Colegio de la Salle tan querido (1954-64)
Colegio de la
Salle tan querido (1954-64)
Henrique Meier
Pasé 10 años en ese magnífico Colegio, viví
intensamente la mayor parte de mi segunda infancia, mi adolescencia y el
tránsito hacia el hombre joven en esa institución. Antes relaté que me inscribieron
en el primer grado del Colegio San José de La Salle en Puerto Cabello, pero que
en razón del deceso de papá y de Papaviejo, la familia se mudó a Caracas, perdí
ese año, y repetí el primer grado en el Colegio Humboldt. De manera que desde
el segundo grado hasta mi graduación de bachiller, desde los 9 hasta los 18
años, asistí ininterrumpidamente, salvo los periodos de las vacaciones
escolares, a la Salle La Colina, incluso casi todos los fines de semana durante
la escolaridad, o iba al Colegio para un partido de fútbol en sus canchas, o a
otras canchas con la selección del momento: infantil B, A, Juvenil, Primera
división. Tengo una deuda moral con la institución, con los pacientes hermanos,
con sus excelentes profesores, sin duda influyeron notablemente en mi
personalidad, me transmitieron valores, aunque nunca dejé de cuestionarlos en
ejercicio de la razón crítica. Le debo una sólida educación básica y
diversificada, el estímulo por el estudio y la investigación, el amor al
deporte, la preocupación por las injusticias humanas. Esa congregación al igual
que los Salesianos y a diferencia de los Jesuitas, no te inculcan esa semilla
del liderazgo, el que debes esforzarte por acceder a los primeros puestos de la
política, la economía, la cultura, etc. Se interesan por darte una formación
integral orientada por los valores cristianos, más la propia sencillez y
humildad de la mayoría de los Hermanos de la Salle es demostración de que su
interés básico es despertar en los alumnos el espíritu de servicio hacia los
otros, hacia la comunidad. Por ese motivo, no es difícil saber si un carajo es
ignaciano o lasallista, es como una marca, puedes apreciarla en la mirada, en
la forma de hablar, en la arrogancia. Obviamente, no siempre es así, puede que
el egresado de una institución jesuita no haya quedado signado por las
características de la educación impartida en dicha institución, y que el tipo
carezca de arrogancia, no se sienta llamado a liderar así sea una mera reunión
festiva.
Popoyo y yo pasamos, con grandes dificultades (de
vainita) a segundo y sexto grado de primaria, respectivamente. La muerte de
papá y Papaviejo, la mudanza y el cambio
de ambiente, de amigos, todo ello influyó en el bajo rendimiento escolar que tuvimos
en el Colegio Humboldt. Mamá decidió
inscribirnos en el Colegio La Salle La Colina, ubicado en la Colina de los
Caobos, próximo a la estación de televisión “Televisa” adquirida posteriormente
por el “empresario” Gustavo Cisneros y rebautizada como “Venevisión” (canal 4).
Para el año 1954 el Colegio apenas tenía 10 años de fundado[1]
y contaba con un solo edificio, el del medio color marrón donde se hallaban las
aulas del 1° al 3er grado del bachillerato en el momento en el que dejé a mi
querido Colegio al graduarme de bachiller en 1964. En septiembre de 1954 mamá
me inscribió en 2° grado, a Popoyo en el 6to. Mi aula (jaula) estaba ubicada en
unos galpones con techos de zinc, en un área donde años después los Hermanos
levantaron un edificio de tres pisos en cuya planta baja organizaron las aulas
para el ciclo superior: los cuartos y quintos años de ciencia y humanidades. En
ese tiempo Caracas era una ciudad templada, y en aquella colina hacía un frío
verraco como dicen en Colombia, teníamos que abrigarnos, había neblina,
llegábamos a la siete de la mañana, carajo y nosotros que veníamos del calor de
un puerto. No se había construido la Avenida Boyacá o Cota Mil (inaugurada en
1956), ni el teleférico, una estrecha calle comunicaba a Maripérez con la Alta
Florida pasando por el lado del Colegio que limitaba con el cerro El Ávila, que
tampoco había sido declarado como Parque Nacional, decisión tomada en diciembre
1958 por el profesor “Sanabria”, Presidente de la Junta de Gobierno constituida
a raíz de la caída y huida de Marco Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958.
La primera vez que subí a ese maravilloso cerro fue en
1957 con un grupo de muchachos de la “Acción Católica” de la Parroquia El
Recreo, acompañados por un adulto. Subimos por “Cotiza” hacia el sector de
“Galipán”, una inolvidable excursión. De adulto lo haría muchísimas veces sólo
o con mi ex amigo Jesús Eduardo Cabrera, con mi amigo del alma y compadre José
Amando Mejía, con mi hijo mayor Eduardo Enrique en su niñez y en su juventud.
Incursionábamos hacia un sector, montaña adentro, a unos 5 kilómetros de la
entrada por Sebucán: “Paraíso” y nos bañábamos en las heladas aguas de una
quebrada. Un sábado en la mañana lo hice solo, había llovido, iba contemplando
el paisaje cerro arriba cuando sentí un golpe en mi bota derecha, y al voltear veo
a una culebra de tamaño regular al borde de la pica, preparándose para volverme
a atacar, corrí como un desaforado y me dejé caer exhausto sobre un enorme
peñón que había en el centro del caminito. Miré la bota y tenía las huellas de
los colmillos y el veneno que había tratado de inocular la serpiente. Gracias a
Dios las botas eran marca “Frazani”, italianas, reforzadas con acero a nivel de
los tobillos, de lo contrario, con otro tipo de calzado no estaría relatando
esta historia intrascendente. Como a la media hora bajaba un excursionista
quien al verme pálido me preguntó la causa, le relaté lo acontecido, me brindó
un largo trago de ron, y me aconsejó que no subiera más solo, aunque él andaba
sin compañía.
Es así como un día del mes de septiembre de 1954
esperé al lado de mamá, en la puerta de la quinta “Guachi” que me recogiera el
bus escolar a las 7 AM[2],
ansioso y emocionado al mismo tiempo ¿cómo sería ese colegio La Salle?,
imaginaba que no se parecería al de Puerto Cabello, en Caracas no había mar, ¡Qué
desgracia!, ni un río, a lo sumo la quebrada que atravesaba la vaquera que
frecuentábamos Guillermo y yo en lugar de ir al Colegio Humboldt. A mis 9 años
y a pesar del trauma de la muerte de mi padre y de mi abuelo materno, la
mudanza de Puerto Cabello a Caracas, el cambio de colegio, conservaba ese
instinto primitivo para la maldad, una forma de rebeldía contra el orden
establecido, un impulso (inconsciente) dirigido a quebrantar las reglas, a
desafiar cualquier tipo de autoridad (padres, maestros, y pensar que con el
tiempo me haría abogado y llegaría a ocupar el cargo de Ministro de Justicia,
¿Cómo se produjo esa transformación? Misterio de la complejidad de la vida y
del ser humano). Debo
reconocer que la paciencia de mamá y de Mamaén, el calor de una familia algo
extraña: un matriarcado, 5 mujeres y dos varones, y los valores que me
inculcaron los Hermanos y profesores de ese magnífico Colegio, terminaron
canalizando mi rebeldía innata hacia objetivos constructivos, o al menos eso
creo. No cualquier niño de esa edad se hubiera adaptado tan rápido al nuevo
colegio, un ambiente diferente al de Puerto Cabello y San Esteban, no iba a
tratar con niños campesinos, ni de una ciudad pequeña como el Puerto, estaba en
Caracas, la Capital; sin embargo, como ocurrió, eso me importaba un ajo, ya
tenía el equipaje necesario para este viaje enigmático de la vida, los recursos
psicológicos y físicos, a pesar de mi baja estatura, para sobrevivir en
cualquier lugar.
Y así lo he hecho durante todo este trayecto, 71 años, que no es poca cosa si lo pensamos
desde la expectativa de vida de un hombre concreto, aunque obviamente si nos
situamos en la perspectiva de la milenaria historia de la humanidad, y de la
inmensidad del cosmos, eso es nada, apenas un aleteo de mariposa como lo
expreso en este poema:
“Fragilidad
La vida
Pájaro indefenso
De quebradizas alas
Nube
Niebla que disipa el
viento
¿De dónde viene tanta
arrogancia?
Dueños del aire
De estos recuerdos
vaporosos
Imágenes flotando en el
vacío
¿Y esos afanes?
Somos dibujos en la arena
Que las olas borran
Un aleteo de mariposas
NADA...”.[3]
Esa arrogancia en el fondo
pretende esconder nuestra debilidad, “Si
cada uno de nosotros confesara su deseo más secreto- escribe Ciorán- diría: “Quiero que me alaben”. Nadie se
atreverá a ello, pues es menos deshonroso cometer una iniquidad que proclamar
una debilidad tan lastimosa y humillante, debido a un sentimiento de soledad e
inseguridad que padecen, con la misma intensidad los rechazados y los
afortunados. Nadie está seguro de lo que es ni de lo que hace. Por imbuidos que
estemos en nuestros méritos, la inquietud nos consume y para vencerla, estamos
deseosos de que se nos engañe de recibir la aprobación venga de donde y de
quien viniere. El observador descubre vicios de súplica en la mirada de quien
quiera que haya terminado una empresa o una obra, o se entregue simplemente a
algún tipo de actividad sea la que fuere. Se trata de una dolencia universal…”[4]
Aludí a esa debilidad en
esa suerte o especie de introducción a este ensayo que denomino “Aclaratoria”,
nadie es inmune a ese deseo de aprobación, de reconocimiento de los méritos
propios. ¡Cuánto esfuerzo gastado para recibir un premio, una medalla, una
condecoración!, no me engaño sólo ahora, a esta edad, es que he podido superar
y no totalmente, ese afán de ser objeto de halagos por parte del entorno
social.
Las pandillas Lange y
Lamberti
El grupo de niños del segundo grado estaba hecho a la
medida de ese impulso o instinto para planear y ejecutar “travesuras”, algunas
de las cuales hoy serían consideradas como manifestación de un grave trastorno
de personalidad. Me integré de inmediato socializando con todos esos carajitos,
en especial los dotados para la maldad. El grupo se dividía en dos pandillas:
la de los hermanos Lange, y la de los hermanos Lamberti. Pertenecía a una y
otra según mi capricho y ello desconcertó a los jefes de ambas pandillas. En
ocasiones me unía a los Lange para batirnos contra los Lamberti, y viceversa. No
le tenía lealtad a ninguna, tal era y ha sido mi espíritu libertario, de
autonomía e independencia, lo que me ha granjeado el rechazo de muchos en una
sociedad tradicionalmente fracturada en tribus y clubes de amigos en búsqueda
del poder, siempre el poder. Para mí lo básico era dar y recibir trompadas, la
acción, la ruptura de la disciplina, no la lealtad a un grupo, o a un jefe
(jamás he podido seguir a nadie). Extraña integración la mía infringiendo el
código de conducta del grupo. En el grupo, además de los pandilleros, peleones,
rebeldes, había también (hay de todo en la viña del Señor) los típicos
indiferentes, los niños modelo obedientes a la autoridad de Hermanos y
profesores, los adulantes o jalabolas con vocación para la delación (sapos). No
fui un niño modelo, obediente, disciplinado, pero tampoco jala bola y delator,
ni sometido a la autoridad de un jefe de pandilla. Allí se inició mi oficio de
rebelde solitario que me ha
caracterizado toda mi vida, hasta hoy con 71 años a cuestas. Tengo facilidad
para integrarme en cualquier grupo social, soy abierto y conversador: canto,
hecho chistes, anécdotas, le meto al trago con ganas, pero jamás he podido, y
ahora menos podré, identificarme totalmente con algún grupo social, político,
confesional, etc. Me gané el respeto de las pandillas y sus jefes, no obstante
mi desconcertante conducta, así como el temor de los indiferentes y de los
alumnos-modelo, por la osadía para
proponer y ejecutar las travesuras más riesgosas. Por el aula de ese Segundo
Grado “A” pasaron tres o cuatro profesores, no resistían aquel desorden de 30 0
40 carajitos absolutamente incontrolables.
Recogía de esas piedritas azules que cubrían el patio
del recreo para lanzarlas en clase en el momento en el que el profesor de turno
daba la espalda para escribir en el
pizarrón. Nunca fui sorprendido “in fraganti” y los delatores me tenían terror.
Constantemente el Hermano Santiago, Prefecto de Primaria, un asturiano que
había participado en la Guerra Civil española (manejó tanques de guerra para la
falange franquista, los nacionalistas), de recio carácter, autoritario como
ninguno, irrumpía en el aula y nos ordenaba salir en formación con ese sol del
carajo de media mañana, castigo por la ingobernabilidad de unos endemoniados.
Pero, ni siquiera su férrea autoridad fue suficiente. Recuerdo un día en que el
jodido Santiago suplió al conductor del bus, al parecer el profesional del
volante o había enfermado, o simplemente no fue por “dolor de bolas” (flojera,
fastidio). Subimos al bus e inmediatamente nos sorprendió ver al autoritario
Prefecto (no podía ser blando) al volante del vehículo, arrancó y no habían
pasado más de 15 minutos cuando frenó y regresó el bus al Colegio, lo detuvo y
armó un gran follón, dijo que si seguíamos hablando y gritando nos quedaríamos
hasta la noche allí. Silencio sepulcral. Atrapábamos lagartijas en el monte
aledaño y las soltábamos en clase: gritos, auténticos alaridos de pavor, risas,
niños que se subían a los pupitres, otros que corrían hacia la puerta, el
profesor desconcertado, desmadre total, el pitazo de Santiago para restablecer
el precario orden. Finalizado el año escolar y pasar al tercer grado, el grupo
fue dividido, nos ubicaron en secciones diferentes, única alternativa para
evitar que se repitiese la historia de ese memorable segundo grado, único en su
especie en los 67 años de fundado el Colegio La Salle la Colina. Dejamos la
especie de galpón donde estaba el segundo grado “A” y nos mudaron al nuevo edificio
verde para los grados de primero a sexto de primaria. En la foto de abajo el
Prefecto de mano de hierro. Después de graduarme de bachiller (1964) no volví
al Colegio sino cuando mi hijo menor Ricardo Enrique ingresó al mismo. Con
ocasión a una reunión de padres y representantes en el 2004, vi a Santiago ya
muy anciano (90 años o más), iba de brazos de dos hermanas (monjitas), lo
abordé y para mi sorpresa me reconoció “Sí,
me acuerdo de ti, Meier, Meier, un chico terrible, terrible”.

El jodido hermano Santiago, Prefecto de primaria, un
día le dio una patada en el culo a un carajito que subía las escaleras del
edificio verde, el de la primaria, que fue terminado en 1955, no sé que habrá
hecho el muchacho que subía delante de mí, para merecer la patada del mismísimo
gran carajo Santiago, a mí nunca me tocó, si me castigó, me regaño, pero no me
puso la mano encima, y menos me dio una patada.
La primera comunión
“La Iglesia enseña que a
partir de los siete años con el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal
se va para el infierno. Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por
el cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos
superiores. En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos, los
símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre, del
maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones,
paisajes. En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier animal, el
niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte. Ese
cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en propiedad para inocularle su
doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en su mucosa desprotegida de la
razón no se olvidará jamás. Es lógico que al niño lo vistan de marinero, ya que
expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa travesía de la vida”[5].
Manuel Vincent
A los 10 años (1955), ya en 3er grado, mamá decidió
que era tiempo de que hiciese mi primera comunión. A ese fin, el grupo que se
santificaría recibió la charla correspondiente de boca de un sacerdote español,
que insistió en la necesidad de confesarnos y arrepentirnos de nuestros
pecados, pues de lo contrario, si nos sorprendía la muerte iríamos directamente
a alguna de las palas del temido y terrorífico infierno. Contó una historia que
siempre he considerado como una auténtica mierda:
“Había una vez dos
hermanitas, una, la menor, temerosa del Señor tenía una conducta ejemplar, no
como vosotros pequeños pecadores, la otra, la mayor, ya una golfa ella, indujo
a su hermanita a cometer un pecado mortal y la niña buena murió al instante sin
poder confesarse. ¿A dónde creéis que fue su alma?, pues al mismo infierno, así
que “ala” a confesaros para poder recibir al Señor en estado de pureza”.
A partir de esa
“charla” comencé a temer a Satanás,
Lucifer, el Diablo o mandinga como lo nombraban en San Estaban. De manera que
fui forzado a confesar mis pecados a un desconocido ¿cuáles? a esa temprana
edad. En la fila todos destilábamos angustia: ¿Qué vas a confesar tú?, -no sé- respondían algunos, otros, “…pues que le he mentido a mamá…miré por el
ojo de la cerradura a mi hermana mayor desnuda…me robé unos caramelos en una
bodega”, y así, todos nos sentíamos como si estuviéramos a la misma puerta
del patíbulo. El Hermano Santiago nos daba ánimos “Seáis sinceros, el Señor todo lo perdona”. Me tocó el turno, un
cura español, creo que el mismo de la infame charla, oculto tras las rejillas
del confesionario: “A ver hijo, dime tus
pecados, comienza por los más gordos”, y yo paralizado, callado, nada
decía, y el cura “¿has pecado contra la
carne? No sabía que significaba y se lo pregunté “Qué si has tenido pensamientos impuros, o te has dejado tocar o has
tocado tu propio miembro, el pene hijo”, allí por vez primera supe lo que era hacerse
la paja o masturbarse aunque tardaría 2 años para ingresar al club universal de
los pajizos obsesivos. El único supuesto pecado que confesé ese día fue el de
las típicas mentiras a mamá para evitar correazos, un acto de legítima defensa.
Con el tiempo estrecharía lazos de amistad con los
Lange y los Lamberti, en particular con Edgard Lange, excelente jugador de
fútbol: compartimos en el mismo equipo, la selección del Colegio desde el
infantil “C” hasta la primera categoría. Centro delantero nato, fuerte, gran
goleador. De los 3 hermanos Lange sólo queda Edgard, eso creo, la última vez
que lo vi fue en 1996, me solicitó una audiencia en mi carácter de Ministro de
Justicia, estaba muy desmejorado, había recibido un tiro en la cara, y de eso
quiso hablarme para que yo hiciera algo respecto del agresor, lo remití al
Director de la Policía Técnica Judicial. El menor de los hermanos Lange,
Gustavo, también futbolista de primera, murió hace más de 40 años en un
accidente automovilístico. Y el mayor, cuyo nombre no recuerdo, de un infarto
fulminante. ¿Qué razón oculta explica esa desgracia familiar? ¿Será el mero
azar?, ¿El destino?, ¿el pago por crímenes de los padres, de los antepasados?
¿El secreto designio de un arbitrario Dios? Los Lange, al igual que nosotros
habían perdido a su padre, la madre asistía a los juegos del equipo, una mujer
jodida, reclamaba cualquier decisión arbitral que considerara injusta. La
desgracia persigue a determinadas personas, es el acecho de la muerte que tarde
o temprano termina dándonos caza.
Ese tipo de desgracia también la hemos tenido en la
familia. Ya harán dos años de la muerte de mi querido primo JM cuyo hijo mayor
había fallecido en un accidente automovilístico en el 2013, con 3 años de
diferencia dejaron este mundo padre e hijo, y lo peor es que su segundo hijo
sufrió de un cáncer que aparentemente ha superado. La madre, mi amiga, cómo ha
sufrido. JM padre e hijo hicieron una fortuna como abogados, pero ¡cuanto daría
la esposa y madre por tenerlos aún vivos! Y no es que desprecie el dinero, no,
pero creo que no vale la pena obsesionarse por la riqueza, de nada te sirve a
la hora de partir de esta vida, tampoco es consuelo posible para los que aquí
se quedan llorando la ausencia, bueno, entendámonos no todas las personas
lamentan la desaparición de sus seres “queridos”, el dinero puede más que el
dolor, y en algunos casos son los propios familiares, esposa, esposo, hijos,
los autores de un asesinato para recibir una herencia o el monto de un seguro de
vida. En mi ejercicio profesional de abogado presencié odiosas disputas entre
hermanos a la hora de partir los bienes heredados de padres que con su esfuerzo
construyeron un patrimonio, hijos que nada hicieron para merecer el legado,
sólo la aplicación de una anacrónica legislación que otorga derechos por el
solo hecho de la filiación. Recuerdo en particular unos hermanos el día de la
venta de una costosa quinta en Caracas, uno de mis primeros casos, el registro
había sido habilitado para la firma del contrato en la sede de la propia
quinta, los hermanos no se hablaban, uno firmó y el otro dijo “¿Dónde está mi cheque con la parte que me
corresponde?, si no me lo dan de inmediato no firmo un carajo”. Los hijos
del primer matrimonio de un buen amigo que estudió los 5 años de la carrera
conmigo, fallecido hace un año por un maldito cáncer cerebral, hijos de su
primera esposa muerta años atrás, demandaron la nulidad de la compra de una
vivienda por parte de mi amigo para su segunda legítima esposa, alegando que en
razón de esa enfermedad él no estaba en sus cabales al momento de la
adquisición de esa vivienda, los muy hijos de puta con perdón de su madre que
Dios la tenga en su gloria.
Mamá quiero ser hermano de
la Salle
En cuarto grado de primaria un Hermano llamado
Serafín, nos dio una charla sobre las virtudes asociadas a dedicar la vida al
servicio de los demás ingresando desde joven al seminario que tenía la
Institución en el país, es decir, formarse para convertirse en Hermano de la
Salle, y como yo manifesté interés haciéndole preguntas, dicho Hermano desde
ese momento no me dejaba tranquilo. En todos los recreos me acosaba, me regaló
un libro sobre el fundador de la congregación, y de alguna manera logró
convencerme, pero por muy corto tiempo. Un día, al llegar al mediodía del
Colegio, le dije a mamá que quería hablar con ella a solas, que tenía una
noticia importante que darle. Nos fuimos al patio trasero de “Guachi” y bajo la
mata de mango le dije: “Mamá, quiero ser
Hermano de la Salle, quiero servir a los demás y ganarme el cielo”. Ella
sorprendida y al mismo tiempo risueña me respondió: “Pero, hijo, tú, con lo terrible que eres ¿hermano de la Salle?” y
como yo le insistía, entonces, recuerdo claramente sus palabras: “Bueno, hijo, si esa es en verdad tu vocación
es preferible que te metas a cura, sacerdote, y puedas confesar y dar misa, y
tener tu parroquia, porque eso de Hermano de la Salle, es ser cura a medias”.
A los pocos días ya se me había pasado el interés en formar parte de la
Congregación La Salle, y la ladilla Hermano Serafín, insistiendo en su
propósito de convencerme. Tocó la puerta
del aula, el profesor le abre, y la ladilla me señala con el dedo: “Necesito hablar con el alumno Meier”.
Salgo fuera, y
Serafín, con su discurso, bueno Enrique ya te decidiste, ¿hablaste con tu
mamá?, mire Hermano, yo ya no quiero ser como usted, prefiero meterme a cura
para dar misa, confesar y tener mi propia parroquia. Serafín no tuvo más
remedio que soltar una sonora carcajada y la cosa quedó así. La vocación se esfumó, fue flor de un
día. Aunque con el tiempo entendería que tenía vocación de servicio, pero como
seglar, si no ¿cómo explicar 47 años que llevo como docente, mi ingreso a la
administración pública en la que hice carrera hasta ocupar el cargo de Ministro
de Justicia? Los descreídos y malas lenguas dirán que lo hice por el poder
inherente a los cargos públicos, me remito a mis actuaciones en esas funciones,
no hay persona que pueda acusarme de haber abusado del poco o mucho poder que
ejercí, ni que me enriquecí a la sombra del Estado, eso sí de que he bebido y
he sido mujeriego, no lo niego, ahora con la edad ya no puedo seguir en la
jarana como en el pasado.
La religión
Creo en Dios-Padre y especialmente en su hijo
Jesucristo, soy bautizado en la Iglesia Católica, no obstante partidario del
ecumenismo o el diálogo entre cristianos, y entre éstos y judíos. No creo en el
dogma de una religión única y verdadera, los representantes y fieles de los
diferentes cultos religiosos creen, o “simulan” creer, que su “iglesia” es la
verdadera, la única que tiene conexión directa con Dios, las demás se hallan en
el error. No comparto tal dogmatismo rayano en fanatismo. Tengo fe en la
existencia de un Dios sin ejércitos ni Estado, un Dios de todos, la suprema
inteligencia, espíritu omnipotente, energía pura, origen de todo lo existente,
del inconmensurable universo, de la insignificante Tierra y su soberbio
inquilino: el hombre. Lo he sentido, el Dios vivo, percibo su presencia en la
naturaleza, no necesito congregarme en un templo para rendirle culto, me basta
mirar hacia lo alto en noches despejadas, en el mar, la montaña, los pájaros,
la majestuosa obra del creador. Soñé hace unos 40 años con Jesucristo, su
rostro como si estuviese en el lugar de mi corazón y me habló “Enrique, Enrique, bebes mucho, pero tu
corazón te salva”. Desperté feliz y angustiado, ¡Dios!, bebía demasiado a
esa edad y lo seguí haciendo por años, ahora he disminuido la ingesta de
alcohol. A los días del fallecimiento de mi primera esposa, dormía solo en
posición fetal un extremo de la cama, y sentí una energía indescriptible, una suerte de abrazo, como si me envolviera
una burbuja de bondad y amor. Al despertar creí que era mi esposa recientemente
fallecida que me consolaba desde la luz. Sin embargo, esa misma energía, esa
presencia espiritual, esa experiencia mística la volví a experimentar con mi
actual esposa María Cristina una madrugada en la finca de sus padres en
Carayaca, Estado Vargas, ese éxtasis los sentimos los dos al mismo tiempo. Era el
espíritu de Dios uniéndonos.
Retomo el relato de mis años en el Colegio La Salle.
Las misas dominicales me aburrían, y todavía me aburren, perdí en cuarto y
quinto año de bachillerato premios al mérito por no asistir los domingos a la
misa que se celebraba en la capilla del Colegio, y que era de asistencia
obligatoria. Sin embargo, no había forma que me escapara de la misa dominguera.
Mamá me obligaba a ir con ella, mis hermanos y Mamaén a la misa de la mañana en
la Iglesia El Recreo, nuestra Parroquia. Oficiaba un cura ciego, y la misa se
hacía interminable, aquél curita ayudado por el monaguillo para no caerse
mientras realizaba los actos ceremoniales, y su homilía, ¡Coño! más larga que
viaje en canoa. Un domingo no resistí y me desmayé en plena misa, un señor me
recogió del suelo, y volví en sí al rato en la casa parroquial, mamá y Mamaén
sumamente angustiadas. Tomamos un “libre”, así se le decía a los taxis, para
irnos a casa. La doctora vecina, la “buenota” catira a la que ya me referí me
examinó y dictaminó que padecía hepatitis, pero que no era grave, lo que
denominan “Ictericia”.
A partir de ese incidente no había misa en la que no
sintiera que me desmayaría: el mismo síntoma, ese frío que viene desde el
estómago con dolor agudo, sin embargo, no me desmayaba. Y es que además, al
igual que mamá, y el tío Pedro, soy hipocondríaco. Si leo o alguien me habla de
una enfermedad y sus síntomas,
inmediatamente comienzo a tenerlos. El gran carajo mi hermano, descubrió mi
debilidad y me jodía: “enrique, estás
pálido, mírate los ojos, parecen amarillentos”. Caía en su trampa corría al
baño para mirarme en el espejo, “Mamá,
mamá me volvió la hepatitis”. Así que no soporto las misas, en particular
las repetitivas homilías de la mayoría de los curas, y su constante amenaza con
el fuego y las atrocidades del infierno que sufren los que mueren en pecado
mortal. Además, ya adolescente me martirizaba pensando que era pecado mirar y
mirar las hembras en la misa, en la propia casa de Dios con pensamientos
pecaminosos. Aquellas hembrotas y hembritas, no podía dejar de mirarles las
piernas, los muslos, los culos, los escotes para vislumbrar los inaccesibles
senos, las enloquecedoras tetas. Pendiente del momento en el que se
arrodillaban y paraban, me alimentaba con esa fantasía sexual para luego
entrarle duro al pecado contra la carne en solitario: la paja, turbado de tanto
masturbarme. ¿Qué podía hacer con ese irresistible deseo?, ¿Esas hormonas
enloquecidas de la adolescencia? ¡Qué terrible contradicción! Te dicen que es pecado
no sólo fornicar, sino hasta tener pensamientos y deseos sexuales, ¿Y cómo
puedes a esa, o cualquier edad, dominar la líbido?, las imágenes vienen solas,
no las provocas, ves a una hembra y más si se viste para ser objeto de miradas
“pecaminosas” y es prácticamente imposible, a menos que seas un hipócrita, no
desearla, es casi un reflejo condicionado, es lo que el genio Freud descubrió,
quizás haya hombres a los que las mujeres no les provoquen ese irrefrenable
impulso, pero en mi caso, no puedo mentir, no ha sido, ni es así, todavía a mis
71 no he podido superar totalmente a aquel adolescente que un día despertó a
la crónica “angustia sexual? ¿Será que
soy un enfermo?, es posible, reconozco esa incurable debilidad, tal vez si
supero los 80 o 90 años, ese fuego se extinga y entonces logre una lúcida
serenidad antes de pasar al otro lado del muro.
La confirmación
Es unos de los “sacramentos” del catolicismo. A los 12
años mamá decidió que era el tiempo para que “confirmara” mi fe católica. Se requería
de un “padrino” y mamá le pidió a un amigo de la familia, porteño también él:
“Cheché” Price-Lara, dentista y hermano
de un reconocido médico, muy respetado, admirado y querido en el Puerto Cabello
de las décadas de los 40 y 50 del pasado siglo, el Dr. Prince Lara, gran amigo
de papá. Cheché, un hombre simpático, sencillo, buena copa, me llevó el día de
la confirmación a la Catedral de Caracas donde tendría lugar el acto religioso.
Previamente los que seríamos confirmados jurando luchar contra el demonio y sus
pompas, debíamos confesarnos en la casa parroquial de la Catedral, pues bien,
estando sentados los aspirantes a recibir el sacramento aparece un cura y dice
“Los que requieran confesión vengan
conmigo”, iba a levantarme y mi padrino me detuvo, me puso la mano en la
cabeza “quédate sentado enriquito, qué
confesión, ni qué confesión, si ya te haces la paja eso no es pecado, vamos a
salir rápido de esta vaina y complacer a tu mamá y a Mamaén”.
Recuerdo entre nebulosas que él me llevó con su esposa
e hijos a Tucacas, poblado ubicado en la costa del Estado Falcón y allí
abordamos un pequeño yate que navegó por la zona de manglares de esa costa,
declarada en los años 70 como parque nacional, desde la cubierta de la
embarcación mi padrino y su hijo mayor (¿Guillermo?) disparaban a la avifauna,
no decía nada, pero no estaba de acuerdo con la matanza de aquellas aves que
embellecen el espléndido paisaje de dicha zona.
Los retiros espirituales
En cuarto y quinto año de bachillerato era obligatorio
asistir a “retiros espirituales” organizados en los días de carnavales o en la
semana mayor o “semana santa”. Recuerdo en especial uno realizado en una casa
situada en Catia La Mar (se oía el ruido de los aviones despegando y
aterrizando en el Aeropuerto de Maiquetía). Próximos a graduarnos, los alumnos
de los quintos años de ciencia y de humanidades (1963-64) nos albergaron en esa
casa durante la Semana Santa de 1964. Nos distribuyeron en varios cuartos, a mí
me tocó de compañero el “Loco” Lara. Llegamos un miércoles en la tarde en un
bus del Colegio, y apenas dejamos los maletines (en ese tiempo, poco se
utilizaban los morrales) en los respectivos dormitorios, el Hermano Felipe nos
conminó a reunirnos en un patio interno, nos sentamos en sillas de metal frente
a un pizarrón, y no más al estar todos, de un cuarto salió un carajo con cara
de malas pulgas, pantalón azul y camisa blanca de mangas largas: resultó ser el
cura que nos hablaría de la virtudes del buen cristiano, de la conmemoración de
la Semana Santa, de la vida de Jesucristo y su sacrificio, etc. Pero, cuál
sería nuestra sorpresa cuando el pastor encargado de orientar a ovejas tan
descarriadas, comenzó a doblar las mangas de su camisa, lo que decimos
“remangarse”, al tiempo que profería en ese jodido españolísimo de “Shshsh” de
los típicos curas venidos de la Madre Patria: “¿Sabéis por qué estoy haciendo esto, eh… eh?, ¿doblando las mangas de
mi pulcra camisa? ¿Lo sabéis?, y hubo quienes contestaron “No”, entonces,
el grandísimo hijo e puta gritó “Porque voy
a meter mis manos y brazos en mierda, si en mierda, en la mierda que hay en
vuestras almas impuras, pecadores”. Todos quedamos petrificados, y el cura
siguió en ese tono, yo me iba arrechando con ese insólito discurso y fraguando
la venganza.
Luego de la cena, y del rezo colectivo, cuando nos
ordenaron meternos en los respectivos dormitorios, le dije al loco Lara “Esta vaina no se queda así, vamos a esperar
que todos se duerman”. A eso de las once de la noche desperté al loco que
se había quedado dormido. “Víctor, vamos
a la cocina, que tengo hambre”. Allí fuimos y nos preparamos sigilosamente
sendos sanduches. Tomé una vela que teníamos en el dormitorio previendo la
posibilidad de que se fuera la luz, y le dije al loco que fuéramos al pizarrón, “¿Para qué enano?”, “Ya verás”, entonces le dije sostenme la vela y con una tiza que
escribí: “El cura es marico, le gusta que
le den por el culo” y firmé “Unas
almas enmerdadas”. Al día siguiente, una vez finalizado el desayuno
continuaríamos con la estimulante orientación del zamurete. Explotó un
estallido de risas cuando el grupo leyó lo que yo había escrito, en ese momento
se aparece en la escena el curete y en un acceso de irá gritó “¿Quién o quiénes son los autores de esta
fechoría, de estas inmundas palabras, de esta ofensa imperdonable a un servidor
de la santa madre Iglesia?, mientras
borraba iracundo la suprema ofensa. Todos nos miramos a la cara, seguíamos
riéndonos, y en la medida que aumentaba el enojo del cura, aumentaban las
risas. Y si alguien sospechó, nada dijo, por la acostumbrada represalia a los
“sapos”. El cura decidió abandonar su misión, fue suplantado por otro en horas
de la tarde del jueves santo: el reemplazo llegó con otra actitud. Pero, el
loco y yo seguimos jodiendo: nos levantábamos tarde, asaltábamos la cocina para
comer frutas, pedazos de quesos, de jamón, escondíamos el azúcar, la sal, los
fósforos y cada mañana la señora que cocinaba comenzaba a quejarse “Otra vez desaparecieron los fósforos, no
puedo hacer el desayuno”. Al final del “retiro” el Hermano Felipe nos
reprendió fuertemente ¡Qué importaba una raya más para un tigre!
Otro de los retiros espirituales se realizó los días
del carnaval de 1963 en la población de Ocumare de la Costa. En el viaje en bus
que hicimos de noche me dieron ganas de orinar, hubiera podido gritarle al
chofer que se detuviera y echar la meada de rigor a orillas de la carretera,
pero no resistí la tentación de efectuar la micción en el bus. Sentado en la “cocina” de ese tipo de transporte, el
último asiento que cubría todo lo ancho del vehículo, procedí a verter mi
líquido. El bus iba a oscuras, el grupo hablando alto, algunos tocando “cuatro”
y cantando, y de pronto alguien gritó “se
están orinando, se están orinando”. El Hermano Felipe ordenó al chofer detener
el bus y prender sus luces internas, corrían hilos de orín por el pasillo y
debajo de los asientos, previendo ser descubierto, una vez finalizada la meada
sigilosamente me había cambiado a otro asiento y simulé dormir. En ese “retiro”
habíamos traído clandestinamente varias botellas de ron escondidas en los
equipajes. En la noche, una vez que apagaban las luces de la casa, que tenía
dos plantas y limitaba con la playa, se organizaban, a tientas, partidos de
dominó a la luz de las velas, otros nos escapábamos por las ventanas para
darnos baños de mar, o ir al pueblo a mover el esqueleto en las fiestas del
carnaval.
Sin embargo, algo me quedaba de aquellos retiros en
los que debíamos por turno lavar platos, barrer los cuartos, pasar “coleto”, la
idea de servir. Así que cuando regresaba a casa por varios días me ofrecía a
lavar platos, no duraba mucho ese espíritu de servicio. Mis hermanos mayores
Popoyo y María Isabel se burlaban: “Mírenlo
tan servicial, ¿cuánto va a durar María Isabel? Me arrechaba, nada extraño
en mi, “búrlense, búrlense, soy otro, me
han renovado”, ¡Qué renovado y ocho cuartos! Al poco tiempo volvía a mi mal
carácter. Esa enseñanza de los retiros no fue vana, al contraer matrimonio y
conformar una familia a pesar de trabajar y duro en la calle, no dejaba de
ayudar en los menesteres caseros barriendo, pasando “coleto” (la mopa),
cocinando los domingos. En mi nuevo matrimonio (2008 al presente 2017), riego
plantas, lavo platos, sigo con la escoba y la mopa, le doy de comer al gato,
acompaño a mi mujer en las colas de los mercados para tratar de comprar a
precios exorbitantes los pocos productos alimenticios de una economía en
ruinas.
El deportista
-El fútbol
Deporte que me apasionó y aun me apasiona, aunque dejé
de practicarlo hace 20 años. Ahora sigo los partidos de la liga española y la
inglesa por la televisión. Mi equipo preferido es el Real Madrid, no siempre lo
fue, hoy lo es por la influencia de mi hijo menor Ricardo, fanático de ese
equipo, en lo posible no me pierdo ninguno de sus encuentros. Mi jugador admirado de todos los tiempos,
nada de extraño: el Rey Pelé. Pude ver en la televisión (blanco y negro) el
mundial en Suecia (1958) cuando el joven Edson Arantes do Nascimiento de 17
años debutó con la selección nacional de su país, Brasil, revelándose como una
figura clave, conjuntamente con el genial “Garrincha”, para que dicha selección
ganara su primera copa mundial con su “jogo bonito”. Un gol de Pelé contra el
País de Gales fue decisivo para que su selección pasase a la semifinal contra
Francia. En la final el genial futbolista marcó 3 goles contra Suecia derrotada
por Brasil 5-2. Así se iniciaba la leyenda de este extraordinario futbolista.
Como ya por la edad, además de las 2 prótesis de
cadera, no puedo practicar ese deporte,
se me repite un sueño en el que consciente de las limitaciones no
obstante me decido a jugar, llego algo tarde al campo de fútbol, no ha comenzado el partido, me
pongo el uniforme y los botines y el entrenador me dice que ya la formación de
equipo está lista, que posiblemente jugaré más tarde, y cuando al fin se me
presenta la oportunidad me despierto. En otro sueño me despierto en el preciso
momento en el que estoy frente al arco del equipo adversario con el balón en
mis pies y dispuesto a meter un gol, carajo, y trato de conciliar el sueño para
terminar la jugada, pero nada, el inconsciente me jode, y en lugar del campo de
fútbol estoy en una piscina rodeado de pequeñas serpientes blancas. También
sueño con el béisbol y me ocurre algo semejante, o corro, como podía hacerlo en
el pasado, y una voz que me dice “ya tú
no puedes correr, tienes unas prótesis, este sueño es un engaño”.
Pero, bueno, no puedo quejarme, disfruté por muchos
años ese deporte, tal vez me alejó del cigarrillo, pues deseaba con toda la
pasión de mi alma ser una estrella del balompié (como lo llaman los españoles),
no fue así, carecí de esa habilidad natural de los grandes futbolistas, y
aunque como en cualquier deporte las enseñanzas de los técnicos, la preparación
física y la constante y sostenida práctica son los factores que aseguran el
“éxito”, no es desdeñable por ningún respecto esa habilidad o predisposición
que a muy temprana edad caracteriza a los más destacados como Di Stefano, Pelé,
Maradona, y hoy a un Messi, Cristiano Ronaldo y otros. Sucede lo mismo con el
arte: la pintura, la escultura, la música. Y si bien, por ejemplo, no se nace
cantante, si la persona no dispone de buena voz, de oído melódico y rítmico,
por más que estudie arte vocal, por más que vocalice con un maestro, jamás
podrá convertirse en cantante. Uno escucha a hombres y mujeres que pretenden
cantar en una reunión social, carajo y no tienen melodía, desentonan, o no son
capaces de ajustarse al compás de una guitarra, de un cuatro, o su voz es
insoportable, chillona. Como estudié arte vocal y poseo buena voz, no hay
reunión social en la que no me pidan que cante, lo hago, aunque procuro no
abusar y más si otros quieren también cantar. Y no falta el envidioso, el
típico sujeto que se cree el alma de la fiesta, y no soporta que otro u otros
sean el centro de atención del grupo. Tuve un
buen amigo, hoy nos separan desavenencias, que apenas y terminaba de
cantar la primera canción, inmediatamente él me interrumpía para impedir que
pudiera entonar otra, y entonces comenzaba a recitar poemas de Pablo Neruda y
de Nicolás Guillén, de éste último uno que le encantaba a los asistentes por su
contenido antiyanki, ese de cómo estás puerto rico (canción): ¿Cómo estás Puerto Rico, tú de socio,
asociado en sociedad? Al pie de cocoteros y guitarras, bajo la luna y junto al
mar, ¡qué suave honor andar del brazo, brazo con brazo del Tío Sam! ¿En qué lengua me entiendes, en qué lengua
por fin te podré hablar, si en yes, si en sí, si en bien, si en well, si en
bad, si en very bad?...” y, por supuesto, los aplausos por ese
resentimiento latinoamericano, y también español hacia USA. La mentira de la
izquierda ha dado resultado: la mayoría de los habitantes de esta parte del
planeta sigue creyendo que el fracaso de América Latina es responsabilidad del
“imperialismo yanqui”, no se detienen a pensar la responsabilidad de los
pésimos gobiernos, de los pueblos que eligen a gobernantes corruptos e
incapaces, no quieren mirar hacia dentro, impera la mentira del “chivo
expiatorio”: la responsabilidad de los males propios siempre es culpa de otro.

