El rechazo de la muerte




En las horas siguientes a un deceso, los deudos, ocupados en los trámites del entierro o la cremación, atendiendo pésames, y con el trauma de la pérdida, no se percatan del más profundo pesar: saber que a esa persona no la verás nunca más, sólo si eres creyente esperarás verla en la otra esfera. Ya no podrás mirar su rostro, sus ojos, oír su voz, percibir su alegría o su tristeza, y tendrás que resignarte.

 El dolor principal no es la soledad, - escribe Fernando Savater[1]- que para una persona mentalmente madura resulta tantas veces bienvenida, sino la ausencia. En la ausencia el amor se perpetúa como queja, como culpa de quien nunca más dejará de echar de menos. Montaigne, refiriéndose a su amigo muerto, dice: “Íbamos a medias en todo: me parece que le estoy robando su parte”. La ausencia en el amor no lamenta que nos falte alguien, sino que a quien amamos le falta ya todo. Ese altruismo póstumo es el único del que es capaz el egoísmo férreo y trascendental del amor. La unión amorosa acaba, pero la ausencia no termina nunca. Ocupa con su remordimiento imposible todo nuestro futuro, por largo que cruelmente podamos imaginarlo. Solo una perspectiva resulta más insoportable, la traición de que cese un día. “Il dolore piú atroce è sapere che il dolore passerá”, escribió Pavese. Mantenerse vigilante sin paliativos en la ausencia es seguir fiel a la presencia borrada del amor. Mejor compañía es lo que no está y tanto nos falta que los pecios superfluos arrastrados por las mareas ajenas del mundo...”[2]

 Un personaje de la novela de William Maxwell[3], “Adiós, hasta mañana”, ante la muerte de su madre expresa:

Me aferraba a la idea de que si las cosas permanecían exactamente como estaban, si teníamos cuidado de no dar ningún paso en ninguna dirección, conseguiríamos en cierto momento que todo volviera a ser como antes de que ella muriera. Yo sabía que no era una idea muy razonable, pero la alternativa, el hecho de que cuando la gente muere desaparece de verdad, y, por tanto, nunca volvería a ver a mi madre”[4].

 Y también Javier Marías por medio de Berta, personaje principal de su novela “Berta Isla”: “Uno tiene la sensación- y es duradera, a vecas enfermizante- de que al acabamiento de una persona cercana y querida, que forma parte de nuestra vida lo mismo que el aire, es una especie de falsa alarma o de broma o de ficción, una conjetura o un producto de nuestra imaginación más medrosa, y por eso el sueño nos confunde a menudo: soñamos con el difunto, lo vemos moverse y acaso tocarnos o penetrarnos, lo oímos hablar y reír, y al despertar creemos que está escondido y va a aparecer, que no puede haberse desvanecido para siempre, que fue la vigilia la que nos engañó que tardará más o menos, pero volverá…le cuesta mucho comprender, al sentimiento y a la razón, que ese ser tan próximo se haya convertido incongruentemente en un desterrado del universo”[5].

La muerte del primer ser querido es la primera cornada de ese toro indómito de la realidad. Conozco ese toro, me he topado con él, acostumbro recibir certeros golpes de la vida, he mordido polvo y ese toro furioso de la derrota ha embestido mis esperanzas con especial ensañamiento, y siempre recobro el ánimo para seguir adelante en esta lucha perdida de antemano. No abrigo amarguras en mi corazón, pero una cierta tristeza me acompaña. Ya no creo en esos impostores del éxito y del fracaso, simplemente vivo, estoy, soy y voy en la vida, nada más, nada más. Esto digo para convencerme, es tan difícil deshacerse, prescindir de los proyectos personales, no obstante las decepciones uno desea dejar una huella, ¿afán de trascendencia?, ¿vanidad?, sabemos que moriremos y no queremos pasar por la vida como si no hubiéramos existido, aterra el anonimato, aterra convertirse en un ser anodino, quizás es lo que explique el crimen, los asesinos, estafadores, que prefieren el riesgo de la cárcel con tal de vivir su momento de notoriedad, que su rostro y nombre figuren en la prensa escrita y audiovisual.



[1] Fernando Savater, escritor, es Catedrático de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado más de cincuenta obras de ensayo político, literario y filosófico, narraciones y obras de teatro, además de cientos de artículos en la prensa española y extranjera. Algunos de sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas.
[2] Fernando Savater. Ausencia. El país.es, edición del 17 de marzo de 2018.
[3] William Maxwell nació el 16 de agosto de 1908 en Illinois, Estados Unidos, y falleció el 31 de julio del 2000. Con diez años perdió a su madre, episodio que le marcaría de por vida. Su padre volvió a casarse, y la nueva familia se trasladó a Chicago. Se licenció en Periodismo en la Universidad de Harvard. Se casó con Emily Gilman Noyes, con quien tuvo dos hijas. Aunque comenzó su vida laboral como profesor de literatura en la Universidad de Illinois, sería conocido sobre todo por su puesto posterior como editor de ficción para la revista The New Yorker, codeándose con grandes escritores de su tiempo, como J.D. Salinger o John Cheeever. Como escritor, tiene en su haber seis novelas, seis antologías de relatos, un libro de memorias y un compendio de reseñas y artículos. Su prosa detallista y cuidada aborda temáticas en cierto modo autobiográficas: la muerte, la familia y la pérdida. Con la novela Adiós, hasta mañana, Maxwell obtuvo el National Book Award en 1980. http://www.lecturalia.com/autor/1093/william-maxwell.


[5] Javier Marías.Berta Isla. Alfaguara, 2017.

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