Algunos recuerdos de un animal urbano
La ciudad que fue
(Algunos recuerdos de un animal urbano)
“La ciudad
parece estar consumiéndose poco a poco y sin descanso, a pesar de que sigue
aquí…Lo que realmente me asombra no es que todo se esté derrumbando, sino la
gran cantidad de cosas que todavía siguen en pie. Se necesita un tiempo muy
largo para que un mundo desaparezca. Continuamos viviendo nuestras vidas y cada
uno de nosotros sigue siendo testigo de su propio y pequeño drama. Es cierto
que ya no hay colegios, es cierto que la última película se exhibió hace más de
cinco años, es cierto que el vino escasea tanto que sólo los ricos pueden
permitirse el lujo de beberlo. Pero, ¿es a eso a lo que llamamos vida?”
Paul
Auster. El país de las últimas cosas. EDHASA, 1987.
Henrique Meier
Tiempo aquel en el que todavía existían
cines de barrio como en Paris. Hoy, en esta capital de la violencia, sólo en
los Centros Comerciales es posible disfrutar del denominado “Séptimo Arte”. Una
empresa llamada “Cines Unidos” controla el monopolio de esas salas donde puedes
acceder al mundo mágico del celuloide. Pero, desconozco aquí, desde el exilio,
si la hiperinflación y el grado de inseguridad hayan liquidado esa distracción.
También desaparecieron los auto-cines, excusa de quienes poseían vehículos para
ir con sus novias o “empates” y aprovechar la oscuridad al iniciarse la
proyección, y la autonomía del carro, para las lides del amor: besos, tocaderas
de senos y penes, y hasta el acto completo de la penetración o del sexo oral
por parte de la chica.
En el autocine Los Chaguaramos vi en
marzo de 1970 recién casado con mi primera esposa Marlen (carro prestado por mi
suegro José) “Vaquero de media noche”, film impactante protagonizado por Dustin
Hoffman y Jon Voight, dirigido por John Schlesinger. Esa película me conmovió hasta mis cimientos, como lo haría también
un año después en Paris “Le chat”, “El gato”, protagonizada por Jean Gabin y Simone Signoret. En el primero
de los mencionados films, un joven tejano: Joe Buck (Voight), deja su trabajo de
lavaplatos en un pueblo tejano y viaja a Nueva York en busca de fortuna, la
atracción de la gran metrópolis, aspira seducir a las neoyorkinas con su
juventud y su porte, convertirse en gigoló, animado por el típico optimismo que produce el
espejismo del sueño americano. Perdido en la jungla urbana, el joven pueblerino
con sus jeans, sombrero y botas de vaquero, comienza a tropezarse con la fría e
implacable realidad. Conoce a un miserable lisiado tuberculoso del Bronx, Ratso
(Hoffman), un típico “perdedor” en la clasificación de los individuos según la
cultura del “triunfo de la voluntad individual”. La sociedad se divide entre
ganadores (triunfadores) y perdedores. Los primeros son los exitosos, aquellos
que prescindiendo de los medios que utilicen, hacen fortuna, amansan dinero
conforme al concepto de la vida reducido a la expresión “The time is money”; los segundos, los que no logran acceder a la
esfera de la prosperidad, los pobres, los fracasados, los que viven al margen
del sistema social y económico (marginados), los que solo tienen como destino
la muerte o la cárcel, en particular, los jóvenes negros e hispanoamericanos.
Ratso sobrevive realizando pequeños hurtos y pasa sus noches tosiendo y
escupiendo sangre en un edificio abandonado y ruinoso. En un primer momento abusa
de la candidez del pueblerino tejano, pero luego traban amistad empujados por
la indiferente e implacable soledad que rodea sus vidas. El lisiado asume una
suerte de representación del apuesto vaquero, logra que éste se acueste con
algunas mujeres maduras, comparten el dinero. Al agravarse la enfermedad de
Ratso deciden dar un golpe para obtener una suma que les permita trasladarse a
Florida, a un clima más apropiado para el tuberculoso. Buck liga a un hombre mayor,
un maricón, lo asaltan, las cosas salen mal y lo asesinan (no estoy seguro si
fue así, la memoria confunde los recuerdos, mezcla de lecturas, sueños,
obsesiones, con lo visto, oído, vivido). No olvidaré nunca la escena final: el
bus arribando a Miami, Ratso tose repetidamente, pierde el conocimiento, Buck lo
sostiene, y pide auxilio, los pasajeros viejos en su mayoría que van a esa ciudad
a pasar sus últimos años, voltean sus rostros y miran con indiferencia al
desconcertado y angustiado joven vaquero, el tuberculoso ha muerto en los
brazos de su amigo.