Me inicié en la práctica del fútbol a los 9 años
(jugué hasta los 50, con una interrupción de 15 años), al mes de haber
ingresado al “Colegio tan querido”. Los miércoles de cada semana el bus
escolar, como ya relaté, me recogía a la puerta de la casa a las 8 AM, y
trasladaba a los alegres deportistas al Polideportivo El Pinar, propiedad de la
Fundación La Salle, situado en la parte baja de Vista Alegre, en la avenida que
une a esa urbanización con el Paraíso (hoy sus terrenos forman parte de las
instalaciones del metro de Caracas). La Salle La Colina no contaba para ese
tiempo con instalaciones deportivas, de modo que el Polideportivo era utilizado
tanto por el Colegio La Salle de Tienda Honda como el de la Colina. Al “Polideportivo
El Pinar” se le llamaba así (eso creo) por las hileras de pinos ubicados a
ambos lados de las 3 canchas principales de fútbol, separadas por los esos
pinos. Ese magnífico Polideportivo disponía, además, de 2 campos de fútbol
pequeños para la práctica de los jugadores de los primeros años de la primaria
y un campo de béisbol, así como barras para los ejercicios musculares, baños y
vestuarios de rigor. Al principio sólo jugué
en el equipo de la clase (segundo grado “B”), primero como arquero, y
luego defensa. Se acostumbraba colocar en esas posiciones a los primerizos, los
gorditos (Alfredo Michelena, hoy activo como opinador con su interesante
columna “Bitácora Internacional”) y los “maletas” (los que jugábamos pésimo).
Con la práctica fui mejorando paulatinamente, me escogieron para integrar la selección del infantil “C”
de la Salle de Tienda Honda. En ese entonces La Colina no tenía representación
propia en el torneo intercolegial.
Nos entrenaba un ex jugador de origen peruano o
boliviano, el “Cholo Tovar”, indio pequeño y regordete, buen maestro en el arte
del fútbol: “chiquito, eres rápido, pucha
que eres rápido, tienes que aprender técnica, controlar el balón, no juegues
mirando el suelo, levanta la cabeza, mira
a tus compañeros para que pases el balón, no, no te quedes con el balón
pásala, pásala…”, me gritaba el Cholo en las prácticas. Mi primer encuentro
con la selección del infantil “C” fue un sábado que llovía, y el campo estaba
empantanado. Me dieron la oportunidad en el segundo tiempo de un partido contra
la selección de nuestro rival histórico, Loyola. Me asignaron como defensa,
lateral, izquierdo, y tanto me esmeré que al final del encuentro el Hermano que
dirigía al equipo me dijo “Meier, eres un
jugador muy bueno en el fango, fanguero”.
En 1955, La Colina, una vez acondicionado los terrenos
para las canchas de fútbol (dos principales y dos pequeñas), organizó sus
propios equipos. Formé parte de las selecciones desde el infantil “B” hasta la
primera división amateur. Al graduarme en 1964 e ingresar a la Facultad de
Derecho de la UCV me integré al equipo de dicha Facultad en el campeonato
interfacultades. Fue tal mi pasión por el fútbol que jugaba en 3 equipos
diferentes: la selección del curso, por ejemplo 1er Año C, la selección de los 3
primeros años (A, B y C) y la selección representativa del Colegio en la
categoría infantil “B”. Entre las
prácticas y los juegos oficiales, jugaba al menos 3 días a la semana:
miércoles, sábado y domingo. Al graduarme de bachiller seguí jugando un tiempo en la 1ª de la Salle La Colina,
también formé parte de la selección de la Facultad de Derecho en los
campeonatos interfacultades de la Universidad Central de Venezuela.
En dicha selección jugaba un joven al que le faltaba
un brazo, el “mocho”, tipo alto, mal encarado, muy buen jugador, no se me ha
olvidado una gran arrechera de ese tipo, al final de un partido contra la
selección de la Facultad de Medicina,-el motivo si lo olvidé,- agarró una barra
larga de hierro que se hallaba al lado de la cancha y se le fue encima a uno de
los jugadores del equipo oponente,- no recuerdo el motivo de su ira, quizás le
dijo algo que le molestó, si no
intervienen su hermano que también jugaba con nosotros y otros jugadores para
detenerlo, tal vez lo hubiese matado, su furia era incontenible ¿Qué le habrá
dicho el estudiante de medicina? Hay un dicho que parece exagerado “no hay mocho, ni cojo bueno”. No estoy
de acuerdo, pero sí en que la falta de un brazo, de una pierna, hace
susceptible a la persona con esa carencia, y no hay duda de que muchos mochos,
cojos y discapacitados guardan un resentimiento contra los demás por esa
limitación física, no obstante no se debe generalizar. El año pasado (2016) mi
esposa María Cristina, una mujer con un espíritu excepcional de servicio,
conoció a un hombre discapacitado desde niño, nación con espina dorsal bífida,
ha estado en silla de ruedas desde niño, 36 años postrado, recientemente
padeció de una infección muy grave: “celulitis” producida por sus heces, ya que
la ausencia de sensibilidad en la parte inferior de su cuerpo (del tórax hacia
abajo) le bloquea todo dolor, debe utilizar pañales. Lo sometieron a una
intervención quirúrgica para construirle un ano artificial. Y a pesar de esa
extremada limitación física en la que ha vivido y vive, él es un hombre alegre,
entusiasta, no se queja, su fe en Jesucristo lo mantiene con ese estado de
ánimo, una demostración de la existencia del alma y de Dios.
Es un testimonio de como la aceptación de Jesucristo
otorga al creyente una fuerza espiritual capaz de superar cualquier limitación
física, enfermedad, o desgracia de la que nadie está a salvo, es el riesgo
inherente a la vida. Los que podemos ver, oír, hablar, sentir, caminar, pensar,
debemos estar agradecidos a Dios por ese privilegio; sin embargo, nos quejamos
por dificultades intranscendentes, esa ceguera de alma, pésima actitud ante la
vida. ¡Cuántas veces en mi vida me habré quejado!, es un vicio, un estúpido
vicio difícil de superar, hacemos el propósito de superar esa propensión a la
queja, no dura mucho, y así ante cualquier dificultad que se presente, y nunca
faltan, ni faltarán en la vida, la inmediata reacción es la autocompasión, ¿Por
qué me sucede a mí?, ¿Qué he hecho para merecer esta situación?, quizás nada, o
poco, o mucho, pero con esa podrida actitud nada resolvemos, más bien nos
debilita, nos impide ver con claridad, nos obnubila, y pensar que la solución
del problema esté al alcance de la mano y por esa ceguera de alma no nos
percatemos de ella.

El marcado con el círculo es quien estas guebonadas
escribe
Asimismo, en los años 1966 y 1967, a pedido de la
Directiva del Deportivo La Salle (profesional), Humberto Pérez (peringa) y yo
jugamos en la Liga de Ascenso del fútbol profesional, hacían falta 2 jugadores
para completar el plantel. Fue una experiencia desagradable: el mal trato en el
camerino por parte de profesionales veteranos y fracasados: brasileros,
argentinos, peruanos, y el juego brusco de los rivales. En 1968 jugué con la
cuarta especial del Loyola, los amigos de la Salle me tildaron de “traidor” en
tono de broma. A los 39 años me incorporé en la cuarta de veteranos del Club
Los Cortijos (1984-1999). Por cierto, los juegos en la cuarta especial del
Loyola frecuentemente terminaban en tánganas. Conociendo mi agresividad evitaba
participar en esas trifulcas, además me parecía irracional, sin sentido, pues
consideraba y considero que la motivación de cualquier deportista amateur es la
sana competencia y la diversión; en suma, pasarla bien, un poco de relax ante
el estrés de la vida cotidiana. Pero, la
agresividad innata del ser humano (la agresividad maligna o mórbida, Fromm) lo
impulsa a transformar un juego en un campo de batalla.
Así que por mi actitud el resto del equipo comenzó
suscitar sospechas acerca de mi cobardía, hasta un día en el que en un juego
contra un equipo colombiano, los “machitos” del Loyola iniciaron la trifulca, y
no me quedó otra opción que intervenir pues el arquero del equipo adversario se
me vino encima, le di un tal coñaza que tuvieron que llevarlo a un hospital, le
abrí una herida en una de las cejas, le saqué un diente, le rompí la nariz,
había aprendido a boxear desde los 12 años, perseguí a un negro que al ver la
golpiza que le estaba dando a su compañero de equipo trató de intervenir y
cuando vio mi grado de agresividad corrió como alma que se lleva el diablo. Mis
compañeros me felicitaron y desde entonces adquirí fama de “guapetón”, “tira
coñazos”, nada para estar orgulloso, ya había superado la etapa de “guapo de
barrio”, sentí vergüenza por las heridas que le provoqué a ese joven. Creo que
esa trifulca fue provocada por los ignacianos por una motivación xenófoba: en
esos días era inocultable el rechazo de muchos venezolanos a los colombianos,
lo cual no era mi caso, pues jamás he tenido ese sentimiento hacia ningún tipo
de extranjero y menos a los latinoamericanos, además para mi Colombia es una
república hermana, y no ahora que estoy casado con María Cristina, nacida en
esa tierra y naturalizada venezolana, es un sentir que he tenido desde la
adolescencia. Antes de ese incidente, cuando jugaba para la 1ª división de la
Salle La Colina, le causé daño a un jugador de un equipo peruano, pero no fue
una acción deliberada, ni el resultado de una pelea colectiva. Se trató de un
defensa, un tipo alto, de un 1.80 o más de estatura, yo corría a gran velocidad
con la pelota por el extremo izquierdo de la cancha, el defensa trató de
pararme y sin pensarlo, dada mi baja estatura, me incliné y metí mi cabeza y
hombros bajo el entrepierna del oponente alzándome en seguida derribándolo
estrepitosamente con un fuerte empujón de mi espalda, tarjeta roja directa,
expulsado del juego, el pobre hombre sufrió un fuerte golpe con la caída y también debió abandonar el partido.
Abandoné la práctica del fútbol una vez que contraje
matrimonio con mi primera esposa Marlen, madre de mis 4 hijos (Eduardo,
Verónica, Gabriela y Ricardo) en 1970, para retomarla 14 años más tarde (1984)
en el equipo cuarta de veteranos del Club los Cortijos. Durante 11 años participé
en encuentros amistosos y en el torneo “interclubes”. Hice algunas buenas
amistades: Andrés Carreño, alias “El Mono”, Santiago Hernández, alias “Garza
Loca” (fallecido en el 2005), Manuel Landaeta, Henry Navarro, Ignacio Sanglade,
Roberto Villasana, el flaco Marcano, Antonio “el español” (un auténtico Crack)
y otros. Tuvimos un arquero de apellido Misle, un tipo alto y fornido que
sufrió una lesión en una de sus rodillas, y para continuar practicando este
deporte se sometió a una intervención quirúrgica. La última vez que lo vi se
hallaba en silla de ruedas en proceso de recuperación de su rodilla. A los
pocos días nos dieron la infausta noticia de que había muerto a causa de un
coágulo, consecuencia de la operación, que le llegó al corazón. Tenía 38 años.
Santiago y yo nos reconocimos cuando se iniciaron las
prácticas del equipo. Unos 16 años atrás, en un partido de la cuarta especial
del Loyola contra el Dos Caminos, divisa tradicional del fútbol caraqueño
caracterizada por la agresividad de sus jugadores (en todas las categorías: si
le ganabas en su cancha había que correr a refugiarse en el bus, ante la lluvia
de piedras que lanzaban los fanáticos de esa singular divisa), la fuerza, la
pasión futbolística. En ese partido, jugando de extremo izquierdo, logré burlar
2 veces a la férrea defensa, en particular al lateral derecho, un hombrón
altísimo con rostro de malas pulgas, torpe y violento en su accionar, encajando
dos goles. En el segundo tiempo comenzó a llover y volví a correr con el balón
dispuesto a meter otro gol, o a dar un certero pase a mis compañeros, pero al
disponerme a patear el balón recibí un patadón en el talón del pie izquierdo,
sentí un dolor punzante y al dar media vuelta, allí estaba el autor de tan
sucia jugada, el gigantesco mono de patas arqueadas riéndose de su hazaña.
Continué en el partido hasta el final.
Ya en las duchas pude observar la hinchazón del tobillo y sentir un fuerte
dolor que iba aumentado en intensidad. Mi compañero de equipo y de trabajo,
Horacio Vera (Instituto de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la
Universidad Central de Venezuela), me condujo hasta el Hospital Clínico de la
UCV, me enyesaron el pie.
Pues bien cuando Santiago y yo nos reconocimos en el
Club Los Cortijos, recordamos esa anécdota: “Tuve
que hacerlo, habías metido dos goles, ibas por el tercero, el entrenador me
había desafiado: ¿es que no puedes parar a ese carajito? Cosas del
fútbol. Abandoné definitivamente la
práctica del fútbol en 1995 a causa de una grave lesión que sufrió uno de nuestros
jugadores: Roberto Villasana. Un auténtico desgraciado del equipo rival le
propinó una plancha descomunal partiéndole una de sus piernas, estaba cerca y
sentí el ruido del hueso al quebrarse.
Además, mi esposa Marlen me suplicó que dejara ese deporte tan agresivo,
y un médico, socio del Club me aconsejó lo mismo: “Meier, a partir de los 40 años comienzan a apagarse luces, deja ese
deporte es muy riesgoso para tu edad, sigue en el softbol, o practica tenis”
y así hice. Roberto, una gran persona, todo un caballero, no lo he vuelto a
encontrar al igual que a la mayoría de los miembros de aquél equipo, salvo a
Manuel Landaeta, quien da clases en la Universidad Metropolitana donde laboro
desde el 2000 al presente.
No fui un hábil jugador, no logré el dominio del balón
que tenían algunos de mis compañeros de
equipo. Sin embargo, con el tiempo mejoré considerablemente a base de tesón,
utilizando mi mejor cualidad: la velocidad, así como la agresividad, para dejar
atrás a los defensas que a pesar de sus esfuerzos no podían alcanzarme. Pasé de
medio campista a volante (extremo) derecho e izquierdo, jugando en ambas
posiciones de manera alternativa. “Rudy”, amigo entrañable del que ya he comentado, se convirtió en una especie de
“hada madrina”. Me buscaba en su carro
sábados y domingos para asegurarse de que no faltara a ninguno de los
encuentros de la selección juvenil y de la primera, bien en los campos del
Colegio o en otras canchas. Me alentaba, me daba consejos para que rindiera
más, disfrutaba de mis buenas actuaciones. Rudy en verdad amaba apasionadamente
al fútbol, aunque no se destacó en sus años de practicante de este deporte
(arquero). De las amistades que forjé
en mi época futbolística en La Salle, recuerdo con especial cariño a Edgard
Lange, a quien ya mencioné, al igual que Humberto Pérez, alias “Peringa”, al
gordo Michelena, también objeto de mención anterior, a Santa Cruz, Figueroa,
Lamberti, Rodriguito (el maestro cervecero de la Empresa Polar), Ravelo, Westall,
Cuello, Juan Luis Hernández, González, y tantos otros cuyos nombres se me
esconden en la niebla de la desmemoria.
El fútbol es un deporte cuya práctica fomenta una
especial camaradería, una cofradía, no sólo entre los compañeros de equipo,
sino, incluso, entre los propios adversarios. Además de estos gratos recuerdos,
la intensidad de su práctica se tradujo en el desgaste de los cartílagos del
fémur de ambas caderas. En el 2002 me comenzaron dolores alternativos en las
ingles, ya había dejado su práctica como también la del softbol (Club Los
Cortijos: 1984-99), pero seguía subiendo al Ávila y caminando a diario en las
instalaciones de ese Club y en la Urbanización Miranda donde he vivido desde
1987 hasta el presente. Al principio creí que se trataba de dolores producidos
por exceso de ácido úrico que afectan las articulaciones, pero ante la
intensidad de los dolores y la dificultad para caminar decidí acudir a un
especialista, un traumatólogo, un amigo de los Cortijos, el Dr. Ezequiel
Hidalgo, quien creyó que podría ser una afectación en las ingles, muy común
entre los futbolistas. Para cerciorarse me recomendó una radiografía de las
caderas: había perdido (desgaste) totalmente los cartílagos, y como
consecuencia de ello ambos fémur estaban deformados. Ezequiel me dijo que la
única solución era someterme a una doble operación para que me incorporasen dos
prótesis de caderas. El miedo al bisturí y al quirófano, luego de mirar en
Internet esa sangrienta intervención quirúrgica, parecida a una operación mecánica,
me mantuvo indeciso durante 7 años durante los cuales los dolores fueron en
aumento, me vi obligado a utilizar un bastón y a tomar constantemente
calmantes. Hasta que en el 2012 mi nueva esposa María Cristina, con quien
contraje matrimonio en el 2009, mi anterior esposa, Marlen, había muerte de
cáncer pulmonar en el 2003, me convenció de dar el paso y operarme; además, ya
los dolores se habían hecho insoportables. Así que en el 2012 me hicieron la
primera de las intervenciones quirúrgicas y en el 2013 la segunda. Hoy estoy
como nuevo, camino sin bastón, y sobre todo los dolores quedaron en el
recuerdo. Gracias a Dios, al extraordinario traumatólogo el Dr. Pedro Torres
Castañeda, a mi hermana Beatriz que me lo recomendó, a los cuidos invalorables
de Mary.
-El béisbol
Como cualquier muchacho “callejero” (en mi vida tuve
mucha calle, botiquín y burdel: las 3 fuentes de la “escuela de la vida”, de la
sabiduría humana concreta, popular), jugué pelota desde muy temprano,
“Caimaneras” (de “caimán”, por la agresividad de un juego en el que no se
respetan las reglas oficiales, también se les denomina “mierderas”por las
“cagadas” que caracterizan la actuación de muchos jugadores, y el desorden
imperante en el desarrollo de la partida)es el calificativo para distinguir los
partidos de béisbol (pelota) que se organizan de manera espontánea entre amigos
y desconocidos en las calles y barrios de nuestros pueblos, de los juegos de
los equipos que integran las ligas oficiales “amateur” de dicho deporte. Para
participar en una “caimanera” lo decisivo es contar con un guante, un bate o
una pelota: aportar algún implemento del juego. También se juegan las
caimaneras con chapitas de refrescos, al menos en mi juventud, no sé si ahora,
el bate, un palo de escoba. Ese tipo de juego ayuda mucho a mejorar el bateo,
ya que no es fácil pegarle a una diminuta chapita lanzada a gran velocidad.
Generalmente las caimaneras tienen lugar en terrenos
abandonados, descampados, en la propia calle. En la calle jugando “chapita” se
iniciaron algunos de los mejores peloteros criollos del béisbol profesional y
amateur, antes de que se organizara formalmente las ligas del béisbol menor, es
especial los “Criollitos de Venezuela”, empresa deportiva pionera en ese
ámbito. Sin embargo, no es raro encontrar todavía en los barrios de Caracas y
en las ciudades y pueblos del interior (la provincia) partidas de chapitas. En
Puerto Cabello, luego de que regresé a los 12 años para pasar las vacaciones
del mes de julio (1958), con mi primo Adolfo jugábamos con los limpiabotas de
la Plaza Flores. Nosotros llevábamos las pelotas de goma, un palo de escoba o
un bate de madera. Adolfo era un diestro del picheo. A veces la partida tenía
que suspenderse (“a correr todo el mundo”) cuando irrumpían funcionarios de la Prefectura,
pues estaba prohibido pisar la grama de los jardines de la Plaza. En otras
ocasiones las caimaneras se jugaban en terrenos aledaños al viejo hangar del
ferrocarril Puerto-Cabello-Barquisimeto, una auténtica prueba para la habilidad
peloteril, campo improvisado lleno de obstáculos: piedras, desperdicios de toda
índole (cauchos inservibles, botellas, colchones, latas, etc.), previo a la
partida había que recoger y apartar en lo posible esa cantidad de desechos que
representaban un grave riesgo para las rodillas, las espinillas y los pies de
quienes nos aventurábamos a jugar en tan insólito terreno. De cualquier manera
aún con la limpieza de la mayor parte de los escombros, el suelo duro y plagado
de conchas marinas y pedazos de coral,
también constituía una inminente amenaza, ya que cualquier caída o el
deslizamiento en una improvisada almohadilla (base) significaban heridas en las
piernas.
De esas partidas no he podido olvidar el rostro de uno
de los jugadores habituales, un muchacho de unos 13 o 14 años que apodaban
“cara e cárcel”, feo hasta lo indecible, la viruela le había dejado huellas
imborrables, carecía de nariz, apenas los orificios. Los dos “equipos” se
peleaban por contar con ese adolescente, dotado de una habilidad extraordinaria
para jugar en tan deplorable “cancha”, bateaba y fildeaba como un auténtico as,
compensaba su espantoso rostro con su performance peloteril. “Cara e cárcel”,
muchacho callejero, eras un haz del béisbol sabanero, ¿qué habrá sido de tu
vida?, ¿estarás vivo o muerto?, si todavía te encuentras aquí entre los vivos
debes andar por los 73 o 74 años, si ya te fuiste a la otra esfera espero que
te halles en la luz, tu rostro resplandeciente sin las huellas de la viruela
quizás en una dorada playa o en el paisaje que más amaste en vida.
Y es que así es la vida, a esa edad no se tiene la
menor idea del misterio que acompaña el tránsito de la existencia, ¡cuántos
amigos y conocidos dejamos a nuestro paso en cada etapa de la vida! Seguimos nuestro camino sin pensar en ello,
sin mirar atrás, de todas formas es inútil, somos sombras solitarias,
peregrinos, pasajeros de una barca que puede hundirse en cualquier momento,
¿cuál es el destino amiga muerte? criaturas desventuradas somos los humanos,
incapaces de entender nuestra estadía en la tierra. Y aunque tengamos fe,
creamos en Dios y en la vida eterna, es muy humana la duda, ese aguijón del
alma. No es nuestra culpa, somos así, los animales no dudan, obedecen a un
código biológico inexorable, carecen de “razón”, de discernimiento, de
capacidad para pensar y quien piensa duda. Buscamos afanosamente el poder, la
riqueza, la fama, nos cargamos de tareas, de quehaceres, hacemos planes,
engañamos, mentimos, manipulamos, dañamos sin razón al prójimo, una loca y
febril actividad para no escuchar las voces de la razón y el corazón, evitamos
mirarnos en el espejo de la lucidez. Mas la barca sigue navegando en estas
turbulentas aguas de la vida, y no
sabemos cuándo arribará a las playas doradas iluminadas por el fuego de Dios, o
en las sombras de un pantano pestilente, una vez que la muerte haga su eterno
trabajo. Quien lea estas líneas podría comentar “Pero, ¿porqué este carajo menciona tanto a la muerte? ¿Qué le pasa?
¿Estará obsesionado con su muerte? No puedo evitarlo, y como antes relaté,
haber soñado con la muerte de mi padre a los 7 años de edad me causó una
conmoción espiritual, me despertó a la realidad, perdí el candor, la inocencia
del niño que existe en ese hoy eterno sin pensar en el tiempo ni en la muerte.
Me pasa como a Ferdinand Celine, el genial novelista francés, un obseso de la
muerte, pero por otros motivos que el mío. Yo no estoy obsesionado con la gran
niveladora, solo que siempre la tengo en cuenta, ella es la que te recuerda: “estás vivo, todavía no te he tocado, no ha
llegado tu hora, así que vive con intensidad, disfruta, día a día, hora a hora,
minuto a minuto, segundo a segundo, no creas que tienes tiempo, el tiempo
vuela, se va, además yo soy imprevisible, y no trates de averiguar cuánto te
queda, no cometas el error de consultar a una bruja, a astrólogos, adivinos,
esa cuerda de farsantes que nada saben, y si lo llegaras a saber, perderías la
magia de la vida, las sorpresas que te esperan buenas o malas, dejaría de ser
una aventura inédita”.

