Es mentira que puedas vivir instalado en el presente
Es mentira que puedas vivir instalado en
el presente con total prescindencia de tu pasado, como afirman algunos filósofos
de pacotilla, lo que has vivido forma parte inescindible de tu ser, imposible
desechar tus vivencias en cada una de las etapas de tu existencia, sin ellas
dejarías de ser quien eres, pues ese pasado, con sus luces y sombras, te ha traído
al aquí y ahora. Es iluso pensar que puedas convertirte en un nuevo hombre o
mujer partiendo de cero cual corredor que, al finalizar la carrera de los cien
metros planos, vuelve al día siguiente a correr nuevamente esa distancia. Por
eso nos alegramos al reencontrar algún amigo de la infancia o la juventud, esos
testigos del tiempo pasado. Cuesta, cuesta mucho comprender que así es la vida,
que el precio de envejecer es tener que resignarte a la desaparición de lo que
te era cercano, familiar, seguro, y de nada vale pretender aferrarte, no somos
árboles enraizados, tampoco aves sin asidero en suelo alguno, buscamos
afanosamente edificar nuestra existencia sobre bases sólidas, vano esfuerzo.
Nos obsesiona la seguridad, queremos estar a salvo del infortunio, del azar, de
lo imprevisto.
De manera descarnada, cruda, el escritor
rumano Mirecea Cätaärescu, por medio de uno de los personajes de su novela
“Solenoide”, profiere un sórdido grito de inconformidad ante la implacable
realidad de la vida:
“¿Por qué
vivimos?, empezó Virgil, como hablando consigo mismo, pero su voz retumbó
brutalmente en el silencio de la noche. ¿Cómo es posible que existamos? ¿Quién
ha permitido este escándalo y esta injusticia? ¿Este horror, esta abominación?
¿Qué imaginación monstruosa envolvió la conciencia en carne? ¿Qué espíritu
sádico y saturnino permite que la conciencia sufra, que el espíritu aúlle
torturado? ¿Por qué hemos descendido a este cenagal, a esta jungla, a estas hogueras
llenas de odio y furia? ¿Quién nos ha arrojado desde las alturas?... ¿Qué
estamos haciendo aquí?... ¿Por qué aullamos atormentados en la agonía de
nuestras vidas y por qué el mayor tormento, el más difícil de soportar, es el
miedo? El miedo a la pérdida, a la desaparición, a desprenderse de la propia
corteza que dejas atrás, al dolor y el placer, a la vida y el sueño, al sexo y
al pensamiento, pero, sobre todo, a la araña del tamaño de cien universos que
teje la ilusión en la que nos encontramos… Es cruel, bárbaro, inútil, traer un
espíritu a este mundo, al cabo de una noche infinita, solo para hundirlo, tras
un segundo de vida caótica, en una nueva noche infinita. Es sádico ofrecerle
por adelantado el conocimiento completo del destino que le espera. Es
abominable matar a millones y millones, a generaciones y generaciones, a santos,
criminales, genios, héroes, putas, mendigos, campesinos, poetas, especuladores,
beatos, torturadores, a verdugos y víctimas a la vez, tanto a malos y como a
buenos, es melancólica y desoladora la obra propia de un criminal en serie…”[1].
