Profesor de bachillerato: un nuevo trabajo.El afianzamiento de la pasión literaria.
Profesor de
bachillerato: un nuevo trabajo: El profesor (extracto del libro inédito La
Tierra Mítica de la infancia: Henrique Meier Echeverría). El afianzamiento de
la pasión literaria.
“De todos los instrumentos del hombre, el más
asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son expresiones del cuerpo. El
microscopio, el telescopio son extensiones de la vista, el teléfono extensión
de la voz, luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el
libro es otra cosa; el libro es una extensión de la memoria y de la
imaginación”.
Jorge Luis
Borges.
“ …dijo Zorba
estupefacto–.Ahora es cuando has de
salvar o perder el alma. Tan bajo había caído que de tener que elegir entre enamorarme de una mujer o leer
un buen libro sobre el amor. no te aflijas! Te ha visto
cuando pasabas ante el café. patrón.
dile tu mensaje”, del libro “Zorba El Griego Nikos Kasansaki
Lo imprevisto de la vida, nunca imaginé que
ejercería la docencia, no estaba en lo que deseaba hacer de mi precaria
existencia, desde la muerte de mi padre progresivamente se me fue haciendo
consciente la idea del final inevitable, de la muerte, extraño pensamiento para
un hombre joven, la mayoría, a esa edad, se cree inmortal, la fuerza, la
energía biológica, impide avizorar el paso de los años, el irreversible
envejecimiento y la cierta posibilidad de dejar este mundo en cualquier
momento. Quería ser cantante, abogado, político, convertirme en reconocido
poeta, pero no pasaba por mi mente dedicarme en parte a impartir clases, no me
veía como el “profesor Meier”, y resulta que durante más de 40 años dediqué
parte de mí tiempo a esa noble e ingrata función social.
Mi buen amigo de la Facultad de Derecho, Harry
“El Prócer”, me puso en contacto con la directora de un liceo ubicado en el
centro de la ciudad, contiguo a la antigua sede del Partido Socialcristiano
COPEI, muy cerca también de la vieja sede de la Universidad Católica Andrés
Bello. El liceo tenía por nombre
“Nuestra Señora del Valle”, un establecimiento mixto. Así que en septiembre del 67 me inicié en la
docencia como profesor de Literatura hispanoamericana y española en cuarto y
quinto año de humanidades. Como no tenía la licenciatura en Pedagogía me
pagaban 13, 50 bolívares la hora, (unos 3 dólares la hora, hoy serían Bs.
12.000, al cambio libre, salvaje devaluación). Antes de comenzar a impartir
clases en ese Liceo, suplí durante una semana a un amigo de la Facultad que
dictaba clases de Geografía e Historia de Venezuela en un sexto grado del
Colegio Fray Luis de León. Espantosa experiencia con esos carajitos de 10, 11 y
12 años, fue como una suerte de castigo de la vida por lo hijo de puta que
había sido en mi época de estudiante de primaria y bachillerato, entonces
comprendí a los profesores, a su paciencia para enseñar a un rebaño de pre
adolescentes revoltosos. Apenas daba inicio a la clase, empezaban a solicitarme
permiso para ir al baño, hablaban como loros, no ponían atención, tuve que
recurrir al montaje de un acto de cólera, unos gritos “¡CALLENSE!…” que se
escuchó en todo el Colegio, el Prefecto tocó la puerta y le expliqué la razón
del grito. El resto de esa semana no se escuchaba una mosca.
Las maliciosas
estudiantes del Liceo
El horario de las clases de Literatura no era
nada agradable, entre 1,30 y 3 pm, con ese calor de esa hora en el centro de la
ciudad, y yo vestido como un dandi: trajes con chaleco, hechos a la medida por
un sastre italiano cuyo negocio estaba ubicado a unas cuadras del Liceo: “Roco
Galante” (pague y adelante), era el nombre de la sastrería, Roco, el sastre, un
italiano pequeño, regordete, hombre afable, nos daba crédito a un grupo de
amigos de la Facultad de Derecho. Cada traje por el precio de cien bolívares
(unos 25$), pero pagado en cómodas cuotas de 25 bolívares mensuales. Con menos
de 10 horas de clase cancelaba mi traje. Al año siguiente, en 1968, cuando
ingresé como asistente de investigación en el Instituto de Derecho Público de
la Facultad de Derecho, punto que abordaré más adelante, un viernes en compañía
de Horacio Vera, otro de los asistentes e Ignacio Avalos, fuimos al balneario
de Macuto en el Litoral Central. Ignacio nos buscó en su vehículo a la UCV, de
modo que bajamos a Macuto con traje y corbata, y nos pusimos los trajes de baño
en el propio vehículo y uno de nosotros por descuido dejó una de las puertas
sin seguro, al salir de la playa, ¡vaya sorpresa!, nos habían robado la ropa,
menos mal que no dejamos las respectivas carteras con dinero y documentación en
dicho vehículo. Subimos a Caracas en traje de baño, me bajé en el frente del
edificio donde residía y corrí rápido hacia el ascensor y mamá “Hijo ¿qué pasó? ¿Y tu ropa?” Entonces
le conté y ella “¿Y el chaleco también?”,
¡Qué arrechera!, efectivamente me habían birlado mi roco galante.