“Schlesinger desmitifica el sueño americano con la dura pero emocionante
relación que se establece entre Voight -un inocente tejano dispuesto a seducir
a las neoyorquinas- y Hoffman -un lisiado tuberculoso del Bronx nacido
perdedor-. Dos tipos marginales en busca de fortuna -que sólo encuentran
refugio compartiendo sus sueños- y un implacable retrato de la jungla
neoyorquina componen este intenso drama, título emblemático de los años
sesenta. Magnífico dúo protagonista y la canción de Harry Nilsson acaban por
redondear esta oscarizada cinta que cosechó un gran éxito de crítica y público”[1].
En le “chat” una
pareja mayor “convive” en una relación que ha muerto con el transcurso de los
años, el tedio se ha instalado en el centro de sus vidas, se sientan a la mesa,
no se hablan, no se miran. Ella, Clémence, lo espía desde una ventana cuando
Julien sale de la casa y se dirige a un
hotel cercano cuya dueña había sido su amante en el pasado, aunque ahora solo
es una confidente. Clémence, antigua trapecista que abandonó su oficio por una
caída, tiene más celo de un gato que Julian recogió en la calle y al que mima,
que de la supuesta amante. Hay dos escenas que recuerdo y a las que siempre les
di, al parecer, una interpretación
equívoca. En una Clémence agarra al gato y lo lanza a una habitación donde hay
una colección de periódicos viejos que siempre supuse perteneciente al amargado
viejo, el felino destroza los periódicos. En la otra, el gato aparece ahorcado
a la puerta de la cocina. Durante 57 años estuve seguro de que el gato era de
Clémence, y que ella en su odio al marido había utilizado a su mascota para
destruir la colección de Julien, pero hoy leyendo una página web sobre ese film
descubro que el gato no pertenecía a la vieja, sino al viejo, entonces, no sé quién
lo ahorcó, tampoco en el resumen del film se aclara. Lo cierto es que en 1971,
en un cine de barrio (14 arrondissement), cercano al apartamento donde residía
con mi primen esposa, salí de la sala de proyección con una depresión
momentánea, no quería que nuestra relación pasara por la situación de desamor y
hasta de odio de la pareja que protagoniza “el gato”, apenas teníamos un año de
matrimonio.
Nos adentramos hoy en una dura
pero fascinante película francesa, ‘El Gato’ (1971), de Pierre Granier-Deferre, con Jean
Gabin y Simone Signoret como
protagonistas. El amor contiene infinidad
de matices, y uno de ellos es el desamor, aunque no se pueda vivir
sin él. La película refleja el precipicio
de la relación de una pareja, carcomida por un entorno amenazador, los
celos, el envejecimiento y, a la vez, el miedo a la soledad. La llegada de un
gato callejero a casa sirve como detonante
de la caída al vacío. Érase una vez
dos jóvenes, Clémence, una hermosa y enérgica trapecista, y Julien, un apuesto
tipógrafo comprometido y luchador, que enamorados acabaron casándose y
cobijando su virginal romance en una bonita casa en el corazón de un alegre
suburbio de París. Veinticinco años más tarde, solos, sin hijos, la trapecista,
que quedó coja al sufrir un accidente sobre las cuerdas, y el tipógrafo, ya
jubilado y desencantado social y laboralmente, se han convertido en amargos
compañeros, en enemigos acérrimos que soportándose casi sin rozarse, persisten
en vivir juntos en aquella casa. Una casa que, como sus vidas, se ha
transformado en una siniestra morada dentro de un hábitat amenazado por la
demolición. Ruinas, ambos, de la selva inhóspita en que se ha convertido su
barrio, antes fresco y hermoso, hoy infectado de grúas, ruidos, escombros y
enormes edificios en construcción. La relación comienza
su último periplo sobre el precipicio el día en que Julien lleva a casa un gato
callejero al que brinda todo su afecto. El animal acabará concentrando todo el
resquemor y los celos de Clémence. La animadversión y el odio entre los
antiguos amantes entrarán en erupción. No habrá hecho más que aflorar la
naturaleza escondida y sus cruentos recovecos”[2].