Filipón, el hermano Felipe aparece en la foto, le
falta la gorra de pelotero, el del círculo soy yo, la negrita era la madrina
del equipo.
Volviendo a esta recapitulación, pinceladas de la
memoria, comencé a los 11 años a asistir
a las prácticas de béisbol que los días martes en la tarde se llevaban a cabo
en el Colegio. A los 12 años (sexto
grado de primaria) ingresé al equipo infantil” de la Salle La Colina. Ya antes
comenté que el tío Alfredo me regaló los pantalanes con los que él practicaba
softbol en la Creole, así como los zapatos spikes, las bromas no se hicieron
esperar por lo mal que me quedaban pantalones y zapatos de un hombre de 1,80 de
estatura aproximadamente para un enano de 1, 62. El Hermano “Felipe”,
coordinador del béisbol, me regaló la camisa. El entrenador del equipo era el
ex jugador de la liga profesional venezolana conocido como “Félix Tira
huequitos Machado”, (jugó entre1946-53 para los equipos Cervecería Caracas.
Venezuela y Navegantes del Magallanes). El apodo “Tirahuequitos”se lo ganó, según algunos, en la ocasión en que bateó un cuadrangular
dentro del campo, el único de su carrera, con un batazo entre dos que fue a dar
justo a un “huequito” del out field. Otros señalan que tan peculiar sobrenombre
era consecuencia de su extraordinaria habilidad, al batear, de dirigir la bola
hacia pequeños espacios del parque, lejos del alcance de los jugadores del
equipo contrario. Una destreza que le sirvió para visitar constantemente las
bases, a pesar de su poco poder con el bate; porque, ciertamente, “Tirahuequito”
era un hombre de baja estatura.
Su más grande y recordada
hazaña fue haber participado con el Magallanes en la Serie del Caribe de 1950,
celebrada en el Estadio Sixto Escobar de San Juan de Puerto Rico. Un campeonato
en el que el Carta Vieja de Panamá, en juego extra con el Caguas de Puerto
Rico, se alzó con la victoria del certamen, para sorpresa de los anfitriones y
del otro favorito de la competencia, el Almendares de Cuba.
En esa memorable ocasión, “Tirahuequito” compartió
uniforme y el line up del equipo nacional, con peloteros de la talla de
Alejandro “Patón” Carrasquel, Jesús “Chucho” Ramos, Luís “Camaleón” García y
Alfonso “Chico” Carrasquel, entre otros. El inolvidable manager-jugador Vidal
López, el Muchachote de Barlovento, dirigió aquel teame selecto e inolvidable.
A pesar de que el equipo venezolano quedó en el último lugar, logró ganarle, en
el juego inaugural, a quienes después se titularían campeones de la Serie. El
marcador fue 3-2 a favor del Magallanes, y éste resultó el único partido que
alcanzó a ganar en la contienda. “Tirahuequito” murió en Caracas, a los 89 años
de edad, el 25 de octubre de 2008.
“Tirahuequitos” tendría unos 50 años cuando el Hermano
“Felipe” alias “Filipón” o “El Animal” (por el tamaño y el grosor, un gigantón)
como lo apodaba mi querido amigo fallecido Félix Palacios Cruz, sugirió al
director de deportes que lo contratase.
Practicábamos en un campo improvisado en La Colina, pero jugábamos en el
Polideportivo El Pinar. “Tirahuequitos” tenía una voz aguda, gritaba
constantemente como todo entrenador. En un partido oficial, yo cubría la
segunda base (jugaba alternativamente esa posición el rigth field, y pitcher
relevo), hicimos una rápida doble matanza (doble play) entre el parador corto
(short stop): creo que era o Gustavo Añez o Eduardo Dubuc, yo como segunda base
y en primera Alberto Silva, y “Tirahuequitos” saltó de alegría “Bien muchachos juegan como los yanquis”.
En la entrada siguiente, puse la cagada con un error, y se acabó la alabanza,
pasé de un “yanqui” a una mierda “coño
carajito que cagada de jugada”. Me arreché y tiré el guante, no juagaría
más, pero “Tirahuequitos” me calmó diciéndome que eran vainas del juego.
Compensé el error con un jonrón en mi turno siguiente “No joda muchacho te pareces a mí, un enano, capaz de meter un jonrón”.
Gustavo Añez, un carajo simpático y buena gente, en un juego en el que yo era
el pitcher, cometió un costoso error en el short stop que implicó para el
equipo contrincante la anotación de dos carreras “sucias” que lo pusieron en
ventaja. Al concluir el “episodio” (inning) Gustavo fue al baño y de la ira, la
arrechera que le había provocado su error, le dio un carajazo a una pared
fracturándose la muñeca de la mano derecha. En esos días el equipo del Colegio
Marista Champagnat contaba con un pitcher estrella, el “coco” de los bateadores
de los equipos que participábamos en el Intercolegial. Edgard Lugo se llamaba,
tiraba una curva endemoniada (en ese entonces, no estaba prohibido que los
infantiles utilizasen el lanzamiento “curvo). Me ponchó varias veces, apenas
pude darle un hit en un juego, trataba de enfocarme en dar un batazo que le
diera en la cara, así era yo de coño e madre. En una oportunidad llegó al
Colegio Alfonso Carrasquel a vernos jugar, vino en una camioneta ranchara Ford,
lo conocimos, un hombre de gran humildad y simpatía a pesar de que en ese
tiempo era considerado como uno de los mejores
short stop de las Grandes Ligas. Regaló a nuestro equipo guantes, pelotas,
caretas de cátcher, etc., era dueño de un negocio de venta de artículos
deportivos ubicado en San Agustín del Sur (“Carrasquel y Zuloaga”, eso creo).
Lo vi jugar en el estadio universitario, al igual que
a Luis Aparicio, Luis Camaleón García, Pompeyo y Víctor Davalillo, Cesar Tovar,
el “Carrao Bracho”, Julián Ladera, Elio Chacón, Palayo Chacón, Ramón Monzant,
Teodoro Obregón, Gustavo Gil, Teolindo Acosta, toda esa camada de magníficos
peloteros criollos de esa época. El grupo de la pandilla de la parte alta de
San Antonio, acompañados por mamá, caminábamos desde el barrio hasta el
estadio, para cortar camino
atravesábamos El Guaire por una
gruesa tubería que unía las dos orillas, algo, sin duda, riesgoso, pero mamá
una loca divina, con su cachucha de pelotero del equipo Caracas, era la primera
de la fila. Como el dinero no alcanzaba veíamos el partido desde las gradas, la
parte más barata del estadio, asientos escalonados de cemento, comprábamos
antes de ingresar a las gradas unos almohadones baratos (forrados con aserrín o
papelillos) que se jodían muy rápido, y las nalgas terminaban abolladas.
Al cumplir 14 años pasé a la categoría “junior”. En
principio fungía de manager del equipo Felipón, coño aquél hombrón de casi 2
metros en sotana y una gorra de béisbol dirigiéndonos sin saber un carajo de
estrategias del béisbol, un desastre. Ya no estaba con nosotros
“Tirahuequitos”; por esa razón, al poco tiempo contrataron a un negrazo llamado
Max Hernández, quien luego sería el manager del equipo infantil del país en un
torneo mundial. Max me tomó gran cariño y confianza: me enseñó técnicas de
lanzador, hablábamos mucho de béisbol, de estrategias del juego. Me designó
su asistente y coach. Seguía jugando como segunda base, rigth field y
pitcher relevo y cerrador, los abridores eran el zurdo Benshimol (Armando) y
Chapellín. Como pitcher no tenía mucha velocidad en los lanzamientos, pero era
muy controlado y aprendí a lanzar curvas y
cambios de velocidad. Colocaba los envíos en las esquinas. Como bateador
me colocaban como primero o segundo en la alineación por mi facilidad para el
contacto y la rapidez de mis piernas. Un día jugamos en el estadio de la
Universidad Central de Venezuela, juego inaugural del campeonato Intercolegial:
jugué en la segunda base, primer bate,
di dos hits, incluyendo un doble, un flaicito que cayó detrás de la
primera, justamente en la raya de cal, la pelota se desvió, lo que me permitió
llegar a la segunda base. En ese juego un catire de apellido “Benítez, cuyo
nombre de pila no recuerdo, el cuarto bate, le decían “mono blanco”, con apenas
15 años metió tremenda línea que pegó en la pared a más de 300 pies de
distancia. Y en el juego del juvenil (mayores de 15 años) otro fuerte bateador,
“Garcés”, dio un jonrón, nojoda, el público se levantó de sus asientos a
aplaudir.
Pero, quizás el mayor logro que como pitcher tuve ese
año (1960), aparte de un “no hit no run” al equipo del Colegio Santiago de León
de Caracas, compartido con el abridor Chapellín, fue el rescate que le hice al
abridor, el mismo Chapellín, en el juego final del intercolegial en el que se
definía el campeonato de ese año. El juego tendría lugar en un campo en el
Fuerte Tiuna contra el equipo del Colegio militar Gran Mariscal de Ayacucho.
Max me había dicho en los entrenamientos que no jugaría la segunda base, me
quedaría fuera, en la reserva, para entrar en caso de que necesitaran de mi
relevo. Estuve a punto de no ir al juego, pues estando ya en el autobús con
todo el equipo y a la espera de Max, desde la ventanilla del vehículo, para no
perder la costumbre, comencé a meterme con unos obreros que realizaban trabajos
de mantenimiento en un jardín contiguo al edificio del bachillerato,
lanzándoles taquitos de papel con una liga y haciéndoles la señal del mudo como
respuesta a sus imprecaciones. El Hermano Santiago me sorprendió y me ordenó
bajar del bus: “Meier, está castigado, no
va en ese autobús, se queda aquí hasta que el equipo regrese”… “Pero, Hermano y
el juego”… “Nada que replicar”.
Max le pidió al jodido Prefecto de Primaria que me
difiriera el castigo porque mi asistencia podría ser clave para ganar un juego
donde se disputaba el campeonato intercolegial de la categoría junior. Santiago
cedió. En el cierre de último inning (7°), el partido estaba 4 carreras a 3 a
favor nuestro, bateaba el home club, Chapellín había cedido un hit y dos bases
por bolas, es decir, las bases estaban llenas como se dice en argot
beisbolístico, no había outs, ya yo estaba calentando el brazo por orden del
manager, coño, cambio de lanzador, las bolas se me subieron al cuello en la
expresión criolla, bateaban el 3, el
4 y el 5 bate del Gran Mariscal de
Ayacucho, un escenario nada favorable para un relevo, pero, le eché bolas, le
puse toda mi pasión y astucia colocando los lanzamientos en las esquinas,
tirando curvas, rectas y cambios de velocidad: al primer bateador lo ponché, el
segundo bateó un elevado que atrapó el cátcher (Dubuc, hermano de Eduardo, no
recuerdo su nombre de pila) y el tercero un Rolling inofensivo a mis predios,
la gloria, carajo, la gloria, me levantaron en hombros. Y Max “Chiquito
te la comiste, eres un loco, pusiste en peligro este triunfo, jodiendo a
esa gente”. Santiago, dado las circunstancias del triunfo me condonó el
castigo, no sin antes advertirme: “La
próxima vez te expulso por 3 días”.
Ese año quedé como líder de picheo en efectividad, 00, o, ninguna carrera
limpia y líder en carreras anotadas y bases robadas. Por allí deben estar las
medallas que me otorgó la liga.
Manager a los 15 años por
un juego
Hay cosas que me han pasado que parecieran no ser
ciertas, tal vez si alguien lee estas líneas podría decir que estoy mintiendo,
no me importa, sé que me sucedieron, no han sido sueños o invención de una
mente febril. A los 15 años, mi segundo y último en la categoría junior, Max
Hernández, manager de las dos categorías: infantil y junior me dijo un día “Oye chiquito como el infantil y el junior
van a jugar a la misma hora y en campos diferentes, y no soy Papá Dios para
estar al mismo tiempo en los dos campos, quiero que te encargues de dirigir al
infantil, tú sabes de béisbol a pesar de tu edad, eres inteligente, tienes don
de estratega, así que asume el reto”. Y así fue dirigí a los infantiles y ganamos el
partido. Y como desde el sitio del coach de primera le decía a los que iban a
batear, las muñecas, las muñecas, doblen bien las muñecas y estiren los brazos,
Antonio Marcano, “Toñito” fabuloso futbolista y pelotero, integrante del
infantil para ese entonces, me puso el apodo de “muñeca”. Me lo encontré en la
década de los ochenta en los Cortijos, él jugando en la selección de la primera
y yo en la cuarta de veteranos, también en la “caimaneras” de softbol de los
sábados, y al verme lo primero que me dijo fue “como estás muñeca”.
Las lesiones
No sufrí lesión alguna en los juegos oficiales de las
selecciones, infantil y junior, sino en caimaneras. Un sábado en la tarde,
organizamos una caimanera en uno de los campos de fútbol del Colegio, terreno
algo pedregoso, jugaba en tercera base y recibí un pelotazo en la boca, un
roletazo que pegó en una piedra y la pelota saltó con fuerza hacia ni cara, no
tuve tiempo de esquivarla, la herida ameritó varios puntos de sutura en la
parte interior del labio inferior. Días después, un 23 de enero, fecha del
cumpleaños de mi hermano Bombillo, bajamos al estacionamiento del Edificio
Elcica (nos habíamos mudado a ese inmueble, ubicado en la 3ª Avenida de Las
delicias de Sabana Grande en enero de 1958) para la típica práctica de mutuos
lanzamientos de la bola, picheando como se decía. En uno de los lances el sol
me encandiló y no pude ver la pelota que me lanzaba mi hermano, me dio en la
ceja izquierda, un boquete, sangre a borbotones, me llevaron de urgencia al
Hospital Pérez de León, diez puntos de sutura, suero antitetánico. Me perdí la
fiesta de cumpleaños de mi hermano, no pude beberme unos tragos de ron en razón
del suero que me habían inyectado. Mareado, me sentía mal, no sabía que soy
alérgico al suero.
Esa peligrosa alergia se me desarrolló con toda
virulencia años después. Con Horacio, amigo de juventud, y sus hermanos mayores
fuimos de cacería (aunque no tenía intención alguna de matar cualquier animal)
a una hacienda ubicada en la región de Higuerote, Estado Miranda. Al tratar
de pasar entre las púas de una cerca de alambre en un potrero, quedé
enganchado en parte del omoplato derecho, con la consecuente herida. Me
trasladaron a una medicatura rural, puntos de sutura y suero antitetánico. Más
tarde, estando en casa, comencé a sentirme muy mal, mareado, con erupciones en
la piel por todo el cuerpo, me faltaba el aire, sentía que me ahogaba. Bombillo me condujo de urgencia al
Hospital del Clínico de la Ciudad Universitaria, me atendió ¡vaya casualidad!
mi prima hermana Gloria a la sazón estudiante de medicina que hacía su pasantía
en dicho Hospital. Me inyectó un antídoto, solución química cuyo nombre ignoro.
Según Gloria de no haberme llevado a tiempo hubiese muerto.
El béisbol me ofreció la oportunidad, al igual que el
fútbol, de hacer muy buenos amigos: el gordo Oscar Prieto, quien luego fuera
copropietario de los Leones del Caracas, pésimo cátcher o receptor, quejoso,
llorón, Eduardo Dubuc (mencionado), excelente campo corto, Gustavo Añez
(mencionado), también campo corto, Alberto Silva, primera base (mencionado),
Armando Benshimol (mencionado), pitcher zurdo de gran velocidad, pero muy
descontrolado, Uzcátegui (no recuerdo su nombre de pila), también pitcher
zurdo, Chapellín (mencionado), pitcher derecho, bastante descontrolado, en casi
todos los partidos lo relevaba, Benítez (mono blanco), tremendo bateador, al
igual que Garcés (no recuerdo su nombre de pila), Negrín, un moreno, más feo
que pegarle a la mamá, pequeño, fortachón, tira coñazos, receptor de gran
habilidad, buen bate, y tantos otros. Mi hermano Popoyo jugó en la selección
juvenil, pitcher de impresionante velocidad, pero con un grave problema: se le
pelaban los dedos de la mano derecha, quedaban al rojo vivo, y por supuesto
debía abandonar los partidos.
Merece especial mención un personaje al que ya me
referí: el Hermano Felipe, el “animal” como lo llamábamos, coordinador del
béisbol y profesor de Latín en el cuarto año de humanidades. Un gocho de casi 2
metros de estatura, simpático, dicharachero, alegre. Su influencia no se limitó al deporte. Como
profesor de latín estimuló mi interés, no por el latín, sino por la “cuestión
social”, el compromiso del cristiano en la lucha por un mundo más justo, pero
ya me referiré a ese aspecto de mi vida, más adelante. Al igual que el hermano
Felipe, el hermano Luis, coordinador del fútbol, profesor de sexto grado de
primaria, un español larguirucho, de tez pálida, de infinita paciencia. Le debo
lo poco o mucho de mi interés por las letras, ya que Carlos en el sexto grado
me incitaba a redactar historias o cuentos libres sobre cualquier tema de mi
interés. Ello, sin duda, fomentó mi tendencia a la libertad de espíritu, a no
copiar modelos, a confiar en mis propias aptitudes intelectuales.
Al cumplir los 16 decidí no jugar con la selección
juvenil del béisbol y concentrarme en el fútbol, me lo había pedido el entrenador
del juvenil, quería que entrenara con mayor dedicación para pasar de una vez a
la primera categoría. Me preparaba concienzudamente para los partidos oficiales
de la selección, por esa razón no caí en el vicio del cigarrillo, temía que
mermara mis facultades físicas. Jugaba casi a diario, pero en regla los
miércoles, los sábados y los domingos. Formaba parte en forma simultánea de 3
equipos, al igual que durante la escolaridad de la primaria: el de mi curso o
grado correspondiente (ya estaba en bachillerato, por ejemplo 3 año “A”), el de
la selección de todas las secciones (del tercer año, por ejemplo), y el que
representaba al Colegio en el Intercolegial y el Distrital (juvenil y
primera). Además, lo limitado de los
ingresos familiares, la imposibilidad de distracciones pagas, salvo el cine de
vez en cuando, contribuyó a que me refugiara en el deporte.
Muchos fueron los amigos en esos intensos 10 años en
la Salle La Colina. Con algunos conservo amistad, tal es el caso de Gabriel
Ruan (estudiamos juntos desde el 3 grado de primaria, hasta el 3 año de
Derecho, en una oportunidad me comentó que mis buenas calificaciones se debían
a que estudiábamos juntos: con una
sonrisa expresiva de una cierta arrogancia me dijo: “El que al buen árbol se arrima, su sombra lo cobija”, le respondí
que se fuera al carajo y no volvimos a estudiar juntos, seguí obteniendo buenas
calificaciones), Blas Delascio (“el gran parrandero”, “príncipe de Duaca”),
Juan José Monsant, Alfredo Rodríguez
Iranzo (al ingresar en la Universidad Metropolitana en el 2000, Alfredo era
y es el Director de Publicaciones y maestro de las ceremonias de graduación),
Alfredo Michelena. Un especial amigo: Félix Palacios Cruz lamentablemente
falleció hace unos 6 años (2011), Leopoldo Rodríguez, Hugo Groening, Juan Luis
Hernández.
Algunos compañeros de clase que no he vuelto a ver:
Ricardo Combellas, el gordo Amengual, Isturiz, Francisco Ravelo, Celis,
Kondroake, Víctor Lara,
Pedro Briceño, Gonzalo Galaviz, Leopoldo Cárdenas, Marcelo González, Hugo
Groening, Juan Luis Hernández (la lechuza), Enrique Mendoza, Mario Monteverde,
Manuel Negrón, José Antonio Ortega, Eduardo Peña, Manuel Perera, Humberto Pérez (“peringa”), Leopoldo Ron
Pedrique, Alejandro Rotundo, Alfredo Sandoval, Gonzalo Selva, Víctor Tálamo,
Carlos Todd, Francisco Vélez, Henry
Westall, Sami Zhogbi, Douglas Coburn, Jorge Albanes, Fernando (flaco)
Calatrava, Alfredo Cuello, Gustavo De Lemus, Alberto Echenagucia, Jaime
Fábregas, Jorge Lamberti, José Medina, Pedro Misle, Oscar Prieto, Carlos Santa
Cruz, José Tugues, Carlos Uzcátegui, Eduardo Valbuena, Armando Volpe, Federico
Wolff.
¿Qué habrá sido de sus vidas? ¿Estarán todavía en
esta enigmática Tierra? ¿Habrán fallecido?, la única manera de tratar de saber
de ellos, si aún están aquí comenzando a sufrir los rigores del envejecimiento,
es el llamado “Facebook”, pero me niego a ingresar en esa red del Internet,
hace 2 años lo hice y sólo permanecí 2 semanas, una vaina que denominan el
“muro” en el que cualquiera que se conecte puede escribir lo que le de la gana,
además los hijos o cualquiera que tenga fotos tuyas puede colocarlas allí para
burla de los ociosos usuarios de esa red: “Mira
a Meier cuando tenía pelo, ahora es un viejo calvo de mierda…fíjate la cara de
coño de madre y malas pulgas, no puede ocultar su mal carácter, y esa barbita,
se creía galán ese enano acomplejado”.
El softbol
El haberme
apartado tan pronto de la práctica del béisbol organizado, y como en todo
hombre permanecen los rasgos de su niñez y adolescencia, la añoranza, el deseo
de jugar béisbol me impulsó en 1984, a los 38 años, a adquirir una acción en el
Club Campestre Los Cortijos (ya mencionado a propósito del fútbol), con el
propósito principal de poder jugar un sucedáneo del deporte rey: el softbol.
Durante 11 años jugué ese deporte. Prácticamente todos los sábados en las
caimaneras entre 10 de la Mañana y tres de la tarde. Las improvisadas
caimaneras se caracterizaron por la diversión y el humor, una jodedera
permanente. Hombres ya de 40, 50 y hasta 60 años, mezclados con jóvenes de 18,
20 y 30. Y los viejos cayéndose de culo en una jugada, sobrepasados por un batazo,
las risas, la mamadera de gallo, los apodos. A mi hermano Bombillo le
endilgaron “mama chicha” porque jugando en uno de las posiciones de los
jardines, dieron un batazo y comenzó a correr para atrapar la bola y como veía
que no la alcanzaría comenzó a exclamar “¡Ay
mamachicha, ay mamachicha”! Imposible olvidar a Rafael alias “La hiena” por
su extraña risa, a Chuchú (José Morales Valarino), a Luis Muñoz, a Eduardo
Dubuc (compañero desde la Salle La Colina), a los hermanos Parra, Pérez Bolaño,
Elías Misrae, el viejo Palacios, Gastón Silva, Víctor Martínez, Eduardo
Moratinos, al Dr. Ortega (me dicen que aún juega con 92 años, me cuesta
creerlo), el gran “Pipita Leal” ex jugador profesional, tenía más de 70 años
cuando yo participaba en esas caimaneras de los sábados, murió hace 2 años con
más de 90.
Formé parte de la selección de veteranos (mayores de
40) en los campeonatos interclubes, como también de equipos en los campeonatos
internos. Jugaba la 3ª base, el ss., la 2ª base, y en los jardines, a veces como
receptor, pero casi siempre en la esquina caliente. Quedamos campeones en el
iterclub en una oportunidad, creo que fue en 1990, ligué para 412, tercer mejor
average, y líder en carreras anotadas. Me pusieron el apodo de “perro caliente”
por las arrecheras que manifestaba por cualquier motivo. En el 91 perdimos el
campeonato en el último juego por un error de Gastón Silva. En el séptimo y último inning, un jugador del equipo contrario que era “Home
club”: Club Monte claro, con dos outs, batea un elevado hacia el jardín
central, y Gastón corre hacia delante gritando “Qué mantequilla, qué mantequilla, somos campeones, y en la euforia dejó
caer la pelota”. Y lo que pasa en
ese deporte: después del error vino el hit, y otro y otro y nos dejaron en el
terreno. Gastón, médico cirujano reconocido, un gran jodedor. Una tarde de
sábado, ya en el Sauna, terminada la acostumbrada caimanera, Luis Muñoz se
acerca a su silla de extensión y mostrándole esas especies de tetas que le
crecen a algunos hombres por la gordura o por razones hormonales le pregunta a
Gastón: “Gastón tú crees que podría
operarme esto”, señalándole los pequeños seños de grasa y tejido, y el gran
carajo le responde “Podría ser, incluso
te las opero gratis si me dejas que les eche una mamadita”. Toda la sauna
explotó en una risa colectiva, lo que a Luis obviamente no le agradó.
En un campeonato interno del Club, en 1988, tenía
juego un sábado y el viernes por la noche me fui de rumba con un grupo de
estudiantes de la Universidad Santa María (di clases en la Facultad de Derecho
de esa Universidad entre 1985 y el 89). Fuimos a una discoteca y aterricé en
casa a la 8 AM, para evitar el peo que
se me venía encima: la negra con razón híper arrecha, no más al abrir la puerta
y verle la cara le dije “Tengo partido de
softbol, me voy al club”. Tomé mi uniforme y mi guante y a las 8,30
uniformado me acosté en el banquillo del club house o de visitantes, y me quedé dormido, tal era la borrachera que
aun tenía. El manager del equipo Pedrique, le preguntaba a Santiago
Hernández “¿Qué la pasa al Dr. Meier”?, “¡Qué
le va a pasar, que el gran carajo está todavía peo!”. Por supuesto no vi
acción, al terminar el juego salí disparado hacia el sauna, la negra estaba
esperando que terminara el juego para escuchar mi injustificable explicación de
la amanecida, por eso corrí la arruga al refugiarme en el sauna, pero a las 3
de la tarde no tuve otra opción y al salir me esperaba la policía doméstica, no
me salvé del regaño.
El estudiante de primaria
y bachillerato
Antes he dicho que en la etapa de mi infancia y
adolescencia poco me interesaron los estudios, sabía que debía pasar por la
escolaridad, que debía prepararme para el “futuro”, ¡carajo!, pero lo que más
anhelaba era la libertad de la calle, y los ratos de los deportes el aire
libre, me sentía preso en el aula de clase, desesperado por que sonara el
timbre del recreo, carajo y que llegara el fin de semana, el bendito asueto
para gozar dos días de libertad.