Vuelvo al relato principal. Los primeros días los
alumnos se sorprendieron por mi vestimenta, pensaron que era un “patiquín”
arrogante, en muy poco tiempo se dieron cuenta que esa no era mi personalidad.
Y aquellas “carajitas” de 14, 15, 16, 17 años, para joder al joven y novel
profesor se sentaban en primera fila con las falditas cortas del uniforme
escolar, mostrando los muslos, y más allá, cruzando las piernas con miradas maliciosas.
¡Qué dificultad para concentrarme en la exposición de la asignatura!, yo que
era, y todavía lo soy, un loco erótico, desquiciado por las hembras, tragaba
fuerte, sudaba no sólo por el calor y el inoportuno chaleco, sino por los
nervios que me causaban esas perversas jovencitas. Les leía poemas, y
preguntaba acerca de su autoría, y algunos se atrevían a señalar nombres, que
si Andrés Eloy Blanco, Pablo Neruda, “no
esos versos los escribí yo”, no lo podían creer. Otras veces en lugar de un
tema de la asignatura les hablaba sobre el tema sexual y Freud (había leído
algunas de sus obras), lo que me valió un llamado de atención por parte de la
Directora, “Profesor limítese a su
materia, usted no es un especialista en ese tema, deje de dársela de psicólogo
y de experto en sexología, ¿no será que está buscando atraer a alguna alumna?,
no quisiéramos que dejara el Liceo, los
alumnos están muy conformes con sus clases,…”. Le di la razón y me limité a
los temas literarios, no obstante el análisis de una de las obras de la
literatura española, “La Celestina”, irremediablemente implicaba comentarios de
tipo sexual, la relación carnal entre Calisto y Melibea y el papel de la
Celestina o cabrona para inducir a esta última a acceder a los requiebros del
galán, en lo posible traté de mantenerme dentro de límites que no se prestaran
a interpretaciones maliciosas, no faltaría quien podría denunciarme por ante la
Directora, disfrutaba las clases, me hacía falta el dinero, y sobre todo me motivaba la excitación que me producían
las hembritas.
Esas clases me permitieron incursionar en la
Literatura española, hispanoamericana y venezolana. Hacía análisis del Quijote,
y las dos figuras emblemáticas: el enajenado Don Quijote, y el tonto Sancho que
creía poder sacar provecho como escudero de tan “extraño” caballero andante. He
disfrutado de ese extraordinario libro, la primera novela de la modernidad
según Kundera, en las varias ocasiones que lo he releído. Por cierto, creo que
hay una errónea interpretación de la figura del Quijote en el ámbito popular,
se tiende a pensar que era un idealista, cuando en verdad el inmortal personaje
es un infeliz viejo que se le quema el cerebro de tanto leer libros de
caballería, se enloquece, pierde contacto con la realidad, y cree ser un
caballero andante que debe salir por el mundo a hacer justicia, a defender a
las damas, los débiles, enderezar
entuertos y desfacer agravios, en cada aventura termina apaleado, sus
huesos rotos, su frágil dentadura. Cada vez que voy a consulta con la dentista,
una buena y hermosa mujer, le recito el adagio del Quijote a Sancho, “Porque te hago saber Sancho que la boca
sin muelas es como un molino sin piedras, y un diente es más valioso que un
diamante”, lo escribo de memoria, no sé si es así, sólo recuerdo que ese
adagio lo profiere luego de perder parte de su dentadura. Como bien expresa
Kundera:
“…el propio Don
Quijote es cualquier cosa menos un ejemplo a seguir. Los personajes novelescos
no piden que se les admire por sus virtudes. Piden que se les comprenda, lo
cual es algo totalmente distinto. Los héroes de epopeya vencen o, si son
vencidos conservan hasta el último suspiro su grandeza. Don Quijote ha sido
vencido. Y sin grandeza alguna…lo único que queda ante esta irremediable
derrota que llamamos vida es intentar comprenderla”.