Regreso al tema del cine ya la práctica del sexo. También en los cines comunes y
corrientes se hacían, hablo por mi época,
estratagemas sexuales, al menos desde que cambiaron las costumbres
pacatas de nuestros abuelos y padres. Una tipa bastante
despistada estaba con su novio viendo un film y éste, sin avisarle, corre al
baño al sentir unas terribles ganas de cagar, unos retortijones. Un carajo
entra a la sala de proyección cuando la película había comenzado, en la
semioscuridad observa que hay un asiento disponible, se sienta, y la despistada,
creyendo que se trataba del novio, le abre la bragueta y le hace la paja, el
gratamente sorprendido individuo eyacula y entonces ella voltea y se da cuenta
de su error “abusador, abusador, qué
asco, usted no es mi novio”, y él “lo
siento señorita, estuvo muy rico, tiene manos de seda, gracias, buenas tardes”,
se levanta y huye antes que regresase el novio.
Además del Broadway, ubicado en Chacaíto, muy
cerca de la Tercera Avenida de las Delicias de Sabana Grande (donde se hallaba
el Edificio Elcica, nuestra residencia a partir de 1957, me he preguntado por
qué llamaron “Delicias” a esa zona urbana, pues no tenía, y ahora menos, nada
de especial, salvo el “Cazador”, burdelete donde perdí mi “virginidad”), el Río,
el Acacias, el Teatro Radio City en lo que es hoy el boulevard de Sabana
Grande, el Paris en La Campiña, el Lido en la Avenida Francisco de Miranda, el
Olimpo en la misma Avenida, así como el Castellana, el Canaima, en este último
disfruté en cinemascope una fabulosa cinta “La conquista del oeste” (1962). El
film trata la expansión de USA hacia el Oeste protagonizada por los colonos, la
anexión de Texas (1845) y la incorporación de Arizona, Nuevo México y
California, luego de una guerra con México que se culmina con la victoria de
los gringos (Tratado De Guadalupe-Hidalgo:1848). La película consta de cuatro
episodios sobre la colonización del Oeste que se llevó a cabo entre 1830 y
1890. Los dos primeros y el último, fueron dirigidos por Henry Hathaway, y el
tercero, por George Marshall, pero incluye también un intermedio (entreacto),
dirigido por John Ford, que evoca la sangrienta guerra civil de Secesión (1861-1865),
un diálogo entre los generales nordistas Sherman (John Wayne) y Grant (Harry
Morgan). Primera película rodada en Cinerama. El narrador es Spencer Tracy. Los
mejores actores y actrices de ese tiempo protagonizaron esa espectacular
película, recuerdo a Gregory Peck, a James Stewart, Henry Fonda, a Debbie
Reynolds, una de las pocas sobrevivientes fallecida hace dos días (hoy es 5 de
enero de 2017, un año que se pronostica mucho peor que el 2016 para este país
en vías de extinción).
Esos y
otros cines ubicados en el centro de Caracas: Capitol, Hollywood, Junín,
Ayacucho (películas pornográficas a la hora del matiné, desempleados y vagos
masturbándose en la oscuridad) y en el
oeste “El Pinar”, en el Paraíso, allí vi una película de terror protagonizada
por Vicente Price “La tumba de Ligeia”. Sí, esos “cines de calle” que se
hallaban integrados al entramado urbano, al lado de cafés, restaurantes,
tascas, tiendas, etc. Caminabas unas cuadras y accedías a tu cine, no tenías
necesidad como ahora de ir a esos templos del consumo como lo son los centros
comerciales. Aunque se dice que la expresión “Todo tiempo pasado fue mejor” es
reveladora de un espíritu conservador que se niega, rechaza el progreso, sin
embargo, no deja de ser una verdad en determinados casos cual es de Caracas mi
ciudad de adopción y de Puerto Cabello mi ciudad natal.