Ahora que he transcrito esa cita del
descarnado escritor me asalta el título de esa famosa superproducción
cinematográfica “Lo que el viento se
llevó” (en inglés Gone with the Wind,
1939, 4 horas de duración), una de las películas más famosas de la historia
del cine, inspirada en la novela del mismo título escrita por Margaret Mitchell
(ganadora de un Premio Pulitzer). A mediados del siglo XIX Scarlett O’Hara
(Vivien Leigh), una bella joven caprichosa y apasionada, vive, rodeada de
esclavos negros y de los lujos de la aristocracia terrateniente, en una de las
suntuosas mansiones del sur de los Estados Unidos. Lo único que no puede
obtener la caprichosa aristócrata es a Ashley Wilkes (Leslie Howard), el hombre
del que está enamorada y que, a su vez, está comprometido en matrimonio con su
prima, Melanie Hamilton (Olivia de Havilland), una dulce y cariñosa mujer
incapaz de sentir odio por nadie. La Guerra de Secesión, la atroz guerra civil
que dividió durante un tiempo el norte y el sur de esa gran nación, pronto
estallará, los jóvenes sureños muestran su entusiasmo por entrar en combate,
sin pensar el horror que les espera. No es el caso de Rhett Butler (Clark
Gable), un tipo atractivo, práctico, escéptico, a quien le importa en absoluto
el conflicto bélico, pues su interés se reduce a todo aquello que pueda
beneficiarle. Butler se prende de la belleza y carisma de Scarlett en una
fiesta en los “Doce Robles”, la finca de Ashley, y no cesará en su empeño de
conquistarla durante toda la película, a pesar de que Scarlett seguirá
obsesionada con Ashley no obstante el paso de los años y de varios matrimonios
por interés. El espectador asiste a la evolución vital de la protagonista, desde
su adolescencia hasta su madurez, y a su lucha constante por sobrevivir y
conseguir todo lo que se propone. Un personaje caracterizado por la ambición,
la autoestima, el coraje, que cautiva e imprime ánimos en todo aquel que se
acerca a ella. El título emblemático de esa superproducción “Lo que el viento se llevó” prescindiendo
del guion, del relato o narrativa del film, expresa lo efímero de la vida, lo
engañoso de esas podridas ideas acerca del “honor”, “el orgullo”, la
“superioridad de una raza”, creencias a la que se aferra la clase propietaria
de los latifundios sureños; prejuicios que impiden a los blancos sureños que
integran esa clase percibir los cambios que se están produciendo en la realidad
de un país en proceso irreversible de modernización de su economía, de su
cultura y de las costumbres sociales (también fue el caso de la “aristocracia
francesa” y la monarquía absolutista, no vieron venir la “revolución
francesa”). A medida que avanza el film se puede apreciar cómo esas
“convicciones” los llevarán a la derrota total, a la capitulación ante el norte
(los yanquis), a la destrucción de un estilo de vida que parecía imperecedero.
La guerra de secesión es la ventolera que barre al sur esclavista, en la escena
final se observa la ruina de las plantaciones de algodón y de las suntuosas
mansiones. Otro film semejante es “La caída del imperio romano” (1964, film que
motivó al escritor Harry Whittington, 1915 – 1990, a escribir la novela
homónima, publicada por Fawcett Publications, Inc. & Frederick Muller Ltd.,
también en 1964.)
No
sé por qué razón asocio “Lo que el viento
se llevó”, (esta manía que tengo de asociar) con la obra del mexicano Juan Rulfo[2] “El llano en llamas” (publicado en 1953), una
serie de diecisiete cuentos en los que el autor trata, entre otros temas,
el problema de la tierra infértil. En los relatos “Luvina”
y “Nos han dado la tierra”, los
personajes caminan apesadumbrados por la tierra que el gobierno les ha
conferido, aludiendo a ella como un comal acalorado en donde si siembran, no
crecerá nada, ni zamuros (zopilotes), la aridez del suelo simboliza la miseria
de sus poseedores, el engaño de la revolución mexicana: hacer propietarios a
los trabajadores del campo otorgándoles tierras muertas para la agricultura,
simulando el cumplimiento de una promesa, de una justa reivindicación social,
en el fondo manteniendo al campesinado que se levantó en armas en la misma
situación previa a la guerra civil. Rulfo magistralmente, con un lenguaje
preciso, expresa la desgracia del México rural y por qué no, de América Latina:
la pobreza, la desolación, la ruina del campo, el fatalismo de una población
condenada a la miseria. Esos cuentos tienen como referencia la reforma agraria
y la repartición de tierras decretada durante el sexenio de Cárdenas.