Una opinión diferente a la de Kundera es la de
Gustavo Martín Garzo en su artículo “El vivir ilusionado”:
“Las
extravagancias que tanto abundan en este divertido y hondo libro tienen que ver
con la incapacidad de don Quijote, y en esto también se parece a los niños,
para aceptar una vida no marcada por lo excepcional. En la mística iraní se
piensa que el nacimiento de cada hombre está presidido por un ángel llamado
Daena, que tiene la forma de una niña bellísima. El rostro de ese ángel no
permanece inalterable a lo largo de la vida sino que se va transformando
imperceptiblemente con cada uno de nuestros gestos, palabras o pensamientos. Al
final de la vida, cuando nos encontramos por fin con él, se ha transformado en
un ser bellísimo o en una criatura monstruosa según han sido nuestros actos. En
El Quijote es Dulcinea quien representa a ese ángel secreto y es a ella a quien
nuestro caballero dedica sus aventuras, pues un caballero no es nada sin una
dama a quien amar. Llevar a la realidad la vida de sus sueños más secretos, tal
es la búsqueda esencial de los caballeros enamorados. Nos dan a elegir entre la
justicia y el amor, escribe Elías Canetti. Yo no quiero, yo quiero las dos
cosas. Es justo eso lo que hace don Quijote. Por eso libera a los galeotes, da
la razón a la pastora Marcela, defiende a un pobre criado de la brutalidad de
su dueño y devuelve con sus palabras la dignidad a venteros, prostitutas y
pastores. Y no me cabe duda de que de haber contemplado este invierno las filas
de refugiados sirios bajo la nieve, don Quijote habría arremetido sin dudarlo
contra los guardianes de las fronteras de Europa, porque ¿acaso la ley que se
ha invocado como justificación de esas fronteras es algo sin el amor que
permite ver en el desamparo de tantos una muestra más de nuestra propia
humanidad herida? El corazón de una sociedad es la ley, dijo Roberto
Rossellini, el de una comunidad es el amor. En uno de sus breves apólogos,
Kafka nos habla de un hombre que manda a sus criados que dispongan su caballo
para su salida inmediata. Cuando éstos, extrañados por sus prisas, le preguntan
qué adónde va, él les contesta que eso qué importa. Salir de aquí, esa es mi
meta, exclama. También a don Quijote le mueve el mismo deseo de escapar, de
abandonar cuanto antes la triste casa donde pasa sus días para vivir sus
aventuras. Porque ¿qué es la aventura sino el deseo de tener un corazón? Todos
los personajes que lo intentan deben pasar por pruebas dolorosas y noches
oscuras. Tener un corazón nos hace enfermar porque el corazón es el lugar del
extrañamiento, de la apertura hacia lo Otro. Alonso Quijano ha perdido el suyo,
y malvive aburrido en su pobre hacienda hasta que vuelve a escuchar sus latidos
en las páginas de los libros de caballerías. Leer es apostar por los latidos de
ese corazón hipotecado, entrar en el mundo de la ilusión.
En su libro Breve tratado de la
ilusión, Julián Marías nos recuerda que la palabra ilusión procede del
verbo latino illudere, que
significa jugar. Aparece en todas las lenguas románicas con un significado
negativo relacionado con la ficción y el engaño. Lo ilusorio es lo que no
existe en la realidad; el ilusionista es un vendedor de humo; el iluso, alguien
que tiene esperanzas infundadas. Pero esta palabra ha adquirido en nuestro
idioma un valor muy diferente. Ese cambio, continua diciéndonos Julián Marías,
es parecido a lo que sucedió con la palabra sueño. Cuando Calderón afirma que
la vida no es más que sueño, lo que quiere decirnos es que no es verdadera
realidad. “Pero en el siglo XVII se opera en Europa, en los filósofos y en los
poetas, el descubrimiento del sentido positivo del sueño y la ficción, no como
opuestos a la realidad, sino como formas de realidad, y precisamente aquellas
que reflejan la condición de hombre”. Tener ilusiones, para nosotros, no será
ya refugiarse en quimeras, sino vivir queriendo otras cosas. La ilusión tiene
que ver con lo que Marías llama la condición indigente o menesterosa del ser
humano; es decir, con el hecho de que nuestra vida sea un proceso lleno de
necesidades que tenemos que satisfacer. Y la ilusión es la expectativa de que
lo podemos conseguir. Vivir en mundo sin cosas, como les pasa a los niños, esa
es la búsqueda de la ilusión. Ese vivir ilusionado es el que encarna don
Quijote, y lo que tanto necesitamos nosotros. Harold Bloom dice que leemos
movidos por una necesidad de belleza, de verdad y de discernimiento. Es decir,
buscando el esplendor estético, la fuerza intelectual y la sabiduría. Añadiría
un cuarto motivo: buscando un poco de locura, pues ¿qué es la vida sin locura?
Hacer posible lo que no lo parece, restablecer el reino de la posibilidad, es
lo que entiendo por locura. Lo que más sorprende de don Quijote es su candor,
su maravillosa disponibilidad, pero también que, a pesar de los líos en que se
mete, raras veces pierda la cabeza. Tal es la paradoja de las bellas historias,
que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a
quienes las escuchan. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al libro
de Cervantes su encanto imperecedero. Goya lo explicó en su famosa glosa al
Capricho 43, El sueño de la razón: “La fantasía, abandonada de la razón,
produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de
sus maravillas”. Rindamos pleitesía una vez más al valeroso Caballero de la
Fantasía[1].
Me permito transcribir la historia de la venta,
el Capítulo decimosexto de la Primera Parte que leí, para regocijo de los
estudiantes y el mío, en una de las clases. Las veces que he releído esa
inimitable obra no puedo dejar de carcajearme, Cervantes, genio inimitable, a
cuantas generaciones de buenos lectores has hecho reír, autor alguno ha podido
superarte, ahora al transcribir este capítulo vuelvo a carcajearme con ganas,
la desventura del pobre hidalgo en su distorsionada percepción de la realidad,
creyó que la fea y hedionda moza, dulcificada en su imaginación, quería a refocilarse
con él, y en lugar de gozar las delicias de una hembra, terminó apaleado una
vez más :
“Capítulo decimosexto. De lo que le
sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo. El ventero que
vió a Don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía.
Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña
abajo, y que tenía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a
una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque
naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos, y
así acudió luego a curar a Don Quijote, e hizo que una hija suya doncella,
muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía a la
venta asimismo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz
roma, del un ojo tuerta, y del otro no muy sana: verdad es que la gallardía del
cuerpo suplía las demás faltas; no tenía siete palmos de los pies a la cabeza,
y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo
que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos
hicieron una muy mala cama a Don Quijote en un caramanchón, que otros tiempos
daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años, en el cual
también alojaba un arriero que tenía su cama hecha un poco más allá de la de
nuestro Don Quijote, y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía
mucha ventaja a la de Don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas
sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha,
lleno de bodoques, que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al
tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de
adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno
solo en la cuenta. En esta maldita cama se acostó Don Quijote; luego la ventera
y su hija le emplastaron de arriba a abajo, alumbrándoles Maritornes, que así
se llamaba la asturiana, y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a
partes a Don Quijote, dijo que aquellos más parecían golpes que caída. No
fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos y tropezones, y
que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo: Haga vuestra merced,
señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya
menester, que también me duelen a mí un poco los lomos. ¿De esa manera,
respondió la ventera, también debísteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza,
sino que de el sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele
a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. Bien podría ser eso,
dijo la doncella, que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una
torre abajo y que nunca acababa de llegar al suelo y cuando despertaba del
sueño hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído.
Ahí está el toque, señora, respondió Sancho Panza, que yo sin soñar nada, sino
estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que
mi señor Don Quijote. ¿Cómo se llama este caballero? preguntó la asturiana
Maritornes. Don Quijote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero
aventurero y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han
visto en el mundo. ¿Qué es caballero aventurero? replicó la moza. ¿Tan nueva
sois en el mundo que no lo sabeis vos? respondió Sancho Panza: Pues sabed,
hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve
apaleado y emperador; hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más
menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reinos que dar a su
escudero. Pues ¿cómo vos, siendo de este tan buen señor, dijo la ventera, no
tenéis a lo que parece siquiera algun condado? Aún es temprano, respondió Sancho,
porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no
hemos topado con ninguna que lo sea, y tal vez hay que se busca una cosa y se
halla otra; verdad es que si mi señor Don Quijote sana de esta herida o caída,
y yo quedo contrecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de
España. Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don Quijote, y
sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:
Creedme, fermosa señora, que os podeis llamar venturosa por haber alojado en
este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si no la alabo es por lo
que suele decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os dirá
quien soy; sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el
servicio que me habedes fecho para agradecéroslo mientras la vida me durase; y
pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto
a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes,
que los de esta fermosa doncella fueran señores de mi libertad. Confusas
estaban la ventera y su hija, y la buena de Maritornes, oyendo las razones del
andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego; aunque bien
alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimientos y requiebros: y como no
usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre
de los que se usaban; y agradeciéndoles con venteriles razones sus
ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no
menos lo había menester que su amo. Había el arriero concertado con ella que
aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que en
estando sosegados los huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría a buscar y
satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase de esta buena moza, que
jamás dió semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un
monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por
afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta; porque decía ella que
desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado. El duro, estrecho,
apocado y fementido lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel
estrellado establo; y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía
una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de angeo tundido que de
lana; sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho de
las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque
eran doce, lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros
de Arévalo, según lo dice el autor de esta historia, que de este arriero hace
particular mención, porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era
algo pariente suyo. Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy
curioso y puntual en todas cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan
referidas con ser tan mínimas y tan raras, no las quiso pasar en silencio, de
donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves que nos cuentan las
acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios,
dejándose en el tintero, ya por descuído, por malicia o ignorancia, lo más
sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de "Tablante", de
"Ricamonte", y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del
"Conde Tomillas", ¡y con qué puntualidad lo describen todo! Digo,
pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se dió a esperar a su puntualísima
Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque procuraba dormir no
lo consentía el dolor de sus costillas; y Don Quijote con el dolor de las suyas
tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en
toda ella no había otra luz que la daba una lámpara, que colgada en medio del
portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro
caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros,
autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras
que buenamente imaginarse pueden; y fue que el se imaginó haber llegado a un
famoso castillo (que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las
ventas donde alojaba), y que la hija del ventero lo era del señor del castillo,
la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él y prometidoaquella
noche a furto de sus padres vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se
había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el
peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón
de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la misma reina
Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante. Pensando, pues, en estos
disparates, se llegó el tiempo y la hora (que para él fue menguada) de la
venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en
una albanega de fustan, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento
donde los tres alojaban en busca del arriero; pero apenas llegó a la puerta
cuando Don Quijote la sintió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas, y
con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir a su fermosa
doncella la asturiana, que toda recogida y callando iba con las manos adelante
buscando a su querido. Topó con los brazos de Don Quijote, el cual la asió
fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar
palabra, la hizo sentar sobre la cama, tentóle la camisa y ella era de
arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las
muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres de preciosas
piedras orientales; los cabellos que en alguna manera tiraban a crines, él los
marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo sol
oscurecía; y el aliento que, sin duda alguna olía a ensalada fiambre y
trasnochada, a él pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y
finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había
leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal ferido caballero
vencido de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos; y era tanta
la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que
traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer
vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía en sus brazos a
la diosa de la hermosura; y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le
comenzó a decir: Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder
pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me
habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los
buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque
de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible; y más que se
añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a
la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos;
que si ésto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sándio caballero que
dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha
puesto. Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de Don
Quijote, y sin entender, ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba
sin hablar palabra desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despiertos
sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta, la sintió,
estuvo atentamente escuchando todo lo que Don Quijote decía, y celoso de que la
asturiana le hubiese faltado a la palabra por otro, se fué llegando más al
lecho de Don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en que paraban aquellas
razones que él no podía entender; pero como vió que la moza forcejeaba por desasirse,
y Don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el
brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del
enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre, y no contento con esto
se le subió encima de las costillas, y con los piés más que de trote se las
paseó todas de cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no firmes
fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dió consigo en el
suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser
pendencias de Maritornes, porque habiéndola llamado a voces no respondía. Con
esta sospecha se levantó, y encendiendo un candil, se fué hacia donde había
sentido la pelea. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición
terrible, toda medrosica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que
aún dormía, y allí se acurrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:
¿Adónde estas puta? A buen seguro que son tus cosas éstas. En esto despertó
Sancho, y sintiéndo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la
pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó
con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la
honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas, que a su despecho le quitó el
sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién,
alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza del mundo. Viendo, pues, el arriero a la
lumbre del candil del ventero cual andaba su dama, dejando a Don Quijote,
acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero; pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza,
creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así
como suele decirse, el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo,
daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza
y todos menudeaban con tanta priesa, que no daban punto de reposo; y fue lo
bueno que al ventero se le apagó el candil, y como quedaron a oscuras, dábanse
tan sin compasión todos a bulto, que a do quiera que ponían la mano no dejaban
cosa sana. Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero de los
que llaman de la Santa Hermandad vieja de Toledo, el cual, oyendo asimismo el
extraño estruendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de
sus títulos, y entró a oscuras en el aposento diciendo: Téngase a la justicia,
téngase a la Santa Hermandad. Y el primero con quién topó fué con el apuñeado
de Don Quijote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba, sin
sentido alguno; y echándole, a tiento, mano a las barbas, no cesaba de decir:
Favor a la justicia... Pero viendo que el que tenía asido no se bullía ni se
meneaba, se dió a entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban
eran sus matadores, y con esta sospecha reforzó la voz, diciendo: Ciérrese la
puerta de la venta, miren que no se vaya nadie, que han muerto aquí a un
hombre. Esta voz sobresaltó a todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado
que le tomó la voz. Retiróse el ventero a su aposento, el arriero a sus
enjalmas, la moza a su rancho; sólo los desventurados Don Quijote y Sancho no
se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de
Don Quijote, y salió a buscar luz para buscar y prender los delincuentes; mas
no la halló, porque el ventero de industria había muerto la lámpara cuando se
retiró a su estancia, y fuele preciso acudir a la chimenea, donde con mucho
trabajo y tiempo encendió el cuadrillero otro candil”.
El Poema del Mío Cid o el Cantar de los
Cantares (obra anónima que relata las supu El Poema del Mío Cid o el Cantar de
los Cantares (obra anónima que relata las supuestas hazañas heroicas,
inspiradas en los últimos años de la vida del caballero castellano Rodrigo
Díaz, el Campeador). La Celestina de Fernando de Rojas (S: XV), y las perversas
maniobras de la vieja “cabrona” para que Melibea cayera en los brazos de
Calisto, rechazado por la joven a pesar de los requiebros del pretencioso
galán: “Por cierto, los gloriosos santos
que se deleytan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento
tuyo". Llevaba los libros a las clases y leía o solicitaba voluntarios
o voluntarias, para la lectura de párrafos escogidos de tan extraordinarias
obras. Y a partir de esas lecturas pedía opiniones, y eso agradaba a los
estudiantes, no me importaba cuán loco y absurdo fuere el comentario acerca de
los párrafos leídos. Con la Celestina se armó una discusión del carajo, los
varones apoyaban a Calisto y las maniobras de la Celestina para que Melibea se
rindiera al galán y accediera a entregarle su virginidad, y las hembras, lo
contrario. De esa manera lograba interesarlos en la lectura de tales obras. Por
eso, no hubo una sola clase en la que se aburrieran, bostezaran o se quedaran
dormidos, además no existían los celulares o móviles.
El Arcipreste de Hita (Juan Ruiz y el Libro del
Buen Amor, S.XIV). El autor se hallaba preso cuando lo escribió. Transcribo la
parte que leí en clase:
“De cómo el
arcipreste fuer enamorado:
77. Así fuer que
un tiempo una dueña me priso
de su amor non
fuy en ese tiempo repiso,
siempre avía
d´ella e buen riso,
nunca al fiso por
mi, ni creo que faser quiso.
78 Era dueña, en
todo, e de dueñas señora,
non podía estar
solo con ella una hora,
mucho de omen se
guardan allí do ella mora:
más mucho más que
non guarda los jodíos de la Tora.
