Caracas (1953-57): segunda etapa de mi infancia. Del niño rural al niño urbano
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Caracas
(1953-57): segunda etapa de mi infancia. Del niño rural al niño urbano
-extracto del
libro inédito “La tierra mítica de la infancia”-
Después del entierro de mi abuelo (1953), mis tíos Pedro y Carmen
(“Bebi”), me trajeron a Caracas en automóvil. Al llegar a su residencia en la
Urbanización El Pinar en El Paraíso, a la época una zona de clase alta, de
hermosas y suntuosas mansiones, conocí a mis primos hermanos E-S: Pedro Enrique
(el mayor), Roberto, Conchita, Gustavo y Rosario (Cuqui), aún no habían nacido
los menores: Rafael (Pipo) y Lourdes. A Carmen antes la había conocido en las
mencionadas vacaciones que pasó en San Esteban. En esa casa del Paraíso conocí
también a una negra excepcional, “Catana”, quien suplió a tía “Bebi” en sus
funciones de madre, pues ella, mujer justa, generosa, pero prepotente y
obsesionada por su trabajo, excelente gerente, poco o nada le dedicaba a las
labores domésticas.
El tío Pedro y la
tía bebi
El tío Pedro, bajo de estatura como yo, cariñoso, siempre con una
palabra jocosa a flor de labio, buen padre, mujeriego sin par, pero también
“arrecho” (un fosforito). Recuerdo que un día, tendría unos 16 años, sentado a
la mesa con la familia E-S en pleno, unas 11 personas, la noche anterior
habíamos disfrutado de una fiesta, el tío Pedro, dirigiéndose a mi exclamó “Caramba “Lasallista”, si sigues como ayer,
vas a morir como San Lucas”. Como no sabía el significado de esas palabras,
y ante el estallido de risas de mis primos, ingenuamente le pregunté “¿Cómo es eso Tío?”, “Carajo, chico, muerto
de hambre y jarto e cuca pues ayer tuviste toda la noche bailando con una
carajita pegado como una estampilla, arrimándole el animal”. En otra
ocasión, había ido a esa misma casa ubicada en la Avenida El Ejército en el
Paraíso (siempre vivieron en esa urbanización, salvo en los últimos “bebi”,
Carmen, consiguió un trabajo de gerente en un banco en Valencia) para
aprovechar la biblioteca de la tía en la que había libros sobre historia de
Venezuela que yo necesitaba para estudiar esa asignatura del quinto año de
bachillerato (humanidades). Como la una de la madrugada concentrado, leyendo un
capítulo de la Historia Crítica de Venezuela de José Gil Fortoul, siento tras
mí unos pasos, volteo, un susto del carajo, el tío Pedro con la plancha dental
fuera de la boca, los pocos pelos de su calva dispersos en su frente, y una
vela sostenida a nivel de su estómago, un fantasma o aparecido, “¡Coñoooo!” proferí un grito que
despertó a todos en la casa, risa generalizada. Una anécdota parecida la
protagonizó mi primo hermano, “Pencky”, quien vivió con esa familia un buen
tiempo, en otra de las residencias que habitaron en el mismo Paraíso. JM de
unos 15 años, gran lector, leía en el cuarto que compartía con Pedro hijo, un
suplemento (comic) del personaje el Zorro, estaba totalmente imbuido en la
lectura cuando de pronto el tío Pedro, quien se había subido por una escalera
al pequeño balcón que tenía esa habitación, apareció con un antifaz negro, un
sombrero, una capa y dejando caer un bombillo gritó : “¡soy el zorro carajo…!” y Juan con el tremendo susto no alcanzó
sino decir: “Tete…te asustaste tío
Pedro”.
Por mamá supe que, siendo
joven, el tío se fue a vivir con una dama de dudosa reputación en el Puerto,
causándoles gran pesar a los abuelos, en particular a Mamaén por su moral
cristiana. Incontrolable por la bragueta, no tengo autoridad moral para
cuestionarlo, durante años tuvo un “segundo frente” clandestino, una querida
con la cual engendró varios hijos (desconozco el número), unos primos hermanos
que jamás conoceré. La tía bebi le perdonó ese desliz, en sus últimos años
volvieron a vivir juntos en Valencia. Mamá lo visitaba con regularidad, a los
80 años decidió morirse, se acostó en su cama y no quiso comer por más que bebi
y mamá le insistieran. Te recuerdo con gran cariño querido tío, por tu simpatía
y buen humor, por el afecto que me brindaste, al igual que bebi, una gran
mujer, pasé muy gratos días con ustedes y mis primos, en su casa me trataron
como a un hijo más, una familia numerosa, hospitalaria, generosa.
Mi tía, una mujer de excepcional inteligencia, culta, creía mucho en mí.
Aproveché su variada biblioteca, además de los 3 tomos de la Historia de
Venezuela de Gil Fortoul, leí los tomos de Winston Churchill sobre la Segunda
Guerra Mundial, y unas cuantas obras de Dostoievski.
Volviendo a aquellos días de mi llegada a Caracas, mis primos me
acogieron con comprensión y cariño. Especialmente Carmencita, la pelirroja. Tía
“bebi” me trató como a un hijo más, siempre lo hizo, en la adolescencia nos
daba a mis primos y a mí 5 bolívares a cada uno para que fuéramos al cine,
igual ocurría con las reprimendas y castigos, una mujer justa, como antes
destaqué, de ella aprendí ese sentido imparcial de la justicia. Allí, en esa hermosa casa de la Urbanización
El Pinar, de dos plantas y espacioso jardín, vi por vez primera televisión: la
Televisora Nacional (canal 5), Radio Caracas Televisión (canal 2) y Televisa
(canal 4). Quedé deslumbrado con las imágenes en pantalla pequeña (ya conocía
el cine), venía de un caserío y una ciudad donde sólo existía la radio.
Recuerdo la voz de Alfredo Sadel en sus comienzos radiales, y cómo desde
entonces quise ser cantante. Ese año, 1953, mis tíos me inscribieron, era el
mes de abril o mayo, en un colegio ubicado al lado de su casa, para que
continuara el primer grado de primaria que había comenzado en la Salle del
Puerto. La tristeza por las muertes de papá y de “Papaviejo” y la ausencia de
mamá, Mamaén y mis hermanos que se hallaban en el Puerto, me impidieron
concentrarme en nada. En clase no atendía, estaba totalmente “ido”, mi tía
prefirió que me quedara en la casa, hasta que llegara mi familia. De modo que
me pasaba dando vueltas y vueltas en un triciclo en el garaje de la casa,
ensimismado añorando a mi padre.
De esos meses de 1953 recuerdo que Carmencita, Roberto, Gustavo, y quien
escribe, subíamos a una colina despoblada de árboles que colindaba con la parte
trasera de la casa para lanzarle piedras a un misterioso toro negro de cuyo
cuello colgaba una soga libre de atadura. El toro enfurecido se nos abalanzaba
y entonces despavoridos rodábamos cuesta abajo, polvorientos y alegres. ¿De
dónde habría salido?, ¿Quién sería su dueño? También recuerdo que frente a la
casa había una cancha de tenis, me sumerjo en las borrosas aguas de la memoria
y observo a mis dos primos hermanos, ya fallecidos, Pedro Enrique y Juan
Martín, ambos de 14 años, jugando ese deporte que nunca había conocido hasta
ese momento. Y los simulacros de toques de queda de la Dictadura militar, el
gobierno ordenaba que todas las viviendas apagaran sus luces, se oía una
sirena, ficción de un posible ataque aéreo del enemigo ¿Cuál? Es la clásica
obsesión de los regímenes de fuerza. Pero, nosotros como niños disfrutábamos de
la oscuridad para asustarnos mutuamente. Mis tíos, al verme en tal estado de
tristeza por la separación de mi familia, decidieron regresarme a Puerto
Cabello, y una mañana de sábado, luego de que los tíos nos llevaran al
Aeropuerto de Maiquetía por la carretera vieja, no se había construido la
autopista Caracas-Litoral, acompañado de mi primo Pedro Enrique, me subí por
primera vez a un avión bimotor, rumbo al aeropuerto de mi ciudad natal. Gallinas en el pasillo, campesinos cargados
de bolsas, comiendo muslos de pollo, chicharrón, hallaquitas, bebiendo café en
pocillos, gran algarabía, y aquél avión dando tumbos, ¡carajo!, desde entonces
no he podido superar el miedo a las alturas.
La quinta
“Guachi”, urbanización San Antonio, Sabana Grande
Y llegó entonces el momento de la mudanza y sus consiguientes cambios.
Dejaríamos una pequeña ciudad de provincia para irnos a la ciudad Capital, a
Caracas, otras gentes, otro clima, otro paisaje, ya no tendríamos el mar a
nuestro alcance con sólo salir de la casa de los abuelos, tampoco a la selva,
San Estaban, y el Río de nuestra infancia.
Tengo la impresión de haber estado en Caracas mucho antes de mi estancia
con mis tíos Pedro y Bebi cuando a los siete años, muerto papá y Papaviejo, me
trajeron con ellos a su residencia en El Paraíso. Muchas veces me viene un
recuerdo muy vago y mamá no está para confirmarlo. Creo que no tendría más de 5
años, estoy en la casa de los E-C con mamá, me despierto en la madrugada, miro
mis zapaticos blancos encima de un escaparate, no puedo alcanzarlos, quería
buscar a mamá, lloro desconsoladamente porque ella no está en ese momento en el
dormitorio. Hoy todavía ese recuerdo me produce una gran tristeza, un
sentimiento de abandono, no obstante tantos años pasados. No sé por qué algo me
dice que mi tío Antonio, enfermo de cáncer, se hallaba hospitalizado en una
clínica ubicada frente a esa casa, pero no puedo corroborarlo, he debido
preguntárselo a mamá. Creía que había sido un sueño, pero ayer hablando con mi
hermano Bombillo surgió el tema del tío Antonio y me comentó que efectivamente
él había sido operado del cáncer estomacal en Caracas, lo que corrobora ese
nebuloso recuerdo.
También recuerdo haber visto un tranvía en la calle “La línea” por donde
circulaba ese tranvía. Estoy en una panadería en la esquina de esa cuadra, y de
pronto quedó asombrado al mirar pasar a ese medio de transporte que nunca había
visto hasta entonces. El sistema de tranvías en Caracas fue abolido en 1947,
¿Sería posible que fue en ese año cuando estuve con mamá en Caracas con ocasión
a la operación del tío?, para entonces era un niño de 2 años, ¿Cómo explicar
ese recuerdo a tan temprana edad? La memoria es algo extraño, complejo, por más
que los genios de la ciencia se empeñen en demostrar que ese proceso mental es
el resultado de un mero engranaje de células, tejidos, sustancias químicas,
neuronas y circuitos eléctricos. En el libro del Dr. Oliver Sacks titulado
enigmáticamente “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, una
extraordinaria revelación que se convirtió en un clásico y consagró a su autor
como uno de los grandes escritores clínicos del siglo XX, en uno de los veinte
historiales médicos de pacientes perdidos en un mundo extraño y aparentemente
irreversible de las enfermedades neurológicas, casos de individuos aquejados
por inauditas aberraciones de la percepción que han perdido la memoria, y con
ella la mayor parte de su pasado, en concreto, en el caso de la señora O´C:
“…la necesidad nostálgica era más crónica y
profunda, pues su padre había muerto antes que ella naciera y su madre antes de
que cumpliese cinco años. Huérfana y sola, la embarcaron para América, a vivir
con una solterona bastante odiosa. La señora O´C no tenía ningún recuerdo
consciente de los cinco primeros años de su vida, no tenía ningún recuerdo de
su madre… Siempre había sentido esto como una tristeza profunda y dolorosa…esta
carencia u olvido de los primeros años de su vida, los más valiosos. Había
intentado muchas veces, sin conseguirlo nunca, recuperar sus recuerdos de
infancia olvidados y perdidos. Ahora, con su sueño, y el largo “estado de
ensueño” que le sucedió, recuperaba una sensación básica de la infancia perdida
y olvidada…Esther Salaman, en su hermoso libro sobre “recuerdos
involuntarios”…habla de la necesidad de
preservar, o recuperar “los sagrados y preciosos recuerdos de infancia”, de lo
empobrecida y desarraigada que resulta la vida sin ellos. Habla del gozo
profundo, del sentido de la realidad, que puede aportar la recuperación de
estos recuerdos y expone abundantes y maravillosas citas autobiográficas, y
sobre todo de Dostoievski y de Proust. Todos somos “exiliados de nuestro
pasado”, escribe y como tales necesitamos recuperarlo”[1].
Esa “anamnesis” que permitió a la paciente de 90 años la recuperación de
recuerdos de infancia, algo extraño y casi milagroso, que abrió de par en par
la puerta cerrada de su memoria antigua, según el Dr. Oliver Sack, la produjo,
paradójicamente, un “trastorno cerebral”. No soy quien para dudar de esa
aseveración; sin embargo, creo que la ciencia tiene sus
límites, no puede explicar la complejidad del ser humano, del mundo, del
universo. Me atrevo a diferenciar:
(1) Lo conocido: el dominio de la
ciencia;
(2) de lo desconocido: que podría conocerse con el avance de la ciencia;
(3) y de lo que jamás podrá ser objeto de conocimiento: el dominio del
misterio donde se estrellan todas las hipótesis y teorías.
Sin duda, la esfera del misterio es ilimitada, infinita, por más que los
científicos avancen en sus estudios e investigaciones sobre los secretos de la
vida y del universo, no podrán convertir en objeto cognoscible a esa
inmensidad, sin principio, ni fin, que nos rodea: el infinito y la eternidad
escapan a todo esfuerzo científico. Nosotros los humanos, circunscritos a un
tiempo y espacio, moradores fugaces de este planeta, formamos parte del enigma
de lo que no tiene medida, tamaño, rebelde a cualquier cálculo, y del no
tiempo, pues, aunque vivamos en una dimensión cronológica, con un comienzo
(nacimiento) y un fin (la muerte), simultáneamente estamos tocados por el
infinito y la eternidad.
Somos capaces de realizar viajes
australes, los sueños cósmicos, como antes he dicho, son el vehículo para
trascender del aquí y el ahora, también el arte: la música, la poesía y la
trascendencia mística. De nada sirve aferrarse a la “razón”, hay tantas cosas
que la razón no es capaz de entender, es limitada, sólo una parte mínima de la
vida y el mundo puede ser objeto de conocimiento racional, queda fuera un
ámbito inconmensurable que escapa a nuestra mente adiestrada para conocer el
orden de lo “racional”, y cuando nos suceden hechos incomprensibles desde el
punto de vista de nuestra estructura conceptual, una suerte de temor o de
mecanismo de autoprotección desecha de inmediato lo que no logramos interpretar
a la luz de la mente ordinaria. Bien lo ha expresado el sabio Pascal “hay razones del corazón que la razón no
entiende”.