El del círculo es quien escribe estas pendejadas
Por esa razón, fui un estudiante sobresaliente, aunque
salvo el primer grado de primaria que tuve que repetir por el trauma causado
por la súbita muerte de papá, pasé ileso todos los grados y en el bachillerato
no reprobé asignatura alguna, es decir, no conocí la angustia de la reparación
del mes de septiembre. La razón principal de mi esmero por pasar “liso”, como
se decía en el argot estudiantil de la época, aparte de no ocasionarle
disgustos a mamá y Mamaén sin cuyos sacrificios no hubiésemos podido formarnos
en buenos colegios, no era otra que la de disfrutar a tiempo entero los dos
meses de las vacaciones escolares: julio y agosto. Coño dos meses, sesenta
días, todas sus horas, minutos y segundos en libertad absoluta, libre del aula
de clase, de la disciplina escolar, de los exámenes, de los profesores y
Hermanos de la Salle “ladillas”. Dos meses de baños en la playa (entre Puerto
Cabello y Puerto La Cruz), en el Río de mi infancia, montando bicicleta,
jugando pelota (tenis y golf en Puerto La Cruz), inventando coño e madradas.
Nada de televisión, menos de esa mierda que llaman “Nintendo”, ni video juegos,
ni internet, ni teléfonos celulares (móviles como le dicen en España), lo que
ocupa y deforma la mente a los niños y adolescentes y hasta gente mayor en
nuestro tiempo. De cine algo, uno que otro domingo. Estudiaba, sí, hacía los
deberes escolares, pero sin exagerar. No me conté entre los mejores de la
clase, no me interesaba que me colocaran en el cuadro de honor y me llenaran el
pecho de medallas. Eso de niño ejemplar, de buen y educado muchacho me
importaba un carajo. Además, los estudiantes modelos usualmente eran los
clásicos “jalabolas” y delatores, adulantes de curas y profesores, no hablaban
en el aula, ni desafiaban a la autoridad establecida.
Sabía lo que debía hacer, el esfuerzo necesario para
aprender y ser promovido al curso superior, evitarle sufrimientos a mi abuela y mamá, como ya destaqué, quienes
hacían un gran esfuerzo, un enorme sacrificio con los pocos ingresos de que
disponía la matriarcal familia, para costearnos la mejor educación posible. No
quería defraudarlas, me producía temor ser reprobado en los exámenes, asumí un
compromiso conmigo mismo, una suerte de equilibrio, estudiaría y haría todo lo
necesario para ser considerado como un buen estudiante sin aspirar a la
“excelencia”, “cuadro de honor”, a fin de evitar cualquier reproche de mamá y
Mamaén, así como de los Hermanos de la Salle y los profesores para
garantizarme, así, el derecho a la libertad física para hacer lo que más
deseaba y disfrutaba: jugar, jugar, practicar fútbol, béisbol, correr, subirme
a los árboles, planear y ejecutar travesuras, aprovechar al máximo los fines de
semana y las vacaciones escolares, no perder un solo día de ese tiempo libre,
sin restricciones de ningún tipo.
Una alegría biológica, fuerza vital que siempre me ha
acompañado, me impulsaba a vivir a tiempo completo, a manos llenas, con toda la
intensidad que puede tener un niño, un muchacho sin prejuicios, ni complejos.
Cuando leo o escucho las supuestas confesiones de esos políticos de pacotilla,
profesionales de la mentira, de la impostura, en una palabra: “ingresé al partido a los 14 años, pero ya
a los 13 era dirigente estudiantil en el Liceo tal, estuve preso por participar
en una manifestación contra…”. Porque parte del currículo para aspirar a la
presidencia de la república, todo político en Venezuela sueña con alcanzar esa
posición, de un rey sin corona donde el
presidente hace prácticamente lo que la da la gana, ha de probar que estuvo
preso por sus ideas o acciones en contra del régimen establecido, cualquiera
éste sea; democrático o no, Chávez frías salió de la cárcel (donde estuvo poco
tiempo por el delito de rebelión militar) a la presidencia de la república
(también los ex presidentes Leoni, Herrera Campins, Lusinchi, Carlos Andrés
Pérez). Me pregunto ¿es que esos
“hombres obsesionados por el poder” no tuvieron infancia, ni adolescencia?,
¿jamás jugaron pelota, trompo, metras, no se cayeron a coñazos con otros? O
tales “confesiones” son pura mentira en aras de insuflar la importancia
personal, o en verdad ese tipo de gente perdió lo más hermoso e irrecuperable
de la infancia y la juventud: la libertad de vivir sin grandes preocupaciones,
sin responsabilidades serias, inmersos cada día, cada hora y sus segundos en la
ilimitada fantasía de esa edad: en fin, la simpleza del carácter infantil, el
no percibir aún el lado oscuro de la existencia humana. Sí, la vida como una
aventura inédita, sin planes, ni metas, sin compromisos y teniendo al corazón
por pura presentación. Fui un niño
inquieto, travieso, jodedor, feliz, apasionado por la naturaleza: el mar, San
esteban y su río, los amigos y cómplices de esa aventura que parece no tener
fin. Pero, lo inevitable sucedió, se terminó ese paraíso, la tierra mítica de
la infancia y el adolescente comenzó progresivamente a descubrir el mundo y sus
mentiras. De manera que no fui un estudiante sobresaliente sino hasta el cuarto
y quinto año de bachillerato. Al pasar del
tercer año al ciclo diversificado, comencé a estudiar en serio, me
concentré en las asignaturas humanísticas: castellano y literatura, historia de
Venezuela, Filosofía. Reviso los anuarios del Colegio La Salle y en uno que
otro año escolar figuro con el “D” de distinguido en alguna asignatura entre el
segundo grado de primaria y el tercero de bachillerato, ni sobresaliente, y
menos excelente.
Con la emoción, el temor y la incertidumbre que
produce iniciar una nueva etapa en la vida, comencé un día del mes de
septiembre de 1959 (había caído la
dictadura de Pérez Jiménez y en su lugar gobernaba provisionalmente una junta
patriótica, hasta las elecciones programadas pare el mes de diciembre de ese
año) el primer año de bachillerato.
Tenía 13 años, cumpliría 14 en el mes de diciembre. Dejé el edificio
color verde de primaria y pasé al de color marrón del bachillerato. Me tocó un
aula situada en la planta baja de aquel edificio.
Comenzaba la metamorfosis, sentía que estaba perdiendo
algo, la infancia se estaba esfumando lentamente, ya no era aquel niño de 9 años que vivía en un rotundo presente,
había dejado la primaria, me estaba haciendo “grande”, aunque carajo no de
estatura, porque parecía que las vitaminas que me mamá me obligaba tragar no
hacían efecto alguno. Veía cómo mis compañeros de segundo grado, la mayoría
había aumentado sensiblemente su estatura, en cambio yo y otros como Istúriz,
seguíamos estando en la primera fila. La nueva etapa escolar y de vida no
significó una transformación radical de mi personalidad, carácter y conducta,
ello nunca ocurre, salvo que la persona se vea sometida a una situación en
extremo traumática, por ejemplo, hallarse al borde de la muerte. Somos de lenta
evolución, la infancia no muere de una vez y para siempre, poco a poco se va
perdiendo con los años. El adolescente es un niño consciente, eso y nada más. Es en ese momento
del desarrollo humano (si es que tal concepto es válido) cuando puede hablarse
del “uso de la razón”. El niño carece de “vergüenza”, de pena, poco o nada le
importan las opiniones ajenas, como tampoco tiene una sobre sí mismo. El
adolescente descubre su cuerpo, el sexo, se avergüenza de sus espinillas y
“barros” que le explotan en el rostro, el cambio de voz (se le van “gallos”),
el pelo en el pubis, piernas y brazos, ya no se es niño, tampoco adulto, tiempo
de transición y confusiones, tema sobre el que volveré más adelante.
Dedicado a los estudios y los deportes trascurrió mi
adolescencia sin traumas. En el Colegio continué siendo el niño tremendo que
planeaba y ejecutaba bromas pesadas que rayaban en el ámbito de las faltas e
infracciones disciplinarias, no así fuera de él, en la calle cometí hechos que
hoy serían considerados como expresión de una personalidad patológica
(obviamente no asesiné a nadie, ni cometí hurtos y robos, pero sí perturbé la
tranquilidad de no pocas personas). Y es que no fui un estudiante modelo, ese
prototipo tan querido por los profesores, sumiso, disciplinado, jala bola, no,
carajo, fui un rebelde y un jodedor, un mala conducta, estuve a punto varias
veces de una expulsión definitiva del Colegio, me salvaba el apoyo que le había
dado mi abuelo materno Pedro Echeverría a los Hermanos de la Salle de Puerto
Cabello para la fundación de esa Institución docente en el Puerto, y mi
destacada actividad deportiva en las selecciones de fútbol y béisbol.
¿Quién es ese que hace
como corcho?
En el primer año de bachillerato (1959), en la confusa
etapa de la adolescencia (13-14 años), un profesor español de Castellano y
Literatura, clases a las 2 de la tarde, gordo, siempre sudoroso, de voz
cansona, se desesperaba en el aula por el ruido que yo producía con mi lengua
muy parecido al de un corcho cuando se destapa una botella de vino, “toc, toc”.
Lo venía haciendo desde el inicio del curso, pero el gordinflón no lograba
ubicar el origen del “toc”, ¿“Quién hace
como tapón, quién, a ver jóvenes? Nadie decía nada, dejaba pasar algunas
clases y nuevamente repetía el seco ruido “Toc…Toc”, el sudoroso gordinflón
dejaba de hablar “Pero ¿quién puede
molestar tanto?, quien hace ese ruido no le interesa mi clase, ni considera a
sus compañeros”. Hasta que una tarde pudo ubicar de dónde salía el singular
sonido, “Te vi, te vi, eres tu Meier,
¿así te llamas no?, se acabó, ahora mismo sales de la clase y te presentas ante
el hermano Casimiro y le dices porqué te he expulsado del aula”.
Bueno, entonces, no tuve otra opción que presentarme
por ante la autoridad, en la oficina del Prefecto de Bachillerato, el Hermano
Casimiro, el jodido polaco que tenía un canario en una jaula en el pasillo de
la planta baja del edificio marrón, sede de las aulas del bachillerato, y que
como ya relaté en mis historias emblemáticas de libertad, abrí la jaula del
encarcelado pajarillo para consternación de su “dueño”. Casimiro parecía un
arrendajo, rojo carajo, quizás porque su mal humor fuese permanente, o por
tener que simular mal carácter para mantener a raya a esa camada de carajos en
su mayoría indisciplinados, entre ellos, este que escribe estos relatos que no
tienen nada de especial. El Prefecto para nada se extrañaba de mis constantes
remisiones por parte de los profesores a su oficina “otra vez Meier, páguese que te gusta que te castigue”. Al pasar los años he comprendido que los
prefectos de primaria y bachillerato mencionados tenían que imponer como fuera
su autoridad, de lo contrario, no hubiesen podido mantener el orden requerido
para garantizar el normal desenvolvimiento de mi querido Colegio, ¿Cómo
disciplinar a tantos niños y adolescentes de disímiles caracteres y
personalidades? ¿Con palabras disuasivas?, imposible; asunto diferente es el de
los excesos en el ejercicio de los medios de autoridad, como aquella patada que
le propinó el Hermano Santiago a un alumno que subía delante de él las
escaleras, hasta el día de hoy me he preguntado
la razón de ese exceso, ¿qué había hecho ese muchacho para merecer esa patada?
En la niebla de la memoria recuerdo que el Prefecto al tiempo de patear al
carajito decía: “apuraos, apuraos, subid
rápido”. De manera que la víctima de esa injusta acción hubiese podido ser
cualquier estudiante, el Prefecto se
hallaba molesto por algo y lo pagó con el primero que tuvo a su alcance.

El otro jodido Prefecto, el de secundaria: Casimiro,
el dueño del canario que liberé, en la foto con 2 jalabolas
Casimiro me impuso como castigo quedarme de pie contra
una pared durante unas 3 horas. Entonces, decidí vengarme del profesor
gordinflón. Él al subirse a la tarima profesoral acostumbraba a poner su
maletín sobre el escritorio. Con unos “compinches”, antes que el gordinflón y
el resto del curso entrasen al aula, movimos el escritorio al borde de la
tarima. Entramos al aula, nos sentamos, llegó el profesor, distraído de
carácter, y subió la tarima como de costumbre y al dejar el maletín en el
escritorio y apoyar sus manos para dirigirnos la palabra dio un leve pero
suficiente empujón, y coño cuál sería su sorpresa cuando el escritorio cayó al
suelo en el espacio entre la tarima y los primeros pupitres.
Todavía recuerdo al gordinflón tratando de detener al
escritorio, su cara de estupefacción, y su grito “¡Qué mierda es ésta, me cago en Dios!”, el maletín volando, y él
perdiendo el equilibrio y dando de bruces contra el escritorio ya en el suelo.
Una explosión colectiva de risas. El
gordinflón se levantó, la cara roja como un tomate “¿Quién ha sido el autor de esta fechoría?”. Aunque sospechasen,
nadie, ni siquiera los más connotados jalabolas se atrevieron a sugerir
nombres, sabían la represalia que sufrían los soplones o “sapos”. El gordinflón
ordenó a uno de los alumnos que fuese a buscar al Prefecto, quien se apareció a
los pocos minutos, haciendo la misma pregunta, sin obtener respuesta, fuimos
sacados del aula y llevados al patio central a chupar sol durante varias horas.
Pero, a los días un hijo e puta me delató (nunca supe quien fue el delator), me
llamó a comparecer el jodido Director, el Hermano Gerardo, quien tenía la
costumbre de reunir a los estudiantes de los cuartos y quintos años del
bachillerato (Ciencias y Humanidades) para leerles las calificaciones finales,
en el fondo creo que gozaba mirando las reacciones de cada estudiante: “Fulano, tienes 20 en Latín, pero al
revés…”. Y la sonrisa inicial del aludido se transformaba rápidamente en un
rictus de amargura. Fui objeto de
reprimenda por parte del Director, expulsado por 3 días y una cita a mamá. Ese
año perdí una que otra medalla a las que
tenía derecho por mi rendimiento escolar, dado mi pésima conducta.
En otra ocasión, con los mismos compinches metimos en
una botella un enjambre de avispas “cachicameras”, las negras que pican
arrechamente. En medio de la disertación del profesor abrí la botella, y las
terribles avispas salieron enloquecidas a picar a diestra y siniestra,
confusión total, empujones para tratar de salir del aula, exclamaciones de
dolor, a mi me picaron, como era lógico suponer. El mismo procedimiento: el
Prefecto Casimiro indagando acerca de la autoría del desaguisado y nada, otra
vez castigo bajo el inclemente sol. No faltaron los llamados “peos líquidos”
que los más aventajados alumnos en Química (ya en tercer año) preparaban en el
laboratorio del Colegio y lanzaban al suelo en clase: aquella hediondez del
carajo, y nuevamente todos afuera.
La verdad es que fui un gran hijo de puta. En tercer
año de bachillerato, detrás del pupitre que ocupaba se sentaba un carajo de
apellido Celli, catire, cuasi albino, hasta las cejas eran amarillas, casi
transparente. Para esa época, ya mamá había prescindido del bus escolar, tenía
suficiente edad para ir y venir del Colegio por mi cuenta, me daba dinero para
que tomase un autobús desde Chacaíto a la Florida. Y desde la Florida hacía el
trayecto a pie hasta el Colegio. En 1956 se
había inaugurado la primera etapa de la avenida Boyacá o Cota Mil
comunicando a Chapellín con la Alta Florida, pasando por la parte trasera del
Colegio. Abajo en la foto, recortada de un Anuario del Colegio se observa la
nueva flota de buses (hoy ya deben haberse convertido en chatarra) adquirida en
1956, el mismo año de inauguración de la Cota Mil o Avenida Boyacá.