79 Sabe toda
noblesa de oro e de seda,
cumplida de
muchos bienes anda masa e leda,
es de buenas
costumbres, sosegada, e queda,
non se podría
vencer por pintada moneda.
80 Enviel esta
cantiga que es desuyo puesta
Con la mi
mensagera, que tenía empuesta;
dice verdad la
fabla, que la dueña compuesta,
si non quier´ el
mandado, non da buena respuesta.
81 Dixo la dueña
cuerda a la mi mensagera:
“yo veo otras
muchas creer a ti, parlera,
Et fállanse ende
mal: castigo a su manera,
Bien como la
reposa en agena mollera”.
¡Qué
jodido traducir algunas palabras de ese castellano antiguo, me arrepentí al
leer esas estrofas, pues me enredé para gozo de los estudiantes. La esfera
picaresca de la sociedad española del
siglo XIV, así como la sociedad francesa del XIX en la Comedia Humana de
Balzac, es descrita en la obra de Juan Ruíz con magistrales trazos: endicheras,
danzadoras, tahúres, troteras, etc., en versos sencillos, ágiles,
comprensible. Me llamó la atención la
“Trotaconventos” con sus ardides y engaños arteros, prototipo emblemático de
todas las Celestinas que llenan
páginas de la Literatura española. En este libro pude apreciar y disfrutar,
como en el inmortal Quijote cervantino, la belleza y precisión de nuestra
hermosa lengua castellana: el puro espíritu castellano, sin trabas ni atadura
siendo el precursor y el maestro de todos los castizos humoristas. El poema del
Marqués de Santillana (Iñigo López de Mendoza), “La vaquera de la Finojosa”,
aprendí de memoria estos versos, suelo recitarlos en reuniones con los
comentarios jocosos de rigor:
“Moza tan fermosa non vi en la frontera,
como una vaquera de la Finojosa, faciendo la vía del Calavatreño, a Santa María
vencido del sueño, por tierra fragosa perdí la carrera, do vi la vaquera de la Finojosa, en un verde prado de
rosas y flores, guardando ganado con otros pastores, la vi tan graciosa que
apenas creyera que fuera vaquera de la Finojosa”. Y entonces los
estudiantes se reían a carcajadas cuando les decía: “Considerando la época en la que el tal marqués escribió ese poema, el
siglo XIII, la susodicha vaquera seguramente era una gorda campesina de
inmensos y sucios pies, hedionda a bosta, y sin dientes, al igual que la
idealizada Dulcinea del Toboso por el pobre desquiciado Don Quijote, quién sabe
cuántos días llevaba Iñigo López de Mendoza por esos lares sin ver mujer alguna
y con la líbido en la “n” potencia”. A este respecto, no estoy libre de
culpa, pues muchos años atrás, antes de un viaje a Paris, fui a celebrar con el
famoso “Guacharaco” y otros amigos la fortuna de regresar a la “ciudad luz”, en
el bolsillo unos 2.000 dólares en efectivo, bebimos en diferentes bares de Las
Mercedes y luego aterrizamos en uno demolido ubicado en Altamira: el Recis Bar,
atestado de putas un viernes 15. Dado el grado de la ingesta alcohólica cometí
la imprudencia de quedarme con una que en la semi oscuridad del lugar me
pareció bella, nos fuimos a un hotel cercano, no recuerdo si la cogí o
simplemente me dormí al acostarme, me desperté como a las 6 AM, nervioso por
haber pasado la noche fuera de casa, y además pensando en los 2.000 dólares,
pero, la tipa honesta de verdad, apenas abrí los ojos me dijo “Papi, que rica noche pasamos”,
comprendí que si habíamos “hecho el amor”, la mujer ni sombra de lo que me
había imaginado por efecto de los “humos del alcohol”, fea, le faltaban varios
dientes, revisé el bolsillo del pantalón y los verdes intactos, me tengo que ir
le dije, le pregunté cuanto le debía y ella,
“Nada papi, lo que tú quieras, bueno dame para el sancocho que hoy es sábado”, le
di los 300 bolívares que me restaban (unos 70 dólares a la época), y ella “gracias papi con esto puedo comprar un
mercado completo.