Desde hace dos siglos la soberbia humana ha pretendido encasillar a la
complejidad del cosmos, el planeta, la vida, en categorías científicas,
reduccionismo simplificador, fracaso rotundo, hoy se extiende cual virus la
confusión de las mentes y los espíritus: la nueva torre de babel, la
incertidumbre total. Hay que mirar el
mundo con los ojos del hombre primitivo, aquel que conocía sin palabras,
percibir sin la soberbia de la razón, con la pura piel de lo sensible, con la
humildad de un animal maravillado y temeroso. Abro los ojos del alma para que
este ser que me habita (condenado) al olvido, emprenda vuelo en cualquier
dirección del infinito. Basta callar en la quietud del crepúsculo y sentir la
recóndita voz de la tierra, anterior al hombre y todo lo viviente. Regreso a lo
fundamental, luego de días de desvarío, aquí estoy, árbol, pájaro extraviado al
anochecer, nube peregrina y solitaria, me dejo llevar, no resisto, el infinito
me arrastra.
“Aprehender
La totalidad
De este instante
Sé que se va
Al escribir
Estas líneas
Ya no será
Este aquí y ahora
De la vida
Del milagro
De la vida,
Y esta brisa
Que otrora
He disfrutado
¿La misma?
¿Otra?
Las sombras se adueñan
De las cosas
La tierra
En esta parte del planeta
Se despide del sol
¿Soy?
¿Qué soy?
Un simple testigo
Del loco empeño humano
En la violencia
Y la destrucción
De la grandiosidad y misterio
De la obra del
Creador
A esta hora
Cuando los creyentes
En Mahoma
Se arrodillan hacia
La Meca
También me inclino
Yo, creyente de un Dios
Sin iglesias y ejércitos
Un Dios plural
Como la vida
Y el universo
Un Dios sin rostro
Un Dios de Todos…
Esto escribo para no caer
definitivamente en la desesperanza, la sinrazón avanza a pasos agigantados, se
viene hablando de una III guerra mundial, el mundo gobernado por psicópatas,
asesinos, ladrones, rufianes, mercachifles, el amor, la justicia, la
solidaridad, la compasión, la tolerancia, han sido expulsados del corazón de
las mayorías, impera el odio, la violencia, la discriminación del otro, del
diferente, ¿acaso no ha sido siempre así? ¿Qué hacer?, pues nada, seguir
viviendo al margen del desquiciamiento colectivo, ¿qué más? Heme aquí
nuevamente esta mañana del 25 de abril de 2017 tecleando estas páginas, mi país
convulsionado, un pueblo sufriendo su propia culpa, sus errores de elección,
esta dictadura militarista que no termina de caer se avizoraba hace 18 años
cuando eligieron al sátrapa Hugo Chávez Frías. Continúo con mis recuerdos.
Y ahora heme aquí 24 de
julio de este mismo año, en San Vicente de Raspeig, Provincia de Alicante,
Comunidad de Valencia, España, después de haber salido huyendo con mi esposa de
mi destruido país, antes de que pudiera ser detenido por la narcodictadura
militarista, revisando este ensayo que no logro terminar, plagado de errores de
tecleo y ortográficos. Y hoy 25 de septiembre nuevamente releyendo este
mamotreto sin pies, ni cabeza, el calor ha amainado, se inicia el otoño, mejora
el clima, los cielos ya no tienen la intensidad del azul del verano, más bien
un azul tenue, pálido. Ayer en la mañana caminé hasta el parque Adolfo Suárez,
área recreacional muy bien mantenida como todos los espacios públicos de esta
bella ciudad, me senté en mi banca preferida a descansar y escuchar los sonidos
de la vida, tras de mí un estanque, al frente un fresno cuyas hojas están
cayendo, una suave brisa refrescó mi cuerpo sudoroso, dos pequeños pájaros
llegaron a hacerme compañía, se posaron en una rama del fresno y entonces sentí
esa telúrica conexión con la Tierra, pensé en Fray Luís de León, en Zorba El
Griego, en Khayyam, y di gracias a Dios por estar aún vivo y consciente para
gozar la quietud, la paz, el sosiego de ese rincón del mundo donde no soy
extranjero, ni viejo, ni creyente ni ateo, sino un mero viviente.
En el mes de agosto de
1953 llegamos del Puerto a Caracas a una casa ubicada en la Urbanización San
Antonio, entre la Avenida Casanova, Sabana Grande, y Bello Monte. “Guachi”, así
se llamaba la quinta (como un estornudo decía mamá) alquilada con las limitadas
entradas de la abuela y las de mamá, procedentes del alquiler de varios
inmuebles del Puerto, como ya antes reseñé.
Obviamente esos recursos apenas alcanzaban para gastos básicos, de manera
que forzosamente se impuso un estilo de vida estrictamente austero, apenas había
dinero para diversiones (cine, por ejemplo). Mamá continuamente zurcía medias,
calzoncillos, pantaletas, pantalones, faldas, camisas. Mi hermano y yo
disponíamos de un solo par de zapatos y de una camisa “dominguera”. La abuela,
ejemplo de prudente, estricta y sabia administración, nos enseñó la virtud de
vivir con poco, tan necesaria en tiempos difíciles, en tiempos de “vacas
flacas” como el de estos del “socialismo del siglo XXI”.
Sabana Grande, 1954 “Bella Caracas, bajo tu cielo, tu luna y tu
sol, todas las razas buscan fortuna, lindura y amor, luces gloriosa con tus
guirnaldas de cerros a tu alrededor, Caracas, ciudad hermosa, tu eres la cuna
del Libertador”. Letra y música de Billo Frómeta. Interpretada por la orquesta Billos.
Alfredo Sadel cantaba otra canción dedicada a Caracas: “…Yo llevo en tu sangre tu Ávila tu cielo, si de ti estoy lejos sufre
el corazón…eres mi Caracas la de mis ensueños, eres mi Caracas, la
monumental", algo así olvidé la letra.
San Antonio era un barrio de “clase media media”, valga la redundancia,
integrado en su mayoría por familias rurales provenientes del interior del país
(la provincia), al igual que nosotros. En las modestas viviendas dotadas de
patios traseros había gallineros, conejeras, árboles frutales, y no faltaban
los perros y los gatos. Hoy ese barrio desapareció por completo, en lugar de
las casitas se levantaron viviendas multifamiliares, edificios de varios pisos,
que poco a poco se transformaron en “hoteles de alta circulación”, quiero
decir, “mataderos” donde se va a “culear” por unas horas. Putas, chulos y
malvivientes conforman la “fauna humana” de mi antiguo barrio.
“Guachi” contaba con tres dormitorios más el de servicio, dos baños, la
cocina, un pequeño comedor y la sala. Un cuarto que permanecía cerrado y oscuro
donde se guardaban “cachivaches”. Además de un pequeño jardín, disponía de un
patio trasero (solar) con su “mata de mangos” y de un patio interior donde
reinaba en solitario un hermoso “granado” que nos ofrecía rojizas y hermosas
granadas. Las niñas compartían un dormitorio, los varones otro y las “jefas” de
la tribu cada una en el suyo. La casa parecía un refugio de cucarachas, las
voladoras. Sentados en la sala mirando el recién adquirido televisor (1957) de
pronto pasaba sobre tu cabeza una inmensa y asquerosa cucaracha volando de una
pared a otra. Una noche me ponía mi pijama y sentí unas paticas extrañas en uno
de mis brazos, ¡carajo! grité, me quité la camisa y me sacudí al inmundo
insecto, ¿qué función cumplen en el reino de la naturaleza, al igual que los
zancudos y los ratones?, ¿transmitir enfermedades? Es posible, tal vez una
forma para evitar el exceso de población humana en el Planeta, además de las
insólitas guerras que provoca esta singular especie que somos los humanos.
María Penso, que había venido con
nosotros a la Capital, tenía su propio territorio en un dormitorio ubicado al
fondo del patio interior. Para unos niños curiosos ese dormitorio constituía
una especie de cuarto misterioso. Con sigilo invadíamos la privacidad de la
vieja y querida curazoleña para mirar y tocar los objetos (corotos) que
guardaba celosamente, en particular las singulares botas negras que le llegaban
más arriba de las pantorrillas y que calzaba con botones. Negra paciente y cariñosa,
con un inmenso trasero que parecía una maleta de camioneta. Tan pronunciado era
que podría utilizarlo para trasladar objetos sin que estos cayeran al piso.
Soberana de la cocina: caraotas negras (pabellón criollo: caraotas negras,
arroz, carne esmechada y plátano maduro frito en tajadas), rojas, lentejas,
chicharos, garbanzos, quinchonchos, empanadas (de carne, pollo y caraotas
negras), arepas, funche (curazoleño), sopas de verduras, hervidos de gallina,
carne y pescado, albóndigas, asados negros, pescado frito (carite), huevos
rancheros, arroz, papitas fritas, sancochadas, plátano sancochado y al horno:
verdes y maduros, pollo asado con papas, arroz con pollo, espagueti, frutas y
vegetales, toda la sencilla culinaria de una modesta familia. “Niño, niño pórtate bien, no sea falta de
respeto, señora Beatriz mire lo que hace enriquito”. Y es que acostumbraba
a colocarme tras ella mientras caminaba con sus lentos y pesados pasos (enormes
“juanetes”) y con mis manos media el descomunal trasero. Al poco tiempo enfermó
de tuberculosis y se la llevaron unos familiares al Hospital del Algodonal en
Antímano. No la volvimos a ver, ¿Dónde estás negra? De seguro que en el paraíso
junto con la negra Catana, allí espero ir cuando pase al otro lado del muro, si
el Señor me perdona tantos pecados.
Gala, una horrenda
negra (gorda) prima de María Penso, no sé dónde vivía, pero venía a la casa una
vez a la semana para planchar la ropa, y lo continuó haciendo cuando nos
mudamos de la quinta “guachi” al apartamento del Edificio Elcica. Ella siempre
le comentaba a mamá, mientras realizaba su oficio, acerca de sus numerosas
“conquistas”, “misia Beatris conocí en el
autobús a otro hombre muy buen moso él y simpático y ya me ofresió matrimonio”,
obviamente que la pobre, poco agraciada por la naturaleza, mentía, inventaba
esos supuestos galanes que la asediaban. La llamábamos sin que se diera cuenta
“ven-a-cagala”, “¿cómo dices niño?,…no nada Gala, nada, me equivoqué no era contigo”.
El miedo a la
oscuridad
Desde San Esteban me invadió ese temor fomentado por los cuentos de
fantasmas que nos relataba la negra Josefina en las noches de vela y
torrenciales lluvias, y que se acrecentó de manera patológica con la muerte de
papá vislumbrada en un sueño a la hora de su deceso. Popoyo cada noche me jodía
hablándome de “mandinga” (diablo), de sus cachos, su tridente, cola y el olor a
azufre. Apenas apagaba la luz del cuarto veía formas monstruosas en la
oscuridad, ojos sin rostro que me miraban (“sé
que hay millones de oscuridades mirándonos, animales que nos temen, insectos que
nos odian”, del poema “Los Poseídos, del buen amigo José Pulido, poeta,
novelista y cuentista) me invadía el terror, y entonces corría al cuarto de
mamá buscando su protección. Confieso que no he podido superar ese terror
nocturno, si estoy solo tengo que dejar una lámpara encendida, me es imposible
conciliar el sueño en la absoluta oscuridad. Además, no me gusta dormir solo,
es tan grato estirar el brazo en la madrugada y acariciar las nalgas de la
mujer amada, sus senos (aunque se molesta), sentir a tu lado un cuerpo
caliente, su respiración, abrazarla y besarla en la mañana, y porque no hacer
el amor en la madrugada si las ganas se juntan como dice la canción de Simón
Díaz “Caballo Viejo”, “quererse no tiene
horario no fecha en el calendario cuando las ganas se juntan” (creo que ya
lo expresé con similares palabras en este mamotreto, no importa, lo diría cien,
mil veces, vale la pena haber nacido hombre para disfrutar de las hembras). Hay quienes se jactan de su soledad y
hasta consideran una debilidad necesitar compañía, no es mi caso, me declaro
débil a ese respecto.
El Colegio
Humboldt
Creo que el que está
entre la niña que tiene en sus manos “no sé qué carajo” y del niño con la
corbata ladeada y vestido de blanco, soy yo, o al menos se me parece bastante,
la mayoría hijos de alemanes, falta el saludo “hei Hitler”.
En septiembre del 53 mi hermano y yo fuimos inscritos por mamá en el
Colegio Humboldt situado a unos 300 metros de “Guachi”, atravesando la Avenida
Casanova. Ocupaba media cuadra donde hoy existe un pequeño centro comercial,
tal vez uno de los primeros de Caracas. El Colegio contaba con amplios salones
de clase, un extenso patio para el recreo, un campo de fútbol con algunas matas
de jobo tras de uno de sus arcos (parales), cancha de basquetbol y volibol.
Repetiría el primer grado de primaria y mi hermano comenzaría el quinto. Las
clases se iniciaban a las 7 am (finalizaban a las 2 pm, horario corrido), 15
minutos después cerraban las puertas de la entrada. Mamá nos despedía a un
cuarto para las 7, tiempo más que suficiente para llegar a la hora. Sin embargo,
al menos 2 veces por semana no llegábamos, pues en las primeras incursiones por
el barrio habíamos descubierto un terreno baldío cercano al Colegio, en lo que
hoy es el Centro Cedías y el Hotel Meliá, justo frente al antiguo Colegio de
monjas “La Guadalupe”(ahora me viene a la memoria el escandalazo en el que se
vio envuelta esa institución escolar en los años 60, pues un acaudalado hombre
de negocios que visitaba un burdel de lujo al hojear un álbum con las fotos de
las hembritas disponibles descubrió, para su horror y vergüenza, la de su
virginal niña de 17 años que estudiaba bachillerato en ese colegio). De modo
que Popoyo me decía “Caminemos despacito
como “chencha”, un pasito p´alante y otro p´atrás, y si cierran las puertas nos
vamos a la “vaquera”. Así llamábamos al terreno, aunque las vacas brillaban
por su ausencia (en el pasado allí había existido una vaquera como parte de una
hacienda). Lo que si había en la “vaquera” eran unos cuantos caballos cuyo
dueño, un portugués, alquilaba por veinticinco céntimos de bolívar la media
hora. Con el dinerillo aportado por mamá para que tomáramos un refresco en el
recreo de las 10 nos convertíamos en alegres jinetes. ¿Cómo comparar la
libertad de montar un caballo, un espléndido corcel en mi imaginación infantil
(me sentía “El Llanero Solitario”, aunque faltaba “Toro”, su compañero indio)
que, no obstante, su flacura y mansedumbre, me producía una euforia
incomparable con las horas de tedio y aburrimiento del salón de clases
escuchando a un profesor?
Nos bañábamos en calzoncillos en una quebrada que atravesaba la vaquera
y cuyas aguas comenzaban a verse turbias dado el proceso de urbanización de
Caracas, ignorantes de las posibles enfermedades de origen hídrico, -nada
comparable con el Río San Esteban-. Además, comíamos mango y jobos de unas
frondosas matas, jugábamos al béisbol con nuevos amigos del barrio, y en mi
caso, no había día en el que no tuviese enredado en una pelea. En la vaquera
revivíamos algo de nuestra amada San Esteban, inconscientemente nos resistíamos
al inevitable proceso de transformarnos en animales urbanos. Un mediodía, si
mal no recuerdo, se detuvo un policía en una moto, la autopista del este estaba
construyéndose, bajó al terreno y nos persiguió, creía el muy gran carajo que
nos iba a dar alcance, todavía me pregunto por qué lo hizo, unos muchachos
jugando en un terreno descampado ¿qué riesgo representaban para el orden
público?, ¿a quienes molestábamos? Ganas de joder, maldad, eso no falta en el
“insólito mundo”. Bueno, pareciera estar inscrito en el ADN cultural de este
pueblo el abuso de poder, la arbitrariedad, basta que un individuo tenga una
cuota de poder, así sea poca, para que joda al que se halla abajo.
