aullamos atormentados en la agonía de
nuestras vidas y por qué el mayor tormento, el más difícil de soportar, es el
miedo? El miedo a la pérdida, a la desaparición, a desprenderse de la propia
corteza que dejas atrás, al dolor y el placer, a la vida y el sueño, al sexo y
al pensamiento, pero, sobre todo, a la araña del tamaño de cien universos que
teje la ilusión en la que nos encontramos… Es cruel, bárbaro, inútil, traer un
espíritu a este mundo, al cabo de una noche infinita, solo para hundirlo, tras
un segundo de vida caótica, en una nueva noche infinita. Es sádico ofrecerle
por adelantado el conocimiento completo del destino que le espera. Es
abominable matar a millones y millones, a generaciones y generaciones, a santos,
criminales, genios, héroes, putas, mendigos, campesinos, poetas, especuladores,
beatos, torturadores, a verdugos y víctimas a la vez, tanto a malos y como a
buenos, es melancólica y desoladora la obra propia de un criminal en serie…”[3].
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