Al salir de clases a eso de las cuatro de la tarde
acostumbraba a pedir cola (auto stop) en la nueva avenida. Una tarde pedía cola
con la típica señal del pulgar derecho
indicando la dirección, nadie se detenía, la falta de solidaridad me produjo
una gran arrechera “Coño e madre, hijo e
puta, egoísta”, grité a los
ocupantes de un carro que siguió de largo haciendo cado omiso a la señal de
“auto stop”. Era tal el estado de cólera en que me hallaba, que no me percaté
de la existencia de un enorme hueco en medio de lo que hacía las veces de paso
peatonal (no había aceras), una trocha de tierra estrecha ¿qué hacían esos huecos ahí?, ¿quién
los había abierto y para qué? No lo supe en el momento, además carecía de todo
interés, lo cierto es que caí en uno lleno de agua y lodo, mi veintiúnico
pantalón quedó completamente embarrado hasta la cintura dada mi poca estatura.
A la mañana siguiente se presentó en el aula el
Prefecto, el arrecho Casimiro, pidió permiso al profesor de turno para
hablarnos: “Ayer tarde…un estudiante
catigue que vestía pantalón azul y la camisa del Cogegio, insultó a un padge de
unos niños que estudian aquí, con las peores grosegías”… ¿Quién fue el que hizo
eso? Y como Casimiro se me quedó
mirando, de inmediato señalé a Celli,
“Fue el…el”, pues el sorprendido Celli vestía en ese momento pantalón azul
y la franela de La Salle, fue él, repetí y Celli asombrado negaba y negaba, yo
no fui Hermano, yo no fui, pero como Casimiro necesitaba a un culpable, dio por
sentado que Celli era el autor de la felonía y se lo llevó a la Prefectura. Lo
expulsaron por 3 días. Cumplida su
sanción Celli me esperó en un recreo y se me vino encima, nos dimos de coñazos
llevando él la peor parte, aunque me dio un carajazo en un ojo, y por varios
días lucí mi amoratado ojo como herida de guerra. De ese acto sentí un poco de
remordimiento por lo injusto que había sido acusando a Celli, pero no me
convenía decir la verdad “Fui yo
hermano”, gesto que seguramente no me hubiese valido reconocimiento alguno,
sino una posible sanción, a quien ya había sido sancionado en muchas
oportunidades. La vida me enseñaría que en este país los actos y gestos de
honestidad, autenticidad y sinceridad sólo traen consigo la crítica y la
desconsideración de la mayoría. Quizás no he debido cambiar ese rasgo de
astucia que me acompañó durante la infancia y la adolescencia, ¿en qué momento
deseché la astucia, la malicia que me caracterizaba?
El comunista maricón
En los años 60 el jurado de los exámenes finales se
conformaba con el profesor de la asignatura y un profesor seleccionado por el
Ministerio de Educación. Es así como en el primer año de bachillerato en la
asignatura Historia del Arte y Manualidades el jurado designado por dicho
Ministerio, un pintor maricón, cuyo nombre no recuerdo, comunista él, que por
tratarse de un Colegio privado, y para más católico, nos sometió a una prueba
bien jodida. El examen se dividía en dos partes: una prueba escrita sobre
Historia del Arte, y una práctica para demostrar habilidades en las
Manualidades, dibujando un diseño arquitectónico de la Antigua Grecia: un
templo, un anfiteatro, para luego ejecutar el diseño utilizando una especie de
madera muy delgada (he olvidado su nombre), cortando las piezas empleando un
bisturí y pegándolas con cola. Durante el año escolar mamá me ayudaba en esas
tareas, pues siempre he sido torpe con las manos, al igual que mi abuelo
materno: Papaviejo. En clase me desesperaba tratando de realizar esa inútil
actividad, nunca lograba terminar la idiota confección de un anfiteatro griego,
tiraba los materiales al suelo y profería groserías. Diseñaba mal, cortaba peor
la cartulina, no lograba pegar las partes, se me pegaba la goma en los dedos.
¡No puedo profesor, no puedo!, agarraba la cartulina y hacía una pelota, la
lanzaba por la ventana. De manera que en ese examen final obtuve 12 puntos
sobre 20 en historia del Arte, y 8 en Manualidades, pasando la materia en la
raya: 10. El pintor maricón, al verme
enredado y arrecho al no poder realizar el jodido anfiteatro griego le dio por
burlarse de mí pasando su mano por mi cabeza. Finalizado el examen, Oscar
Pietro y quien escribe esta suerte de bolserías que nadie leerá, ambos
aplazados en Manualidades, localizamos el carro del maricón, forzamos la tapa
del tanque de la gasolina y le arrojamos un puñado de azúcar. Cuando el maricón trató de poner en marcha el
motor, se oyó un extraño ruido, como una explosión, y nada pudo hacer al
respecto. Nosotros escondidos tras un vehículo observamos, riéndonos, el
desconcierto del maricón ante sus fallidos intentos de encender el motor.
¿Porqué en lugar de obligarnos a ese esfuerzo manual
inútil, no nos adiestraron en plomería, carpintería, albañearía, electrónica,
oficios útiles que nos hubieran sido de provecho toda la vida? La explicación
de la sin razón, de la ausencia de sentido común, es rasgo característico de la
cultura del país, de la personalidad colectiva de este pueblo. En los momentos
en que esto escribo, esta suerte de recapitulación de mi vida, para evitar un
infarto ante la catastrófica situación que vivimos desde hace 18 años, y que se
ha venido agravado progresivamente, desde que la mayoría de este pueblo que se
cree vivo, es decir, astuto, que se las sabe todas, eligió a Hugo Chávez Frías
en 1998, lo relegitimó en el 2000, y lo reeligió en el 2006 y el 2012, y a su sucesor el “descerebrado” Maduro en el
2013, para que nos llevaran por la calle de la amargura con esa mierda llamada
“socialismo del siglo XXI”, ese rasgo se ha acentuado hasta lo indecible.
En el tercer año del bachillerato, aunque no tuve
problemas con las materias “científicas” (matemáticas, química, física,), sin
embargo me sentía más a gusto con la historia, el castellano y la literatura y
geografía. En segundo año un joven profesor, el “flaco” Hurtado, me motivó al
estudio de la historia universal, esa interesante ciencia social que da cuenta
de las locuras, desvaríos, atrocidades, gestos heroicos, sacrificios, matanzas,
acciones altruistas; en fin, toda la complejidad de que ha sido y es capaz de producir
la condición humana, el alma del hombre y de los pueblos. La pasión que ponía
el profesor Hurtado en sus clases, auténticas conferencias eruditas, a la vez
sencillas, reflexivas, no la mera repetición aburrida de fechas, batallas,
nombres de héroes. La historia como hechos colectivos, los pueblos como actores
del proceso histórico, historia documentada y crítica. Hurtado otorgaba justo y
proporcionado valor a los conquistadores, a los líderes y héroes de las gestas
históricas, analizando las causas económicas, políticas, sociales y culturales
de las diversas revoluciones, situando la acción individual en su contexto
colectivo (Cesar, Napoleón, Atila, héroes y villanos). Hurtado también sería mi
profesor de Historia de Venezuela en cuarto y quinto año de Humanidades. Nos
reencontraríamos en Paris en 1970 con ocasión a mis estudios de postgrado en
Derecho y Ciencias Administrativas y su doctorado en Historia. Profesor y
amigo, buenas y prolongadas conversaciones en grupo al calor de unas cervezas o
unas cubas libres: Félix Palacios, Juan José Monsat, Juan Luis Hernández,
Gabriel Ruan. Un recuerdo para el “flaco” en está pésimas líneas.
[1]El Colegio La Salle de La Colina
inicia sus actividades el 16 de diciembre de 1944 como extensión natural del
Colegio La Salle de Tienda Honda, debido al notable crecimiento de la
ciudad de Caracas. El 7 de diciembre de 1942 se firma el documento de compra
del terreno de 17 hectáreas formado por barrancos y lomas. Al estar listo el
primer edificio, el 25 de septiembre de 1944, comienzan las clases. El 16 de
diciembre se inaugura y se bendice el nuevo local del Colegio. En septiembre de
1947 deja de ser extensión de Tienda Honda y forma una comunidad independiente
con los siguientes Hermanos: Gastón Elie, Javier Ireneo, Federico Beltrán,
Evaristo Esteban, Francisco de Jesús, Felipe Leoncio, Hermógenes y
Santiago José.
[2]Todavía no se había renovado la flota de autobuses, en uno como ese me
subí el primer día de clase en septiembre de 1954. Ese Hermano que figura en la
puerta del bus, me parece que es el Director del Colegio Gerásimo, un hombre
afable y sencillo, tolerante y receptivo.
[3] Meier, H, Pasiones Extremas, poemario inédito.
[4] Ciorán, La Caída en el Tiempo, opus cit, p. 87.
Pasé 10 años en ese magnífico Colegio, viví
intensamente la mayor parte de mi segunda infancia, mi adolescencia y el
tránsito hacia el hombre joven en esa institución. Antes relaté que me inscribieron
en el primer grado del Colegio San José de La Salle en Puerto Cabello, pero que
en razón del deceso de papá y de Papaviejo, la familia se mudó a Caracas, perdí
ese año, y repetí el primer grado en el Colegio Humboldt. De manera que desde
el segundo grado hasta mi graduación de bachiller, desde los 9 hasta los 18
años, asistí ininterrumpidamente, salvo los periodos de las vacaciones
escolares, a la Salle La Colina, incluso casi todos los fines de semana durante
la escolaridad, o iba al Colegio para un partido de fútbol en sus canchas, o a
otras canchas con la selección del momento: infantil B, A, Juvenil, Primera
división. Tengo una deuda moral con la institución, con los pacientes hermanos,
con sus excelentes profesores, sin duda influyeron notablemente en mi
personalidad, me transmitieron valores, aunque nunca dejé de cuestionarlos en
ejercicio de la razón crítica. Le debo una sólida educación básica y
diversificada, el estímulo por el estudio y la investigación, el amor al
deporte, la preocupación por las injusticias humanas. Esa congregación al igual
que los Salesianos y a diferencia de los Jesuitas, no te inculcan esa semilla
del liderazgo, el que debes esforzarte por acceder a los primeros puestos de la
política, la economía, la cultura, etc. Se interesan por darte una formación
integral orientada por los valores cristianos, más la propia sencillez y
humildad de la mayoría de los Hermanos de la Salle es demostración de que su
interés básico es despertar en los alumnos el espíritu de servicio hacia los
otros, hacia la comunidad. Por ese motivo, no es difícil saber si un carajo es
ignaciano o lasallista, es como una marca, puedes apreciarla en la mirada, en
la forma de hablar, en la arrogancia. Obviamente, no siempre es así, puede que
el egresado de una institución jesuita no haya quedado signado por las
características de la educación impartida en dicha institución, y que el tipo
carezca de arrogancia, no se sienta llamado a liderar así sea una mera reunión
festiva.
Popoyo y yo pasamos, con grandes dificultades (de
vainita) a segundo y sexto grado de primaria, respectivamente. La muerte de
papá y Papaviejo, la mudanza y el cambio
de ambiente, de amigos, todo ello influyó en el bajo rendimiento escolar que tuvimos
en el Colegio Humboldt. Mamá decidió
inscribirnos en el Colegio La Salle La Colina, ubicado en la Colina de los
Caobos, próximo a la estación de televisión “Televisa” adquirida posteriormente
por el “empresario” Gustavo Cisneros y rebautizada como “Venevisión” (canal 4).
Para el año 1954 el Colegio apenas tenía 10 años de fundado[1]
y contaba con un solo edificio, el del medio color marrón donde se hallaban las
aulas del 1° al 3er grado del bachillerato en el momento en el que dejé a mi
querido Colegio al graduarme de bachiller en 1964. En septiembre de 1954 mamá
me inscribió en 2° grado, a Popoyo en el 6to. Mi aula (jaula) estaba ubicada en
unos galpones con techos de zinc, en un área donde años después los Hermanos
levantaron un edificio de tres pisos en cuya planta baja organizaron las aulas
para el ciclo superior: los cuartos y quintos años de ciencia y humanidades. En
ese tiempo Caracas era una ciudad templada, y en aquella colina hacía un frío
verraco como dicen en Colombia, teníamos que abrigarnos, había neblina,
llegábamos a la siete de la mañana, carajo y nosotros que veníamos del calor de
un puerto. No se había construido la Avenida Boyacá o Cota Mil (inaugurada en
1956), ni el teleférico, una estrecha calle comunicaba a Maripérez con la Alta
Florida pasando por el lado del Colegio que limitaba con el cerro El Ávila, que
tampoco había sido declarado como Parque Nacional, decisión tomada en diciembre
1958 por el profesor “Sanabria”, Presidente de la Junta de Gobierno constituida
a raíz de la caída y huida de Marco Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958.
La primera vez que subí a ese maravilloso cerro fue en
1957 con un grupo de muchachos de la “Acción Católica” de la Parroquia El
Recreo, acompañados por un adulto. Subimos por “Cotiza” hacia el sector de
“Galipán”, una inolvidable excursión. De adulto lo haría muchísimas veces sólo
o con mi ex amigo Jesús Eduardo Cabrera, con mi amigo del alma y compadre José
Amando Mejía, con mi hijo mayor Eduardo Enrique en su niñez y en su juventud.
Incursionábamos hacia un sector, montaña adentro, a unos 5 kilómetros de la
entrada por Sebucán: “Paraíso” y nos bañábamos en las heladas aguas de una
quebrada. Un sábado en la mañana lo hice solo, había llovido, iba contemplando
el paisaje cerro arriba cuando sentí un golpe en mi bota derecha, y al voltear veo
a una culebra de tamaño regular al borde de la pica, preparándose para volverme
a atacar, corrí como un desaforado y me dejé caer exhausto sobre un enorme
peñón que había en el centro del caminito. Miré la bota y tenía las huellas de
los colmillos y el veneno que había tratado de inocular la serpiente. Gracias a
Dios las botas eran marca “Frazani”, italianas, reforzadas con acero a nivel de
los tobillos, de lo contrario, con otro tipo de calzado no estaría relatando
esta historia intrascendente. Como a la media hora bajaba un excursionista
quien al verme pálido me preguntó la causa, le relaté lo acontecido, me brindó
un largo trago de ron, y me aconsejó que no subiera más solo, aunque él andaba
sin compañía.
Es así como un día del mes de septiembre de 1954
esperé al lado de mamá, en la puerta de la quinta “Guachi” que me recogiera el
bus escolar a las 7 AM[2],
ansioso y emocionado al mismo tiempo ¿cómo sería ese colegio La Salle?,
imaginaba que no se parecería al de Puerto Cabello, en Caracas no había mar, ¡Qué
desgracia!, ni un río, a lo sumo la quebrada que atravesaba la vaquera que
frecuentábamos Guillermo y yo en lugar de ir al Colegio Humboldt. A mis 9 años
y a pesar del trauma de la muerte de mi padre y de mi abuelo materno, la
mudanza de Puerto Cabello a Caracas, el cambio de colegio, conservaba ese
instinto primitivo para la maldad, una forma de rebeldía contra el orden
establecido, un impulso (inconsciente) dirigido a quebrantar las reglas, a
desafiar cualquier tipo de autoridad (padres, maestros, y pensar que con el
tiempo me haría abogado y llegaría a ocupar el cargo de Ministro de Justicia,
¿Cómo se produjo esa transformación? Misterio de la complejidad de la vida y
del ser humano). Debo
reconocer que la paciencia de mamá y de Mamaén, el calor de una familia algo
extraña: un matriarcado, 5 mujeres y dos varones, y los valores que me
inculcaron los Hermanos y profesores de ese magnífico Colegio, terminaron
canalizando mi rebeldía innata hacia objetivos constructivos, o al menos eso
creo. No cualquier niño de esa edad se hubiera adaptado tan rápido al nuevo
colegio, un ambiente diferente al de Puerto Cabello y San Esteban, no iba a
tratar con niños campesinos, ni de una ciudad pequeña como el Puerto, estaba en
Caracas, la Capital; sin embargo, como ocurrió, eso me importaba un ajo, ya
tenía el equipaje necesario para este viaje enigmático de la vida, los recursos
psicológicos y físicos, a pesar de mi baja estatura, para sobrevivir en
cualquier lugar.
Y así lo he hecho durante todo este trayecto, 71 años, que no es poca cosa si lo pensamos
desde la expectativa de vida de un hombre concreto, aunque obviamente si nos
situamos en la perspectiva de la milenaria historia de la humanidad, y de la
inmensidad del cosmos, eso es nada, apenas un aleteo de mariposa como lo
expreso en este poema:
“Fragilidad
La vida
Pájaro indefenso
De quebradizas alas
Nube
Niebla que disipa el
viento
¿De dónde viene tanta
arrogancia?
Dueños del aire
De estos recuerdos
vaporosos
Imágenes flotando en el
vacío
¿Y esos afanes?
Somos dibujos en la arena
Que las olas borran
Un aleteo de mariposas
NADA...”.[3]
Esa arrogancia en el fondo
pretende esconder nuestra debilidad, “Si
cada uno de nosotros confesara su deseo más secreto- escribe Ciorán- diría: “Quiero que me alaben”. Nadie se
atreverá a ello, pues es menos deshonroso cometer una iniquidad que proclamar
una debilidad tan lastimosa y humillante, debido a un sentimiento de soledad e
inseguridad que padecen, con la misma intensidad los rechazados y los
afortunados. Nadie está seguro de lo que es ni de lo que hace. Por imbuidos que
estemos en nuestros méritos, la inquietud nos consume y para vencerla, estamos
deseosos de que se nos engañe de recibir la aprobación venga de donde y de
quien viniere. El observador descubre vicios de súplica en la mirada de quien
quiera que haya terminado una empresa o una obra, o se entregue simplemente a
algún tipo de actividad sea la que fuere. Se trata de una dolencia universal…”[4]
Aludí a esa debilidad en
esa suerte o especie de introducción a este ensayo que denomino “Aclaratoria”,
nadie es inmune a ese deseo de aprobación, de reconocimiento de los méritos
propios. ¡Cuánto esfuerzo gastado para recibir un premio, una medalla, una
condecoración!, no me engaño sólo ahora, a esta edad, es que he podido superar
y no totalmente, ese afán de ser objeto de halagos por parte del entorno
social.

Había unos más enanos que yo, Istúriz, Peña, Albanez.
Las pandillas Lange y
Lamberti
El grupo de niños del segundo grado estaba hecho a la
medida de ese impulso o instinto para planear y ejecutar “travesuras”, algunas
de las cuales hoy serían consideradas como manifestación de un grave trastorno
de personalidad. Me integré de inmediato socializando con todos esos carajitos,
en especial los dotados para la maldad. El grupo se dividía en dos pandillas:
la de los hermanos Lange, y la de los hermanos Lamberti. Pertenecía a una y
otra según mi capricho y ello desconcertó a los jefes de ambas pandillas. En
ocasiones me unía a los Lange para batirnos contra los Lamberti, y viceversa. No
le tenía lealtad a ninguna, tal era y ha sido mi espíritu libertario, de
autonomía e independencia, lo que me ha granjeado el rechazo de muchos en una
sociedad tradicionalmente fracturada en tribus y clubes de amigos en búsqueda
del poder, siempre el poder. Para mí lo básico era dar y recibir trompadas, la
acción, la ruptura de la disciplina, no la lealtad a un grupo, o a un jefe
(jamás he podido seguir a nadie). Extraña integración la mía infringiendo el
código de conducta del grupo. En el grupo, además de los pandilleros, peleones,
rebeldes, había también (hay de todo en la viña del Señor) los típicos
indiferentes, los niños modelo obedientes a la autoridad de Hermanos y
profesores, los adulantes o jalabolas con vocación para la delación (sapos). No
fui un niño modelo, obediente, disciplinado, pero tampoco jala bola y delator,
ni sometido a la autoridad de un jefe de pandilla. Allí se inició mi oficio de
rebelde solitario que me ha
caracterizado toda mi vida, hasta hoy con 71 años a cuestas. Tengo facilidad
para integrarme en cualquier grupo social, soy abierto y conversador: canto,
hecho chistes, anécdotas, le meto al trago con ganas, pero jamás he podido, y
ahora menos podré, identificarme totalmente con algún grupo social, político,
confesional, etc. Me gané el respeto de las pandillas y sus jefes, no obstante
mi desconcertante conducta, así como el temor de los indiferentes y de los
alumnos-modelo, por la osadía para
proponer y ejecutar las travesuras más riesgosas. Por el aula de ese Segundo
Grado “A” pasaron tres o cuatro profesores, no resistían aquel desorden de 30 0
40 carajitos absolutamente incontrolables.
Recogía de esas piedritas azules que cubrían el patio
del recreo para lanzarlas en clase en el momento en el que el profesor de turno
daba la espalda para escribir en el
pizarrón. Nunca fui sorprendido “in fraganti” y los delatores me tenían terror.
Constantemente el Hermano Santiago, Prefecto de Primaria, un asturiano que
había participado en la Guerra Civil española (manejó tanques de guerra para la
falange franquista, los nacionalistas), de recio carácter, autoritario como
ninguno, irrumpía en el aula y nos ordenaba salir en formación con ese sol del
carajo de media mañana, castigo por la ingobernabilidad de unos endemoniados.
Pero, ni siquiera su férrea autoridad fue suficiente. Recuerdo un día en que el
jodido Santiago suplió al conductor del bus, al parecer el profesional del
volante o había enfermado, o simplemente no fue por “dolor de bolas” (flojera,
fastidio). Subimos al bus e inmediatamente nos sorprendió ver al autoritario
Prefecto (no podía ser blando) al volante del vehículo, arrancó y no habían
pasado más de 15 minutos cuando frenó y regresó el bus al Colegio, lo detuvo y
armó un gran follón, dijo que si seguíamos hablando y gritando nos quedaríamos
hasta la noche allí. Silencio sepulcral. Atrapábamos lagartijas en el monte
aledaño y las soltábamos en clase: gritos, auténticos alaridos de pavor, risas,
niños que se subían a los pupitres, otros que corrían hacia la puerta, el
profesor desconcertado, desmadre total, el pitazo de Santiago para restablecer
el precario orden. Finalizado el año escolar y pasar al tercer grado, el grupo
fue dividido, nos ubicaron en secciones diferentes, única alternativa para
evitar que se repitiese la historia de ese memorable segundo grado, único en su
especie en los 67 años de fundado el Colegio La Salle la Colina. Dejamos la
especie de galpón donde estaba el segundo grado “A” y nos mudaron al nuevo edificio
verde para los grados de primero a sexto de primaria. En la foto de abajo el
Prefecto de mano de hierro. Después de graduarme de bachiller (1964) no volví
al Colegio sino cuando mi hijo menor Ricardo Enrique ingresó al mismo. Con
ocasión a una reunión de padres y representantes en el 2004, vi a Santiago ya
muy anciano (90 años o más), iba de brazos de dos hermanas (monjitas), lo
abordé y para mi sorpresa me reconoció “Sí,
me acuerdo de ti, Meier, Meier, un chico terrible, terrible”.

El jodido hermano Santiago, Prefecto de primaria, un
día le dio una patada en el culo a un carajito que subía las escaleras del
edificio verde, el de la primaria, que fue terminado en 1955, no sé que habrá
hecho el muchacho que subía delante de mí, para merecer la patada del mismísimo
gran carajo Santiago, a mí nunca me tocó, si me castigó, me regaño, pero no me
puso la mano encima, y menos me dio una patada.
La primera comunión
“La Iglesia enseña que a
partir de los siete años con el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal
se va para el infierno. Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por
el cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos
superiores. En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos, los
símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre, del
maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones,
paisajes. En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier animal, el
niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte. Ese
cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en propiedad para inocularle su
doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en su mucosa desprotegida de la
razón no se olvidará jamás. Es lógico que al niño lo vistan de marinero, ya que
expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa travesía de la vida”[5].
Manuel Vincent
A los 10 años (1955), ya en 3er grado, mamá decidió
que era tiempo de que hiciese mi primera comunión. A ese fin, el grupo que se
santificaría recibió la charla correspondiente de boca de un sacerdote español,
que insistió en la necesidad de confesarnos y arrepentirnos de nuestros
pecados, pues de lo contrario, si nos sorprendía la muerte iríamos directamente
a alguna de las palas del temido y terrorífico infierno. Contó una historia que
siempre he considerado como una auténtica mierda:
“Había una vez dos
hermanitas, una, la menor, temerosa del Señor tenía una conducta ejemplar, no
como vosotros pequeños pecadores, la otra, la mayor, ya una golfa ella, indujo
a su hermanita a cometer un pecado mortal y la niña buena murió al instante sin
poder confesarse. ¿A dónde creéis que fue su alma?, pues al mismo infierno, así
que “ala” a confesaros para poder recibir al Señor en estado de pureza”.
A partir de esa
“charla” comencé a temer a Satanás,
Lucifer, el Diablo o mandinga como lo nombraban en San Estaban. De manera que
fui forzado a confesar mis pecados a un desconocido ¿cuáles? a esa temprana
edad. En la fila todos destilábamos angustia: ¿Qué vas a confesar tú?, -no sé- respondían algunos, otros, “…pues que le he mentido a mamá…miré por el
ojo de la cerradura a mi hermana mayor desnuda…me robé unos caramelos en una
bodega”, y así, todos nos sentíamos como si estuviéramos a la misma puerta
del patíbulo. El Hermano Santiago nos daba ánimos “Seáis sinceros, el Señor todo lo perdona”. Me tocó el turno, un
cura español, creo que el mismo de la infame charla, oculto tras las rejillas
del confesionario: “A ver hijo, dime tus
pecados, comienza por los más gordos”, y yo paralizado, callado, nada
decía, y el cura “¿has pecado contra la
carne? No sabía que significaba y se lo pregunté “Qué si has tenido pensamientos impuros, o te has dejado tocar o has
tocado tu propio miembro, el pene hijo”, allí por vez primera supe lo que era hacerse
la paja o masturbarse aunque tardaría 2 años para ingresar al club universal de
los pajizos obsesivos. El único supuesto pecado que confesé ese día fue el de
las típicas mentiras a mamá para evitar correazos, un acto de legítima defensa.
Con el tiempo estrecharía lazos de amistad con los
Lange y los Lamberti, en particular con Edgard Lange, excelente jugador de
fútbol: compartimos en el mismo equipo, la selección del Colegio desde el
infantil “C” hasta la primera categoría. Centro delantero nato, fuerte, gran
goleador. De los 3 hermanos Lange sólo queda Edgard, eso creo, la última vez
que lo vi fue en 1996, me solicitó una audiencia en mi carácter de Ministro de
Justicia, estaba muy desmejorado, había recibido un tiro en la cara, y de eso
quiso hablarme para que yo hiciera algo respecto del agresor, lo remití al
Director de la Policía Técnica Judicial. El menor de los hermanos Lange,
Gustavo, también futbolista de primera, murió hace más de 40 años en un
accidente automovilístico. Y el mayor, cuyo nombre no recuerdo, de un infarto
fulminante. ¿Qué razón oculta explica esa desgracia familiar? ¿Será el mero
azar?, ¿El destino?, ¿el pago por crímenes de los padres, de los antepasados?
¿El secreto designio de un arbitrario Dios? Los Lange, al igual que nosotros
habían perdido a su padre, la madre asistía a los juegos del equipo, una mujer
jodida, reclamaba cualquier decisión arbitral que considerara injusta. La
desgracia persigue a determinadas personas, es el acecho de la muerte que tarde
o temprano termina dándonos caza.
Ese tipo de desgracia también la hemos tenido en la
familia. Ya harán dos años de la muerte de mi querido primo JM cuyo hijo mayor
había fallecido en un accidente automovilístico en el 2013, con 3 años de
diferencia dejaron este mundo padre e hijo, y lo peor es que su segundo hijo
sufrió de un cáncer que aparentemente ha superado. La madre, mi amiga, cómo ha
sufrido. JM padre e hijo hicieron una fortuna como abogados, pero ¡cuanto daría
la esposa y madre por tenerlos aún vivos! Y no es que desprecie el dinero, no,
pero creo que no vale la pena obsesionarse por la riqueza, de nada te sirve a
la hora de partir de esta vida, tampoco es consuelo posible para los que aquí
se quedan llorando la ausencia, bueno, entendámonos no todas las personas
lamentan la desaparición de sus seres “queridos”, el dinero puede más que el
dolor, y en algunos casos son los propios familiares, esposa, esposo, hijos,
los autores de un asesinato para recibir una herencia o el monto de un seguro de
vida. En mi ejercicio profesional de abogado presencié odiosas disputas entre
hermanos a la hora de partir los bienes heredados de padres que con su esfuerzo
construyeron un patrimonio, hijos que nada hicieron para merecer el legado,
sólo la aplicación de una anacrónica legislación que otorga derechos por el
solo hecho de la filiación. Recuerdo en particular unos hermanos el día de la
venta de una costosa quinta en Caracas, uno de mis primeros casos, el registro
había sido habilitado para la firma del contrato en la sede de la propia
quinta, los hermanos no se hablaban, uno firmó y el otro dijo “¿Dónde está mi cheque con la parte que me
corresponde?, si no me lo dan de inmediato no firmo un carajo”. Los hijos
del primer matrimonio de un buen amigo que estudió los 5 años de la carrera
conmigo, fallecido hace un año por un maldito cáncer cerebral, hijos de su
primera esposa muerta años atrás, demandaron la nulidad de la compra de una
vivienda por parte de mi amigo para su segunda legítima esposa, alegando que en
razón de esa enfermedad él no estaba en sus cabales al momento de la
adquisición de esa vivienda, los muy hijos de puta con perdón de su madre que
Dios la tenga en su gloria.
Mamá quiero ser hermano de
la Salle
En cuarto grado de primaria un Hermano llamado
Serafín, nos dio una charla sobre las virtudes asociadas a dedicar la vida al
servicio de los demás ingresando desde joven al seminario que tenía la
Institución en el país, es decir, formarse para convertirse en Hermano de la
Salle, y como yo manifesté interés haciéndole preguntas, dicho Hermano desde
ese momento no me dejaba tranquilo. En todos los recreos me acosaba, me regaló
un libro sobre el fundador de la congregación, y de alguna manera logró
convencerme, pero por muy corto tiempo. Un día, al llegar al mediodía del
Colegio, le dije a mamá que quería hablar con ella a solas, que tenía una
noticia importante que darle. Nos fuimos al patio trasero de “Guachi” y bajo la
mata de mango le dije: “Mamá, quiero ser
Hermano de la Salle, quiero servir a los demás y ganarme el cielo”. Ella
sorprendida y al mismo tiempo risueña me respondió: “Pero, hijo, tú, con lo terrible que eres ¿hermano de la Salle?” y
como yo le insistía, entonces, recuerdo claramente sus palabras: “Bueno, hijo, si esa es en verdad tu vocación
es preferible que te metas a cura, sacerdote, y puedas confesar y dar misa, y
tener tu parroquia, porque eso de Hermano de la Salle, es ser cura a medias”.
A los pocos días ya se me había pasado el interés en formar parte de la
Congregación La Salle, y la ladilla Hermano Serafín, insistiendo en su
propósito de convencerme. Tocó la puerta
del aula, el profesor le abre, y la ladilla me señala con el dedo: “Necesito hablar con el alumno Meier”.
Salgo fuera, y
Serafín, con su discurso, bueno Enrique ya te decidiste, ¿hablaste con tu
mamá?, mire Hermano, yo ya no quiero ser como usted, prefiero meterme a cura
para dar misa, confesar y tener mi propia parroquia. Serafín no tuvo más
remedio que soltar una sonora carcajada y la cosa quedó así. La vocación se esfumó, fue flor de un
día. Aunque con el tiempo entendería que tenía vocación de servicio, pero como
seglar, si no ¿cómo explicar 47 años que llevo como docente, mi ingreso a la
administración pública en la que hice carrera hasta ocupar el cargo de Ministro
de Justicia? Los descreídos y malas lenguas dirán que lo hice por el poder
inherente a los cargos públicos, me remito a mis actuaciones en esas funciones,
no hay persona que pueda acusarme de haber abusado del poco o mucho poder que
ejercí, ni que me enriquecí a la sombra del Estado, eso sí de que he bebido y
he sido mujeriego, no lo niego, ahora con la edad ya no puedo seguir en la
jarana como en el pasado.
La religión
Creo en Dios-Padre y especialmente en su hijo
Jesucristo, soy bautizado en la Iglesia Católica, no obstante partidario del
ecumenismo o el diálogo entre cristianos, y entre éstos y judíos. No creo en el
dogma de una religión única y verdadera, los representantes y fieles de los
diferentes cultos religiosos creen, o “simulan” creer, que su “iglesia” es la
verdadera, la única que tiene conexión directa con Dios, las demás se hallan en
el error. No comparto tal dogmatismo rayano en fanatismo. Tengo fe en la
existencia de un Dios sin ejércitos ni Estado, un Dios de todos, la suprema
inteligencia, espíritu omnipotente, energía pura, origen de todo lo existente,
del inconmensurable universo, de la insignificante Tierra y su soberbio
inquilino: el hombre. Lo he sentido, el Dios vivo, percibo su presencia en la
naturaleza, no necesito congregarme en un templo para rendirle culto, me basta
mirar hacia lo alto en noches despejadas, en el mar, la montaña, los pájaros,
la majestuosa obra del creador. Soñé hace unos 40 años con Jesucristo, su
rostro como si estuviese en el lugar de mi corazón y me habló “Enrique, Enrique, bebes mucho, pero tu
corazón te salva”. Desperté feliz y angustiado, ¡Dios!, bebía demasiado a
esa edad y lo seguí haciendo por años, ahora he disminuido la ingesta de
alcohol. A los días del fallecimiento de mi primera esposa, dormía solo en
posición fetal un extremo de la cama, y sentí una energía indescriptible, una suerte de abrazo, como si me envolviera
una burbuja de bondad y amor. Al despertar creí que era mi esposa recientemente
fallecida que me consolaba desde la luz. Sin embargo, esa misma energía, esa
presencia espiritual, esa experiencia mística la volví a experimentar con mi
actual esposa María Cristina una madrugada en la finca de sus padres en
Carayaca, Estado Vargas, ese éxtasis los sentimos los dos al mismo tiempo. Era el
espíritu de Dios uniéndonos.
Retomo el relato de mis años en el Colegio La Salle.
Las misas dominicales me aburrían, y todavía me aburren, perdí en cuarto y
quinto año de bachillerato premios al mérito por no asistir los domingos a la
misa que se celebraba en la capilla del Colegio, y que era de asistencia
obligatoria. Sin embargo, no había forma que me escapara de la misa dominguera.
Mamá me obligaba a ir con ella, mis hermanos y Mamaén a la misa de la mañana en
la Iglesia El Recreo, nuestra Parroquia. Oficiaba un cura ciego, y la misa se
hacía interminable, aquél curita ayudado por el monaguillo para no caerse
mientras realizaba los actos ceremoniales, y su homilía, ¡Coño! más larga que
viaje en canoa. Un domingo no resistí y me desmayé en plena misa, un señor me
recogió del suelo, y volví en sí al rato en la casa parroquial, mamá y Mamaén
sumamente angustiadas. Tomamos un “libre”, así se le decía a los taxis, para
irnos a casa. La doctora vecina, la “buenota” catira a la que ya me referí me
examinó y dictaminó que padecía hepatitis, pero que no era grave, lo que
denominan “Ictericia”.
A partir de ese incidente no había misa en la que no
sintiera que me desmayaría: el mismo síntoma, ese frío que viene desde el
estómago con dolor agudo, sin embargo, no me desmayaba. Y es que además, al
igual que mamá, y el tío Pedro, soy hipocondríaco. Si leo o alguien me habla de
una enfermedad y sus síntomas,
inmediatamente comienzo a tenerlos. El gran carajo mi hermano, descubrió mi
debilidad y me jodía: “enrique, estás
pálido, mírate los ojos, parecen amarillentos”. Caía en su trampa corría al
baño para mirarme en el espejo, “Mamá,
mamá me volvió la hepatitis”. Así que no soporto las misas, en particular
las repetitivas homilías de la mayoría de los curas, y su constante amenaza con
el fuego y las atrocidades del infierno que sufren los que mueren en pecado
mortal. Además, ya adolescente me martirizaba pensando que era pecado mirar y
mirar las hembras en la misa, en la propia casa de Dios con pensamientos
pecaminosos. Aquellas hembrotas y hembritas, no podía dejar de mirarles las
piernas, los muslos, los culos, los escotes para vislumbrar los inaccesibles
senos, las enloquecedoras tetas. Pendiente del momento en el que se
arrodillaban y paraban, me alimentaba con esa fantasía sexual para luego
entrarle duro al pecado contra la carne en solitario: la paja, turbado de tanto
masturbarme. ¿Qué podía hacer con ese irresistible deseo?, ¿Esas hormonas
enloquecidas de la adolescencia? ¡Qué terrible contradicción! Te dicen que es pecado
no sólo fornicar, sino hasta tener pensamientos y deseos sexuales, ¿Y cómo
puedes a esa, o cualquier edad, dominar la líbido?, las imágenes vienen solas,
no las provocas, ves a una hembra y más si se viste para ser objeto de miradas
“pecaminosas” y es prácticamente imposible, a menos que seas un hipócrita, no
desearla, es casi un reflejo condicionado, es lo que el genio Freud descubrió,
quizás haya hombres a los que las mujeres no les provoquen ese irrefrenable
impulso, pero en mi caso, no puedo mentir, no ha sido, ni es así, todavía a mis
71 no he podido superar totalmente a aquel adolescente que un día despertó a
la crónica “angustia sexual? ¿Será que
soy un enfermo?, es posible, reconozco esa incurable debilidad, tal vez si
supero los 80 o 90 años, ese fuego se extinga y entonces logre una lúcida
serenidad antes de pasar al otro lado del muro.
La confirmación
Es unos de los “sacramentos” del catolicismo. A los 12
años mamá decidió que era el tiempo para que “confirmara” mi fe católica. Se requería
de un “padrino” y mamá le pidió a un amigo de la familia, porteño también él:
“Cheché” Price-Lara, dentista y hermano
de un reconocido médico, muy respetado, admirado y querido en el Puerto Cabello
de las décadas de los 40 y 50 del pasado siglo, el Dr. Prince Lara, gran amigo
de papá. Cheché, un hombre simpático, sencillo, buena copa, me llevó el día de
la confirmación a la Catedral de Caracas donde tendría lugar el acto religioso.
Previamente los que seríamos confirmados jurando luchar contra el demonio y sus
pompas, debíamos confesarnos en la casa parroquial de la Catedral, pues bien,
estando sentados los aspirantes a recibir el sacramento aparece un cura y dice
“Los que requieran confesión vengan
conmigo”, iba a levantarme y mi padrino me detuvo, me puso la mano en la
cabeza “quédate sentado enriquito, qué
confesión, ni qué confesión, si ya te haces la paja eso no es pecado, vamos a
salir rápido de esta vaina y complacer a tu mamá y a Mamaén”.
Recuerdo entre nebulosas que él me llevó con su esposa
e hijos a Tucacas, poblado ubicado en la costa del Estado Falcón y allí
abordamos un pequeño yate que navegó por la zona de manglares de esa costa,
declarada en los años 70 como parque nacional, desde la cubierta de la
embarcación mi padrino y su hijo mayor (¿Guillermo?) disparaban a la avifauna,
no decía nada, pero no estaba de acuerdo con la matanza de aquellas aves que
embellecen el espléndido paisaje de dicha zona.
Los retiros espirituales
En cuarto y quinto año de bachillerato era obligatorio
asistir a “retiros espirituales” organizados en los días de carnavales o en la
semana mayor o “semana santa”. Recuerdo en especial uno realizado en una casa
situada en Catia La Mar (se oía el ruido de los aviones despegando y
aterrizando en el Aeropuerto de Maiquetía). Próximos a graduarnos, los alumnos
de los quintos años de ciencia y de humanidades (1963-64) nos albergaron en esa
casa durante la Semana Santa de 1964. Nos distribuyeron en varios cuartos, a mí
me tocó de compañero el “Loco” Lara. Llegamos un miércoles en la tarde en un
bus del Colegio, y apenas dejamos los maletines (en ese tiempo, poco se
utilizaban los morrales) en los respectivos dormitorios, el Hermano Felipe nos
conminó a reunirnos en un patio interno, nos sentamos en sillas de metal frente
a un pizarrón, y no más al estar todos, de un cuarto salió un carajo con cara
de malas pulgas, pantalón azul y camisa blanca de mangas largas: resultó ser el
cura que nos hablaría de la virtudes del buen cristiano, de la conmemoración de
la Semana Santa, de la vida de Jesucristo y su sacrificio, etc. Pero, cuál
sería nuestra sorpresa cuando el pastor encargado de orientar a ovejas tan
descarriadas, comenzó a doblar las mangas de su camisa, lo que decimos
“remangarse”, al tiempo que profería en ese jodido españolísimo de “Shshsh” de
los típicos curas venidos de la Madre Patria: “¿Sabéis por qué estoy haciendo esto, eh… eh?, ¿doblando las mangas de
mi pulcra camisa? ¿Lo sabéis?, y hubo quienes contestaron “No”, entonces,
el grandísimo hijo e puta gritó “Porque voy
a meter mis manos y brazos en mierda, si en mierda, en la mierda que hay en
vuestras almas impuras, pecadores”. Todos quedamos petrificados, y el cura
siguió en ese tono, yo me iba arrechando con ese insólito discurso y fraguando
la venganza.
Luego de la cena, y del rezo colectivo, cuando nos
ordenaron meternos en los respectivos dormitorios, le dije al loco Lara “Esta vaina no se queda así, vamos a esperar
que todos se duerman”. A eso de las once de la noche desperté al loco que
se había quedado dormido. “Víctor, vamos
a la cocina, que tengo hambre”. Allí fuimos y nos preparamos sigilosamente
sendos sanduches. Tomé una vela que teníamos en el dormitorio previendo la
posibilidad de que se fuera la luz, y le dije al loco que fuéramos al pizarrón, “¿Para qué enano?”, “Ya verás”, entonces le dije sostenme la vela y con una tiza que
escribí: “El cura es marico, le gusta que
le den por el culo” y firmé “Unas
almas enmerdadas”. Al día siguiente, una vez finalizado el desayuno
continuaríamos con la estimulante orientación del zamurete. Explotó un
estallido de risas cuando el grupo leyó lo que yo había escrito, en ese momento
se aparece en la escena el curete y en un acceso de irá gritó “¿Quién o quiénes son los autores de esta
fechoría, de estas inmundas palabras, de esta ofensa imperdonable a un servidor
de la santa madre Iglesia?, mientras
borraba iracundo la suprema ofensa. Todos nos miramos a la cara, seguíamos
riéndonos, y en la medida que aumentaba el enojo del cura, aumentaban las
risas. Y si alguien sospechó, nada dijo, por la acostumbrada represalia a los
“sapos”. El cura decidió abandonar su misión, fue suplantado por otro en horas
de la tarde del jueves santo: el reemplazo llegó con otra actitud. Pero, el
loco y yo seguimos jodiendo: nos levantábamos tarde, asaltábamos la cocina para
comer frutas, pedazos de quesos, de jamón, escondíamos el azúcar, la sal, los
fósforos y cada mañana la señora que cocinaba comenzaba a quejarse “Otra vez desaparecieron los fósforos, no
puedo hacer el desayuno”. Al final del “retiro” el Hermano Felipe nos
reprendió fuertemente ¡Qué importaba una raya más para un tigre!
Otro de los retiros espirituales se realizó los días
del carnaval de 1963 en la población de Ocumare de la Costa. En el viaje en bus
que hicimos de noche me dieron ganas de orinar, hubiera podido gritarle al
chofer que se detuviera y echar la meada de rigor a orillas de la carretera,
pero no resistí la tentación de efectuar la micción en el bus. Sentado en la “cocina” de ese tipo de transporte, el
último asiento que cubría todo lo ancho del vehículo, procedí a verter mi
líquido. El bus iba a oscuras, el grupo hablando alto, algunos tocando “cuatro”
y cantando, y de pronto alguien gritó “se
están orinando, se están orinando”. El Hermano Felipe ordenó al chofer detener
el bus y prender sus luces internas, corrían hilos de orín por el pasillo y
debajo de los asientos, previendo ser descubierto, una vez finalizada la meada
sigilosamente me había cambiado a otro asiento y simulé dormir. En ese “retiro”
habíamos traído clandestinamente varias botellas de ron escondidas en los
equipajes. En la noche, una vez que apagaban las luces de la casa, que tenía
dos plantas y limitaba con la playa, se organizaban, a tientas, partidos de
dominó a la luz de las velas, otros nos escapábamos por las ventanas para
darnos baños de mar, o ir al pueblo a mover el esqueleto en las fiestas del
carnaval.
Sin embargo, algo me quedaba de aquellos retiros en
los que debíamos por turno lavar platos, barrer los cuartos, pasar “coleto”, la
idea de servir. Así que cuando regresaba a casa por varios días me ofrecía a
lavar platos, no duraba mucho ese espíritu de servicio. Mis hermanos mayores
Popoyo y María Isabel se burlaban: “Mírenlo
tan servicial, ¿cuánto va a durar María Isabel? Me arrechaba, nada extraño
en mi, “búrlense, búrlense, soy otro, me
han renovado”, ¡Qué renovado y ocho cuartos! Al poco tiempo volvía a mi mal
carácter. Esa enseñanza de los retiros no fue vana, al contraer matrimonio y
conformar una familia a pesar de trabajar y duro en la calle, no dejaba de
ayudar en los menesteres caseros barriendo, pasando “coleto” (la mopa),
cocinando los domingos. En mi nuevo matrimonio (2008 al presente 2017), riego
plantas, lavo platos, sigo con la escoba y la mopa, le doy de comer al gato,
acompaño a mi mujer en las colas de los mercados para tratar de comprar a
precios exorbitantes los pocos productos alimenticios de una economía en
ruinas.
El deportista
-El fútbol
Deporte que me apasionó y aun me apasiona, aunque dejé
de practicarlo hace 20 años. Ahora sigo los partidos de la liga española y la
inglesa por la televisión. Mi equipo preferido es el Real Madrid, no siempre lo
fue, hoy lo es por la influencia de mi hijo menor Ricardo, fanático de ese
equipo, en lo posible no me pierdo ninguno de sus encuentros. Mi jugador admirado de todos los tiempos,
nada de extraño: el Rey Pelé. Pude ver en la televisión (blanco y negro) el
mundial en Suecia (1958) cuando el joven Edson Arantes do Nascimiento de 17
años debutó con la selección nacional de su país, Brasil, revelándose como una
figura clave, conjuntamente con el genial “Garrincha”, para que dicha selección
ganara su primera copa mundial con su “jogo bonito”. Un gol de Pelé contra el
País de Gales fue decisivo para que su selección pasase a la semifinal contra
Francia. En la final el genial futbolista marcó 3 goles contra Suecia derrotada
por Brasil 5-2. Así se iniciaba la leyenda de este extraordinario futbolista.
Como ya por la edad, además de las 2 prótesis de
cadera, no puedo practicar ese deporte,
se me repite un sueño en el que consciente de las limitaciones no
obstante me decido a jugar, llego algo tarde al campo de fútbol, no ha comenzado el partido, me
pongo el uniforme y los botines y el entrenador me dice que ya la formación de
equipo está lista, que posiblemente jugaré más tarde, y cuando al fin se me
presenta la oportunidad me despierto. En otro sueño me despierto en el preciso
momento en el que estoy frente al arco del equipo adversario con el balón en
mis pies y dispuesto a meter un gol, carajo, y trato de conciliar el sueño para
terminar la jugada, pero nada, el inconsciente me jode, y en lugar del campo de
fútbol estoy en una piscina rodeado de pequeñas serpientes blancas. También
sueño con el béisbol y me ocurre algo semejante, o corro, como podía hacerlo en
el pasado, y una voz que me dice “ya tú
no puedes correr, tienes unas prótesis, este sueño es un engaño”.
Pero, bueno, no puedo quejarme, disfruté por muchos
años ese deporte, tal vez me alejó del cigarrillo, pues deseaba con toda la
pasión de mi alma ser una estrella del balompié (como lo llaman los españoles),
no fue así, carecí de esa habilidad natural de los grandes futbolistas, y
aunque como en cualquier deporte las enseñanzas de los técnicos, la preparación
física y la constante y sostenida práctica son los factores que aseguran el
“éxito”, no es desdeñable por ningún respecto esa habilidad o predisposición
que a muy temprana edad caracteriza a los más destacados como Di Stefano, Pelé,
Maradona, y hoy a un Messi, Cristiano Ronaldo y otros. Sucede lo mismo con el
arte: la pintura, la escultura, la música. Y si bien, por ejemplo, no se nace
cantante, si la persona no dispone de buena voz, de oído melódico y rítmico,
por más que estudie arte vocal, por más que vocalice con un maestro, jamás
podrá convertirse en cantante. Uno escucha a hombres y mujeres que pretenden
cantar en una reunión social, carajo y no tienen melodía, desentonan, o no son
capaces de ajustarse al compás de una guitarra, de un cuatro, o su voz es
insoportable, chillona. Como estudié arte vocal y poseo buena voz, no hay
reunión social en la que no me pidan que cante, lo hago, aunque procuro no
abusar y más si otros quieren también cantar. Y no falta el envidioso, el
típico sujeto que se cree el alma de la fiesta, y no soporta que otro u otros
sean el centro de atención del grupo. Tuve un
buen amigo, hoy nos separan desavenencias, que apenas y terminaba de
cantar la primera canción, inmediatamente él me interrumpía para impedir que
pudiera entonar otra, y entonces comenzaba a recitar poemas de Pablo Neruda y
de Nicolás Guillén, de éste último uno que le encantaba a los asistentes por su
contenido antiyanki, ese de cómo estás puerto rico (canción): ¿Cómo estás Puerto Rico, tú de socio,
asociado en sociedad? Al pie de cocoteros y guitarras, bajo la luna y junto al
mar, ¡qué suave honor andar del brazo, brazo con brazo del Tío Sam! ¿En qué lengua me entiendes, en qué lengua
por fin te podré hablar, si en yes, si en sí, si en bien, si en well, si en
bad, si en very bad?...” y, por supuesto, los aplausos por ese
resentimiento latinoamericano, y también español hacia USA. La mentira de la
izquierda ha dado resultado: la mayoría de los habitantes de esta parte del
planeta sigue creyendo que el fracaso de América Latina es responsabilidad del
“imperialismo yanqui”, no se detienen a pensar la responsabilidad de los
pésimos gobiernos, de los pueblos que eligen a gobernantes corruptos e
incapaces, no quieren mirar hacia dentro, impera la mentira del “chivo
expiatorio”: la responsabilidad de los males propios siempre es culpa de otro.