“Macario”, primer cuento con el que comienza el libro, es un joven que por
órdenes de su madrina se dedica a matar ranas que salen de las alcantarillas,
ella lleva días sin poder dormir a causa del ruido que producen los animalejos.
El relato es la historia de una familia muy humilde que sufre todas las
desgracias que acompañan a la pobreza, en particular el temor de los padres de
que Tacha, su hija más joven, se convierta en una prostituta como sus hermanas
mayores que decidieron tomar ese camino a causa de la pobreza y mala suerte que
las perseguía. Narrados la mayoría de ellos en primera y tercera persona, Rulfo
recrea un ambiente a lo largo de los cuentos con seres que viven en una suerte
de consciencia surrealista, mágica. El presente para ellos es trágico y la
nostalgia del pasado y el recuerdo es una constante. El autor logró mostrar la
realidad de la problemática del campo y la provincia jaliscienses a través de
un realismo mágico como el de Gabriel García Márquez. México, México, primer
país en biodiversidad, inmenso territorio, pluralismo cultural, recursos
naturales, y sin embargo, nación de migrantes, el riesgoso periplo hacia el
norte en búsqueda del “sueño americano” convertido en pesadilla para muchos que
mueren en el camino, son deportados o explotados por su condición de
“ilegales”, ¿la causa?, la incorregible corrupción de los sucesivos gobiernos,
de la clase política y empresarial, la incapacidad del “Estado” para promover
una economía próspera, garantizar igualdad de oportunidades; un Estado
penetrado por los carteles de la droga. El mismo drama que padece el pueblo
venezolano, esas jóvenes compatriotas dedicadas a la prostitución en la
fronteriza Cúcuta, medio deleznable justificado en la necesidad de sobrevivir,
hombres comiendo carne de perro, hurgando en los basureros, nonatos que mueren
al nacer, ancianos condenados a la muerte por la falta de fármacos, es la atroz
realidad de mi país.
En un pasaje de la novela de Faulkner[3] “La
mansión” (1960), el maestro de la narrativa norteamericana, coincide con el
tema del “Llano en llamas” de Pedro Páramo: la aridez de la tierra poseída por
los pobres, la servidumbre o atadura de los hombres a una tierra improductiva,
infértil. Se refiere Faulkner a los campesinos blancos pobres del sur del
Estado de Missouri en los tiempos de la depresión en los años 30, el hombre no
posee a la tierra, sino que es ésta la que lo posee a él, año tras año el
perdido esfuerzo por tratar de fructificar el suelo yermo:
“La tierra, enemigo jurado y contrincante a muerte de todos y cada uno
de los arrendatarios y aparceros; la tierra dura e implacable que gastaba su
juventud y sus ásperos de labranza y luego acababa también con su cuerpo. Y no
sólo con su cuerpo, sino también con el otro, suave y misterioso, que tocó por
primera vez con asombro y reverencia e increíble emoción la noche de bodas,
consumido ya hasta alcanzar la dureza…y que la mitad del tiempo más bien estaba
demasiado quebrado por el cansancio para recordar siquiera que esa era el
cuerpo de una hembra, y no sólo de ellos dos, sino también de sus hijas, las
dos chicas a las que veía crecer y se podía adivinar lo que reservaba el futuro
para aquella tierna y mágica inocencia”[4].