Ese rasgo se puede constatar en todas las organizaciones del Estado y la
sociedad: presidentes, ministros, directores de ministerios, jefes de
divisiones, porteros de ministerios, alcaldes, gobernadores de estado,
concejales, diputados, jefes de policías, policías, jueces, secretarios de
tribunales, directores de cárceles, militares (desde generales a cabos),
directores de escuelas y colegios, rectores de universidades, decanos de
facultades, directores de escuela, profesores, secretarias de los jefes,
cajeras de automercados, hasta los o las recepcionistas: “¿A quién busca usted… el doctor no ha llegado…no está…no puede
recibirlo…venga mañana”. Y la tipa hablando por el celular, cortándose las
uñas, ¿espíritu de servicio?, excepcionalísimo. Es el morbo colectivo de
hacerle saber al otro quien tiene el “sartén agarrado por el mango”, pobre
pueblo que se desquita así de su complejo de inferioridad, de la pobrísima
autoestima, como no vales nada por ti mismo, sólo una cuota de poder te hace
sentir superior a los demás, y se lo restriegas en la cara cuando tienes la
oportunidad que te brinda esa posición.
La “humildad del pordiosero”, sumiso ante quien se halla “arriba”, en
una escala “superior”, y arrogante con el que está abajo. He sido víctima y
testigo de ese “síndrome colectivo”, parte del “mal venezolano”, además de la
“viveza criolla” que se manifiesta en esa perversa disposición para sacar
provecho de las dificultades del otro, utilizar el tráfico de influencias para
obtener, sin necesidad de cumplir con una normativa, algún documento, una
licencia, una autorización, para sobornar funcionarios (la red de la
corrupción), para enriquecerse ilícitamente en un cargo público, para saquear
comercios en tiempos de crisis como la actual, para “colearse”: no hacer desde
el final la cola de gente formada desde temprano para comprar lo que “haya”,
sino pretender, a veces con éxito, meterse en los primeros lugares, no obstante
la legítima protesta de quienes pacientemente han esperado horas, lo mismo con
los vehículos en el tráfico, las enfermeras que se robaban fármacos e
implementos médicos en los hospitales (cuando los había), los estudiantes
copiándose en los exámenes con “chuletas” escondidas en sus bolsillos, o
utilizando correos electrónicos enviados a los celulares por cómplices ubicados
fuera del aula, la piratería de la propiedad intelectual o la copia de párrafos
de autores en trabajos de grado sin efectuar la debida cita de la fuente, etc.,
etc., hay tantos ejemplos. La “humildad del pordiosero”, reitero, se expresa en
la adulación descarada al que se halla en una posición de poder, y el
menosprecio a quien carece de tal posición, y peor aún, al subordinado en una
relación de esa naturaleza. Ese “mal” es lo que explica la degradación
colectiva que estamos padeciendo.
Sigo con el relato principal. Mamá se extrañaba de las camisas desgarradas,
los pantalones sucios, los moretones, los calzoncillos mojados. “¡Qué vaina es esta, no puede ser que se
ensucien de esa forma en el Colegio!”. Sus sospechas la decidieron
acercarse al Humboldt para informarse y allí le indicaron que estábamos faltando
sin ninguna justificación, y que a menos que se corrigiese esa conducta
seríamos expulsados del plantel. Ella, de un gran sentido práctico, decidió
acompañarnos cada mañana hasta la puerta del Colegio y sólo regresaba sobre sus
pasos una vez que cerraban las puertas. Y en ese Colegio seguí con mi mala
conducta. Una vez por semana una señora
nos enseñaba historia bíblica, delante de mí se sentaba una catirita (alemana)
que llevaba el cabello en clinejas, no había clase en la que dejara de jalarle
las clinejas, y la niña llorando, y la profesora regañándome. Conocí a una niña
de mi edad, vivía en una casa frente al Colegio, bella ella, pelo negrito y
graciosa me dijo que era cubana, me gustó, y vuelvo a buscar imágenes en la
memoria, si la veo con su vestidito y zapaticos blancos, ¿Cómo es posible que
pueda recordarla?, han pasado 63 años. Asocio a esa niña con la actriz
venezolana de origen cubano María Conchita Alonso, pienso que ha debido ser
parecida a la bella y simpática actriz, ex reina de belleza y cantante.
Animales urbanos,
la escuela de la calle[2]
El cambio de entorno nos transformó de niños rurales a urbanos. La calle
se convirtió en una escuela tan importante como la formal. Salvo las horas del
colegio (la obligatoria escolaridad,) de las tareas escolares, de las comidas y
las del sueño nocturno, el hábitat natural fue ese lugar de emociones
imprevistas, de aventuras y riesgos, de juegos de pelota y fútbol, de pandillas
y peleas, combates a puño limpio, pedradas, persecuciones policiales, de aprendizaje
de un nuevo lenguaje, el código urbano-callejero tan diferente del
campesino-rural. Palabras que utilizábamos en San Esteban carecían de
significado, “ñero”, abreviado de compañero, no significaba nada para los
nuevos amigos, fue sustituido por “vale”, “epa vale”, o “chico” “mira chico”,
lo que con el tiempo derivaría en “pana”, “carnal”; la “fonda” (honda) por la
“china”; las “muchachas” por las “carajitas”; la “pulpería” por la “bodega”;
“policía” por “tombo”; “casa” por “quinta”, “ladrón por choro”, “mamá” por
“vieja” y así. Ni siquiera la adquisición de un televisor nos hizo abandonar
ese espacio de libertad como lo era la calle en aquel tiempo. En casa me sentía
preso, había adquirido en Puerto Cabello y San Esteban el hábito de deambular
libremente, la innata curiosidad humana. Lo expreso en un poema:
“Gato callejero.
La calle me
enseñó la emoción de lo imprevisto/ la camaradería de la igualdad/ y esa
libertad de rodillas rotas /poesía pura de la vida al sol/ como esos gatos sin
collares/ trepando en los tejados…”[3]
No era el tiempo del auge de lo mediático, de la televisión, las
computadoras, el internet, las redes sociales, los teléfonos celulares o
móviles, los juegos de “Nintendo”, es decir, la civilización del espectáculo:
el tiempo del “hombre tecnológico”. La “cultura televisiva” apenas se iniciaba
en el país con tres canales: Radio caracas Televisión (canal 2), Televisa
(canal 4) y el canal del Estado (el 5), que, en esa época, aun en el contexto
de la dictadura “perezjimenista”, no estaba al servicio de una ideología como
ha sido el caso del régimen “chavista”. No tuvimos un aparato de televisión
sino hasta 1957, lo que explica, en parte, que la calle fuese nuestro lugar de
diversión. Y luego de la presencia del aparato mediático en casa, apenas nos
sentábamos a mirar los eventos deportivos (pude disfrutar en blanco y negro del
mundial de 1958, admirar a ese fenómeno que fue el Rey “Pelé” con apenas 17
años enloqueciendo a los adversarios de la selección brasileña y al público en
las gradas, ¡Ah!, y “Garrincha”, nojoda, el espectacular “diblin” del extremo
brasilero, ese quiebre de cadera que desestabilizaba a las defensas del equipo
contrario) y una que otra novela; pero,
en horas nocturnas.
Mi programa favorito “La bodega de la esquina” (canal 2) con Amador Bendayán
(“Bartolo”), también disfrutaba el “Show de Saume”, con ese simpático animador
como lo fue Víctor Saume y el espectáculo musical en vivo, luego sería
sustituido por el inigualable Reny Ottolina. Presentaban a cantantes criollos y
extranjeros: Alfredo Sadel, Héctor Murga, Mario Suárez, Adilia Castillo, Rafael
Montaño, Lila Morillo, Edith Salcedo, Mirla Castellanos, Néstor Zavarce y su
pájaro “Chogüi”, Mirtha Pérez, Magdalena Sánchez, el gran arpista todavía en
este mundo con más de 100 años, al menos mientras hoy escribo no tengo noticias
de su fallecimiento: Juan Vicente Torrealba y extranjeros: Lucho Gatica, El
Indio Araucano, Pedro Vargas, Miguel Aceves Mejía, Antonio Aguilar, Celia Cruz,
Olga Guillot, el barítono colombiano Luis Edgardo Ramírez, Los Panchos, Julio
Jaramillo, Olimpo Cárdenas, comenzaba a gustarme la música y a dármelas de
cantante. Me duchaba en el bañito de servicio de “Guachi” al final de la casa y
cantaba a voz en cuello (más adelante tomaría clases canto con el Maestro Lanz,
Eduardo Lanz, quien fuera mi padre espiritual cuando lo conocí a los 21 años).
Y el gran carajo de mi hermano “Popoyo” aplaudiéndome una vez que terminaba
alguna estrofa de canciones cuyas letras no las sabía del todo, “bien, bien, Carusito…”, y por supuesto la
mentada de madre como respuesta a su burla.
Los vecinos
-Los Morón
No más nos habíamos instalado en “Guachi” cuando hicimos amistad con la
familia de la casa vecina: los Morón-Martínez, oriunda de Carora: padre, madre
y 4 hijos, dos de los cuales varones: Miguel contemporáneo conmigo y Faustino
Antonio, contemporáneo con Popoyo, y dos hembras: Lucila y Diana. El jefe de la
familia, Darío (tendría a la época unos 45 años), hombre modesto, serio, sobrio
callado, quizás tímido, comerciante de oficio, lo veo trajeado de gris, corbata
negra, sombrero de fieltro gris. Era dueño de una tienda de telas en el centro
de Caracas y de otra en su Carora natal. Una semana santa la pasé en la casa de
los Morón en esa población, calor sofocante, peor que el de Puerto cabello. Me
sentía como dentro de un cajón, un horno, sin aire, acostado en una hamaca y un
ventilador tratando de apaciguar el bochorno luego de haber ingerido un
sancocho de mondongo o “nervioso” como se le conocía en Caracas. Uno de esos
días fuimos a una finca cercana, propiedad de un rico ganadero de la región que
se casaría con Lucila, carajo, nos bañamos en un riachuelo de escasa corriente
(Carora, región seca, árida, de cactos y chivos, pero el queso de cabra, una
delicia), Miguel y yo azuzamos a un torete y a correr cuando el animal se nos
venía encima con sus cortos cachos. Y en la finca un estanque, ¡qué alivio!,
pasé todo un día metido en el agua y mirando a Diana, bonita ella, pequeña,
morena clara, ojos verdosos, unos tres años mayor que yo, por supuesto, me
había enamorado en silencio. En esa época se me repetía un sueño, besaba a una
muchacha muy parecida a Diana, la deseaba ardientemente y “zuas”, la pijama
manchada de semen, la polución nocturna que me angustiaba pensando que era
pecado.
En su tienda, a pesar de los 40 o más grados a la sombra, Don Faustino
no se quitaba traje y corbata, a lo sumo atendía su clientela en mangas de
camisa, el sudor impregnado en la espalda. Jamás escuché en boca de ese señor
una mala palabra, como tampoco gritos a su mujer o a sus hijos. Parecía la
propia encarnación de la prudencia, la adustez y la responsabilidad. No sé si
tenía una vida oculta, alguna amante o iba de putas, por aquello de que “las
apariencias engañan”. De cualquier manera, aunque hubiere sido así, ello no
desmeritaría su incuestionable rol de buen padre y jefe de familia. La madre,
doña Belén Martínez, de unos 35 a 38 años, había nacido un 25 de diciembre y
por esa razón la bautizaron con ese nombre. Mujer profundamente devota católica
como mi abuela “Mamaén”, matrona típica provinciana, dedicada a su marido e
hijos, a la cocina, y a la Iglesia.
Las clásicas peleas entre muchachos no tardaron en presentarse. Recuerdo
una trifulca con Miguel, nos fuimos a las manos, y siendo más pequeño de estatura,
siempre lo fui, llevé la peor parte. Pero “Jack El Destripador” no dejaría las
cosas de ese tamaño. Busqué una piedra, la más grande que encontré en el patio
trasero de casa, un auténtico peñón, que levanté a duras penas dado su peso, y
lo lancé con todas mis fuerzas a una de las ventanas de la casa de los Morón,
la que creía era del cuarto de los varones, más equivoqué el blanco. La piedra
entró por la ventana del cuarto donde dormía una prima hermana de Miguel, Rita,
joven de unos veinte años, estudiante de Farmacia. Aparte del tremendo susto
que la futura farmaceuta sintió con el impacto del peñón al chocar con la
mesita de noche, causé algunos estragos materiales: vidrios rotos, perfumes
hechos añicos, anteojos destruidos, y daño irreparable a la mencionada mesita.
Doña Belén, dama de humor proverbial, no le dio importancia al “acto
terrorista”, lo tomó a broma, sufrió dolores estomacales de tanto reírse de mi
ocurrencia. Pero no me salvé del regaño de mamá, y del inicio de la queja
razonable de mi abuela “Beatriz, ¿qué le
pasa a este niño?, va a acabar contigo”. En el patio trasero de esa casa
jugábamos béisbol, y más de una vez escuchamos el ruido del estallido de un
vidrio en la casa que colindaba con ese patio, a correr se ha dicho. Reclamo de
los afectados y prohibición de utilizar pelotas de spalding (por su dureza),
sólo de goma o de caucho (tenis).
A los tres años los Morón se mudaron a una quinta en la California (no
recuerdo, si Norte o Sur). Sin embargo, no dejamos la relación con esa familia.
En particular recuerdo haber ido con mis hermanos a la nueva residencia de esa
familia con ocasión de una fiesta, un “picoteo” de la época. Nosotros también
ya habíamos dejado al barrio San Antonio. En ese picoteo, lo que con el tiempo
se llamaría “rumba familiar”, la típica “tizana”, brebaje de frutos y refrescos
sin alcohol, y música de tocadiscos (la Billo Caracas Boy y los Melódicos),
estoy parado mirando las parejas bailar (tendría 14 o 15 años), a mi lado un
tipo algo mayor que yo, no lo conocía, van hacia la cocina unas 3 muchachas,
muy parecidas, y feas, y yo de gracioso le digo al desconocido “coño, mira esa carreta de feas”, y el
tipo con rostro de malas pulgas “son mis
dos hermanas y mi prima”, entonces, le respondo “pero, eso no quita que sean feas, feas, de verdad”, inmediatamente
salí de la sala donde se bailaba, me fui al jardín, pensé que el agraviado por
mi comentario saldría a reclamarme, no lo hizo, esperé un rato, volví a entrar,
pero lejos del sujeto, quien seguía parado en el mismo sitio bebiendo el
brebaje.
La última vez que vi a Miguel fue en los años 70, lo encontré caminando
por la Urbanización La Floresta, nos reconocimos y hablamos un rato, me
comunicó que sus padres habían muerto. Respecto de su hermano mayor, Faustino
Antonio, mi hermano y yo fuimos a una fiesta en su residencia, un edificio en
la Urbanización Los Caobos, en un carnaval tal vez en 1965. Faustino ejercía la
profesión de psicólogo, casado con una mujer bastante atractiva. Lo reencontré
en 1998, en un restaurante, entre otras cosas me comentó que su hermana Diana
me había escrito una carta, él no la tenía a mano, relacionada con mi labor en
el ámbito penitenciario cuando fui titular de la Cartera de Justicia, pues ella
estaba gratamente sorprendida por mi gestión en ese difícil ámbito. Nunca
llegué a tener en mis manos esa carta, de la que fuera uno de mis amores
secretos e imposibles de niño-adolescente.