Me inicié en la práctica del fútbol a los 9 años
(jugué hasta los 50, con una interrupción de 15 años), al mes de haber
ingresado al “Colegio tan querido”. Los miércoles de cada semana el bus
escolar, como ya relaté, me recogía a la puerta de la casa a las 8 AM, y
trasladaba a los alegres deportistas al Polideportivo El Pinar, propiedad de la
Fundación La Salle, situado en la parte baja de Vista Alegre, en la avenida que
une a esa urbanización con el Paraíso (hoy sus terrenos forman parte de las
instalaciones del metro de Caracas). La Salle La Colina no contaba para ese
tiempo con instalaciones deportivas, de modo que el Polideportivo era utilizado
tanto por el Colegio La Salle de Tienda Honda como el de la Colina. Al “Polideportivo
El Pinar” se le llamaba así (eso creo) por las hileras de pinos ubicados a
ambos lados de las 3 canchas principales de fútbol, separadas por los esos
pinos. Ese magnífico Polideportivo disponía, además, de 2 campos de fútbol
pequeños para la práctica de los jugadores de los primeros años de la primaria
y un campo de béisbol, así como barras para los ejercicios musculares, baños y
vestuarios de rigor. Al principio sólo jugué
en el equipo de la clase (segundo grado “B”), primero como arquero, y
luego defensa. Se acostumbraba colocar en esas posiciones a los primerizos, los
gorditos (Alfredo Michelena, hoy activo como opinador con su interesante
columna “Bitácora Internacional”) y los “maletas” (los que jugábamos pésimo).
Con la práctica fui mejorando paulatinamente, me escogieron para integrar la selección del infantil “C”
de la Salle de Tienda Honda. En ese entonces La Colina no tenía representación
propia en el torneo intercolegial.
Nos entrenaba un ex jugador de origen peruano o
boliviano, el “Cholo Tovar”, indio pequeño y regordete, buen maestro en el arte
del fútbol: “chiquito, eres rápido, pucha
que eres rápido, tienes que aprender técnica, controlar el balón, no juegues
mirando el suelo, levanta la cabeza, mira
a tus compañeros para que pases el balón, no, no te quedes con el balón
pásala, pásala…”, me gritaba el Cholo en las prácticas. Mi primer encuentro
con la selección del infantil “C” fue un sábado que llovía, y el campo estaba
empantanado. Me dieron la oportunidad en el segundo tiempo de un partido contra
la selección de nuestro rival histórico, Loyola. Me asignaron como defensa,
lateral, izquierdo, y tanto me esmeré que al final del encuentro el Hermano que
dirigía al equipo me dijo “Meier, eres un
jugador muy bueno en el fango, fanguero”.
En 1955, La Colina, una vez acondicionado los terrenos
para las canchas de fútbol (dos principales y dos pequeñas), organizó sus
propios equipos. Formé parte de las selecciones desde el infantil “B” hasta la
primera división amateur. Al graduarme en 1964 e ingresar a la Facultad de
Derecho de la UCV me integré al equipo de dicha Facultad en el campeonato
interfacultades. Fue tal mi pasión por el fútbol que jugaba en 3 equipos
diferentes: la selección del curso, por ejemplo 1er Año C, la selección de los 3
primeros años (A, B y C) y la selección representativa del Colegio en la
categoría infantil “B”. Entre las
prácticas y los juegos oficiales, jugaba al menos 3 días a la semana:
miércoles, sábado y domingo. Al graduarme de bachiller seguí jugando un tiempo en la 1ª de la Salle La Colina,
también formé parte de la selección de la Facultad de Derecho en los
campeonatos interfacultades de la Universidad Central de Venezuela.
En dicha selección jugaba un joven al que le faltaba
un brazo, el “mocho”, tipo alto, mal encarado, muy buen jugador, no se me ha
olvidado una gran arrechera de ese tipo, al final de un partido contra la
selección de la Facultad de Medicina,-el motivo si lo olvidé,- agarró una barra
larga de hierro que se hallaba al lado de la cancha y se le fue encima a uno de
los jugadores del equipo oponente,- no recuerdo el motivo de su ira, quizás le
dijo algo que le molestó, si no
intervienen su hermano que también jugaba con nosotros y otros jugadores para
detenerlo, tal vez lo hubiese matado, su furia era incontenible ¿Qué le habrá
dicho el estudiante de medicina? Hay un dicho que parece exagerado “no hay mocho, ni cojo bueno”. No estoy
de acuerdo, pero sí en que la falta de un brazo, de una pierna, hace
susceptible a la persona con esa carencia, y no hay duda de que muchos mochos,
cojos y discapacitados guardan un resentimiento contra los demás por esa
limitación física, no obstante no se debe generalizar. El año pasado (2016) mi
esposa María Cristina, una mujer con un espíritu excepcional de servicio,
conoció a un hombre discapacitado desde niño, nación con espina dorsal bífida,
ha estado en silla de ruedas desde niño, 36 años postrado, recientemente
padeció de una infección muy grave: “celulitis” producida por sus heces, ya que
la ausencia de sensibilidad en la parte inferior de su cuerpo (del tórax hacia
abajo) le bloquea todo dolor, debe utilizar pañales. Lo sometieron a una
intervención quirúrgica para construirle un ano artificial. Y a pesar de esa
extremada limitación física en la que ha vivido y vive, él es un hombre alegre,
entusiasta, no se queja, su fe en Jesucristo lo mantiene con ese estado de
ánimo, una demostración de la existencia del alma y de Dios.
Es un testimonio de como la aceptación de Jesucristo
otorga al creyente una fuerza espiritual capaz de superar cualquier limitación
física, enfermedad, o desgracia de la que nadie está a salvo, es el riesgo
inherente a la vida. Los que podemos ver, oír, hablar, sentir, caminar, pensar,
debemos estar agradecidos a Dios por ese privilegio; sin embargo, nos quejamos
por dificultades intranscendentes, esa ceguera de alma, pésima actitud ante la
vida. ¡Cuántas veces en mi vida me habré quejado!, es un vicio, un estúpido
vicio difícil de superar, hacemos el propósito de superar esa propensión a la
queja, no dura mucho, y así ante cualquier dificultad que se presente, y nunca
faltan, ni faltarán en la vida, la inmediata reacción es la autocompasión, ¿Por
qué me sucede a mí?, ¿Qué he hecho para merecer esta situación?, quizás nada, o
poco, o mucho, pero con esa podrida actitud nada resolvemos, más bien nos
debilita, nos impide ver con claridad, nos obnubila, y pensar que la solución
del problema esté al alcance de la mano y por esa ceguera de alma no nos
percatemos de ella.

El marcado con el círculo es quien estas guebonadas
escribe
Asimismo, en los años 1966 y 1967, a pedido de la
Directiva del Deportivo La Salle (profesional), Humberto Pérez (peringa) y yo
jugamos en la Liga de Ascenso del fútbol profesional, hacían falta 2 jugadores
para completar el plantel. Fue una experiencia desagradable: el mal trato en el
camerino por parte de profesionales veteranos y fracasados: brasileros,
argentinos, peruanos, y el juego brusco de los rivales. En 1968 jugué con la
cuarta especial del Loyola, los amigos de la Salle me tildaron de “traidor” en
tono de broma. A los 39 años me incorporé en la cuarta de veteranos del Club
Los Cortijos (1984-1999). Por cierto, los juegos en la cuarta especial del
Loyola frecuentemente terminaban en tánganas. Conociendo mi agresividad evitaba
participar en esas trifulcas, además me parecía irracional, sin sentido, pues
consideraba y considero que la motivación de cualquier deportista amateur es la
sana competencia y la diversión; en suma, pasarla bien, un poco de relax ante
el estrés de la vida cotidiana. Pero, la
agresividad innata del ser humano (la agresividad maligna o mórbida, Fromm) lo
impulsa a transformar un juego en un campo de batalla.
Así que por mi actitud el resto del equipo comenzó
suscitar sospechas acerca de mi cobardía, hasta un día en el que en un juego
contra un equipo colombiano, los “machitos” del Loyola iniciaron la trifulca, y
no me quedó otra opción que intervenir pues el arquero del equipo adversario se
me vino encima, le di un tal coñaza que tuvieron que llevarlo a un hospital, le
abrí una herida en una de las cejas, le saqué un diente, le rompí la nariz,
había aprendido a boxear desde los 12 años, perseguí a un negro que al ver la
golpiza que le estaba dando a su compañero de equipo trató de intervenir y
cuando vio mi grado de agresividad corrió como alma que se lleva el diablo. Mis
compañeros me felicitaron y desde entonces adquirí fama de “guapetón”, “tira
coñazos”, nada para estar orgulloso, ya había superado la etapa de “guapo de
barrio”, sentí vergüenza por las heridas que le provoqué a ese joven. Creo que
esa trifulca fue provocada por los ignacianos por una motivación xenófoba: en
esos días era inocultable el rechazo de muchos venezolanos a los colombianos,
lo cual no era mi caso, pues jamás he tenido ese sentimiento hacia ningún tipo
de extranjero y menos a los latinoamericanos, además para mi Colombia es una
república hermana, y no ahora que estoy casado con María Cristina, nacida en
esa tierra y naturalizada venezolana, es un sentir que he tenido desde la
adolescencia. Antes de ese incidente, cuando jugaba para la 1ª división de la
Salle La Colina, le causé daño a un jugador de un equipo peruano, pero no fue
una acción deliberada, ni el resultado de una pelea colectiva. Se trató de un
defensa, un tipo alto, de un 1.80 o más de estatura, yo corría a gran velocidad
con la pelota por el extremo izquierdo de la cancha, el defensa trató de
pararme y sin pensarlo, dada mi baja estatura, me incliné y metí mi cabeza y
hombros bajo el entrepierna del oponente alzándome en seguida derribándolo
estrepitosamente con un fuerte empujón de mi espalda, tarjeta roja directa,
expulsado del juego, el pobre hombre sufrió un fuerte golpe con la caída y también debió abandonar el partido.
Abandoné la práctica del fútbol una vez que contraje
matrimonio con mi primera esposa Marlen, madre de mis 4 hijos (Eduardo,
Verónica, Gabriela y Ricardo) en 1970, para retomarla 14 años más tarde (1984)
en el equipo cuarta de veteranos del Club los Cortijos. Durante 11 años participé
en encuentros amistosos y en el torneo “interclubes”. Hice algunas buenas
amistades: Andrés Carreño, alias “El Mono”, Santiago Hernández, alias “Garza
Loca” (fallecido en el 2005), Manuel Landaeta, Henry Navarro, Ignacio Sanglade,
Roberto Villasana, el flaco Marcano, Antonio “el español” (un auténtico Crack)
y otros. Tuvimos un arquero de apellido Misle, un tipo alto y fornido que
sufrió una lesión en una de sus rodillas, y para continuar practicando este
deporte se sometió a una intervención quirúrgica. La última vez que lo vi se
hallaba en silla de ruedas en proceso de recuperación de su rodilla. A los
pocos días nos dieron la infausta noticia de que había muerto a causa de un
coágulo, consecuencia de la operación, que le llegó al corazón. Tenía 38 años.
Santiago y yo nos reconocimos cuando se iniciaron las
prácticas del equipo. Unos 16 años atrás, en un partido de la cuarta especial
del Loyola contra el Dos Caminos, divisa tradicional del fútbol caraqueño
caracterizada por la agresividad de sus jugadores (en todas las categorías: si
le ganabas en su cancha había que correr a refugiarse en el bus, ante la lluvia
de piedras que lanzaban los fanáticos de esa singular divisa), la fuerza, la
pasión futbolística. En ese partido, jugando de extremo izquierdo, logré burlar
2 veces a la férrea defensa, en particular al lateral derecho, un hombrón
altísimo con rostro de malas pulgas, torpe y violento en su accionar, encajando
dos goles. En el segundo tiempo comenzó a llover y volví a correr con el balón
dispuesto a meter otro gol, o a dar un certero pase a mis compañeros, pero al
disponerme a patear el balón recibí un patadón en el talón del pie izquierdo,
sentí un dolor punzante y al dar media vuelta, allí estaba el autor de tan
sucia jugada, el gigantesco mono de patas arqueadas riéndose de su hazaña.
Continué en el partido hasta el final.
Ya en las duchas pude observar la hinchazón del tobillo y sentir un fuerte
dolor que iba aumentado en intensidad. Mi compañero de equipo y de trabajo,
Horacio Vera (Instituto de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la
Universidad Central de Venezuela), me condujo hasta el Hospital Clínico de la
UCV, me enyesaron el pie.
Pues bien cuando Santiago y yo nos reconocimos en el
Club Los Cortijos, recordamos esa anécdota: “Tuve
que hacerlo, habías metido dos goles, ibas por el tercero, el entrenador me
había desafiado: ¿es que no puedes parar a ese carajito? Cosas del
fútbol. Abandoné definitivamente la
práctica del fútbol en 1995 a causa de una grave lesión que sufrió uno de nuestros
jugadores: Roberto Villasana. Un auténtico desgraciado del equipo rival le
propinó una plancha descomunal partiéndole una de sus piernas, estaba cerca y
sentí el ruido del hueso al quebrarse.
Además, mi esposa Marlen me suplicó que dejara ese deporte tan agresivo,
y un médico, socio del Club me aconsejó lo mismo: “Meier, a partir de los 40 años comienzan a apagarse luces, deja ese
deporte es muy riesgoso para tu edad, sigue en el softbol, o practica tenis”
y así hice. Roberto, una gran persona, todo un caballero, no lo he vuelto a
encontrar al igual que a la mayoría de los miembros de aquél equipo, salvo a
Manuel Landaeta, quien da clases en la Universidad Metropolitana donde laboro
desde el 2000 al presente.
No fui un hábil jugador, no logré el dominio del balón
que tenían algunos de mis compañeros de
equipo. Sin embargo, con el tiempo mejoré considerablemente a base de tesón,
utilizando mi mejor cualidad: la velocidad, así como la agresividad, para dejar
atrás a los defensas que a pesar de sus esfuerzos no podían alcanzarme. Pasé de
medio campista a volante (extremo) derecho e izquierdo, jugando en ambas
posiciones de manera alternativa. “Rudy”, amigo entrañable del que ya he comentado, se convirtió en una especie de
“hada madrina”. Me buscaba en su carro
sábados y domingos para asegurarse de que no faltara a ninguno de los
encuentros de la selección juvenil y de la primera, bien en los campos del
Colegio o en otras canchas. Me alentaba, me daba consejos para que rindiera
más, disfrutaba de mis buenas actuaciones. Rudy en verdad amaba apasionadamente
al fútbol, aunque no se destacó en sus años de practicante de este deporte
(arquero). De las amistades que forjé
en mi época futbolística en La Salle, recuerdo con especial cariño a Edgard
Lange, a quien ya mencioné, al igual que Humberto Pérez, alias “Peringa”, al
gordo Michelena, también objeto de mención anterior, a Santa Cruz, Figueroa,
Lamberti, Rodriguito (el maestro cervecero de la Empresa Polar), Ravelo, Westall,
Cuello, Juan Luis Hernández, González, y tantos otros cuyos nombres se me
esconden en la niebla de la desmemoria.
El fútbol es un deporte cuya práctica fomenta una
especial camaradería, una cofradía, no sólo entre los compañeros de equipo,
sino, incluso, entre los propios adversarios. Además de estos gratos recuerdos,
la intensidad de su práctica se tradujo en el desgaste de los cartílagos del
fémur de ambas caderas. En el 2002 me comenzaron dolores alternativos en las
ingles, ya había dejado su práctica como también la del softbol (Club Los
Cortijos: 1984-99), pero seguía subiendo al Ávila y caminando a diario en las
instalaciones de ese Club y en la Urbanización Miranda donde he vivido desde
1987 hasta el presente. Al principio creí que se trataba de dolores producidos
por exceso de ácido úrico que afectan las articulaciones, pero ante la
intensidad de los dolores y la dificultad para caminar decidí acudir a un
especialista, un traumatólogo, un amigo de los Cortijos, el Dr. Ezequiel
Hidalgo, quien creyó que podría ser una afectación en las ingles, muy común
entre los futbolistas. Para cerciorarse me recomendó una radiografía de las
caderas: había perdido (desgaste) totalmente los cartílagos, y como
consecuencia de ello ambos fémur estaban deformados. Ezequiel me dijo que la
única solución era someterme a una doble operación para que me incorporasen dos
prótesis de caderas. El miedo al bisturí y al quirófano, luego de mirar en
Internet esa sangrienta intervención quirúrgica, parecida a una operación mecánica,
me mantuvo indeciso durante 7 años durante los cuales los dolores fueron en
aumento, me vi obligado a utilizar un bastón y a tomar constantemente
calmantes. Hasta que en el 2012 mi nueva esposa María Cristina, con quien
contraje matrimonio en el 2009, mi anterior esposa, Marlen, había muerte de
cáncer pulmonar en el 2003, me convenció de dar el paso y operarme; además, ya
los dolores se habían hecho insoportables. Así que en el 2012 me hicieron la
primera de las intervenciones quirúrgicas y en el 2013 la segunda. Hoy estoy
como nuevo, camino sin bastón, y sobre todo los dolores quedaron en el
recuerdo. Gracias a Dios, al extraordinario traumatólogo el Dr. Pedro Torres
Castañeda, a mi hermana Beatriz que me lo recomendó, a los cuidos invalorables
de Mary.
-El béisbol
Como cualquier muchacho “callejero” (en mi vida tuve
mucha calle, botiquín y burdel: las 3 fuentes de la “escuela de la vida”, de la
sabiduría humana concreta, popular), jugué pelota desde muy temprano,
“Caimaneras” (de “caimán”, por la agresividad de un juego en el que no se
respetan las reglas oficiales, también se les denomina “mierderas”por las
“cagadas” que caracterizan la actuación de muchos jugadores, y el desorden
imperante en el desarrollo de la partida)es el calificativo para distinguir los
partidos de béisbol (pelota) que se organizan de manera espontánea entre amigos
y desconocidos en las calles y barrios de nuestros pueblos, de los juegos de
los equipos que integran las ligas oficiales “amateur” de dicho deporte. Para
participar en una “caimanera” lo decisivo es contar con un guante, un bate o
una pelota: aportar algún implemento del juego. También se juegan las
caimaneras con chapitas de refrescos, al menos en mi juventud, no sé si ahora,
el bate, un palo de escoba. Ese tipo de juego ayuda mucho a mejorar el bateo,
ya que no es fácil pegarle a una diminuta chapita lanzada a gran velocidad.
Generalmente las caimaneras tienen lugar en terrenos
abandonados, descampados, en la propia calle. En la calle jugando “chapita” se
iniciaron algunos de los mejores peloteros criollos del béisbol profesional y
amateur, antes de que se organizara formalmente las ligas del béisbol menor, es
especial los “Criollitos de Venezuela”, empresa deportiva pionera en ese
ámbito. Sin embargo, no es raro encontrar todavía en los barrios de Caracas y
en las ciudades y pueblos del interior (la provincia) partidas de chapitas. En
Puerto Cabello, luego de que regresé a los 12 años para pasar las vacaciones
del mes de julio (1958), con mi primo Adolfo jugábamos con los limpiabotas de
la Plaza Flores. Nosotros llevábamos las pelotas de goma, un palo de escoba o
un bate de madera. Adolfo era un diestro del picheo. A veces la partida tenía
que suspenderse (“a correr todo el mundo”) cuando irrumpían funcionarios de la Prefectura,
pues estaba prohibido pisar la grama de los jardines de la Plaza. En otras
ocasiones las caimaneras se jugaban en terrenos aledaños al viejo hangar del
ferrocarril Puerto-Cabello-Barquisimeto, una auténtica prueba para la habilidad
peloteril, campo improvisado lleno de obstáculos: piedras, desperdicios de toda
índole (cauchos inservibles, botellas, colchones, latas, etc.), previo a la
partida había que recoger y apartar en lo posible esa cantidad de desechos que
representaban un grave riesgo para las rodillas, las espinillas y los pies de
quienes nos aventurábamos a jugar en tan insólito terreno. De cualquier manera
aún con la limpieza de la mayor parte de los escombros, el suelo duro y plagado
de conchas marinas y pedazos de coral,
también constituía una inminente amenaza, ya que cualquier caída o el
deslizamiento en una improvisada almohadilla (base) significaban heridas en las
piernas.
De esas partidas no he podido olvidar el rostro de uno
de los jugadores habituales, un muchacho de unos 13 o 14 años que apodaban
“cara e cárcel”, feo hasta lo indecible, la viruela le había dejado huellas
imborrables, carecía de nariz, apenas los orificios. Los dos “equipos” se
peleaban por contar con ese adolescente, dotado de una habilidad extraordinaria
para jugar en tan deplorable “cancha”, bateaba y fildeaba como un auténtico as,
compensaba su espantoso rostro con su performance peloteril. “Cara e cárcel”,
muchacho callejero, eras un haz del béisbol sabanero, ¿qué habrá sido de tu
vida?, ¿estarás vivo o muerto?, si todavía te encuentras aquí entre los vivos
debes andar por los 73 o 74 años, si ya te fuiste a la otra esfera espero que
te halles en la luz, tu rostro resplandeciente sin las huellas de la viruela
quizás en una dorada playa o en el paisaje que más amaste en vida.
Y es que así es la vida, a esa edad no se tiene la
menor idea del misterio que acompaña el tránsito de la existencia, ¡cuántos
amigos y conocidos dejamos a nuestro paso en cada etapa de la vida! Seguimos nuestro camino sin pensar en ello,
sin mirar atrás, de todas formas es inútil, somos sombras solitarias,
peregrinos, pasajeros de una barca que puede hundirse en cualquier momento,
¿cuál es el destino amiga muerte? criaturas desventuradas somos los humanos,
incapaces de entender nuestra estadía en la tierra. Y aunque tengamos fe,
creamos en Dios y en la vida eterna, es muy humana la duda, ese aguijón del
alma. No es nuestra culpa, somos así, los animales no dudan, obedecen a un
código biológico inexorable, carecen de “razón”, de discernimiento, de
capacidad para pensar y quien piensa duda. Buscamos afanosamente el poder, la
riqueza, la fama, nos cargamos de tareas, de quehaceres, hacemos planes,
engañamos, mentimos, manipulamos, dañamos sin razón al prójimo, una loca y
febril actividad para no escuchar las voces de la razón y el corazón, evitamos
mirarnos en el espejo de la lucidez. Mas la barca sigue navegando en estas
turbulentas aguas de la vida, y no
sabemos cuándo arribará a las playas doradas iluminadas por el fuego de Dios, o
en las sombras de un pantano pestilente, una vez que la muerte haga su eterno
trabajo. Quien lea estas líneas podría comentar “Pero, ¿porqué este carajo menciona tanto a la muerte? ¿Qué le pasa?
¿Estará obsesionado con su muerte? No puedo evitarlo, y como antes relaté,
haber soñado con la muerte de mi padre a los 7 años de edad me causó una
conmoción espiritual, me despertó a la realidad, perdí el candor, la inocencia
del niño que existe en ese hoy eterno sin pensar en el tiempo ni en la muerte.
Me pasa como a Ferdinand Celine, el genial novelista francés, un obseso de la
muerte, pero por otros motivos que el mío. Yo no estoy obsesionado con la gran
niveladora, solo que siempre la tengo en cuenta, ella es la que te recuerda: “estás vivo, todavía no te he tocado, no ha
llegado tu hora, así que vive con intensidad, disfruta, día a día, hora a hora,
minuto a minuto, segundo a segundo, no creas que tienes tiempo, el tiempo
vuela, se va, además yo soy imprevisible, y no trates de averiguar cuánto te
queda, no cometas el error de consultar a una bruja, a astrólogos, adivinos,
esa cuerda de farsantes que nada saben, y si lo llegaras a saber, perderías la
magia de la vida, las sorpresas que te esperan buenas o malas, dejaría de ser
una aventura inédita”.