Y Antonio Muñoz Molina en su novela “El
viento de la luna”:
“Lo más que le piden al porvenir es que
se parezca a lo mejor del pasado. El plomo del pasado es la fuerza de gravedad
que rige sus vidas y las mantiene atadas a la tierra, sobre la que se han
inclinado para trabajar desde que eran niños: para cavarla con sus azadones,
para sembrar en ella, para segar con sus hoces de hoja curva y dentada los
tallos altos del trigo, de la cebada y del maíz, para arrancarle las matas
secas y ásperas de los garbanzos…Inclinado sobre la tierra, la cabeza baja, las
piernas muy separadas, al lado de mi padre yo voy aprendiendo sin convicción y
con honda desgana el oficio al que me destinan, y muy pronto he notado un dolor
intolerable en la cintura y la aspereza seca de la tierra que me hiere las
manos acostumbradas al tacto suave de los cuadernos y los libros…”[5]
[1]
Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017
[2]
Acapulco, Jalisco, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor mexicano. Un solo
libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y una única novela, Pedro
Páramo (1955), bastaron para que Juan Rulfo fuese reconocido como uno
de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Su obra,
tan breve como intensa, ocupa por su calidad un puesto señero dentro del
llamado Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60,
fenómeno editorial que dio a conocer al mundo la talla de los nuevos (y no tan
nuevos, como en el caso de Rulfo) narradores del continente. Juan Rulfo creció entre su localidad
natal y el cercano pueblo de San Gabriel, villas rurales dominada por la
superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de
las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). Esos
primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que
Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra. En 1934 se trasladó a Ciudad
de México, donde trabajó como agente de inmigración en la Secretaría de la
Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones
de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias. En los
quince cuentos que integran El llano en llamas (1953), Rulfo
ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y
expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que
trascendían la pura anécdota social. En su obra más conocida, Pedro
Páramo (1955), Juan Rulfo dio una forma más perfeccionada a
dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo
donde cohabitan lo misterioso y lo real; el resultado es un texto profundamente
inquietante que ha sido juzgado como una de las mejores novelas de la
literatura contemporánea. El
protagonista de la novela, Juan Preciado, llega a la fantasmagórica aldea de
Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no conoce. Las voces de los
habitantes le hablan y reconstruyen el pasado del pueblo y de su cacique, el
temible Pedro Páramo; Preciado tarda en advertir que en realidad todos los
aldeanos han muerto, y muere él también, pero la novela sigue su curso, con
nuevos monólogos y conversaciones entre difuntos, trazando el sobrecogedor
retrato de un mundo arruinado por la miseria y la degradación moral. Como el
Macondo de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, o
la Santa María de Juan Carlos Onetti la ardiente y estéril Comala se
convierte en el espacio mítico que refleja el trágico desarrollo histórico del
país, desde el Porfiriato hasta la Revolución Mexicana. Desde el punto de vista
técnico, Pedro Páramo se sirve magistralmente de las
innovaciones introducidas en la literatura europea y norteamericana de
entreguerras (Proust, Joyce, Faulkner), línea que en los años 60
seguirían Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Ernesto
Sábato, Carlos Fuentes y otros autores del Boom. De este
modo, aunque la novela se plantea inicialmente como un relato en primera
persona en boca de su protagonista, pronto se asiste a la fragmentación del
universo narrativo por la alternancia de los puntos de vista (con uso frecuente
del monólogo interior) y los saltos cronológicos. Rulfo escribió también
guiones cinematográficos como Paloma herida (1963) y otra
excelente novela corta, El gallo de oro (1963). En 1970
recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de
Asturias de la Letras. https://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rulfo.htm.
[3]
(William Falkner; New Albany, Estados Unidos, 1897 - Oxford, id., 1962)
Escritor estadounidense. William Faulkner figura entre los grandes novelistas
que, en el periodo de entreguerras, impulsó con su obra la renovación de las
técnicas narrativas y la superación de las tendencias realistas y naturalistas
de la centuria anterior. Por la relevancia de su producción y la influencia que
había de ejercer, se le sitúa al mismo nivel de los maestros europeos del
periodo: Marcel Proust, Franz Kafka y James Joyce. Pertenecía a una familia tradicional y
sudista, marcada por los recuerdos de la guerra de Secesión, sobre todo por la
figura de su bisabuelo, el coronel William Clark Falkner, personaje romántico y
autor de una novela de éxito efímero. En Oxford, la escasa atención que
prestaba Faulkner a sus estudios y al puesto que le consiguió su familia en
Correos anduvo paralela a su avidez lectora, bajo la guía de un amigo de la
familia, el abogado Phil Stone. A pesar de que su vida transcurrió en su mayor
parte en el Sur, que le serviría de inspiración literaria casi inagotable,
viajó bastante: conocía perfectamente ciudades como Los Ángeles, Nueva Orleans,
Nueva York o Toronto y vivió casi cinco años en París, donde cabe destacar que
no frecuentó los círculos literarios de la llamada Generación Perdida.