La doctora
requetebuena y el sobrinito “come mierda”
La otra casa aledaña a “Guachi”,
del lado contrario a la de los Morón, era habitada por un matrimonio sin hijos.
La mujer, una preciosa rubia, hembrón de unos treinta y tantos años, ojos
verdes, buenas tetas y culo en forma de manzana, ni muy grande (el culo
ranchero y el “arropabolas”), ni muy pequeño (culitos insignificantes, tímidos,
que no lograron desarrollarse, subdesarrollados, no sé si en otra parte de este
disparate de palabras ya expresé lo mismo, tal vez una obsesión por los
traseros femeninos y su clasificación). El marido, un señor simpático con poblados
bigotes. Resulta, pues, que la rubia era doctora. Escondidos entre los ramajes
de la cerca que separaba ambas casas, mi hermano y yo pudimos darnos un
banquete visual mirando a la doctora desnudarese en el baño, al menos logramos
percibir sus erectas tetas. Sentía un cosquilleo en el pequeño animal que
comenzaba a crecer más rápido que yo, pero a los 11 años todavía no había
ingresado en club universal de los pajizos. Aunque ya tenía conocimiento de la
existencia de la masturbación, el temor al pecado y al infierno me paralizaba.
La doctora tenía un sobrino de mi misma edad llamado Hermes, quien a veces
pasaba tardes en casa de la tía. Una de esas tardes ella le preguntó a mamá si
podía ir a jugar con el tal Hermes. Así nos conocimos y él me invitó la semana
siguiente a su casa. Me vino a buscar en un carrazo con chofer, pues los padres
de Hermes eran ricos. ¡Qué coñazo de quinta! en la Urbanización La Florida,
Calle Los Mangos: inmensa planta baja, nunca había visto tanto lujo, alfombras,
varios juegos de muebles en un extenso salón, comedor con una mesa inmensa como
para 20 comensales, tremenda cocina, y arriba varios dormitorios, sala de
estar, biblioteca, sala de juegos: mesa de billar, de ping-pong, para el juego
de ajedrez, enorme televisor, tocadiscos. Y no se diga el terreno circundante:
una piscina, árboles frutales: mangos, nísperos, limones. Me recordó en algo a
mi querido San Esteban. Esa mansión colindaba con el Instituto Escuela (allí
estudiaron bachillerato mis hermanas María y Adela) que luego fuera mudado a
Prados del Este. Ingresaba a la cocina, y la cocinera, una negra simpática me
ofrecía frutas, caramelos y tortas
“agarra lo que quieras, aquí se pierden, no se los comen”, aprovechaba pues
esa oportunidad, en casa carecíamos de esa abundancia.
Hermes poseía todos los juguetes de un niño rico y mimado: tren
eléctrico, carritos de pila, bicicleta, triciclo, soldaditos de plomo. Un
carajito malcriado, caprichoso, arrogante y altanero, característica de gran
parte de la clase adinerada. Al principio de nuestra amistad todo marchó sobre
ruedas, pero luego llegó lo inevitable. Se sintió superior siendo el riquito
anfitrión que permitía que su amiguito venido del interior (la provincia)
pudiera disfrutar de su mansión, su comida, sus juguetes, el baño en la
piscina. Quiso planear todos los juegos e imponerme sus decisiones y como no le
hice caso, lo que con nadie hacía, me dio un empujón, y entonces se desataron
mis demonios. Le propiné una tremenda coñaza: labios y nariz sangrando,
carajazos en los pómulos, la frente, las costillas, camisa destrozada. La mamá
del agraviado me expulsó de su mansión, ordenándole al chofer que llevara
inmediatamente de vuelta a ese “niño
salvaje, mal educado, violento, sin modales, ¿Qué clase de familia será esa? La
madre parece que no le ha enseñado a comportarse”. Me sentí humillado, lo
que más me dolió fue la referencia a mamá, estuve a punto de responderle con
groserías, mentarle la madre, no dije nada, preferí guardar silencio y tragarme
la ira. En el trayecto, el chofer, un
canario simpático y dicharachero, se reía a carcajadas del impase
felicitándome: “bien hecho compañero, ese
carajito malcriado se lo merecía”. Y el tío político del agraviado, el
marido de la requetebuena doctora, también me felicitó: “No te preocupes por eso, si no vuelves a su casa, no importa, el que
pierde es mi sobrino, un niño solo, la mamá no le deja jugar en la calle, lo
protege demasiado”. Han pasado 60 años desde entonces ¿Qué habrá sido de la
vida de Hermes? ¿Estará aún vivo? ¿Habrá vivido con intensidad este viaje
gratuito que puede terminarse en cualquier momento? Un viaje sin boleto de
retorno, como dice la ranchera de José Alfredo Jiménez:
“No volveré”: “ Cuando lejos me encuentre de ti, cuando
quieras que esté yo contigo, no hallarás un recuerdo de mí, ni tendrás más
amores conmigo, te lo juro que no volveré, aunque me haga pedazos la vida, si
una vez con locura te amé, ya de mi alma estarás despedida, no volveré te lo
juro por Dios que me mira, te lo digo llorando de rabia, yo no volveré, no
pararé hasta ver que mi llanto ha formado un arroyo de olvido anegado donde yo
tu recuerdo ahogaré, fuimos nubes que el viento apartó, fuimos piedras que
siempre chocamos, gotas de agua que el sol resecó, borracheras que no
terminamos, en el tren de la ausencia me voy mi boleto no tiene regreso, lo que
tengas de mi te lo doy, pero no te devuelvo tus besos…no volveré te juro por
Dios que me mira, te lo digo llorando de frente, no volveré, no pararé hasta
ver que mi llanto ha formado un arroyo de olvido anegado donde yo tu recuerdo
ahogaréeee”. No sé si en otra parte de este caos ya me referí a esa canción.
La familia
Valero-Gutiérrez
Detrás de la cuadra conocimos a una familia de origen trujillano, los
Valero-Gutiérrez. Gente cordial, educada, un poco distante los viejos,
costumbre de andinos. Javier, el segundo de los varones, de la misma edad que
Popoyo, se hizo nuestro amigo apenas nos conocimos. Al tiempo lo apodaron “la
vieja”, la verdad no sé la razón del apodo: Javier, un carajo gracioso, nunca
lo vi de mal humor, se reía solo de sus propios chistes. Su hermano mayor, un
joven abogado militante del Partido Comunista, se hallaba encarcelado en la
mazmorra de la temible Seguridad Nacional que en ese tiempo de la dictadura
militar dirigía el perverso Pedro Estrada[4].
Recuerdo el día de su liberación, una vez caída la dictadura el 23 de enero de
1958. Un hombre desgarbado, flaco, ojeroso, a quien su familia abrazaba y besaba
una y otra vez en medio de la eufórica alegría que les producía la recuperación
del hijo y hermano mayor. Se casó y se residenció unos meses en la misma cuadra
de la casa de sus padres. Hace unos cuarenta años se suicidó llevándose consigo
el secreto de su incurable depresión (¿le haré llegar estas líneas al buen
amigo Javier, su hermano?, no sé, quizás le afecten). Lo vi una vez en una
recepción de la línea aérea Aeropostal, allá por los años 70. Fabiola, la
menor, más o menos contemporánea conmigo: callada, discreta, formada en las
antiguas costumbres trujillanas. La última vez que supe de ella fue en 1979. Mi
profesor, paisano y amigo Dr Jorge Sosa Chacín, recién nombrado Director del
Cuerpo Técnico de Policía Judicial ese año en el gobierno presidido por Luis
Herrera Campis (1979-84), me llamó por teléfono para felicitarme por mi
designación como Consultor Jurídico del Ministerio del Ambiente y de los
Recursos Naturales Renovables (1979-83) y cuál sería mi sorpesa que la llamada
la realizó Fabiola en su carácter de secretaria del nuevo Director de la
Policía Judicial. Le pregunté por sus padres (habían fallecido). A Javier lo he
visto en varias ocasiones en la celebración de los onomásticos de mi hermano.
Vecino de los Valero vivían unos parientes caraqueños de los
trujillanos. Entre ellos un primo de Javier a quien llamaban “Chema”,
bondadoso, rayano en lo pendejo, curero, sacristán, no sé si maricón, un
auténtico “guebón”, objeto de las más pesadas bromas, de la crueldad colectiva
del grupo de coños de madre entre los que figuraba quien esto escribe. Esa
propensión humana a burlarse y joder a los más débiles, y uno cae en esa pésima
actitud y conducta uniéndose al grupo que victimiza al raro, al diferente, sin
medir el daño psicológico y moral que le puede causar a esa persona. Lo hice de
niño y adolescente, con el tiempo superaría ese error, aborreciendo y
condenando ese tipo de conducta; por el contrario, me transformaría en defensor
de aquellos que son repudiados por no encajar en el molde de la hipocresía
social.
La familia
Pardilla
Cerca de la Avenida Casanova, al inicio de San Antonio, se hallaba la
vivienda de la familia Pardilla. Dos hermanos, el mayor, Fernando, mamador de
gallo sin par, el menor un gordo tan pesado como su carácter, lo apodaban
“Poncherita”. Fernando fue quien me endilgó el mote de “Veneno”. Con ocasión de
un partido de béisbol en el Club Los Cortijos del que era miembro el tío
Alfredo, a finales de los años 50, Fernando que jugaba en el equipo contrario,
comenzó a joderme cuando me tocó el turno al bate “ese enano no batea, juéguenle cerca, es un bate de cartón, se va a
ponchar… ni con una puerta de iglesia le da a la pelota”, y como era, y soy
un poco o mucho “cascarrabias”, con el bate en la mano corrí a darle un batazo,
y el gran carajo al huir para evitar que lo golpeara comenzó a gritar voz en
cuello “Eres un veneno, un veneno, enano
loco”. Obviamente, el partido de pelota se detuvo, todos comenzaron a
reírse, y en medio de mi arrechera (ira) deserté del juego, pero como mi equipo
quedaría incompleto me fueron a buscar para convencerme y regresé al juego.
Treinta años más tarde (1989) me ocurrió una situación parecida, pero por otros
motivos. Jugando la posición de 3ª base en el equipo de softbol de veteranos
(mayores de 40), precisamente del Club Los Cortijos, contra el equipo del Club
de playa Oricao situado en el Litoral central, le tocó el turno al 4to bate de
ese equipo, una muralla de 1,90 y unos 130 kilos de peso, primo hermano de mi
primera esposa Marlen. El gordo Gómez se
paró en la caja de bateo y el primera base de nuestro equipo, un loco llamado
Elías Misrai, comenzó a gritarme “adelántate
enano que puede tocar la bola” yo le contestaba “Qué coño va a tocar, esa mole es el 4to bate”, y seguía la ladilla
de Elías y de otros jugadores “Meier, ese
carajo puede tocar para sorprender, porque no se espera que lo haga”, y yo
de guebón me adelanto un poco hacia el home, y el sorprendido fui yo, porque la
mole, nojoda, mete un tremendo batazo, apenas pude evitar que la pelota, -
venía directamente a mi cara a tremenda velocidad-, me diera de lleno en el rostro, por puro reflejo defensivo la
desvié a tiempo con la parte exterior del guante de béisbol (un guantazo),
hacia una cancha de tenis contigua.
Del susto y la arrechera (si me hubiera golpeado quizás no lo estaría
relatando, o me habría destrozado el rostro), abandoné el juego y me fui a una
churuata cercana donde expedían cerveza, pedí una, me senté y comencé a
beberla. Vino una comisión del equipo a rogarme que regresara al partido porque
de lo contrario perderíamos por “fort-fai”, pues no había quien pudiera
suplirme, éramos 9 sin ninguna reserva. Me hice rogar un rato y volví al campo
en medio de vítores y risas, no sin antes haber condicionado mi reintegración al
partido a que me brindaran una botella de wisqui. Por supuesto, en el resto del
partido, ni el loco Elías, ni ningún otro compañero del equipo volvieron a
pedirme que me adelantara cuando le volvió a tocar el turno a la mole. Y la
botella nos las bebimos entre todos.
Los padres de los Pardilla, gente simpática, amable y sencilla. En una
fiesta de carnavales, hace tal vez 52 años, el viejo Pardilla le preguntó a un
amigo nuestro, el famoso “Guacharaco”, quien visitaba por primera vez esa
residencia: “Joven, sáqueme de dudas, ¿lo
conozco de otra parte? Y el “Guacha”
con su humor a flor de piel, le respondió al rompe sin inmutarse: “¿Qué bares frecuenta usted? La
carcajada colectiva no se hizo esperar.
La familia
Aristigueta
Unas tres o cuatro casas bajando por la acera de la residencia de los
Pardilla, se hallaba la de los Aristiguieta. El padre, José Bernardo, pequeño,
serio, educado, voz de tenor, cantaba a todo pulmón arias de ópera. La madre,
cuyo nombre no recuerdo, también de estatura pequeña, mujer discreta y prudente
como casi todas las matronas del vecindario, salvo algunas “cuaimas” o
“mapanares”, excepción a la regla. Tres hijos: Alicia la mayor, estilo Greta
Garbo, cursi, vocación irremediable de soltera, fea no era, tampoco una
belleza, sabía vestirse y maquillarse, aunque con algo de exceso, eso sí,
sumamente educada, toda una dama. El del medio, Pedro Bernardo como su padre,
fantasioso con propensión a la locura, creo que adulto aterrizó en el diván
siquiátrico. Bella voz de barítono, hubiese podido incursionar en el bel canto,
pero como tantos en este país no supo, o no pudo, desarrollar su talento.
Obseso sexual, su principal oficio era masturbarse día y noche mirando
fotografías de revistas pornográficas de aquel tiempo (cuando las hembras no se
depilaban el “monte de Venus”). Y lo confesaba abiertamente y sin tapujos. Una
tarde en el patio trasero de guachi, para mi sorpresa, se sacó el miembro del
calzoncillo, y con una revista pornográfica se la meneó. Yo le miraba las manos
ya que había oído decir que la masturbación hacía que te crecieran pelos en la
palma de la mano objeto del pecado. Otra tarde presencié a parte de nuestra
pandilla cogerse a un maricón en una de las caminerías entre el jardín y el
patio trasero de Guachi, le ofrecieron unos suplementos como pago,
perversidades de adolescentes. La verdad es que ese espectáculo me chocó,
guardé silencio por que detestaba la delación y los delatores. El menor de los
Aristiguieta, Alfredo, de mi misma edad, el sensato de la familia, murió a los
23 años de leucemia. La última vez que lo vi fue en un pasillo de la Facultad
de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, estudiaba Economía, tal vez
no pudo graduarse, no lo sé con certeza. No tuvo tiempo al igual que mi padre,
mi tío Toño, mis primos Toñito y Mike, mi sobrino Gustavo, de recorrer siquiera
la mitad del camino. En ese sentido, soy un afortunado al haber podido vivir y
con intensidad 72 años, espero seguir haciéndolo unos cuantos más. Por esas
casualidades del destino, cuando nos mudamos de la quinta Guachi a un
apartamento en el Edificio Elcica (3a Aenida Las Delicias), los Aristigueta
también abandonaron la quinta de San Antonio y se mudaron a un edificio en la
2a Avenida de las mismas Delicias, una calle paralela a la nuestra, en la
planta baja de ese edificio se hallaba una tasca española “El Córdaba” de grata
recordación (a la que me refiero más adelante).