Filipón, el hermano Felipe aparece en la foto, le
falta la gorra de pelotero, el del círculo soy yo, la negrita era la madrina
del equipo.
Volviendo a esta recapitulación, pinceladas de la
memoria, comencé a los 11 años a asistir
a las prácticas de béisbol que los días martes en la tarde se llevaban a cabo
en el Colegio. A los 12 años (sexto
grado de primaria) ingresé al equipo infantil” de la Salle La Colina. Ya antes
comenté que el tío Alfredo me regaló los pantalanes con los que él practicaba
softbol en la Creole, así como los zapatos spikes, las bromas no se hicieron
esperar por lo mal que me quedaban pantalones y zapatos de un hombre de 1,80 de
estatura aproximadamente para un enano de 1, 62. El Hermano “Felipe”,
coordinador del béisbol, me regaló la camisa. El entrenador del equipo era el
ex jugador de la liga profesional venezolana conocido como “Félix Tira
huequitos Machado”, (jugó entre1946-53 para los equipos Cervecería Caracas.
Venezuela y Navegantes del Magallanes). El apodo “Tirahuequitos”se lo ganó, según algunos, en la ocasión en que bateó un cuadrangular
dentro del campo, el único de su carrera, con un batazo entre dos que fue a dar
justo a un “huequito” del out field. Otros señalan que tan peculiar sobrenombre
era consecuencia de su extraordinaria habilidad, al batear, de dirigir la bola
hacia pequeños espacios del parque, lejos del alcance de los jugadores del
equipo contrario. Una destreza que le sirvió para visitar constantemente las
bases, a pesar de su poco poder con el bate; porque, ciertamente, “Tirahuequito”
era un hombre de baja estatura.
Su más grande y recordada
hazaña fue haber participado con el Magallanes en la Serie del Caribe de 1950,
celebrada en el Estadio Sixto Escobar de San Juan de Puerto Rico. Un campeonato
en el que el Carta Vieja de Panamá, en juego extra con el Caguas de Puerto
Rico, se alzó con la victoria del certamen, para sorpresa de los anfitriones y
del otro favorito de la competencia, el Almendares de Cuba.
En esa memorable ocasión, “Tirahuequito” compartió
uniforme y el line up del equipo nacional, con peloteros de la talla de
Alejandro “Patón” Carrasquel, Jesús “Chucho” Ramos, Luís “Camaleón” García y
Alfonso “Chico” Carrasquel, entre otros. El inolvidable manager-jugador Vidal
López, el Muchachote de Barlovento, dirigió aquel teame selecto e inolvidable.
A pesar de que el equipo venezolano quedó en el último lugar, logró ganarle, en
el juego inaugural, a quienes después se titularían campeones de la Serie. El
marcador fue 3-2 a favor del Magallanes, y éste resultó el único partido que
alcanzó a ganar en la contienda. “Tirahuequito” murió en Caracas, a los 89 años
de edad, el 25 de octubre de 2008.
“Tirahuequitos” tendría unos 50 años cuando el Hermano
“Felipe” alias “Filipón” o “El Animal” (por el tamaño y el grosor, un gigantón)
como lo apodaba mi querido amigo fallecido Félix Palacios Cruz, sugirió al
director de deportes que lo contratase.
Practicábamos en un campo improvisado en La Colina, pero jugábamos en el
Polideportivo El Pinar. “Tirahuequitos” tenía una voz aguda, gritaba
constantemente como todo entrenador. En un partido oficial, yo cubría la
segunda base (jugaba alternativamente esa posición el rigth field, y pitcher
relevo), hicimos una rápida doble matanza (doble play) entre el parador corto
(short stop): creo que era o Gustavo Añez o Eduardo Dubuc, yo como segunda base
y en primera Alberto Silva, y “Tirahuequitos” saltó de alegría “Bien muchachos juegan como los yanquis”.
En la entrada siguiente, puse la cagada con un error, y se acabó la alabanza,
pasé de un “yanqui” a una mierda “coño
carajito que cagada de jugada”. Me arreché y tiré el guante, no juagaría
más, pero “Tirahuequitos” me calmó diciéndome que eran vainas del juego.
Compensé el error con un jonrón en mi turno siguiente “No joda muchacho te pareces a mí, un enano, capaz de meter un jonrón”.
Gustavo Añez, un carajo simpático y buena gente, en un juego en el que yo era
el pitcher, cometió un costoso error en el short stop que implicó para el
equipo contrincante la anotación de dos carreras “sucias” que lo pusieron en
ventaja. Al concluir el “episodio” (inning) Gustavo fue al baño y de la ira, la
arrechera que le había provocado su error, le dio un carajazo a una pared
fracturándose la muñeca de la mano derecha. En esos días el equipo del Colegio
Marista Champagnat contaba con un pitcher estrella, el “coco” de los bateadores
de los equipos que participábamos en el Intercolegial. Edgard Lugo se llamaba,
tiraba una curva endemoniada (en ese entonces, no estaba prohibido que los
infantiles utilizasen el lanzamiento “curvo). Me ponchó varias veces, apenas
pude darle un hit en un juego, trataba de enfocarme en dar un batazo que le
diera en la cara, así era yo de coño e madre. En una oportunidad llegó al
Colegio Alfonso Carrasquel a vernos jugar, vino en una camioneta ranchara Ford,
lo conocimos, un hombre de gran humildad y simpatía a pesar de que en ese
tiempo era considerado como uno de los mejores
short stop de las Grandes Ligas. Regaló a nuestro equipo guantes, pelotas,
caretas de cátcher, etc., era dueño de un negocio de venta de artículos
deportivos ubicado en San Agustín del Sur (“Carrasquel y Zuloaga”, eso creo).
Lo vi jugar en el estadio universitario, al igual que
a Luis Aparicio, Luis Camaleón García, Pompeyo y Víctor Davalillo, Cesar Tovar,
el “Carrao Bracho”, Julián Ladera, Elio Chacón, Palayo Chacón, Ramón Monzant,
Teodoro Obregón, Gustavo Gil, Teolindo Acosta, toda esa camada de magníficos
peloteros criollos de esa época. El grupo de la pandilla de la parte alta de
San Antonio, acompañados por mamá, caminábamos desde el barrio hasta el
estadio, para cortar camino
atravesábamos El Guaire por una
gruesa tubería que unía las dos orillas, algo, sin duda, riesgoso, pero mamá
una loca divina, con su cachucha de pelotero del equipo Caracas, era la primera
de la fila. Como el dinero no alcanzaba veíamos el partido desde las gradas, la
parte más barata del estadio, asientos escalonados de cemento, comprábamos
antes de ingresar a las gradas unos almohadones baratos (forrados con aserrín o
papelillos) que se jodían muy rápido, y las nalgas terminaban abolladas.
Al cumplir 14 años pasé a la categoría “junior”. En
principio fungía de manager del equipo Felipón, coño aquél hombrón de casi 2
metros en sotana y una gorra de béisbol dirigiéndonos sin saber un carajo de
estrategias del béisbol, un desastre. Ya no estaba con nosotros
“Tirahuequitos”; por esa razón, al poco tiempo contrataron a un negrazo llamado
Max Hernández, quien luego sería el manager del equipo infantil del país en un
torneo mundial. Max me tomó gran cariño y confianza: me enseñó técnicas de
lanzador, hablábamos mucho de béisbol, de estrategias del juego. Me designó
su asistente y coach. Seguía jugando como segunda base, rigth field y
pitcher relevo y cerrador, los abridores eran el zurdo Benshimol (Armando) y
Chapellín. Como pitcher no tenía mucha velocidad en los lanzamientos, pero era
muy controlado y aprendí a lanzar curvas y
cambios de velocidad. Colocaba los envíos en las esquinas. Como bateador
me colocaban como primero o segundo en la alineación por mi facilidad para el
contacto y la rapidez de mis piernas. Un día jugamos en el estadio de la
Universidad Central de Venezuela, juego inaugural del campeonato Intercolegial:
jugué en la segunda base, primer bate,
di dos hits, incluyendo un doble, un flaicito que cayó detrás de la
primera, justamente en la raya de cal, la pelota se desvió, lo que me permitió
llegar a la segunda base. En ese juego un catire de apellido “Benítez, cuyo
nombre de pila no recuerdo, el cuarto bate, le decían “mono blanco”, con apenas
15 años metió tremenda línea que pegó en la pared a más de 300 pies de
distancia. Y en el juego del juvenil (mayores de 15 años) otro fuerte bateador,
“Garcés”, dio un jonrón, nojoda, el público se levantó de sus asientos a
aplaudir.
Pero, quizás el mayor logro que como pitcher tuve ese
año (1960), aparte de un “no hit no run” al equipo del Colegio Santiago de León
de Caracas, compartido con el abridor Chapellín, fue el rescate que le hice al
abridor, el mismo Chapellín, en el juego final del intercolegial en el que se
definía el campeonato de ese año. El juego tendría lugar en un campo en el
Fuerte Tiuna contra el equipo del Colegio militar Gran Mariscal de Ayacucho.
Max me había dicho en los entrenamientos que no jugaría la segunda base, me
quedaría fuera, en la reserva, para entrar en caso de que necesitaran de mi
relevo. Estuve a punto de no ir al juego, pues estando ya en el autobús con
todo el equipo y a la espera de Max, desde la ventanilla del vehículo, para no
perder la costumbre, comencé a meterme con unos obreros que realizaban trabajos
de mantenimiento en un jardín contiguo al edificio del bachillerato,
lanzándoles taquitos de papel con una liga y haciéndoles la señal del mudo como
respuesta a sus imprecaciones. El Hermano Santiago me sorprendió y me ordenó
bajar del bus: “Meier, está castigado, no
va en ese autobús, se queda aquí hasta que el equipo regrese”… “Pero, Hermano y
el juego”… “Nada que replicar”.
Max le pidió al jodido Prefecto de Primaria que me
difiriera el castigo porque mi asistencia podría ser clave para ganar un juego
donde se disputaba el campeonato intercolegial de la categoría junior. Santiago
cedió. En el cierre de último inning (7°), el partido estaba 4 carreras a 3 a
favor nuestro, bateaba el home club, Chapellín había cedido un hit y dos bases
por bolas, es decir, las bases estaban llenas como se dice en argot
beisbolístico, no había outs, ya yo estaba calentando el brazo por orden del
manager, coño, cambio de lanzador, las bolas se me subieron al cuello en la
expresión criolla, bateaban el 3, el
4 y el 5 bate del Gran Mariscal de
Ayacucho, un escenario nada favorable para un relevo, pero, le eché bolas, le
puse toda mi pasión y astucia colocando los lanzamientos en las esquinas,
tirando curvas, rectas y cambios de velocidad: al primer bateador lo ponché, el
segundo bateó un elevado que atrapó el cátcher (Dubuc, hermano de Eduardo, no
recuerdo su nombre de pila) y el tercero un Rolling inofensivo a mis predios,
la gloria, carajo, la gloria, me levantaron en hombros. Y Max “Chiquito
te la comiste, eres un loco, pusiste en peligro este triunfo, jodiendo a
esa gente”. Santiago, dado las circunstancias del triunfo me condonó el
castigo, no sin antes advertirme: “La
próxima vez te expulso por 3 días”.
Ese año quedé como líder de picheo en efectividad, 00, o, ninguna carrera
limpia y líder en carreras anotadas y bases robadas. Por allí deben estar las
medallas que me otorgó la liga.
Manager a los 15 años por
un juego
Hay cosas que me han pasado que parecieran no ser
ciertas, tal vez si alguien lee estas líneas podría decir que estoy mintiendo,
no me importa, sé que me sucedieron, no han sido sueños o invención de una
mente febril. A los 15 años, mi segundo y último en la categoría junior, Max
Hernández, manager de las dos categorías: infantil y junior me dijo un día “Oye chiquito como el infantil y el junior
van a jugar a la misma hora y en campos diferentes, y no soy Papá Dios para
estar al mismo tiempo en los dos campos, quiero que te encargues de dirigir al
infantil, tú sabes de béisbol a pesar de tu edad, eres inteligente, tienes don
de estratega, así que asume el reto”. Y así fue dirigí a los infantiles y ganamos el
partido. Y como desde el sitio del coach de primera le decía a los que iban a
batear, las muñecas, las muñecas, doblen bien las muñecas y estiren los brazos,
Antonio Marcano, “Toñito” fabuloso futbolista y pelotero, integrante del
infantil para ese entonces, me puso el apodo de “muñeca”. Me lo encontré en la
década de los ochenta en los Cortijos, él jugando en la selección de la primera
y yo en la cuarta de veteranos, también en la “caimaneras” de softbol de los
sábados, y al verme lo primero que me dijo fue “como estás muñeca”.
Las lesiones
No sufrí lesión alguna en los juegos oficiales de las
selecciones, infantil y junior, sino en caimaneras. Un sábado en la tarde,
organizamos una caimanera en uno de los campos de fútbol del Colegio, terreno
algo pedregoso, jugaba en tercera base y recibí un pelotazo en la boca, un
roletazo que pegó en una piedra y la pelota saltó con fuerza hacia ni cara, no
tuve tiempo de esquivarla, la herida ameritó varios puntos de sutura en la
parte interior del labio inferior. Días después, un 23 de enero, fecha del
cumpleaños de mi hermano Bombillo, bajamos al estacionamiento del Edificio
Elcica (nos habíamos mudado a ese inmueble, ubicado en la 3ª Avenida de Las
delicias de Sabana Grande en enero de 1958) para la típica práctica de mutuos
lanzamientos de la bola, picheando como se decía. En uno de los lances el sol
me encandiló y no pude ver la pelota que me lanzaba mi hermano, me dio en la
ceja izquierda, un boquete, sangre a borbotones, me llevaron de urgencia al
Hospital Pérez de León, diez puntos de sutura, suero antitetánico. Me perdí la
fiesta de cumpleaños de mi hermano, no pude beberme unos tragos de ron en razón
del suero que me habían inyectado. Mareado, me sentía mal, no sabía que soy
alérgico al suero.
Esa peligrosa alergia se me desarrolló con toda
virulencia años después. Con Horacio, amigo de juventud, y sus hermanos mayores
fuimos de cacería (aunque no tenía intención alguna de matar cualquier animal)
a una hacienda ubicada en la región de Higuerote, Estado Miranda. Al tratar
de pasar entre las púas de una cerca de alambre en un potrero, quedé
enganchado en parte del omoplato derecho, con la consecuente herida. Me
trasladaron a una medicatura rural, puntos de sutura y suero antitetánico. Más
tarde, estando en casa, comencé a sentirme muy mal, mareado, con erupciones en
la piel por todo el cuerpo, me faltaba el aire, sentía que me ahogaba. Bombillo me condujo de urgencia al
Hospital del Clínico de la Ciudad Universitaria, me atendió ¡vaya casualidad!
mi prima hermana Gloria a la sazón estudiante de medicina que hacía su pasantía
en dicho Hospital. Me inyectó un antídoto, solución química cuyo nombre ignoro.
Según Gloria de no haberme llevado a tiempo hubiese muerto.
El béisbol me ofreció la oportunidad, al igual que el
fútbol, de hacer muy buenos amigos: el gordo Oscar Prieto, quien luego fuera
copropietario de los Leones del Caracas, pésimo cátcher o receptor, quejoso,
llorón, Eduardo Dubuc (mencionado), excelente campo corto, Gustavo Añez
(mencionado), también campo corto, Alberto Silva, primera base (mencionado),
Armando Benshimol (mencionado), pitcher zurdo de gran velocidad, pero muy
descontrolado, Uzcátegui (no recuerdo su nombre de pila), también pitcher
zurdo, Chapellín (mencionado), pitcher derecho, bastante descontrolado, en casi
todos los partidos lo relevaba, Benítez (mono blanco), tremendo bateador, al
igual que Garcés (no recuerdo su nombre de pila), Negrín, un moreno, más feo
que pegarle a la mamá, pequeño, fortachón, tira coñazos, receptor de gran
habilidad, buen bate, y tantos otros. Mi hermano Popoyo jugó en la selección
juvenil, pitcher de impresionante velocidad, pero con un grave problema: se le
pelaban los dedos de la mano derecha, quedaban al rojo vivo, y por supuesto
debía abandonar los partidos.
Merece especial mención un personaje al que ya me
referí: el Hermano Felipe, el “animal” como lo llamábamos, coordinador del
béisbol y profesor de Latín en el cuarto año de humanidades. Un gocho de casi 2
metros de estatura, simpático, dicharachero, alegre. Su influencia no se limitó al deporte. Como
profesor de latín estimuló mi interés, no por el latín, sino por la “cuestión
social”, el compromiso del cristiano en la lucha por un mundo más justo, pero
ya me referiré a ese aspecto de mi vida, más adelante. Al igual que el hermano
Felipe, el hermano Luis, coordinador del fútbol, profesor de sexto grado de
primaria, un español larguirucho, de tez pálida, de infinita paciencia. Le debo
lo poco o mucho de mi interés por las letras, ya que Carlos en el sexto grado
me incitaba a redactar historias o cuentos libres sobre cualquier tema de mi
interés. Ello, sin duda, fomentó mi tendencia a la libertad de espíritu, a no
copiar modelos, a confiar en mis propias aptitudes intelectuales.
Al cumplir los 16 decidí no jugar con la selección
juvenil del béisbol y concentrarme en el fútbol, me lo había pedido el entrenador
del juvenil, quería que entrenara con mayor dedicación para pasar de una vez a
la primera categoría. Me preparaba concienzudamente para los partidos oficiales
de la selección, por esa razón no caí en el vicio del cigarrillo, temía que
mermara mis facultades físicas. Jugaba casi a diario, pero en regla los
miércoles, los sábados y los domingos. Formaba parte en forma simultánea de 3
equipos, al igual que durante la escolaridad de la primaria: el de mi curso o
grado correspondiente (ya estaba en bachillerato, por ejemplo 3 año “A”), el de
la selección de todas las secciones (del tercer año, por ejemplo), y el que
representaba al Colegio en el Intercolegial y el Distrital (juvenil y
primera). Además, lo limitado de los
ingresos familiares, la imposibilidad de distracciones pagas, salvo el cine de
vez en cuando, contribuyó a que me refugiara en el deporte.
Muchos fueron los amigos en esos intensos 10 años en
la Salle La Colina. Con algunos conservo amistad, tal es el caso de Gabriel
Ruan (estudiamos juntos desde el 3 grado de primaria, hasta el 3 año de
Derecho, en una oportunidad me comentó que mis buenas calificaciones se debían
a que estudiábamos juntos: con una
sonrisa expresiva de una cierta arrogancia me dijo: “El que al buen árbol se arrima, su sombra lo cobija”, le respondí
que se fuera al carajo y no volvimos a estudiar juntos, seguí obteniendo buenas
calificaciones), Blas Delascio (“el gran parrandero”, “príncipe de Duaca”),
Juan José Monsant, Alfredo Rodríguez
Iranzo (al ingresar en la Universidad Metropolitana en el 2000, Alfredo era
y es el Director de Publicaciones y maestro de las ceremonias de graduación),
Alfredo Michelena. Un especial amigo: Félix Palacios Cruz lamentablemente
falleció hace unos 6 años (2011), Leopoldo Rodríguez, Hugo Groening, Juan Luis
Hernández.
Algunos compañeros de clase que no he vuelto a ver:
Ricardo Combellas, el gordo Amengual, Isturiz, Francisco Ravelo, Celis,
Kondroake, Víctor Lara,
Pedro Briceño, Gonzalo Galaviz, Leopoldo Cárdenas, Marcelo González, Hugo
Groening, Juan Luis Hernández (la lechuza), Enrique Mendoza, Mario Monteverde,
Manuel Negrón, José Antonio Ortega, Eduardo Peña, Manuel Perera, Humberto Pérez (“peringa”), Leopoldo Ron
Pedrique, Alejandro Rotundo, Alfredo Sandoval, Gonzalo Selva, Víctor Tálamo,
Carlos Todd, Francisco Vélez, Henry
Westall, Sami Zhogbi, Douglas Coburn, Jorge Albanes, Fernando (flaco)
Calatrava, Alfredo Cuello, Gustavo De Lemus, Alberto Echenagucia, Jaime
Fábregas, Jorge Lamberti, José Medina, Pedro Misle, Oscar Prieto, Carlos Santa
Cruz, José Tugues, Carlos Uzcátegui, Eduardo Valbuena, Armando Volpe, Federico
Wolff.
¿Qué habrá sido de sus vidas? ¿Estarán todavía en
esta enigmática Tierra? ¿Habrán fallecido?, la única manera de tratar de saber
de ellos, si aún están aquí comenzando a sufrir los rigores del envejecimiento,
es el llamado “Facebook”, pero me niego a ingresar en esa red del Internet,
hace 2 años lo hice y sólo permanecí 2 semanas, una vaina que denominan el
“muro” en el que cualquiera que se conecte puede escribir lo que le de la gana,
además los hijos o cualquiera que tenga fotos tuyas puede colocarlas allí para
burla de los ociosos usuarios de esa red: “Mira
a Meier cuando tenía pelo, ahora es un viejo calvo de mierda…fíjate la cara de
coño de madre y malas pulgas, no puede ocultar su mal carácter, y esa barbita,
se creía galán ese enano acomplejado”.
El softbol
El haberme
apartado tan pronto de la práctica del béisbol organizado, y como en todo
hombre permanecen los rasgos de su niñez y adolescencia, la añoranza, el deseo
de jugar béisbol me impulsó en 1984, a los 38 años, a adquirir una acción en el
Club Campestre Los Cortijos (ya mencionado a propósito del fútbol), con el
propósito principal de poder jugar un sucedáneo del deporte rey: el softbol.
Durante 11 años jugué ese deporte. Prácticamente todos los sábados en las
caimaneras entre 10 de la Mañana y tres de la tarde. Las improvisadas
caimaneras se caracterizaron por la diversión y el humor, una jodedera
permanente. Hombres ya de 40, 50 y hasta 60 años, mezclados con jóvenes de 18,
20 y 30. Y los viejos cayéndose de culo en una jugada, sobrepasados por un batazo,
las risas, la mamadera de gallo, los apodos. A mi hermano Bombillo le
endilgaron “mama chicha” porque jugando en uno de las posiciones de los
jardines, dieron un batazo y comenzó a correr para atrapar la bola y como veía
que no la alcanzaría comenzó a exclamar “¡Ay
mamachicha, ay mamachicha”! Imposible olvidar a Rafael alias “La hiena” por
su extraña risa, a Chuchú (José Morales Valarino), a Luis Muñoz, a Eduardo
Dubuc (compañero desde la Salle La Colina), a los hermanos Parra, Pérez Bolaño,
Elías Misrae, el viejo Palacios, Gastón Silva, Víctor Martínez, Eduardo
Moratinos, al Dr. Ortega (me dicen que aún juega con 92 años, me cuesta
creerlo), el gran “Pipita Leal” ex jugador profesional, tenía más de 70 años
cuando yo participaba en esas caimaneras de los sábados, murió hace 2 años con
más de 90.
Formé parte de la selección de veteranos (mayores de
40) en los campeonatos interclubes, como también de equipos en los campeonatos
internos. Jugaba la 3ª base, el ss., la 2ª base, y en los jardines, a veces como
receptor, pero casi siempre en la esquina caliente. Quedamos campeones en el
iterclub en una oportunidad, creo que fue en 1990, ligué para 412, tercer mejor
average, y líder en carreras anotadas. Me pusieron el apodo de “perro caliente”
por las arrecheras que manifestaba por cualquier motivo. En el 91 perdimos el
campeonato en el último juego por un error de Gastón Silva. En el séptimo y último inning, un jugador del equipo contrario que era “Home
club”: Club Monte claro, con dos outs, batea un elevado hacia el jardín
central, y Gastón corre hacia delante gritando “Qué mantequilla, qué mantequilla, somos campeones, y en la euforia dejó
caer la pelota”. Y lo que pasa en
ese deporte: después del error vino el hit, y otro y otro y nos dejaron en el
terreno. Gastón, médico cirujano reconocido, un gran jodedor. Una tarde de
sábado, ya en el Sauna, terminada la acostumbrada caimanera, Luis Muñoz se
acerca a su silla de extensión y mostrándole esas especies de tetas que le
crecen a algunos hombres por la gordura o por razones hormonales le pregunta a
Gastón: “Gastón tú crees que podría
operarme esto”, señalándole los pequeños seños de grasa y tejido, y el gran
carajo le responde “Podría ser, incluso
te las opero gratis si me dejas que les eche una mamadita”. Toda la sauna
explotó en una risa colectiva, lo que a Luis obviamente no le agradó.
En un campeonato interno del Club, en 1988, tenía
juego un sábado y el viernes por la noche me fui de rumba con un grupo de
estudiantes de la Universidad Santa María (di clases en la Facultad de Derecho
de esa Universidad entre 1985 y el 89). Fuimos a una discoteca y aterricé en
casa a la 8 AM, para evitar el peo que
se me venía encima: la negra con razón híper arrecha, no más al abrir la puerta
y verle la cara le dije “Tengo partido de
softbol, me voy al club”. Tomé mi uniforme y mi guante y a las 8,30
uniformado me acosté en el banquillo del club house o de visitantes, y me quedé dormido, tal era la borrachera que
aun tenía. El manager del equipo Pedrique, le preguntaba a Santiago
Hernández “¿Qué la pasa al Dr. Meier”?, “¡Qué
le va a pasar, que el gran carajo está todavía peo!”. Por supuesto no vi
acción, al terminar el juego salí disparado hacia el sauna, la negra estaba
esperando que terminara el juego para escuchar mi injustificable explicación de
la amanecida, por eso corrí la arruga al refugiarme en el sauna, pero a las 3
de la tarde no tuve otra opción y al salir me esperaba la policía doméstica, no
me salvé del regaño.
El estudiante de primaria
y bachillerato
Antes he dicho que en la etapa de mi infancia y
adolescencia poco me interesaron los estudios, sabía que debía pasar por la
escolaridad, que debía prepararme para el “futuro”, ¡carajo!, pero lo que más
anhelaba era la libertad de la calle, y los ratos de los deportes el aire
libre, me sentía preso en el aula de clase, desesperado por que sonara el
timbre del recreo, carajo y que llegara el fin de semana, el bendito asueto
para gozar dos días de libertad.