La
Caracas de esos cines en la calle, de tascas españolas: “Las Cibeles”, “El
Córdoba”, “Torre Molinos”, “Las Cancelas”, “El Caserio”, “La Giralda, “El Pozo
Canario”, el “Dena Ona”, el “Rías Gallega”, “El Lagar”, desde Chacao hasta el centro de la
ciudad pasando por La Candelaria, de muy buenas librerías (Suma), cafés al aire
libre (“El Gran Café”), de restaurantes italianos, de comida criolla (Jaime
Vivas: los hervidos de res y gallina, el bistec encebollado, el pabellón),
areperas, bares de rocola, discotecas, bares elegantes, nigths clubes (El
“Toni”, el “Todo París”), burdeles, de la Plaza Bolívar y las retretas de la
banda municipal los domingos, ya no existe. Recuerdo un restaurante húngaro
ubicado en una casa donde hoy se halla la torre la Previsora, “El gato
pescador”, el gulasch inimitable, miro dentro de mí, y veo al poeta Elmer Szabó
sentado en una mesa, un cigarrillo entre los labios, rasgando una guitarra. Y el “Viñedo”
localizado entre la Calle Real de Sabana Grande y la Avenida Casanova, en una
callejuela que unía a ambas arterias urbanas, sitio de encuentro de escritores,
poetas, pintores, intelectuales, la que fuera “La República del Este” y los
tres bares-restaurantes, también desaparecidos: el “Vecchio Mulino”, “El
Franco” y el Camilo´s”, ubicados en la
Avenida Francisco Solano, denominados el “Triángulo de las Bermudas” porque
quienes se hacían habitués de esos sitios se perdían.
En el “Viñedo”
podías beber vino a buen precio servido como en Francia en recipientes de barro
cocido. Una noche bebía con el grupo de mi hermano, y él ya pasado de tragos,
se empeñó en que nos diéramos a la fuga sin pagar, “echar un carro” en el argot
de ese tiempo. Sus amigos (Javier M., Fernando P., Rudy L., Herbert H., entre
otros), estuvieron de acuerdo, pero se hicieron señas para pagar la cuenta sin
que mi hermano se percatara. Pagada la cuenta, le dijeron a Bombillo que
indicara como lo harían “vayan saliendo
uno a uno de manera simulada, yo el último”. Así lo hicimos, salimos y nos
escondimos detrás de unos carros, y en eso le vemos abandonar el “Viñedo” y
emprender una loca carrera calle arriba, llega a Sabana Grande y no encuentra a
nadie del grupo, se devuelve mientras calle abajo todos subíamos riéndonos “coño me jodieron grandes carajos”. En
ese bar-restaurant mi gran amigo Elmer Szabó me presentó a Rodolfo Izaguirre,
una auténtica enciclopedia viviente en materia del séptimo arte y a Adriano
González León novelista (¿quién no recuerda al “País Portátil?), cuentista y
poeta. Esa noche un pintor, Rafael Franceschi, borracho como una cuba, se subió
a un carro e inició una loca carrera sobre los techos de los vehículos
estacionados, finalmente cayó en plena vía, acudimos a socorrerle (tengo dos
cuadros de él, unos bellos rostros de unas chinas, dibujados con plumilla).
En la década de
los sesenta, una vez que cumplí los 18 años (1964), caminaba con mi hermano
“Bombillo” desde la tercera avenida de las delicias de Sabana Grande hasta la
Plaza Venezuela, y luego regresábamos por la Calle Real de Sabana Grande,
“jugando uñita”, no sé por qué carajo mi
hermano utilizaba ese término, he debido preguntárselo, para referir las
diversas paradas que hacíamos en las tascas de la zona durante el trayecto y
tomarnos unas “lisas” o cerveza de barrica, llamadas “cañas” en la puta Madre
Patria. En los setenta, después que regresé de mi estadía en París (1970-73),
hice lo mismo con un buen amigo: JAM. Ambos trabajábamos en una dependencia
autónoma adscrita al antiguo Ministerio de Obras Públicas (MOP), ubicada en la Avenida
Universidad, en el Edificio del Banco Hipotecario de Crédito Urbano.
Iniciábamos la “bebeta” de “lisas” en La Candelaria (El Pozo Canario, el Dena
Ona), atravesábamos el Parque los Caobos, nos deteníamos en algunas de las
famosas tascas de Sabana Grande, en Chacaíto, continuábamos por la Avenida
Francisco de Miranda, en Chacao nos
adentrábamos unas cuadras para beber en una tasca cuyo nombre olvidé, luego
seguíamos por Altamira y en la Avenida Rómulo Gallegos, a la altura de la
Principal de Sebucán, nos bebíamos la del “estribo” en un bar que hacía esquina
en el comienzo de esa Avenida, ese nombre si lo recuerdo “La Bajada”, él seguía
hacia su casa en Los Chorros, yo subía por la mencionada avenida hasta la
residencia que compartía con mi primera esposa y mi hijo mayor.