Rudy
Rodolfo “Rudy”, primo hermano de los Aritiguieta, aunque mayor unos
años, fue mi mejor amigo entre los 10 y los 17 años. Vivía en un edificio en
Sabana Grande con su madre, vieja loca insoportable, sobreprotectora: “Gudy ¿dónde vas?”, “Gudy llega temprano”,
“Gudy no te mojes, te puede dar gipe”. Hijo de un conocido profesor y
químico, divorciado de la vieja ladilla, Rudy viajaba cada año a Miami con su
padre. Nos hablaba de “Disneylandia” y nosotros boca abierta escuchando las
maravillas de ese lugar mágico que para nosotros era un sueño inalcanzable. El
padre de Rudy murió pasado los noventa años y pico, un hombre singular, iba a
todas partes a pie, no le agradaba manejar, ni subirse a un libre (taxi) o a
los autobuses, muchas veces lo vi caminando cuesta arriba por la Avenida La
Salle hacia su casa en los Caobos, pero también lo vi en Chacaíto, en Sabana
Grande, en la Avenida Casanova, en La Florida, en El Rosal, las Mercedes, en el
centro de la ciudad, ¡qué hombre para caminar!, y no era un joven, emulaba a
“Juancito el caminador” el emblema del wisqui Johnny Walquer, que no he vuelto
a beber en este país destruido por esa mierda llamada “socialismo del siglo
XXI”, pero no es el momento de escribir sobre política.
Rudy, magnífica persona, bueno, generoso, servicial, traía de esos
viajes colecciones de la revista “Play-boy”, aquellas monumentales gringas,
rubias o de cabello negro, perfectas tetas y curvas, completamente desnudas y
depiladas, y además en poses sugestivas. Cuando ingresé al club universal de
los pajizos, casi me lo arranco mirando y mirando las fotos de esas hembras de
ensueño. La primera vez que me “jubilé” de clases, o si se quiere me “piré”,
fue con Rudy, episodio que ya relaté al referirme al temor que le tengo a los
perros. La última vez que vi a mi buen amigo Rudy (se casó y divorció de mi
prima hermana Cristina) fue con ocasión a una visita en casa a mamá enferma
(2008), estaba muy flaco y ojeroso, envejecido, parecía triste, desolado. Un
hombre como pocos, la bondad es una excepción, se cuentan con los dedos y
sobran esas personas de buen corazón. La mayoría, o son indiferentes morales,
neutros, o gente perversa, canalla, hipócrita, mentirosa, egoísta, dispuesta a
clavarte un puñal por la espalda apenas les des la oportunidad. ¡Qué vaina mi
buen amigo!, sé que no te ha ido bien en tu vida, no conozco los detalles,
(sólo algunos), pero sabes, ese es el destino de la mayoría de los humanos, por
ese motivo antes me he burlado de la moda imbécil de la “psicología positiva”,
una farsa que pretende convencer a la gente de que se puede ser “feliz” por
obra de la voluntad (una suerte de “voluntarismo”). Las desgracias siempre
están al acecho, al igual que la muerte, afortunados somos los que hemos vivido
días de felicidad, de plenitud, y digo días porque, salvo que te mientas y
mientas a tu entorno social, ese estadio es pasajero, va y viene, muchos no
logran siquiera un día de paz, tranquilidad y bienestar en sus existencias
signadas por la desgracia. El recordado actor español Fernando Rey en una
entrevista en los años 70, a la pregunta del entrevistador si se consideraba un
hombre libre y feliz, el actor negó con la cabeza y respondió “Solo en sueños”.
La pandilla de la
parte alta de la calle y la de la parte baja: “los pericos”
No pasó mucho tiempo para el conocimiento de la existencia de una
“pandilla” de carajitos, auténticos hijos de puta, que controlaban la parte
baja de San Antonio, conocidos como “los pericos”. No hubo otra solución que la
conformación de una pandilla defensiva integrada por los Morón, los hermanos
Aritiguieta (Juan Bernardo y Alfredo), Rudy, quien, aunque no vivía en el
barrio, por ser primo hermano de los Aristiguieta se la pasaba en la zona,
Javier Valero, Manuel Pérez Soto, los hermanos Pardilla (Fernando y el
“poncherita”), mi hermano y yo, y otros que se me esfuman de la memoria. En las
batallas contra los “pericos” por el tema del dominio territorial, además de
puñetazos y patadas, se utilizaban piedras y palos. Usualmente llevábamos la
peor parte por inferioridad numérica. En mi caso, al principio, la sola mención
de los “pericos” me producía terror, hasta que un día en el llamado “callejón
de la puñalada”, una callejuela que une Sabana Grande con la Avenida Casanova,
me tropecé con uno de los “pericos”, un carajo de 12 o 13 años, mayor y más
alto (lo que no era difícil), al que temía dada su agresividad mostrada en las
trifulcas pandilleras; pero, ¿cuál sería
mi sorpresa cuando el malandrín al verme cara a cara palideció al tiempo que
con temblorosa voz me dijo “no me hagas
nada, no quiero pelear”, “pues, yo sí
coño e madre”, le respondí yéndomele
encima, el “perico” salió corriendo (“esmachetao”) como alma que lleva el
diablo, lo perseguí, y el muy cobardón no se detenía, volteaba y como veía que
iba tras él seguía corriendo, recorrimos unas cuantas cuadras, toda la calle
Real de Sabana Grande, me detuve en Chacaíto y me devolví, el muy cobarde
seguía corriendo, en ese momento comprendí que la valentía de los “pericos” se
debía a que actuaban en grupo, en gavilla, que individualmente eran unos
cagones.
Esa “valentía de masa”, “guapos” cuando se sienten apoyados por el
grupo, si lo sacas del colectivo se aflojan. De ahí la expresión irónica“Guapo y apoyado”, el individuo que se
siente guapo (valiente) porque no actúa solo sino en masa. En la “masa de
ataque” cada individuo se despersonaliza en el grupo, todo vestigio de
“racionalidad” desaparece, el odio hacia el “enemigo” motiva la violencia
colectiva. Un ejemplo son los linchamientos de individuos que representa una
raza odiada, aquellos negros que eran colgados de postes o árboles por el
Ku-Ku-Klan en el sur de los Estados Unidos de Norteamérica. Me viene a la
memoria un film protagonizado por Marlon Brando “La jauría humana” (1967), el
sheriff de un pueblo pequeño (infierno grande) se opone al linchamiento de un
negro (acusado injustemente de la violación de una joven blanca) por parte de
los “buenos ciudadanos” del pueblo transformados en jauría humana. Barndo en el
papel de sheriff recibe una brutal golpiza al impedir que el negro fuese sacado
de la cárcel violentamente para ser colgado, nadie interviene para evitar esa
golpiza de la gavilla. Al final él y su mujer (Angie Dickinson) abandonan el
envenenado pueblo.
En este film cuyo título en inglés es “The chase” (la caza) y cuya
traducción es más acorde con el fondo del drama:
“Estamos ante una denuncia total de América, de la proliferación de
armas, del racismo no disimulado y de la confusión que se establece entre la
libertad y el libertinaje. Por momentos las imágenes nos llevan a la caída del
Imperio Romano, a ese mundo que se hundió por muchas causas, pero
fundamentalmente el poder que cegó a los hombres, convirtiéndoles en animales,
por ello no deja de ser curioso que en este caso la traducción española del
título sea quizás incluso mejor que el original. Porque esta no es una película
que trate de los hombres y sus actos, sino de como los hombres se convierten en
animales rabiosos, en una jauría sin raciocinio ni piedad. Una película que
explica, en definitiva el origen de la América de Bush, complacida rezando a
Diós, mientras aniquila a todo aquel que se le oponga. A menudo me pregunto qué
clase de personas son las que acuden a las puertas de los juzgados para
abuchear a los acusados que van a declarar. Esa gente que increpa, arroja
objetos y escupe; esa masa que, arropada en el anonimato, se convierte en una
verdadera jauría. Exactamente la jauría humana que tan duramente describe
Arthur Penn. Me cuesta entender las motivaciones de esta gente. Qué clase de
alivio les puede producir tal comportamiento. A veces yo siento la misma
repugnancia que ellos hacia el sospechoso e incluso la misma seguridad de que
es un criminal, pero no se me pasa por la cabeza hacer algo similar para
descargar mi rabia. Es algo que siempre me ha impresionado y atemorizado al
mismo tiempo. En definitiva, esa misma perplejidad es la que despierta la
incomprensible actitud de los personajes de "La jauría humana". Lo
que ocurre es que la historia es tan exagerada que es inevitable sentir cierta
incredulidad. Que de todo un pueblo prácticamente sólo se libren de esa locura
y esa irracionalidad un par de personas, mientras las demás son poseídas...
Marlon Brando está inmenso, como siempre. Más inmenso todavía cuando interpreta
el único papel, junto a Angie Dickinson, que representa la cordura y la templanza
entre tanta bestialidad desatada. Discrepo de los que creen que esto es una
crítica a la sociedad norteamericana. La masa es la masa en todas las
sociedades y en todos los tiempos: cuando la gente se juntaba para lapidar a un
ladrón, o para ver una crucifixión, o a un hereje arder o a un noble
decapitado. Como ahora se juntan a las puertas de los juzgados, o en los campos
de fútbol, o en un plató de televisión. La jauría humana no es otra cosa que
esa nebulosa tras la que se oculta el individuo con sus frustraciones
personales y sociales, en la que puede esconderse y arroparse y que sirve de
coartada para todo”[5].
Por allí andan los
denominados “colectivos” del narcorégimen, bandas armadas con armas largas
proporcionadas por el otrora “Estado” con la excusa de la defensa de la
pretendida “revolución”, asesinos y ladrones con patentes de corso para
delinquir. ¡Qué fácil la valentía cuando se está armado y además en grupo!,
quisiera verlos solos y sin armas. Almas de cobardes la de esos asesinos,
ladrones y secuestradores que asaltan, privan de la libertad, violan y matan a
gente desarmada y pacífica, al igual que esos guardias nacionales, esa escoria
uniformada, se valen de su pertenencia a
una supuesta institución estatal para cometer impunemente sus crímenes.
Hablando de escorias, en septiembre del 2010 las autoridades de la Universidad
Metropolitana en la que presté servicios desde el 2000 a marzo de 2017,
convocaron a una asamblea de profesores y empleados de la institución, ante el
temor de la puesta en vigencia de una ley de educación contraria a la
Constitución Nacional, que declaraba a la educación como un asunto de Estado
(el Estado docente), y por tanto, la posibilidad de intervenir las
instituciones educativas privadas, como es el caso de esa Universidad. Haciendo
uso del derecho de palabra alerté acerca de los riesgos que corríamos, en
concreto señalé que el magnífico campus universitario y sus instalaciones,
podrían ser consideradas como un atractivo botín para la supuesta revolución,
al mencionar a Chávez Frías, expresé “¿Cómo
llamarlo?, lo haré con la expresión
del insigne escritor Don Mario Vargas Llosa “escoria, escoria”, eso es Chávez
para desgracia de este país, y no me importa si se molestan sus partidarios”.
Se hizo un silencio, un ex vicerrector académico tomó la palabra para criticar
mi tono y esa expresión, siete años después averiguaría el porqué del silencio
de 450 asistentes, esa universidad ha bajado la cerviz ante de la nefasta
dictadura.
El patinaje en
diciembre
Y llegaba diciembre, ¡Qué mes tan cojonudo! Y con él el frío, llamado en
Caracas “Pacheco”, el 24 sería mi cumpleaños. Me animaba la compra del arbolito
y participar en la organización del pesebre. En una de esas navidades fui con
mis hermanos y algunos de nuestros amigos del barrio a comprar un arbolito,
cogimos uno de mediano tamaño y cuando el vendedor dijo el precio, no sé por
qué razón exclamé “está muy barato”, más
vale que no hubiera expresado esa gran huevonada, pues la jodedera de mis
hermanos y en especial de Manolo (Manuel Pérez Soto) duró unos cuantos meses,
no más aparecía cuando el gran carajo riéndose se burlaba de mí “Señor, señor, ese arbolito está muy
barato, véndanoslo más caro”. Lo que más me motivaba de mi mes preferido
era la oportunidad para patinar a las 5 de la mañana en colectivo. Todo el
grupo, la pandilla de la parte alta, nos veríamos en el comienzo de la Avenida
Casanova con su pendiente de unos 300 metros. Mamá nos preparaba café con leche
que vertía en un termo para calentarnos antes de emprender la loca carrera en
patines. Tiempo aquel de cuasi absoluta seguridad personal, hoy a ninguna madre
se le ocurriría autorizar a sus hijos a patinar a esa hora en lugar alguno de
la ciudad, tal es la gravedad de la inseguridad que sufrimos. Nos lanzábamos en
los patines de hierro 4 ruedas, bien aceitadas, a esa hora la calle estaba
libre de carros. Y ahí íbamos, ¡coño! ¡Qué sensación! La velocidad iba
aumentando conforme descendíamos la pendiente, había que tener equilibrio, al
principio caí varias veces con los consiguientes raspones en codos y rodillas,
pero en nada me importaba, me levantaba y volvía a subir al comienzo de la
Avenida para un nuevo descenso.
El negro hijo e
puta
Una noche, a eso de la siete, mamá me pidió que fuera a comprar azúcar o
papelón a la bodega de la esquina, pero como en ese negocio no tenían en ese
momento ni lo uno ni lo otro, me vi forzado a cumplir el mandado en otra bodega
ubicada en la parte baja del barrio, en territorio del “enemigo”, es decir, el
controlado por los “Pericos”. Para agravar el culillo que me invadía al tener
que ingresar a la zona de riesgo, resulta que la calle estaba semioscura, los
bombillos del alumbrado público estaban rotos, tal vez por las pedradas de la
“periquera”, y yo, coño, que le temía a la oscuridad, iba lo que se dice
“cagao” temiendo la posibilidad de un ataque de algún miembro de esa pandilla,
cuando de pronto,-súbitamente-, apareció un negro inmenso,- al menos eso me
parecía dada mi condición de cuasi-enano,
y con una voz ronca me espetó “Te
voy a robar carajito”, espantado corrí tan rápido como el “corre caminos”,
llegué jadeante con la lengua afuera y mamá : “¿Qué te pasó hijo, y el azúcar?”, “No joda mamá, qué azúcar, ni qué
coño” y le eché el cuento del negro. Pensé que se preocuparía y esa loca lo
que hizo fue reírse: “Ese negro no te iba
a hacer nada, lo hizo para asustarte”. Tantos años pasados y todavía tengo
grabado el instante en el que el grandísimo hijo e puta negro me dio ese susto
descomunal. Tan grande fue el susto que no me dio tiempo para insultar al “hijo
de la chingada” (expresión mexicana). A la noche siguiente armado con mi china
(fonda, honda) y un puñado de piedras en los bolsillos, me escabullí de casa y
pasé, no exento de temor, por el sitio donde el negro del carajo me había
asustado, buscaba venganza, pero nada del negro, regresé rápido y atemorizado
no fuera a descubrirme algún miembro de la pandilla enemiga.