El del círculo es quien escribe estas pendejadas
Por esa razón, fui un estudiante sobresaliente, aunque
salvo el primer grado de primaria que tuve que repetir por el trauma causado
por la súbita muerte de papá, pasé ileso todos los grados y en el bachillerato
no reprobé asignatura alguna, es decir, no conocí la angustia de la reparación
del mes de septiembre. La razón principal de mi esmero por pasar “liso”, como
se decía en el argot estudiantil de la época, aparte de no ocasionarle
disgustos a mamá y Mamaén sin cuyos sacrificios no hubiésemos podido formarnos
en buenos colegios, no era otra que la de disfrutar a tiempo entero los dos
meses de las vacaciones escolares: julio y agosto. Coño dos meses, sesenta
días, todas sus horas, minutos y segundos en libertad absoluta, libre del aula
de clase, de la disciplina escolar, de los exámenes, de los profesores y
Hermanos de la Salle “ladillas”. Dos meses de baños en la playa (entre Puerto
Cabello y Puerto La Cruz), en el Río de mi infancia, montando bicicleta,
jugando pelota (tenis y golf en Puerto La Cruz), inventando coño e madradas.
Nada de televisión, menos de esa mierda que llaman “Nintendo”, ni video juegos,
ni internet, ni teléfonos celulares (móviles como le dicen en España), lo que
ocupa y deforma la mente a los niños y adolescentes y hasta gente mayor en
nuestro tiempo. De cine algo, uno que otro domingo. Estudiaba, sí, hacía los
deberes escolares, pero sin exagerar. No me conté entre los mejores de la
clase, no me interesaba que me colocaran en el cuadro de honor y me llenaran el
pecho de medallas. Eso de niño ejemplar, de buen y educado muchacho me
importaba un carajo. Además, los estudiantes modelos usualmente eran los
clásicos “jalabolas” y delatores, adulantes de curas y profesores, no hablaban
en el aula, ni desafiaban a la autoridad establecida.
Sabía lo que debía hacer, el esfuerzo necesario para
aprender y ser promovido al curso superior, evitarle sufrimientos a mi abuela y mamá, como ya destaqué, quienes
hacían un gran esfuerzo, un enorme sacrificio con los pocos ingresos de que
disponía la matriarcal familia, para costearnos la mejor educación posible. No
quería defraudarlas, me producía temor ser reprobado en los exámenes, asumí un
compromiso conmigo mismo, una suerte de equilibrio, estudiaría y haría todo lo
necesario para ser considerado como un buen estudiante sin aspirar a la
“excelencia”, “cuadro de honor”, a fin de evitar cualquier reproche de mamá y
Mamaén, así como de los Hermanos de la Salle y los profesores para
garantizarme, así, el derecho a la libertad física para hacer lo que más
deseaba y disfrutaba: jugar, jugar, practicar fútbol, béisbol, correr, subirme
a los árboles, planear y ejecutar travesuras, aprovechar al máximo los fines de
semana y las vacaciones escolares, no perder un solo día de ese tiempo libre,
sin restricciones de ningún tipo.
Una alegría biológica, fuerza vital que siempre me ha
acompañado, me impulsaba a vivir a tiempo completo, a manos llenas, con toda la
intensidad que puede tener un niño, un muchacho sin prejuicios, ni complejos.
Cuando leo o escucho las supuestas confesiones de esos políticos de pacotilla,
profesionales de la mentira, de la impostura, en una palabra: “ingresé al partido a los 14 años, pero ya
a los 13 era dirigente estudiantil en el Liceo tal, estuve preso por participar
en una manifestación contra…”. Porque parte del currículo para aspirar a la
presidencia de la república, todo político en Venezuela sueña con alcanzar esa
posición, de un rey sin corona donde el
presidente hace prácticamente lo que la da la gana, ha de probar que estuvo
preso por sus ideas o acciones en contra del régimen establecido, cualquiera
éste sea; democrático o no, Chávez frías salió de la cárcel (donde estuvo poco
tiempo por el delito de rebelión militar) a la presidencia de la república
(también los ex presidentes Leoni, Herrera Campins, Lusinchi, Carlos Andrés
Pérez). Me pregunto ¿es que esos
“hombres obsesionados por el poder” no tuvieron infancia, ni adolescencia?,
¿jamás jugaron pelota, trompo, metras, no se cayeron a coñazos con otros? O
tales “confesiones” son pura mentira en aras de insuflar la importancia
personal, o en verdad ese tipo de gente perdió lo más hermoso e irrecuperable
de la infancia y la juventud: la libertad de vivir sin grandes preocupaciones,
sin responsabilidades serias, inmersos cada día, cada hora y sus segundos en la
ilimitada fantasía de esa edad: en fin, la simpleza del carácter infantil, el
no percibir aún el lado oscuro de la existencia humana. Sí, la vida como una
aventura inédita, sin planes, ni metas, sin compromisos y teniendo al corazón
por pura presentación. Fui un niño
inquieto, travieso, jodedor, feliz, apasionado por la naturaleza: el mar, San
esteban y su río, los amigos y cómplices de esa aventura que parece no tener
fin. Pero, lo inevitable sucedió, se terminó ese paraíso, la tierra mítica de
la infancia y el adolescente comenzó progresivamente a descubrir el mundo y sus
mentiras. De manera que no fui un estudiante sobresaliente sino hasta el cuarto
y quinto año de bachillerato. Al pasar del
tercer año al ciclo diversificado, comencé a estudiar en serio, me
concentré en las asignaturas humanísticas: castellano y literatura, historia de
Venezuela, Filosofía. Reviso los anuarios del Colegio La Salle y en uno que
otro año escolar figuro con el “D” de distinguido en alguna asignatura entre el
segundo grado de primaria y el tercero de bachillerato, ni sobresaliente, y
menos excelente.
Con la emoción, el temor y la incertidumbre que
produce iniciar una nueva etapa en la vida, comencé un día del mes de
septiembre de 1959 (había caído la
dictadura de Pérez Jiménez y en su lugar gobernaba provisionalmente una junta
patriótica, hasta las elecciones programadas pare el mes de diciembre de ese
año) el primer año de bachillerato.
Tenía 13 años, cumpliría 14 en el mes de diciembre. Dejé el edificio
color verde de primaria y pasé al de color marrón del bachillerato. Me tocó un
aula situada en la planta baja de aquel edificio.
Comenzaba la metamorfosis, sentía que estaba perdiendo
algo, la infancia se estaba esfumando lentamente, ya no era aquel niño de 9 años que vivía en un rotundo presente,
había dejado la primaria, me estaba haciendo “grande”, aunque carajo no de
estatura, porque parecía que las vitaminas que me mamá me obligaba tragar no
hacían efecto alguno. Veía cómo mis compañeros de segundo grado, la mayoría
había aumentado sensiblemente su estatura, en cambio yo y otros como Istúriz,
seguíamos estando en la primera fila. La nueva etapa escolar y de vida no
significó una transformación radical de mi personalidad, carácter y conducta,
ello nunca ocurre, salvo que la persona se vea sometida a una situación en
extremo traumática, por ejemplo, hallarse al borde de la muerte. Somos de lenta
evolución, la infancia no muere de una vez y para siempre, poco a poco se va
perdiendo con los años. El adolescente es un niño consciente, eso y nada más. Es en ese momento
del desarrollo humano (si es que tal concepto es válido) cuando puede hablarse
del “uso de la razón”. El niño carece de “vergüenza”, de pena, poco o nada le
importan las opiniones ajenas, como tampoco tiene una sobre sí mismo. El
adolescente descubre su cuerpo, el sexo, se avergüenza de sus espinillas y
“barros” que le explotan en el rostro, el cambio de voz (se le van “gallos”),
el pelo en el pubis, piernas y brazos, ya no se es niño, tampoco adulto, tiempo
de transición y confusiones, tema sobre el que volveré más adelante.
Dedicado a los estudios y los deportes trascurrió mi
adolescencia sin traumas. En el Colegio continué siendo el niño tremendo que
planeaba y ejecutaba bromas pesadas que rayaban en el ámbito de las faltas e
infracciones disciplinarias, no así fuera de él, en la calle cometí hechos que
hoy serían considerados como expresión de una personalidad patológica
(obviamente no asesiné a nadie, ni cometí hurtos y robos, pero sí perturbé la
tranquilidad de no pocas personas). Y es que no fui un estudiante modelo, ese
prototipo tan querido por los profesores, sumiso, disciplinado, jala bola, no,
carajo, fui un rebelde y un jodedor, un mala conducta, estuve a punto varias
veces de una expulsión definitiva del Colegio, me salvaba el apoyo que le había
dado mi abuelo materno Pedro Echeverría a los Hermanos de la Salle de Puerto
Cabello para la fundación de esa Institución docente en el Puerto, y mi
destacada actividad deportiva en las selecciones de fútbol y béisbol.
¿Quién es ese que hace
como corcho?
En el primer año de bachillerato (1959), en la confusa
etapa de la adolescencia (13-14 años), un profesor español de Castellano y
Literatura, clases a las 2 de la tarde, gordo, siempre sudoroso, de voz
cansona, se desesperaba en el aula por el ruido que yo producía con mi lengua
muy parecido al de un corcho cuando se destapa una botella de vino, “toc, toc”.
Lo venía haciendo desde el inicio del curso, pero el gordinflón no lograba
ubicar el origen del “toc”, ¿“Quién hace
como tapón, quién, a ver jóvenes? Nadie decía nada, dejaba pasar algunas
clases y nuevamente repetía el seco ruido “Toc…Toc”, el sudoroso gordinflón
dejaba de hablar “Pero ¿quién puede
molestar tanto?, quien hace ese ruido no le interesa mi clase, ni considera a
sus compañeros”. Hasta que una tarde pudo ubicar de dónde salía el singular
sonido, “Te vi, te vi, eres tu Meier,
¿así te llamas no?, se acabó, ahora mismo sales de la clase y te presentas ante
el hermano Casimiro y le dices porqué te he expulsado del aula”.
Bueno, entonces, no tuve otra opción que presentarme
por ante la autoridad, en la oficina del Prefecto de Bachillerato, el Hermano
Casimiro, el jodido polaco que tenía un canario en una jaula en el pasillo de
la planta baja del edificio marrón, sede de las aulas del bachillerato, y que
como ya relaté en mis historias emblemáticas de libertad, abrí la jaula del
encarcelado pajarillo para consternación de su “dueño”. Casimiro parecía un
arrendajo, rojo carajo, quizás porque su mal humor fuese permanente, o por
tener que simular mal carácter para mantener a raya a esa camada de carajos en
su mayoría indisciplinados, entre ellos, este que escribe estos relatos que no
tienen nada de especial. El Prefecto para nada se extrañaba de mis constantes
remisiones por parte de los profesores a su oficina “otra vez Meier, páguese que te gusta que te castigue”. Al pasar los años he comprendido que los
prefectos de primaria y bachillerato mencionados tenían que imponer como fuera
su autoridad, de lo contrario, no hubiesen podido mantener el orden requerido
para garantizar el normal desenvolvimiento de mi querido Colegio, ¿Cómo
disciplinar a tantos niños y adolescentes de disímiles caracteres y
personalidades? ¿Con palabras disuasivas?, imposible; asunto diferente es el de
los excesos en el ejercicio de los medios de autoridad, como aquella patada que
le propinó el Hermano Santiago a un alumno que subía delante de él las
escaleras, hasta el día de hoy me he preguntado
la razón de ese exceso, ¿qué había hecho ese muchacho para merecer esa patada?
En la niebla de la memoria recuerdo que el Prefecto al tiempo de patear al
carajito decía: “apuraos, apuraos, subid
rápido”. De manera que la víctima de esa injusta acción hubiese podido ser
cualquier estudiante, el Prefecto se
hallaba molesto por algo y lo pagó con el primero que tuvo a su alcance.

El otro jodido Prefecto, el de secundaria: Casimiro,
el dueño del canario que liberé, en la foto con 2 jalabolas
Casimiro me impuso como castigo quedarme de pie contra
una pared durante unas 3 horas. Entonces, decidí vengarme del profesor
gordinflón. Él al subirse a la tarima profesoral acostumbraba a poner su
maletín sobre el escritorio. Con unos “compinches”, antes que el gordinflón y
el resto del curso entrasen al aula, movimos el escritorio al borde de la
tarima. Entramos al aula, nos sentamos, llegó el profesor, distraído de
carácter, y subió la tarima como de costumbre y al dejar el maletín en el
escritorio y apoyar sus manos para dirigirnos la palabra dio un leve pero
suficiente empujón, y coño cuál sería su sorpresa cuando el escritorio cayó al
suelo en el espacio entre la tarima y los primeros pupitres.
Todavía recuerdo al gordinflón tratando de detener al
escritorio, su cara de estupefacción, y su grito “¡Qué mierda es ésta, me cago en Dios!”, el maletín volando, y él
perdiendo el equilibrio y dando de bruces contra el escritorio ya en el suelo.
Una explosión colectiva de risas. El
gordinflón se levantó, la cara roja como un tomate “¿Quién ha sido el autor de esta fechoría?”. Aunque sospechasen,
nadie, ni siquiera los más connotados jalabolas se atrevieron a sugerir
nombres, sabían la represalia que sufrían los soplones o “sapos”. El gordinflón
ordenó a uno de los alumnos que fuese a buscar al Prefecto, quien se apareció a
los pocos minutos, haciendo la misma pregunta, sin obtener respuesta, fuimos
sacados del aula y llevados al patio central a chupar sol durante varias horas.
Pero, a los días un hijo e puta me delató (nunca supe quien fue el delator), me
llamó a comparecer el jodido Director, el Hermano Gerardo, quien tenía la
costumbre de reunir a los estudiantes de los cuartos y quintos años del
bachillerato (Ciencias y Humanidades) para leerles las calificaciones finales,
en el fondo creo que gozaba mirando las reacciones de cada estudiante: “Fulano, tienes 20 en Latín, pero al
revés…”. Y la sonrisa inicial del aludido se transformaba rápidamente en un
rictus de amargura. Fui objeto de
reprimenda por parte del Director, expulsado por 3 días y una cita a mamá. Ese
año perdí una que otra medalla a las que
tenía derecho por mi rendimiento escolar, dado mi pésima conducta.
En otra ocasión, con los mismos compinches metimos en
una botella un enjambre de avispas “cachicameras”, las negras que pican
arrechamente. En medio de la disertación del profesor abrí la botella, y las
terribles avispas salieron enloquecidas a picar a diestra y siniestra,
confusión total, empujones para tratar de salir del aula, exclamaciones de
dolor, a mi me picaron, como era lógico suponer. El mismo procedimiento: el
Prefecto Casimiro indagando acerca de la autoría del desaguisado y nada, otra
vez castigo bajo el inclemente sol. No faltaron los llamados “peos líquidos”
que los más aventajados alumnos en Química (ya en tercer año) preparaban en el
laboratorio del Colegio y lanzaban al suelo en clase: aquella hediondez del
carajo, y nuevamente todos afuera.
La verdad es que fui un gran hijo de puta. En tercer
año de bachillerato, detrás del pupitre que ocupaba se sentaba un carajo de
apellido Celli, catire, cuasi albino, hasta las cejas eran amarillas, casi
transparente. Para esa época, ya mamá había prescindido del bus escolar, tenía
suficiente edad para ir y venir del Colegio por mi cuenta, me daba dinero para
que tomase un autobús desde Chacaíto a la Florida. Y desde la Florida hacía el
trayecto a pie hasta el Colegio. En 1956 se
había inaugurado la primera etapa de la avenida Boyacá o Cota Mil
comunicando a Chapellín con la Alta Florida, pasando por la parte trasera del
Colegio. Abajo en la foto, recortada de un Anuario del Colegio se observa la
nueva flota de buses (hoy ya deben haberse convertido en chatarra) adquirida en
1956, el mismo año de inauguración de la Cota Mil o Avenida Boyacá.

Al salir de clases a eso de las cuatro de la tarde
acostumbraba a pedir cola (auto stop) en la nueva avenida. Una tarde pedía cola
con la típica señal del pulgar derecho
indicando la dirección, nadie se detenía, la falta de solidaridad me produjo
una gran arrechera “Coño e madre, hijo e
puta, egoísta”, grité a los
ocupantes de un carro que siguió de largo haciendo cado omiso a la señal de
“auto stop”. Era tal el estado de cólera en que me hallaba, que no me percaté
de la existencia de un enorme hueco en medio de lo que hacía las veces de paso
peatonal (no había aceras), una trocha de tierra estrecha ¿qué hacían esos huecos ahí?, ¿quién
los había abierto y para qué? No lo supe en el momento, además carecía de todo
interés, lo cierto es que caí en uno lleno de agua y lodo, mi veintiúnico
pantalón quedó completamente embarrado hasta la cintura dada mi poca estatura.
A la mañana siguiente se presentó en el aula el
Prefecto, el arrecho Casimiro, pidió permiso al profesor de turno para
hablarnos: “Ayer tarde…un estudiante
catigue que vestía pantalón azul y la camisa del Cogegio, insultó a un padge de
unos niños que estudian aquí, con las peores grosegías”… ¿Quién fue el que hizo
eso? Y como Casimiro se me quedó
mirando, de inmediato señalé a Celli,
“Fue el…el”, pues el sorprendido Celli vestía en ese momento pantalón azul
y la franela de La Salle, fue él, repetí y Celli asombrado negaba y negaba, yo
no fui Hermano, yo no fui, pero como Casimiro necesitaba a un culpable, dio por
sentado que Celli era el autor de la felonía y se lo llevó a la Prefectura. Lo
expulsaron por 3 días. Cumplida su
sanción Celli me esperó en un recreo y se me vino encima, nos dimos de coñazos
llevando él la peor parte, aunque me dio un carajazo en un ojo, y por varios
días lucí mi amoratado ojo como herida de guerra. De ese acto sentí un poco de
remordimiento por lo injusto que había sido acusando a Celli, pero no me
convenía decir la verdad “Fui yo
hermano”, gesto que seguramente no me hubiese valido reconocimiento alguno,
sino una posible sanción, a quien ya había sido sancionado en muchas
oportunidades. La vida me enseñaría que en este país los actos y gestos de
honestidad, autenticidad y sinceridad sólo traen consigo la crítica y la
desconsideración de la mayoría. Quizás no he debido cambiar ese rasgo de
astucia que me acompañó durante la infancia y la adolescencia, ¿en qué momento
deseché la astucia, la malicia que me caracterizaba?
El comunista maricón
En los años 60 el jurado de los exámenes finales se
conformaba con el profesor de la asignatura y un profesor seleccionado por el
Ministerio de Educación. Es así como en el primer año de bachillerato en la
asignatura Historia del Arte y Manualidades el jurado designado por dicho
Ministerio, un pintor maricón, cuyo nombre no recuerdo, comunista él, que por
tratarse de un Colegio privado, y para más católico, nos sometió a una prueba
bien jodida. El examen se dividía en dos partes: una prueba escrita sobre
Historia del Arte, y una práctica para demostrar habilidades en las
Manualidades, dibujando un diseño arquitectónico de la Antigua Grecia: un
templo, un anfiteatro, para luego ejecutar el diseño utilizando una especie de
madera muy delgada (he olvidado su nombre), cortando las piezas empleando un
bisturí y pegándolas con cola. Durante el año escolar mamá me ayudaba en esas
tareas, pues siempre he sido torpe con las manos, al igual que mi abuelo
materno: Papaviejo. En clase me desesperaba tratando de realizar esa inútil
actividad, nunca lograba terminar la idiota confección de un anfiteatro griego,
tiraba los materiales al suelo y profería groserías. Diseñaba mal, cortaba peor
la cartulina, no lograba pegar las partes, se me pegaba la goma en los dedos.
¡No puedo profesor, no puedo!, agarraba la cartulina y hacía una pelota, la
lanzaba por la ventana. De manera que en ese examen final obtuve 12 puntos
sobre 20 en historia del Arte, y 8 en Manualidades, pasando la materia en la
raya: 10. El pintor maricón, al verme
enredado y arrecho al no poder realizar el jodido anfiteatro griego le dio por
burlarse de mí pasando su mano por mi cabeza. Finalizado el examen, Oscar
Pietro y quien escribe esta suerte de bolserías que nadie leerá, ambos
aplazados en Manualidades, localizamos el carro del maricón, forzamos la tapa
del tanque de la gasolina y le arrojamos un puñado de azúcar. Cuando el maricón trató de poner en marcha el
motor, se oyó un extraño ruido, como una explosión, y nada pudo hacer al
respecto. Nosotros escondidos tras un vehículo observamos, riéndonos, el
desconcierto del maricón ante sus fallidos intentos de encender el motor.
¿Porqué en lugar de obligarnos a ese esfuerzo manual
inútil, no nos adiestraron en plomería, carpintería, albañearía, electrónica,
oficios útiles que nos hubieran sido de provecho toda la vida? La explicación
de la sin razón, de la ausencia de sentido común, es rasgo característico de la
cultura del país, de la personalidad colectiva de este pueblo. En los momentos
en que esto escribo, esta suerte de recapitulación de mi vida, para evitar un
infarto ante la catastrófica situación que vivimos desde hace 18 años, y que se
ha venido agravado progresivamente, desde que la mayoría de este pueblo que se
cree vivo, es decir, astuto, que se las sabe todas, eligió a Hugo Chávez Frías
en 1998, lo relegitimó en el 2000, y lo reeligió en el 2006 y el 2012, y a su sucesor el “descerebrado” Maduro en el
2013, para que nos llevaran por la calle de la amargura con esa mierda llamada
“socialismo del siglo XXI”, ese rasgo se ha acentuado hasta lo indecible.
En el tercer año del bachillerato, aunque no tuve
problemas con las materias “científicas” (matemáticas, química, física,), sin
embargo me sentía más a gusto con la historia, el castellano y la literatura y
geografía. En segundo año un joven profesor, el “flaco” Hurtado, me motivó al
estudio de la historia universal, esa interesante ciencia social que da cuenta
de las locuras, desvaríos, atrocidades, gestos heroicos, sacrificios, matanzas,
acciones altruistas; en fin, toda la complejidad de que ha sido y es capaz de producir
la condición humana, el alma del hombre y de los pueblos. La pasión que ponía
el profesor Hurtado en sus clases, auténticas conferencias eruditas, a la vez
sencillas, reflexivas, no la mera repetición aburrida de fechas, batallas,
nombres de héroes. La historia como hechos colectivos, los pueblos como actores
del proceso histórico, historia documentada y crítica. Hurtado otorgaba justo y
proporcionado valor a los conquistadores, a los líderes y héroes de las gestas
históricas, analizando las causas económicas, políticas, sociales y culturales
de las diversas revoluciones, situando la acción individual en su contexto
colectivo (Cesar, Napoleón, Atila, héroes y villanos). Hurtado también sería mi
profesor de Historia de Venezuela en cuarto y quinto año de Humanidades. Nos
reencontraríamos en Paris en 1970 con ocasión a mis estudios de postgrado en
Derecho y Ciencias Administrativas y su doctorado en Historia. Profesor y
amigo, buenas y prolongadas conversaciones en grupo al calor de unas cervezas o
unas cubas libres: Félix Palacios, Juan José Monsat, Juan Luis Hernández,
Gabriel Ruan. Un recuerdo para el “flaco” en está pésimas líneas.
[1]El Colegio La Salle de La Colina
inicia sus actividades el 16 de diciembre de 1944 como extensión natural del
Colegio La Salle de Tienda Honda, debido al notable crecimiento de la
ciudad de Caracas. El 7 de diciembre de 1942 se firma el documento de compra
del terreno de 17 hectáreas formado por barrancos y lomas. Al estar listo el
primer edificio, el 25 de septiembre de 1944, comienzan las clases. El 16 de
diciembre se inaugura y se bendice el nuevo local del Colegio. En septiembre de
1947 deja de ser extensión de Tienda Honda y forma una comunidad independiente
con los siguientes Hermanos: Gastón Elie, Javier Ireneo, Federico Beltrán,
Evaristo Esteban, Francisco de Jesús, Felipe Leoncio, Hermógenes y
Santiago José.
[2]
Todavía no se había renovado la flota de autobuses, en uno como ese me
subí el primer día de clase en septiembre de 1954. Ese Hermano que figura en la
puerta del bus, me parece que es el Director del Colegio Gerásimo, un hombre
afable y sencillo, tolerante y receptivo.

[3] Meier, H, Pasiones Extremas, poemario inédito.
[4] Ciorán, La Caída en el Tiempo, opus cit, p. 87.
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