Conocí a JAM en 1973 cuando me reincorporé al
MOP, estudiaba cuarto año de Derecho en la UCAB, en marzo de ese año comencé a
dar clases en esa Universidad. JAB, quien se convertiría en uno de mis mejores
amigos, laboraba como asistente legal en esa dependencia, al año siguiente fui
designado coordinador legal dicha entidad y mi recién amigo pasó a estar bajo
mis órdenes. Una tarde mientras bebíamos lisas me confesó que no había culeado
hasta el momento, tenía 23 años, no lo podía creer, pero carecía de sentido que
me mintiera al respecto, así que le dije “vamos
a resolver eso ya”, lo llevé a un hotel de putas “El Sideral”, ubicado a
una calle del Edificio del BHCU. En el bar del burdelón, en el primer piso se
le acercó una negraza con un rabo descomunal, “Esa es la tuya JA, suelta ese toro, nojoda”, subió a uno de los
cuartos y se descargó, para no quedarme atrás ligué con una chilenita del
carajo, como las casitas de San Agustín del Norte, pequeña pero con todas las
comodidades. En la “pieza” o cuarto la putica sacó a relucir un consolador “pucha suelta esa vaina, mira la erección
que tengo”. Bueno anécdotas burdelescas.
En
la década de los 80 deambulábamos por el este de la ciudad en búsqueda de
pequeños bares y restaurantes económicos. JA me puso en conocimiento la
existencia del Cordon Bleu en una de las callejuelas que comunican a la Plaza
Venezuela con la Avenida Libertador, donde también se hallaba el American Bar o
Saba otro hotel de putas, bellas meretrices
colombianas y venezolanas. Allí fui la primera vez con otro amigo del alma, CB,
con quien conocí un piano bar en el Centro C Díaz en la Avenida Casanova ¿cuál
era su nombre?, carajo lo tenía en la punta de la lengua, ¡Ah sí!, El Pom Pom,
allí ligué con una cantante peruana. Volviendo al Cordon Bleu, regentado por un
simpático gallego y su hijo, un sitio con reservados tapizados con papel rojo
como los burdeles de antaño, podías esconderte en uno, pedir comida y tragos y
singarte a un chance o una novia. El gallego, ¿Antonio?, me daba crédito,
pagaba a final de mes. Sancocho de gallina los miércoles, de carne los jueves y
de pescado los viernes, pabellón criollo, asado negro, pargo frito con arroz
blanco y pasas, una delicia. Con otro de mis amigos FM, deambulaba en búsqueda
de bares con rocolas, el último en la Casanova, en los años finales de los 80.
En
los 90 caminaba solo desde una oficina compartida con otros dos abogados amigos
fallecidos, GM y GC, en el Centro Profesional, frente a la clásica Botica de Velásquez
en la Avenida Recuña, en las
proximidades del Nuevo Circo hasta mi residencia en Sebucán (ya se había
construido el Metro de Caracas) o hasta el Club Los Cortijos, en los Cortijos
de Lourdes. Dejaba el carro en el estacionamiento del Club y tomaba el metro
desde la Estación Los Cortijos en la Avenida Francisco de Miranda, en la tarde regresaba
a pie, nojoda 13 kilómetros, llegaba sudado, traje empapado de sudor y me daba
un baño de sauna en dicho Club. Lo hice hasta que una tarde mientras caminaba
por la Avenida Universidad a nivel de la Hoyada y de pronto salieron de la nada
tres malandros, asaltaron a un desprevenido transeúnte, le arrebataron la
cartera y le abrieron una herida en el estómago con un instrumento punzante,
tal vez una navaja, dejaron al hombre sangrando en el suelo y corrieron a
esconderse en el antro del hueco de la Hoyada. Eso ocurrió a unos diez metros
de dónde me encontraba, la gente gritaba por auxilio. Inmediatamente me devolví
y me subí al metro en la estación La Hoyada, se acabó así mi hábito de deambulador
urbano, demasiada inseguridad desde esa época, no se diga hoy día En esos años
bebía con mis amigos abogados en un negocio de comida criolla, GM y GC, próximo
a la Botica Velásquez, allí tocaba en las tardes un conjunto criollo: arpa,
cuatro y maracas.