Los actos de
vandalismo
No faltaron los actos vandálicos de nuestra pandilla, los típicos de los
adolescentes de esos años. Romper bombillos del alumbrado público, vidrieras de
negocios, robar frutas en las bodegas, y lo menos dañino, tocar timbres de
casas y correr, o pegarle un chicle (goma de mascar) al timbre, esconderse tras
un vehículo y observar a la gente sorprendida y alarmada, abriendo la puerta,
no viendo a nadie, y el timbre sonando y sonando. Algunos descubrían enseguida
el chicle, otros no miraban el timbre y como auténticos pendejos o pendejas se
quedaban pasmados, buscando al autor o autores de la joda. Con las peleas
callejeras contra los pericos y los actos de vandalismo menor nos graduamos de
animales urbanos, dejamos atrás esa suerte de inocencia de niños de campo y
pueblo de provincia, distraídos bañándonos en el río, en la playa,
incursionando en el monte, montando bicicleta por un camino de tierra poco
transitado. En mi caso, mi malicia innata, y de la que había dado pruebas desde
temprano en San Esteban y Puerto Cabello, aumentó en grado superlativo en ese
nuevo entorno urbano. Esa malicia, que se traducía en actos gratuitos de
maldad, descritos anteriormente, ahora se vio reforzada por el instinto de supervivencia;
comprendí, no por un acto de la “razón”, sino por mera intuición, que la calle
en la ciudad era harto diferente al camino de un caserío como San Esteban, y la
Plaza Flores del Puerto. En el barrio urbano corríamos otros peligros, no
tratábamos con campesinos o niños de un pueblo costeño, sino con malandrines
que, aunque no podían ser calificados como delincuentes, sus intenciones y
conductas se caracterizaban por una dosis de mala intención de la que estaban
exentos los carajitos pueblerinos.
Manolo y el tío
suertudo
Manuel Pérez Soto, “Manolo”, otro amigo de la época, convertido en
insigne médico casado con mi prima hermana Gloria, de esa misma profesión de
Hipócrates, prestigiosa especialista en inmunología, ambos, según tengo
entendido, ejercen su profesión en USA, no he vuelto a saber de ellos desde
hace más de 20 años. Y es que Venezuela, de ser un país que ofrecía
oportunidades a inmigrantes venidos de otras latitudes, de Europa y América
Latina, se ha convertido, por obra del proceso de destrucción nacional liderado
por Chávez Frías desde 1998 al 2012, y por el narco-presidente Maduro, desde el
2013 al presente, en una nación cuyos hijos se están dispersando por el mundo:
la diáspora venezolana está alcanzando los 3 millones de personas. Tengo mis
dos hijas y una sobrina en España, primos en USA, en Australia. Retomo el
relato principal. Manolo, un tipo simpático, inteligente, hábil, astuto, vivía
con su tío en una quinta contigua a la de los Morón. El tal tío, un carajo alto
y de bigotes, en una oportunidad pegó los seis caballos del “Cinco y Seis”, las
carreras de jamelgos que se llevaban a cabo, en aquel tiempo, en el viejo
hipódromo de El Paraíso. En el vecindario fue todo un acontecimiento, la diosa
fortuna había hecho rico al tío un domingo cualquiera. Y por supuesto la casa
se le llenó de gente: “Hay que festejar
gritaban a voz en cuello” los vecinos que iban acercándose a la residencia
del nuevo rico. “No es para tanto,
amigos”, decía el afortunado. Y hubo festejo, “ron pa to el mundo”. Es la
única persona conocida hasta el día de hoy, que haya ganado en esas apuestas,
tramposo juego al igual que la lotería, como casi todo en este país maleado.
Aquí ni la suerte, ni el azar, escapan a la corrupción. Mafias para todo. En el
caso del 5 y 6, la mafia está conformada por los propietarios de caballos, los
preparadores, los jinetes, y no pocos directivos del Hipódromo. Y no se diga de
las loterías, ese Kino del Táchira, no tengo noticias de algún conocido que
haya ganado el premio mayor, antes aparecían por un canal de la TV los
supuestos ganadores del tal Kino, un tipo o una tipa, con caras de hambre, los
veía y pensaba, -aquí en este país si piensas mal aciertas-, a este o esta le
dieron unos cuantos billetes para que figuren como los ganadores, los que se
llevan los premios forman parte de la mafia que controla la lotería.
Y uno cae en esa farsa, estás en
una barra y llega el negro con los billetes, “Cómpreme, aunque sea uno mi dotol, el permio gordo son tres mil
lucas”, inmediatamente se produce el “mojón mental” (la podrida ilusión) de
hacerse rico de la noche a la mañana sin esfuerzo alguno por obra del azar,
carajo si me lo gano me voy de viaje a Cancún, a Hawái, a las Vegas y me tiro
las mejores hembras, recorro Europa, cierro el bufete, el consultorio, le doy
una patada en el culo al jefe, me compro una casa, un carro deportivo, pura
mierda mental. Y luego la noche del sorteo y de las supuestas bolitas de la
suerte con los números ganadores, estás frente a la pantalla del televisor, expectante
y nervioso, ni siquiera te fijas en el hembrón que saca las bolitas, escuchas
la secuencia de los números ganadores, miras cada bolita que colocan de cerca
de la cámara de TV, ¡carajo, ni siquiera 5 pegué!, rompes el cartón. ¿Y es que
rebolsa, de verdad creías que ibas a ganar? Aquí nadie gana, país de
perdedores, el reino donde son reyes los delincuentes, si quieres “triunfar”
conforme a la escala de valores o anti valores predominantes, no te queda otra
opción que integrarte a alguna mafia ligada al Poder. Bien lo dice un buen
amigo “No hay vida en este país para el
hombre honesto”.
La tía Tania
Mis hermanas ingresaron al Colegio San José de Tarbes ubicado en la
Florida. Cada mañana la tía política Tania, esposa del tío Freddy, pasaba
buscándolas para llevarlas a dicho Colegio, conjuntamente con las primas
hermanas: Gloria, Cristina, Beatriz y Leonor, en un Ford color negro, modelo
1952. Tania, en el fondo una buena mujer, pero de un pésimo carácter: gritona,
ácida, tal vez algo amargada, hizo sufrir mucho a mamá quien guardaba silencio
y lloraba a solas la humillación de la viuda a la que no le quedaba otra
alternativa que aceptar los injustos desplantes de su cuñada, pues no teníamos
posibilidad económica de adquirir un automóvil, ni de pagar transporte
particular a mis hermanas. De modo que mamá debía aceptar la “caridad amarga”
de su cuñada. Además, ella no fue una mujer agresiva; todo lo contrario, de muy
buen carácter, tolerante, “llevadera” en la expresión popular. Recuerdo un día
en el que la tía Tania habiendo detenido el Ford frente a la casa para dejar a
mis hermanas, aproveché el momento y me monté en el parachoques trasero del
vehículo, carro, como le decimos en Venezuela, a diferencia de España donde le
llaman “coche”. La “dulce” tía arrancó el carro mientras mamá y mis hermanas
gritaban como locas al ver el inminente peligro que corría aferrado, no sé cómo
carajo, a la maleta del Ford. Los gritos dieron resultado, pues las primas
voltearon hacia el vidrio trasero y viendo mi rostro pegado al mismo alertaron
a su madre acerca de esa insólita situación, la tía frenó con prudencia (cierro
los ojos, y a pesar de que han pasado 63 años, veo los rostros de sorpresa y la
risa de mis primas), había recorrido unos cuantos metros cuadra abajo parando frente
a la bodega. Temiendo lo peor y ante los gritos desaforados de la tía, con esa
voz chillona que daban ganas de ahorcarla, hui por una calle transversal.
Obviamente al regresar, pasadas unas, horas fui sometido al castigo de rigor, y
la cantaleta de mi amada abuela “Beatriz,
este niño te va a matar”.
En otra ocasión, con la complicidad de Alfredo hijo, primo hermano, se
me ocurrió lanzar, por medio de una “china” u honda de alambre, unas fruticas
de color rojizo conocidas como “cerecitas”, cuyas flores se hallaban en la
cerca que separaba la casa de los tíos de un colegio regentado por una señora
originaria de Rusia. El blanco de los disparos fue un mapa de Venezuela colgado
en la pared de un aula del referido colegio. El mapa se fue coloreando de
rosado y con él la geografía nacional ante la mirada atónita de la maestra y
las carcajadas de los estudiantes que nos habían pillado tras la cerca poblada
de enredadera. La profesora inmediatamente hizo el reclamo de rigor y la tía
Tania ardió en cólera jupiteriana, juzgó, con razón, que la idea del desaguisado
había sido mía. Me armó tremendo “peo” con su chillona voz y me envió a casa,
llamó a mamá y ella tuvo que chuparse resignada otro follón. Y mi abuela y su
ritornelo: “Beatriz este niño te va a
matar, no hay día en que no haga una travesura”.
El tío Alfredo
Era el polo opuesto de su esposa. Simpático, chistoso, buena copa,
brillante: con apenas el certificado de educación primaria se inició como
“office boy” en la “Creole Petroleum Corporation” llegando a ser, después de 30
años de trabajo, el venezolano con el cargo de mayor jerarquía en aquella
empresa gringa: sub-gerente de ventas. Tío Alfredo, el “morocho”, nació el
mismo día que mamá con minutos de diferencia, acostumbraba a jugar fútbol en el
jardín de su casa con mi primo Alfredo y conmigo. Fue un buen deportista:
fútbol y softbol. Me regaló sus pantalones del uniforme del equipo de softbol
de la Creole y sus zapatos spikes de la época cuando me integré a la práctica
del béisbol en el Colegio la Salle la Colina a los 12 años. Obviamente, dichos
pantalones me quedaron grandes, al igual que los zapatos y la jodedera en el
Colegio: “el muerto era más grande enano”.
“Coño, maricos de mierda, me los regaló
un tío y está vivo”. Cultor de Baco como toda la familia, un 30 de
diciembre, día de su onomástico y el de mamá, la tía Tania había organizado la
celebración, estaba pautada para las 8 de la noche, a esa hora comenzaron a
llegar los primeros invitados, la mayoría gringos de la Creole Petroleum,
puntuales como es costumbre de los ingleses, alemanes y norteamericanos, el
resto iría apareciendo más tarde, aquí, en Venezuela, la costumbre es a la
inversa, se considera de mal gusto ser puntual, da “caché” llegar horas después
de la fijada, eso pareciera indicar importancia (persona que sobresale), que la
persona tiene una agenda apretada, también si te presentas de primero es
indicio de que quieres empezar a beber temprano, pendejadas. Las 8,30, la 9,
las 9, 30, la 10, y el tío no aparecía, no existían los celulares para
llamarlo, la tía nerviosa y de mal humor, iba impacientándose en la medida en
que transcurría el tiempo, llamó al club social de la Creole, y le dijeron que
no estaba, al fin se presentó con una pea (borrachera) “abraza poceta”, y se
armó el gran follón (peo, escándalo). Los gritos de la tía seguramente se
escucharon a unos cuantos kilómetros a la redonda, hasta habló de divorcio, se
jodió la fiesta, el tío ni se dio cuenta dado la “come mierda” que cargaba
encima, se acostó a dormir. Bombillo y yo frustrados, carajo, apenas nos
habíamos tomado unos 3 wisqui. En ese entonces solo en fiestas de gente
acomodada podíamos beber ese néctar de dioses, jóvenes y limpios (sin plata,
dinero) lo nuestro, como lo de todos los amigos de esa generación era la
cerveza, el ron: carta roja y carta blanca, el anís y cuanta bebida arrabalera
consiguiéramos.
El tío nos visitaba todos los meses, y le entregaba una ayuda económica
a Mamaén, un buen auxilio para una familia de muy limitados recursos. Murió a
los 55 años de un terrible cáncer estomacal que le hizo metástasis en los
huesos. La arbitraria muerte, carece de un plan definido, de una precisa
metodología, de una rutina ¿Qué sería de nuestras vidas si supiéramos el día,
la hora y la manera como pasaremos al otro lado del muro? Perderíamos el
misterio de estar aquí y ahora, precarios viajantes de ese tren llamado vida
cuya última estación es la muerte. Al tío le sucedió lo mismo que a papá con la
diferencia de edades: el primero pudo vivir 55 años, el segundo apenas 40, pero
ambos murieron sin tiempo para disfrutar sus nuevas casas. Alfredo, al igual
que mi padre, murió al poco tiempo de la mudanza de la familia a una espaciosa
quinta en Cumbres de Curumo, producto de sus años de sacrificado trabajo en la
Creole. Allí en la década de los 70 se celebró una “bebeta” para reunir a los
Echeverría, tengo una foto con mis hermanos tomada ese día. Estuvieron
presentes las primas de mamá Baptista Echeverría, se cantó y bailó, una
magnífica reunión.
Acabo de recordar que Mamaén, mamá, Bombillo y yo, antes de mudarnos del
apartamento del Edificio Elcica a uno de las Residencias Sans Souci, adquirido
por mi hermano (1968), un conjunto residencial construido donde antes había un
bello bosque que admiraba desde el balcón del apartamento del Elcica (se impuso
el negocio inmobiliario sobre la conservación de un área que hubiese podido
preservarse como un parque de recreación, una zona verde en una ciudad que ha
ido perdiendo progresivamente los espacios de uso público), habitamos durante
unos meses y mientras le otorgaban a Bombillo el nuevo apartamento, la casa del
tío Alfredo y familia que habían desalojado para instalarse en la nueva quinta
en Cumbres de Curumo. En una casa contigua a la antigua residencia de los E-C
habían instalado, violando la normativa de zonificación, una fábrica de
refrescos que no paraba día y noche, un ruido infernal y desesperante. Una
noche, hastiados por no poder dormir, Bombillo y yo agarramos, ¡vaya paradoja!,
unas 20 botellas de refrescos vacías que encontramos en dos cajas en el patio
de esa quinta, y las lanzamos por encima de la pared a dicha fábrica,
escuchamos las exclamaciones de sorpresa de los obreros “¡Coño, nojoda, nos están bombardeando con botellas de la casa de al
lado!,… ¡cuidado!, ¡ay carajo! me dieron”, el ruido de las botellas al
estrellarse contra alguna superficie dura, el encargado hijo de puta llamó a la
policía, se presentaron y Mamaén, viejita cojonuda, esa vez no nos llamó la
atención, enfrentó a los tombos y les dijo que era un abuso de esa gente, que
ella, una señora mayor, no podía dormir con el espantoso ruido, que se quedaran
para comprobar esa situación. Los policías se fueron y el discurso de la abuela
tuvo su efecto, las máquinas dejaron de operar a partir de las 7 PM hasta las 7
AM.
El baile de
cuadrilla
Nuevamente la asociación, así como el tío Alfredo me regaló los
pantalones y los zapatos para la práctica del béisbol, el tío Pedro me facilitó
un frac para que pudiera participar en un ridículo acto organizado con ocasión
a la graduación de bachilleres del quinto año de la Salle La Colina y el quinto
año del San José de Tarbes de El Paraíso, colegio de niñas ricas de ese tiempo.