Y las coplas de Jorge Manrique dedicadas a la
muerte de su padre (S. XV):
“Recuerde el alma
dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan
callando, cuán presto se va el placer, cómo después de acordado, da dolor; cómo
a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor….”. Y esa memorable
estrofa que es quizás la que mejor recuerde quien haya leído esas coplas “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a
la mar, que es el morir; allí van los señoríos, derechos a se acabar y
consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y
llegados, son iguales, los que viven por sus manos y los ricos”. En esa
parte detenía la lectura y hablaba de la muerte como la gran igualadora
haciendo alusión Eclesiastés y la vanidad humana, cómo a los hombres le sucede
lo mismo que a los animales, nos convertimos en polvo. Esa copla me inspiró
unos versos:
“El misterioso mar que sueño
Y cuán fácil
sería dejarse llevar
Por las aguas de
la tranquilidad
Que la vida es el
río que va a dar
A la mar que es
el morir,
-como dice el
viejo poema del Castellano-
Un sueño cuyo
despertar es un misterio/
Piedra dolorosa
que me rompe las entrañas/
Escribir por
escribir en el silencio/
Doce voces/raíces
de mi infancia/
Me crece un árbol
de tortuosas ramas/
No hay
escape/sólo el mar/
-El misterioso
mar que sueño-”
Y esa referencia
a la vida como un sueño me conduce a Calderón de la Barca cuya obra también
comentaba en clase, en especial su obra teatral “La vida es sueño”,
representada por primera vez en 1635. Tema muy antiguo el de la vida cual sueño
o ilusión que se desvanece con la muerte, me encantaba recitar algunos de los
diálogos, esa expresión “¡Ay mísero de
mí!”, confieso que lo tomaba a burla, cuando Segismundo exclama: “¡Ay mísero de mí ¡ay infelice!” y
Rosaura “¿Qué triste vos escucho!”, y
yo que nunca he podido superar mi inclinación a la burla, detenía la lectura y
decía “¡Ay mísero de mí, ¡ay infelice!,
ganado trece bolívares la hora en esta aula que acalora”. Y aquellos
jóvenes riéndose, una manera de evitar que se aburrieran y pusieran atención.
Estuve a punto, pero no lo hice, de recitar unos supuestos versos atribuidos a
Quevedo, realmente de una soez inaudita:
“Puta, requeteputa, ramera, que en el vientre de tú madre te pusiste de manera,
que tu padre te cogiera”. De ese verso no estoy seguro, pero sí de este: “A
Celestina: Yace en esta tierra fría digna de toda crianza, la vieja cuya
alabanza, tantas plumas merecía. No quiso en el cielo entrar a gozar de las
estrellas, por no estar entre doncellas, que no pudiese manchar”. Y este
otro dedicado a una adúltera: “Sólo en ti
Lesbia, vemos que ha perdido, el adulterio la vergüenza al cielo, pues tan
claramente y tan sin velo, has los hidalgos huesos ofendidos. Por Dios, por ti,
por mí, por tu marido, que no sepa tu infamia todo el suelo: cierra la puerta,
vive con recelo, que el pecado nació para escondido. No digo yo que dejes tus
amigos, más digo que no es bien que sean notados, de los pocos que son tus
enemigos. Mira que tus vecinos, afrentados, dicen que te deleitan los testigos,
de tus pecados más que tus pecados”. La celestina de los versos, siempre supuse
que se refería al personaje de la obra de ese mismo nombre de Fernando de
Rojas. El insuperable siglo de oro de la literatura española, que en realidad
son dos siglos. Según los entendidos comienza con la publicación de “Gramática
Castellana” de Antonio Nebrija en 1491 y finaliza con la muerte de Calderón de
la Barca en 1681. No puedo dejar de mencionar a esa obra emblemática sobre los
abusos del poderoso: “Fuente Ovejuna” de Lope de Vega. La obra se inspira en un
hecho histórico que sucedió en Fuente Ovejuna, un pueblo cordobés en 1476.
El Comendador del
pueblo como muchos reyes de la antigüedad y del Medioevo y los dictadores del
siglo XX y XXI (y los dictadores en la Roma antigua, los tiranos en la Grecia
clásica), no respeta las leyes, abusa de su poder violando los principios del
Derecho feudal. Y como todo tirano, tarde o temprano, comete el error que
irremediablemente le hará perder el poder, el Comendador decide atacar la
Ciudad Real traicionando al pueblo y a los Reyes Católicos. Lo cierto es que el
tirano es asesinado en su propia casa a pedradas y cuando los jueces
pesquisidores preguntaron en el pueblo ¿quién mató al comendador? Todos
respondían a una “Fuente Ovejuna”, lala justicia popular. Peligrosa justicia
que usualmente es la respuesta de la comunidad ante la falta de actuación
oportuna y eficaz de los órganos del Estado competentes para investigar,
enjuiciar y sancionar a los autores de delitos, en especial los homicidios,
robos, secuestros, violaciones. Aquí, en este país sin Estado, Gobierno y Ley,
pues controla el poder una mafia de narcocriminales aliados de grupos
terroristas, en ocasiones los habitantes de las barriadas que circundan la
ciudad capital, cansados y desesperados de los desmanes de los “malandros de
barrio”, los linchan ante la notaria inacción de los supuestos organismos de
seguridad ciudadana, que ni siquiera tienen presencia en esas zonas.
En una clase
mientras los alumnos en silencio respondían las preguntas de un examen, mirando
al grupo sentí una especie de conmiseración por ellos, por mí y por la
humanidad, me apiadé de la condición humana y escribí estos versos publicados
en 1998:
“Te dieron la vida
“Miserables
sombras que desfilan de su nada a su nada, chispas de conciencia que bullen un
momento en las injustas y eternas tinieblas”.
Miguel de Unamuno.