Antonio
López Ortega se lamenta de la regresión de Caracas:
“Caracas de
noche se ha convertido en una gran cueva. Las calles se vuelven trochas; los
postes, luciérnagas; las aceras, trincheras vacías. Por supuesto que no hay
transeúntes, pero es que ya ni siquiera circulan autos. No se sabe para quienes
trabajan los semáforos, con sus ojos insomnes. Como muy tarde, los restaurantes
escupen a sus pocos comensales a las diez, y los parqueros buscan a los dueños
de los vehículos en las propias mesas para decirles que el servicio llega a
término. Ni hablar de patrullas o de rondas policiales: eso ya sería fábula
contada entre esperanzados. Puedes deambular durante cuadras enteras, incluso
en sectores que supones populosos, para sólo encontrar rastros de sombras.
¿Adónde se han ido los habitantes?[3]
Ahora me viene a
la memoria la canción de Billo Frómeta, dominicano naturalizado venezolano que
amó profundamente a Caracas, la estoy escuchando en el recuerdo, la canta creo
Memo Morales, y Billo emocionado dirige a su orquesta: “Bella Caracas, bajo tu cielo, tu luna y tu sol, todas las razas buscan
fortuna, lindura y amor, luces gloriosas con tus guirnaldas de cerros a tu
alrededor, Caracas, ciudad hermosa, tu eres bella Caracas, la cuna del
Libertador”.
TIEMPO AQUEL,
TIEMPO AQUEL, TIEMPO AQUEL
¡Carajo! siento
nostalgia, dolor e ira, y lloro, lloro por mi ciudad, no sé si podré volver
mientras me quede vida, mientras se mantenga en el poder esa oprobiosa,
bárbara, cruel, criminal narcodictadura militarista asociada al terrorismo
islámico no puedo, ni debo, regresar a mi querida patria, so riesgo de ser
detenido y encarcelado. Leo un párrafo del escritor rumano Mircea Cätärescu
referido a Bucarest (su ciudad de nacimiento) en el tiempo del régimen
comunista y la congoja no me cabe en el pecho:
“Hacía frío y la ciudad estaba desierta. Las estrellas
brillaban rabiosamente sobre los bloques idénticos, que olían desde lejos a
veneno para cucarachas y a basura. Eché a andar hacia mi casa, rodeado por el
ladrido de perros, abordado de vez en cuando por algún policía aburrido. Ciudad
siniestra, enorme, deshabitada. Necrópolis a la espera de un gran cuerpo
cósmico que la borrara de la faz de la tierra. Necrópolis que ensuciaba la
tierra con sus bloques obreros, en ruinas desde que estos fueron proyectados.
Pasé por el centro de bulevares sin
tráfico, entre barrios idénticos, junto a tiendas oscuras y hospitales sin
pacientes y locales donde se oía un violín desafinado”[4].
Tiempo
aquel inolvidable, viví intensamente en mi ciudad de adopción, por eso llevo
conmigo, a donde quiera que yaya, los recuerdos de Caracas, sus calles,
callejuelas, plazas, parques, tascas, cines, librerías, burdeles, hoy
desaparecidos, ciudad de mi adolescencia, juventud y adultez, aquella que fuera
centro de alegrías, decepciones, vicios y tragedias, pero donde se respiraba
libertad, ciudad vencida por el horror y el odio, ciudad humillada por el
desprecio del tirano, sus esbirros y los traidores, los engañadores, los
cómplices del Poder, los cínicos que miran de soslayo para no ver los jóvenes
cadáveres de quienes levantaron la bandera de la dignidad y la libertad frente
al oprobio, ciudad perdida para la poesía y las ebrias guitarras cantoras en noches
de amistad y licor, ¿dónde se ha ido la bohemía?, sus habitantes deambulan como
sombras, hurgan en basureros lacerados por el hambre, cierran las cortinas
mientras los represores vigilan, disparan, asesinan, los carcome el temor de la
llama de la libertad, esa nunca se apaga.

La ciudad que
fue
[2] Antonio Bazaga. Devorados
por el desamor, los celos y El Gato. https://elasombrario.com/devorados-desamor-los-celos-gato/.
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