Las directivas de ambas instituciones decidieron, como parte de la celebración
de la graduación de los bachilleres, que un grupo de graduandos de las mismas,
bailásemos un “minueto” en el teatro de la Academia Militar. Ese traje si me
quedó a la perfección, ya que Pedro era de mi misma estatura e igual de “perro
caliente” (bravo) y mujeriego, aunque no bebedor, lo que ha sido mi caso. La
verdad es que no sé a quién se le ocurrió la iniciativa de organizar un baile
de “cuadrillas”, danza clásica del tiempo de la Colonia en Caracas (llamado
“Minué”, palabra afrancesada), propia de los “mantuanos”, los blancos
descendientes de españoles, la clase alta. Por esas cosas del destino fui
seleccionado por formar parte del Centro de Estudiantes del Colegio
(“secretario de prensa”, un periódico mural), ¡qué ironía!, escogerme a mí un
“perro callejero”, tan lejano de la “Alta” sociedad. Los ensayos se realizaban en
una mansión de la familia “Philips” en el Paraíso. Por cierto, el abuelo inglés
(muerto) de una de las damitas que
integrarían el ridículo grupo de bailarines, propietario original de esa
mansión, supuesto “conservacionista”, “amante de la naturaleza”, había
“conservado” celosamente una enorme colección de pájaros disecados, ¡qué
horror!, el hijo de puta inglés disecando aves para coleccionarlas, es decir,
matando a esos indefensos seres de la naturaleza que tanto he amado y amo de
verdad, farsante al igual que sus nietas y maridos, y esa podrida clase social.
El profesor de danza, un viejo “cacatúa”, experto en ese cursi baile, nos
reímos de él hasta el cansancio, al final no resistió y renunció, lo sustituyó
una dama “seria” y “adusta”. Me tocó de pareja la hija de un acaudalado y
prominente empresario. Hubo conexión emocional.
El día del baile me ocurrió lo que una vez vi en una película del
“Gordo” y el “Flaco”, Laurel y Hardy. El teatro de la Academia Militar,
completamente lleno, de bote a bote, entonces, me sucedió el mismo percance del
“flaco” en uno de esos divertidos cortos cinematográficos: en medio de la
danza, los viejos botones del chaleco del frac cedieron, ¡tragedia!, el chaleco
se me enrolló en el pecho como un pergamino, carcajada general. Le robé unos
besos furtivos a mi dulcinea. De esa conexión emocional surgió un
semi-noviazgo. Fui invitado a unas dos fiestas en la mansión del rico
empresario, pero se cumplió lo que me advirtió mamá en su sabiduría: “hijo nosotros no pertenecemos a ese medio
social, te vas a sentir mal” y así fue. Me fastidió de sobre manera la
vanidad y banalidad de esa clase social, yo acostumbrado a la calle, a una vida
auténtica, exenta de prejuicios discriminatorios, de poses y ridículos
convencionalismos, no pude resistir la estupidez de ese ambiente social, y en
la segunda y última reunión con la excusa de ir al baño, me escabullí sin
despedirme, tomé un bus para la casa, no supe más de la bella damita, hasta que
en una bebedera de las primas hermanas de mamá en la casa de San Bernardino, la
mamá de Leonor, así se llama (o se llamaba mi pareja del minueto, no sé si pasó
el páramo: murió), oriunda de Puerto Cabello y amiga de juventud de mamá, le
confesó, al oírme cantar, que ella hubiese preferido que me casara con su hija
y no con su yerno, un hombre adinerado, pero “aguado”, sin espíritu, un “bueno
para nada”. Lo que la señora seguramente no sabía es que yo no habría resistido
ese ambiente social.
El tío JM: “Eche”
Era el hermano mayor de la familia E-A, otro de mis queridos tíos por la
parte materna, los únicos tíos que tuve, papá fue hijo único, aunque de la
parte de los Meier conocí y traté a unos primos hermanos de papá, mis primos
segundos Carlos Fernando, Luis Guillermo e Hilda, hijos de mi tío abuelo Carlos
Meier, hermano del terrible “Billy” y de los que tengo muy gratos recuerdos.
“Eche”, al igual que Alfredo, mamá, y Pedro, heredó de Papaviejo ese espíritu
jovial, esa chispa, ese humor a flor de piel, esa habilidad para contar
chistes, y por supuesto, el gusto por la caña (a excepción de Pedro, que no
bebía, aunque fue temible por el “pipe”: mujeriego consumado, como antes
indiqué). El tío Juan, padre de mi primo hermano y amigo de juventud, y de
adulto joven, del mismo nombre, usualmente venía a Caracas desde Puerto La
Cruz, con su segunda esposa, una maravillosa mujer de origen holandés:
Margarita y los hijos de ese segundo matrimonio, todos menores que yo: Miguel
(fallecido a los 47 años, hace unos 15 años), Ricardo (perdí su rastro hace
tiempo), Idabel, Inés. No habían aún nacido los dos últimos de esos 6 hermanos:
Juan Carlos, y el pelirrojo Francisco. Más adelante relataré las maravillosas
vacaciones que a partir de los 12 años disfruté con mis primos E-B en Puerto La
Cruz, días inolvidables de sol, playa, deportes, y de las ocurrencias del tío
Juan.
El tío Pancho
Hermano de Mamaén, es decir, un tío-abuelo, lo conocí en sus últimos
días, viejo, diabético, achacoso, cegato, dotado de una lengua viperina, en
oportunidades nos visitó y se quedó días en Guachi. En una de esas ocasiones
bajándose del carro, un libre (taxi) que lo había traído, dándomelas de
caballero le abrí la puerta del carro, Popoyo lo ayudó a incorporarse para
salir del vehículo, y yo cerré con fuerza la puerta sin percatarme de que el pobre
viejo aún tenía su mano izquierda aferrada al borde para tomar impulso y coño,
sus dedos quedaron aplastados. El grito de Pancho “¡Ay, ay, ay, carajo, me
muero nojoda!”, de mi abuela “¡Ánimas
del purgatorio, Cristo de Borburata, mi pobre hermano, sus dedos Beatriz!, de mamá
¡Ayúdalo Popoyo!, ¡mira lo que hiciste enrique, loco!, los dedos sangrando de otra de mis víctimas, aunque no de
una acción deliberada, “soy diabético
carajito hijo e puta”, profería el viejo “¿de dónde salió este gran carajo?”, “me voy a morir, esta vaina no me
cicatrizará”. Del tiro cogí la de Villadiego, es decir, me escabullí y
aparecí a las horas esperando que el viejo no hubiere fallecido, estaba sentado
en la sala, mamá lo atendía, le habían colocado unas gasas en los dedos, vendría
un médico, el viejo al verme gritó “Isabel Teresa (-Mamaén-) hay que tener
cuidado con éste carajete, lo mejor que pueden hacer más adelante es ingresarlo
en un colegio militar, o mejor en la marina, la mercante, para que se vaya
lejos en un barco, a la cochinchina si es posible, carajo, y que lo pongan a
fregar pisos, lavar platos, pelar papas, sacar la mierda de los baños,
disciplina, estoy seguro que es una amenaza para la tranquilidad familiar”.
Sus palabras en principio me molestaron, pero empezó a reírse el viejo gran
carajo y me di cuenta que era una jodedera.
La proverbial lengua viperina de Pancho formaba parte de las anécdotas
del Puerto cabello de los años 30, 40. Él se sentaba en un banco de la Plaza
Flores, y los choferes de los buses que por allí transitaban, le gritaban: “Don Pancho, recoja la lengua que se la
puedo aplastar con el autobús”, y Pancho que ya se estaba quedando cegato,
sin poder visualizar al que le gritaba respondía “No sea falta de respeto, desgraciado hijo de la grandísima puta”. Una
tarde lo visitaba un cura, y uno de sus nietos jugaba con un carrito que el
abuelo le había obsequiado, cumplía años el niño. Y éste impaciente porque no
podía desarmar el juguete le gritó: “Abuelo
esta mierda no sirve para nada”, y Pancho ante el improperio de su nieto
llamó a su mujer: “María llévate de aquí
a este gran carajo que está diciendo groserías delante de monseñor”. Una de
las anécdotas del tío Pancho, relatadas en mi libro inédito de cuentos:
“Cuentos desquiciados”, protagonizada también por el abuelo Billy, transcurre
en los años mozos del singular Pancho en nuestro Puerto Cabello natal. El mozo
Pancho Acosta se las daba de galán, de Don Juan. De buena estatura, delgado,
finas facciones, de elegante vestir, en resumidas cuentas, todo un dandi. En
los años treinta llegó al Puerto una famosa cantante de zarzuelas, morena ella,
ojos morunos, pelo largo de negro azabache, hermoso cuerpo, pechos
exuberantes-tetona la dama- trasero de ensueño, amplias caderas, piernas para
perder la razón, una clásica belleza andaluza. Se presentaría en el teatro
Municipal, joya arquitectónica que en la época fue escenario de no pocos
espectáculos teatrales y líricos. La beldad del canto lírico se hospedaba en el
Hotel de los Baños, situado frente a la Plaza Flores y limítrofe con el mar,
arquitectura de influencia árabe, un amplísimo comedor que era utilizado como
cine los martes en las noches, donde vi, a los siete años, mi primera película,
Hopalong Cassidy, tal y como relaté en “Mis primeras películas” (1. Mi primera
infancia: Puerto Cabello-San Esteban). Pues bien, el don Giovanni porteño,
enterado de que la beldad del canto lírico se hospedaba en el Hotel de los
Baños, decidió-todo un caballero-llevarle un ramo de rosas rojas como homenaje
del hombre porteño a tan exquisita artista.
Pero, cometió un gravísimo y craso error, se pavoneó, se jactó de su
iniciativa camino al Hotel de los Baños, pues al pasar frente a la entrada del
Club Recreo, ramo de flores en una mano, en la otra fino bastón de nácar, traje
blanco de lino, sombrero blanco de Panamá, bigoticos atildados, se encontraba
reunido,- serían las once de la mañana,- un grupo de notables mamadores de
gallo, jodedores, como diríamos hoy día, a la cabeza el temible Billy, “¿Adónde vas Pancho, a esta hora, tan
elegante y con ese ramo de rosas?” , Y el dandi “A presentarle mi homenaje a la señorita Caballer, la reconocida
cantante, que engalana con su presencia a este pobre pueblo, y así demostrarle
que no todos los porteños somos gente ociosa y de baja ralea como ustedes,
señores¡ buenos días!.” Y continuó su camino disfrutando de sus palabras
cortantes. El grupo nada respondió, las palabras del dandi cayeron como baño de
agua helada, Billy no se quedaría con esa. “¡Qué
se habrá creído ese mozo arrogante!, vamos a jugarle un mal rato”. Entró al
Club con el resto del grupo, solicitó el teléfono, “no faltaba más Don Guillermo”, le respondió el gerente de tan
importante centro social de la sociedad porteña. “Aló, aló, ¿Hotel de los Baños?”, “si ¿quién habla?”, es el presidente
del Club Recreo-mintió Billy- quisiera
hablar con la señorita Caballer, - “un momento, ya le comunicamos”. Del
otro lado de la línea se escuchó la voz timbrada y cristalina de la soprano “ Si, diga, ¿ con quién tengo el honor de
hablar?”,- “Es el Presidente del Club Recreo, Pedro Aristigueta, quiero darle
la bienvenida a nuestra ciudad a nombre de la junta directiva del Club, y de todos sus miembros, y en homenaje a su arte y belleza le estamos
haciendo llegar un ramo de flores con un empleado del Club, es un hombre un
poco díscolo y fantasioso, se las da de Don Juan Tenorio, seguramente le dirá
que las flores es iniciativa suya, por favor no le haga caso”, -“Oh muchísimas
gracias caballero, espero contar con su presencia y con la de los demás miembros de la junta directiva de su club esta
noche en el Teatro Municipal, cantaré, como seguramente ya usted lo habrá leído
en los carteles que anuncian el espectáculo, algunas áreas de las más famosas
zarzuelas”- “No dude que allí estaremos, en primera fila, buenos días”, se
despidió Billy de la cantante. Mientras tanto, Pancho apresuraba el paso, el
calor sofocante comenzaba a sentirse, no quería llegar demasiado sudado a su
destino. “La voy a sorprender con este
ramo, espero que me acepte unas copas de Champán en el Club, después de la
función” se decía el don Juan en creciente emoción.
Llegó al Hotel y antes de dirigirse a la recepción compró en el bar unos
caramelos de menta, se metió en la boca tres de un solo golpe, los masticó y
tragó rápidamente, no fuese a traicionarlo un mal aliento. “¿Cuál es la habitación de la señorita Caballer?, vengo a obsequiarle este ramo de rosas- “La
suite presidencial, en el segundo piso, suba las escaleras a mano izquierda”,
le informó el empleado de la recepción. A medida que iba subiendo, la euforia
varonil de Pancho iba en aumento. Al fin el segundo piso, el corazón le latía
cual caballo desbocado, ahí estaba la suite, tocó la puerta con delicadeza, “un momento”, escuchó la vibrante voz de
la cantante, le flaquearon las rodillas, frío en la boca del estómago. Abrió la
puerta la hermosa andaluza trajeada con una bata de seda y encajes que dejaba
al descubierto parte sus hermosos senos, los pezones morenos se asomaban
lujuriosamente, Pancho estuvo a punto de desmayarse, la voz le tembló “Se...se…señorita Caballer, aquí le traigo...
la andaluza no le dio tiempo de terminar- “Sí ya sé, me avisaron por teléfono del Club Recreo, su presidente,
gracia señor, tome usted - y ante el desconcierto de Pancho le entregó una
moneda de un bolívar- “Por su molestia,
gracias”, y el pobre mozo estupefacto “Se…se…señorita
Caballer ha habido un malentendido, sepa usted que estas rosas son”....-pero
la cantante ya había cerrado la puerta- “Carajo,
ese fue Billy, ya me las pagará”, farfullo el galán frustrado.
La familia
Monsalve
Sería el año 1956
cuando en la casa que daba al frente de “Guachi”, calle de por medio, se mudó
una familia numerosa oriunda de Valle de la Pascua: unos 12 hermanos, entre los
que destacaba una bellísima catira de unos 12 años llamada “María Mercedes”. Me
enamoré no más al verla por primera vez. La espiaba desde el garaje de casa, y
ella, picara y coqueta me saludaba regalándome sonrisas que me aceleraban el
corazón, no me atrevía a acercarme y dirigirle la palabra; a esa edad, 11 años,
total timidez e inseguridad frente al “sexo fuerte”, suspiraba por aquella
belleza llanera cuyo pelo amarillo le llegaba a la cintura, sentía un frío en
el estómago, me costaba dormirme, soñaba con ella. Pero, no fui el único,
“Rudy”, 4 o 5 años mayor que yo, tendría entonces unos 14 o 15 años, enloqueció
de amor por la hermosa llanera. Como la casa de sus primos, los Aristigueta,
era contigua a la de María Mercedes, Rudy aumentó, y con creces, las visitas a
sus primos. María Mercedes hacía caso omiso a los requiebros del desdichado
Rudy, quien comenzó a perder peso, su mirada se volvió lánguida y tristona, y
las clásicas ojeras moradas bajo los ojos, quizá le daba duro a la “manuela”
pensando en su amor imposible. Una auténtica rompecorazones la tal María Mercedes
¿Qué sería de ella?, si está con vida tendrá unos 74 años, tal vez abuela,
casada, viuda o divorciada ¿Cómo le habrá ido en este viaje misterioso de la
vida? No sé si ya escribí lo que voy a expresar a continuación, ¡qué
repetidera!, es propio de este desorden: durante la aventura de nuestras
existencias vamos conociendo personas que no veremos nunca más, ellas dirán lo
mismo de uno, son cruces de caminos, uno sigue el suyo y los conocidos los de
ellos. De pronto nos enteramos que un compañero de colegio o de universidad
murió, o te lo encuentras en la calle, en un restaurante, y no lo reconoces, o
él a ti, tal es el estrago, la obra destructora del tiempo.