Te dieron la
vida,
Ojos para
contemplar
El mar/las
estrellas en lo alto
Bosques y ríos
Ciudades hermosas
Mujeres de
belleza y misterio,
Te dieron un
cuerpo
Para crear tu
vida a tu gusto y medida
Capacidad para
comprender
El sentido del
mundo
Para amar
Y te dieron la
lucidez/ esa
Trágica
percepción para entender
Que las sombras
son tu destino final
-todo es
espejismo-
El trágico cuento
La sangrienta
fábula
De un Dios sin
rostro…”
Esa referencia a Unamuno me fuerza a transcribir
un párrafo de su obra “Del sentimiento trágico de la vida”, el ejemplar lo
tengo subrayado en gran parte de sus capítulos, el profundo pensador Vasco me
conmueve hasta los cimientos de mi alma, transcribo:
“Y tiene el dolor
sus grados, según se adentra; desde aquel dolor que flota en el mar de las
apariencias, hasta la eterna congoja, la fuente del sentimiento trágico de la
vida, que va a posarse en lo hondo de lo eterno, y allí despierta el consuelo;
desde aquel dolor físico que nos hace retorcer el cuerpo hasta la congoja
religiosa, que nos hace acostarnos en el seno de Dios y recibir allí el riego
de sus lágrimas divinas. La congoja es algo mucho más honda, más íntima y más
espiritual. Suele uno sentirse acongojado hasta en medio de eso que llamamos
felicidad y por la felicidad misma, a la que no se resigna y ante la cual
tiembla. Los hombres felices que se resignan a su aparente dicha, a una dicha
pasajera, creeríase que son hombres sin sustancia, o, por lo menos, que no la
han descubierto en sí, que no se la han tocado. Tales hombres suelen ser
impotentes para amar y ser amados, y viven, en su fondo, sin pena ni gloria. No
hay verdadero amor sino en el dolor, y en este mundo hay que escoger el amor,
que es dolor, o la dicha. Y el amor nos lleva a otra dicha que a la del amor
mismo, y su trágico consuelo es la esperanza incierta. Desde el momento en que
el amor se hace dichoso, se satisface, y ya no es amor. Los satisfechos, los
felices, no aman aduérmense en la costumbre, rayana en el anonadamiento.
Acostumbrarse es ya empezar a no ser”.
No sé si estaba en el programa, pero varias
clases las dediqué a la poesía española y a la venezolana del siglo XX: Antonio
Machado (mi preferido), Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Miguel Hernández,
Andrés Eloy Blanco, Rafael Cadenas. Recuerdo la clase en la que recité ese
poema del granadino “La casada Infiel”:
“Y que yo me la
llevé al río
creyendo que era
mozuela,
pero tenía
marido.
Fue la noche de
Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los
faroles
y se encendieron
los grillos.
En las últimas
esquinas
toqué sus pechos
dormidos,
y se me abrieron
de pronto
como ramos de
jacintos.
El almidón de su
enagua
me sonaba en el
oído,
como una pieza de
seda
rasgada por diez
cuchillos.
Sin luz de plata
en sus copas
los árboles han
crecido,
y un horizonte de
perros
ladra muy lejos
del río.
Pasadas las
zarzamoras,
los juncos y los
espinos,
bajo su mata de
pelo
hice un hoyo
sobre el limo.
Yo me quité la
corbata.
Ella se quitó el
vestido.
Yo el cinturón
con revólver.
Ella sus cuatro
corpiños.
Ni nardos ni
caracolas
tienen el cutis
tan fino,
ni los cristales
con luna
relumbran con ese
brillo.
Sus muslos se me
escapaban
como peces
sorprendidos,
la mitad llenos
de lumbre,
la mitad llenos
de frío.
Aquella noche
corrí
el mejor de los
caminos,
montado en potra
de nácar
sin bridas y sin
estribos.
No quiero decir,
por hombre,
las cosas que
ella me dijo.
La luz del
entendimiento
me hace ser muy
comedido.
Sucia de besos y
arena
yo me la llevé
del río.
Con el aire se
batían
las espadas de
los lirios.
Me porté como
quien soy.
Como un gitano
legítimo.
Le regalé un
costurero
grande de raso
pajizo,
y no quise
enamorarme
porque teniendo
marido
me dijo que era
mozuela
cuando la llevaba
al río...”
Y el
alboroto de los estudiantes, especialmente de los varones “Profe. Profe, ¡tenga cuidado con las mujeres casadas!”. Y pensar que 13 años más tarde, a una
moza me llevé, no al río, sino a un hotel en la carretera Panamericana creyendo
que era mozuela, soltera, pero tenía marido como ella me lo confesó cuando ya
estaba enganchado, episodio que antes relaté. Y, por supuesto, no faltó una
atracción sexual. En el quinto año de humanidades desde el primer día de clase,
una carajita quizás de 16 años, pequeña, como me gustan, morena clara y el pelo
castaño, grandes ojos marrones, y qué piernas, se sentó en la primera fila, no
dejaba de mirarme. No quise perder mi trabajo, así que me hice el loco. Al
terminar el año escolar, ella me invitó a su fiesta de graduación de bachiller
que se celebraba en el Colegio de abogados del Distrito Federal en El Paraíso.
Creo que me pasé de tragos y nos besamos mientras bailábamos, y otra vez un
padre enfurecido, tengo el recuerdo algo nubloso, de la expulsión de la fiesta,
el padre enardecido y otros dos carajos, me acompañaron hasta la calle y allí
tomé un libre hasta mi casa, ¡Otra cagada más!
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