Perseguía muy conscientemente el éxito literario, que no alcanzó, sin embargo,
hasta la publicación de El ruido y la furia (1929), novela de
marcado tono experimental en que la anécdota es narrada por cuatro voces
distintas (entre ellas la de un retrasado mental), siguiendo la técnica del
«torrente de conciencia», es decir, la presentación directa de los pensamientos
que aparecen en la mente antes de su estructuración racional. El
experimentalismo de Faulkner siguió apareciendo en sus siguientes novelas:
en ¡Absalón, Absalón! (1936), la estructura temporal del
relato se convierte en laberíntica, al seguir el hilo de la conversación o del
recuerdo, en lugar de la linealidad de la narración tradicional, mientras
que Las palmeras salvajes (1939) es una novela única formada
por dos novelas, con los capítulos intercalados, de modo que se establece entre
ellas un juego de ecos e ironías nunca cerrado por sus lectores ni por los
críticos. El
mito presenta a William Faulkner como un escritor compulsivo, que trabajaba de
noche y en largas sesiones, mito que cultivó él mismo y que encuentra su mejor
reflejo en su personalísimo estilo, construido a partir de frases extensas y
atropelladas, de gran barroquismo y potencia expresiva, que fue criticado en
ocasiones por su carácter excesivo, pero a cuya fascinación es difícil
sustraerse y que se impuso finalmente a los críticos. A pesar de haber
conseguido el reconocimiento en vida, e incluso relativamente joven, Faulkner
vivió muchos años sumido en un alcoholismo destructivo. La publicación, en
1950, de sus Narraciones completas, unida al Premio Nobel que
recibió ese mismo año, le dio el espaldarazo definitivo que necesitaba para ser
aceptado, en su propio país, como el gran escritor que era. Su existencia
cambió a partir de este momento: recibió numerosos honores, escribió guiones de
cine para productoras cinematográficas de Hollywood (trabajo que aceptaba
principalmente por motivos económicos, dado su elevado ritmo de gasto) y se
convirtió, en suma, en un hombre público, e incluso fue nombrado embajador
itinerante por el presidente Eisenhower. Los últimos años de su vida, que
transcurrieron entre conferencias, colaboraciones con el director de
cine Howard Hawks, viajes, relaciones sentimentales efímeras y curas de
desintoxicación, dan la impresión de una angustia creciente y nunca resuelta.
«No se escapa al Sur, uno no se cura de su pasado», dice uno de los personajes
de El ruido y la furia, y, en efecto, el escenario de la mayoría de
sus novelas es el imaginario condado sureño de Yoknapatawpha, cuyas
connotaciones y poder simbólico le confieren un aura casi bíblica. En este
sentido, la obra de Faulkner debe ser contemplada como un todo, en la medida en
que toda ella se halla marcada por esta voluntad de recrear la vida del sur de
Estados Unidos, por más que tal localismo no impide que sus personajes y sus
obsesiones, tan circunscritos a un tiempo y un lugar concretos, adquieran una
proyección universal. https://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/faulkner.htm.
[4]
Faulkner. La mansión. Debolsillo, 2016.
[5] Antonio Muñoz Molina. El viento de la luna. Seix
Barral, 2006.
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