Año y medio atrás me reencontré en una barra de un bar que suelo
frecuentar a un colega abogado, estudiamos juntos los 5 años de la carrera, no
lo había vuelto a frecuentar desde nuestra graduación en 1969, 48 años, pero
nos reconocimos, me llamó la atención su falta de cabello, pensé que se lo
rapaba por padecer calvicie como yo, hablamos de los días de estudiante,
bebimos, una grata tarde. Al irse un amigo común que allí se encontraba me
informó que padecía de cáncer terminal en el cerebro, no me había percatado, a
los meses me reencontré con ese amigo común y me comentó que Pedro Pablo, era su
nombre, había fallecido. Bueno, Pedro Pablo, al menos pudimos despedirnos con
unos buenos tragos, espero que estés en buena compañía allá en esos lares del
Señor, aquí te estoy recordando en estas líneas.
La vieja
perezjimenista
En la casa vecina donde llegó la numerosa familia guariqueña vivía una
pareja que según rumores del vecindario era afecta al régimen del dictador el
General Pérez Jiménez (1948-58). Una tarde mientras jugábamos futbol en la
calle llegó una camioneta- jaula de la Prefectura de la Parroquia El Recreo y
se llevó detenidos a los mayores del grupo, entre ellos a mi hermano Popoyo.
Mamá y la señora Belén Martínez fueron a la Prefectura a gestionar la libertad
de tan peligrosos delincuentes, y luego de unas horas dejaron salir a Popoyo junto
con el resto de la pandilla. Luego se supo, que la muy hija de puta vieja
perezjimenista había llamado a la policía porque le molestaban los gritos que,
como es lógico, producían un grupo de muchachos divirtiéndose sanamente. Desde
ese momento la pareja en cuestión se vio sometida a un plan de venganza:
tocábamos el timbre de su casa una y otra vez, y con la velocidad del rayo nos
escondíamos, la vieja abría la verja y nada, le jodimos el jardín, le rompimos
los bombillos de la entrada de la casa, llamaba a la policía, ni pendejos, una
vez realizada cada acción vengativa salíamos disparado a escondernos en el
techo de Guachi, o en otra cuadra de la urbanización. La vieja cedió, vio a
Popoyo entrando a nuestra casa, lo llamó y le dijo que podíamos jugar lo que
quisiéramos en la calle, ella no llamaría a la policía.
Un niño
excesivamente celoso con sus hermanas
¡Ah!, mis queridísimas hermanas, María Isabel, la mayor, acaba de
enviudar después de 58 años de matrimonio con el primo Gorilón, un hombre bueno
pero maniático, hipocondriaco, creo que fue enloqueciendo con el tiempo, se
transformó en misántropo, no salía de su casa, salvo sus hijos, no quería
relacionarse con nadie, mi dulce y abnegada hermana, cómo me gustaría volver a
verte. Adela, la del medio, una mujer justa y recta, mi hermano Bombillo le
endilgó, sin razón, el mote de “hermana superior”, por su rectitud de proceder,
ella ha sido muy solidaria conmigo en mis momentos de crisis existencial,
cuando enviudé y cuando mis hijos me dieron la espalda por haber contraído
nupcias luego de cinco años de viudez (algo incomprensible) y Beatriz, la
menor, ejemplo de coraje y entereza en las desgracias que ha sufrido. Las tres
son un orgullo para mí, son estrellas de mi universo particular, brillarán
hasta el día de mi muerte.
De niño y adolescente, y aún de hombre joven, fui sumamente celoso con
mis hermanas. Quizás el afán de imitar a mi padre, hombre estricto en la
vigilancia y cuidado de las mujeres de la familia. Es así como mi hermana
mayor, María Isabel, se atrevió a los 11 años atravesar en traje de baño la
calle que nos separaba de la casa del Tío Antonio para bañarse en la famosa
piscina donde empujé a uno de los hermanos Van der Biest con la nefasta
consecuencia de la fractura de su mandíbula al chocar con uno de los bordes de
esa piscina. Papá le armó un peo del carajo a mamá por haber permitido que su
hija mayor se expusiese a los ojos de los curiosos en tan impúdica facha.
También el hecho de la orfandad paterna, no contar en casa con el hombre fuerte
llamado padre, motivó ese celo, me sentía responsable de ellas, a Popoyo eso no
le inquietaba. ¡Ay de quien las mirase, y les dijere un piropo! Caminaba con
María Isabel y Adela cuando el muchacho que trabajaba como repartidor en la
bodega de la esquina, se le ocurrió, en mala hora para él, silbar a mis
hermanas al pasar cerca de nosotros en la bicicleta de reparto gritándome “epa cuñadito tus hermanas están buenas”.
Agarré la primera piedra a mi alcance y se la lancé con furia al abusadorcito,
quien, al tratar de esquivarla, perdió el control de la bicicleta dándose
tremendo coñazo contra un carro estacionado al lado de la acera, cayó al suelo
mientras se rompían las bolsas de comida del encargo: papas, cebollas, tomates
rodando calle abajo. Me burlé del humillado carajo que desde el suelo me hacía
señas con un puño gritándome “Ya me la
pagarás carajito coño e madre”. Y efectivamente, una tarde me espero en la
esquina de la bodega, me empujó, caí al suelo, y cuando se disponía a golpearme
apareció el tío suertudo de Manolo y lo agarró, ¿No ves qué es más chiquito que tú?, métete con uno de tu tamaño”, el
repartidor se fue escarmentado, le di las gracias al tío, pero al día siguiente
le monté cacería al hijo de puta. Cuando partió de la bodega en su bicicleta
para repartir encargos, escondido detrás de un carro le asesté una pedrada
lanzada con mi china (honda), le di en una oreja, cayó gritando, agarrándose la
oreja, nuevamente el encargo rodando por el suelo, unas botellas de refresco
rotas, naranjas, cambures, papas, tomates. Me le acerqué y le dije: “Mira maricón, si me vuelves a agarrar y
tirar en el suelo para patearme, te lo juro que la próxima vez te pegaré con
una piedra más grande, nojoda”. El conflicto llegó hasta allí.
Estudiando en el Colegio La Salle La Colina en tercero o cuarto grado
(10 u 11 años), un miércoles (que era el día dedicado al deporte desde las 8 AM
hasta las 3 PM: fútbol, béisbol, básquetbol, atletismo), en el momento en el
que me disponía a descender del bus escolar, ataviado de futbolista con
aquellos zapatos con tacos de madera, un carajete de bachillerato de apellido
Bermúdez, de unos trece o catorce años, sentado en primera fila, al ver a mi hermana María
Isabel parada en el jardín de la casa, de 15 o 16 años para la época,
socarronamente me espetó “oye carajito,
tu hermana está requetebuena”. No tuve tiempo de reaccionar y bajé del bus
con tremenda arrechera. Esperé hasta el miércoles de la semana siguiente,
Bermúdez estaba sentado en el mismo asiento delantero, y antes de descender del
bus me le quedé mirando diciéndole: “verdad
que mi hermana está requetebuena” le asesté en la espinilla de una de sus
piernas un puntapié con todas mis fuerzas imaginando que era un balón de
fútbol. Bajé rápidamente y desde la acera le hice la señal del mudo mientras
Bermúdez mostraba cara de sorpresa y dolor y ojos llorosos. Obviamente, eso no
quedaría así, al día siguiente Bermúdez me agarró desprevenido a la hora del
recreo dándome una paliza: ojo morado, boca rota, nariz sangrante. Le grité: “esto no se ha terminado mama guebo”. Y
mamá “Otra vez peleaste en el colegio,
¡que vaina!, ¿cuándo te vas a tranquilizar?, tuve que contarle, “te conozco enrique, te conozco, cuidado con
lo que vayas a hacerle a ese muchacho”. Por supuesto, no le hablé de la
venganza que tenía en mente.
A Bermúdez le monté cacería
durante varios días, escondido tras una de las columnas del edificio donde
recibíamos clase los de la primaria (1 a 6 grado), contiguo al patio de recreo
común (bachillerato y primaria). Vigilaba sus pasos esperando que estuviera
solo y desprevenido, y la oportunidad de la venganza siempre llega. Sería
quizás un viernes, estaba solo y desprevenido, le disparé una piedra con mi
china (honda, fonda le decíamos en San Estaban y Puerto Cabello) que le dio de
lleno en la cabeza, cayó de rodillas dando gritos de auxilio, un hermano de la
Salle, no recuerdo su nombre, acudió en su ayuda, lo llevaron a la enfermería,
pues sangraba profusamente. Iniciaron la búsqueda del agresor, me escondí en un
baño a la espera del final del recreo. Nadie había visto al autor de la
agresión, sino a Bermúdez cuando gritó y cayó al suelo, y si hubo algún testigo
prefirió mantener silencio dada la fama de loco que me había granjeado desde
que a los 9 años ingresé al Colegio. A los días me acerqué a Bermúdez, parche
en la cabeza, y en voz baja, sólo audible para él, le confesé ser el autor de
la pedrada, agregándole que podía nuevamente darme unos coñazos siendo mayor y
más alto que yo, cosa que no era difícil, pero que si lo hacía tendría que
matarme, porque la próxima vez le volvería a pegar una pedrada, no en la cabeza
sino en la frente o en un ojo. Respondió: “No
carajito, dejemos la vaina así, en paz”, le dije “Y mi hermana está requetebuena”, “Para nada, para nada”, respondió
un Bermúdez amedrentado.
Al final de la adolescencia cuando comencé a ir a las fiestas bailables,
recuerdo que estaba pendiente de mis hermanas si una de ellas, dos o las tres,
también iban conmigo. Las vigilaba, si notaba que algún galán las apretaba más
allá de lo que consideraba conveniente, no tenía empacho en dirigirme al
“abusador” (en mi exagerado concepto) y reclamarle ante todos. Beatriz me decía
que la hacía pasar vergüenza. También si bailaban varias veces con la misma
pareja, me acercaba bailando con la mía
“Beatriz, ya has bailado como cuatros veces con este tipo”, y el tipo “¿Quién
es este carajito que te habla así?”, grave error, “Este carajito mama guebo es su hermano y si no te gusta vamos pa la
calle para que veas lo carajito que soy”, y mi hermana “No, no bailo más, no quiero peleas, mira chico ese carajito, mi
hermano, es una fiera, no sabes lo peligroso que es, no te dejes llevar por su
tamaño, es loco”. Las cosas extrañas de la vida, como padre de dos hijas:
Verónica y Gabriela, no fui celoso para nada, les di consejos acerca de los
hombres cuando se hicieron adolescentes, confiaba en ellas, estaba pendiente de
sus amistades masculinas, más no me convertí en uno de esos padres enfermizos
de celos, vigilando a las hijas a toda hora, tenían sus amigos y noviecitos,
eso sí, prefería que vinieran a casa, que no se reunieran afuera, salvo las
fiestas.
Colegio de la
Salle tan querido (1954-64)
[1] Oliver
Sacks. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Anagrama, 202.
[2]
Para Glaeser, la ciudad responde a una lógica
evolutiva antes que a un capricho histórico. Si el hombre es un animal social,
viene a decirnos, es natural que sea también un animal urbano. Porque la ciudad
es el locus principal de la cooperación colectiva como factor
determinante del progreso: es el lugar donde la densidad humana produce
conocimiento e innovación. En la ciudad, la información circula rápida y
eficazmente, transmitida tanto de forma explícita como a través del ejemplo que
todos somos para todos los demás. De ahí que las ciudades hayan sido, como
Glaeser describe, un puente histórico entre culturas; aunque también, faltaría
más, el origen de muchos disturbios y revoluciones sociales. Desde este punto
de vista, la ciudad no es, contra lo que sus críticos románticos han señalado
tradicionalmente, una creación artificial que nos separa de nuestras
raíces naturales, sino su desarrollo lógico: el espacio propio de la especie.
Esta defensa de la ciudad se inscribe así dentro de una creciente tendencia de
parte de la ciencia social contemporánea, desde Robert Wright a Matt Ridley,
que consiste en apoyarse en la teoría de la evolución, la antropología y aun la
biología a la hora de explicar la conducta y la historia humanas. ¡Sin por ello
reducirse a estas, que cultura también somos. Sin embargo, la ciudad no
solo sirve para producir conocimiento colectivo. También nos hace más felices,
como se empeñan en demostrar las estadísticas, incluyendo la que señala que los
suicidios son más frecuentes en las áreas rurales. Y en las ciudades es más
fácil dar con personas que comparten nuestros intereses, encontrar pareja o
descubrir los empleos que encajan con nuestras aptitudes. Por eso Glaeser es
escéptico acerca de la posibilidad de que las nuevas tecnologías reemplacen las
relaciones personales que la ciudad favorece. Más al contrario: “El coste cada
vez más reducido de comunicarse a lo largo de grandes distancias no ha hecho
sino aumentar los réditos de agruparse cerca de otras personas” (p. 345). Por
eso la muerte de la distancia propiciada por la globalización tecnológica,
sugiere Glaeser, ha sido fatal para los productores de bienes (la ciudad
industrial, representada por Detroit) y no para los productores de ideas (la
ciudad posindustrial al modo de San Francisco).Sucede que padecemos un
espejismo, de hondas raíces culturales, que nos lleva a ver la ciudad como un
mal necesario antes que como un bien imperfecto. Así, contemplamos la pobreza
urbana, como la representada por las favelas brasileñas, en términos absolutos,
no en comparación con la pobreza rural de la que han huido sus habitantes.
Igualmente, tendemos a considerar que la ciudad es más dañina para el medio
ambiente que sus presuntas alternativas agroecológicas, pero es más cierto lo
contrario. Subraya Glaeser con acierto que una política para el cambio
climático solo puede apoyarse en la modernización de las ciudades: “Si el futuro
va a ser más verde, entonces también tendrá que ser más urbano” (p. 307). Ni
todos podemos ser Thoreau, en fin, ni deberíamos querer serlo. Manuel
Maldonado. https://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/el-animal-urbano
[3] Henrique Meier. Horas Clandestinas. Pavilo, 2001
[4]
Político, policía y
director de la Seguridad Nacional. Pedro Estrada o como se le decía ‘Don Pedro’
era el siniestro personaje encargado de acompañar a Marcos Pérez Jiménez,
dictador venezolano, a la mayoría de los actos públicos, como también era quien
se ocupaba de perseguir a los opositores del dictador. Estrada, según testigos
vivientes, ‘mandaba a dar cuatro planazos, detenía, colocaba al apresado en la
panela de hielo o ring de caucho y pegaba los cables eléctricos. Muchos
venezolanos dejaron su aliento en la lucha democrática. Jóvenes y estudiantes
fueron su presa preferida. Así lo reflejó la novela Estefanía, de Julio César
Mármol https://medelhi.wordpress.com/2009/08/30/el-dandy-siniestro-de-la-seguridad-nacional-en-la-epoca-perejimenista-pedro-estrada/
[5] https://cineclasico.webcindario.com/jauria.html
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