El sentimiento de pertenecer a una nación (no obstante las diferencias culturales regionales y locales)[1]: elemento fundamental del Estado
Es decir, a una comunidad integrada por nexos de lengua, pasado,
tradiciones y religión común: nación, viviendo en un mismo territorio y con
vocación de permanecer unidos en el futuro que reclamaba un poder unificado y
unificador capaz de realizar ese desiderátum: Francia, España, Italia,
Inglaterra; Alemania, Rusia, etc. Entre los autores del Derecho Público, la
Ciencia Política, la Sociología y la Historia se ha planteado el dilema acerca
de la relación entre Estado y Nación: ¿Es el Estado la consecuencia en el plano
político, institucional y jurídico del advenimiento de las sociedades
nacionales requeridas en sus procesos históricos de conformación y
consolidación de un poder concentrado y concentrador de naturaleza
suprasocial?; o por el contrario, ¿Son las naciones o sociedades nacionales el
resultado de un proyecto político, social y cultural ejecutado desde el poder
estatal?; ¿Precede la Nación al Estado?; ¿Serían dos procesos históricos
simultáneos y complementarios?
No hay una respuesta única, pues se trata
de un tema complejo, depende de cada país. En el caso de España la unificación
de la pluralidad de reinos territoriales y ciudades autónomas, y la de esa
diversidad de lenguas (castellano, vasco, catalán, gallego), de religiones
(católica, judía, musulmana), de costumbres y usos de la vida civil (cultura),
en una misma entidad nacional caracterizada por la imposición de una lengua y
una religión nacional (el castellano y el catolicismo), fue fundamentalmente
una acción planificada y dirigida desde un centro de poder unificado: el Estado
Monárquico-absolutista representado en la alianza entre Castilla y Aragón. Pero,
para que ese proceso histórico ocurriera ha debido existir en la diversidad de
pueblos de la Península un cierto sentimiento de formar parte de una entidad
más amplia e integradora que las patrias locales, pues sólo por la vía de la
fuerza bruta, de la violencia, es imposible
conformar un Estado-nacional; sin embargo, no puede soslayarse que la
unificación de España no significó la extinción de los sentimientos
nacionalistas de las patrias locales (Savater), en particular, la defensa de
sus lenguas.
Por esa razón histórica, política,
sociológica y cultural la Constitución española de 1978 [2]consagró
un sistema de equilibrios entre la España unitaria y la España plural,
atribuyéndoles autonomía a las diversas comunidades históricas: Cataluña, el
país Vasco, Galicia, Andalucía, etcétera. Es lo que explica que en Cataluña, un
sector de esa comunidad no conforme con el grado de autonomía que le confiere
la Constitución, aspire, contra todo sentido de realidad (económica, política e
institucional) la independencia del Estado-nacional español para constituirse
en un Estado independiente[3].
Diferente ha sido el caso de Israel, pues
la Nación Hebrea dispersa por el mundo (la diáspora), aun cuando los miembros
de esa comunidad unida por la religión y las costumbres ancestrales de la ley
esencial del pueblo judío (el Tora), eran nacionales de una diversidad de
Estados europeos, la tragedia del Holocausto causado por el régimen nazi, los
impulsó a regresar a la Tierra Santa, a Palestina y a la ciudad sagrada,
Jerusalén, la Tierra Prometida, para fundar un Estado que les garantizase el
derecho a vivir en paz y a permanecer al amparo de nuevas persecuciones,
discriminaciones y genocidios.
Y hay casos en los que, por ejemplo el
Reino de Bélgica, la organización del Estado: Federal, Multicultural y
Multilingüe, es reflejo de las particularidades de la sociedad nacional
constituida por tres regiones autónomas: la Comunidad francesa, la Comunidad
flamenca y la Comunidad germanófona; tres Regiones territoriales: la Región
Valona, la Región Flamenca y la Región
de Bruselas; y cuatro regiones lingüísticas:
la Región de Lengua Francesa, la Región de Lengua Holandesa, la Región Bilingüe
de Bruselas-Capital y la Región de Lengua Alemana .
El tema de la nación y del nacionalismo, de
la patria y el patriotismo, no cesa de provocar polémicas y opiniones
controversiales. Savater en su obra ya citada “Contra Las Patrias”, intenta
diferenciar las ideas de nación, nacionalismo, patria y patriotismo. En su
criterio el concepto de “nación” significaba originalmente la pertenencia a un
mismo linaje, a los nacidos de un mismo tronco: la nación de los turcos, de los
hebreos, de los gitanos, de los negros, de los hindúes. De manera que en sus
orígenes, según el autor, el término carecía de connotación política.
Ahora bien, la localización territorial,
que está ausente en el origen de la palabra “nación”, está, “…sin embargo, inmediatamente presente en el
de “patria”, que designa el lugar del
que alguien es nativo. Sin embargo, la evolución que sufre “patria”, de lo
geográfico y afectivo a lo institucional y político, puede fácilmente
comprobarse comparando las definiciones que dan del término tres diccionarios
prestigiosos de diferentes épocas. El de Covarrubias, en 1610, dice
sencillamente: “Patria: la tierra donde uno ha nacido”. En 1734, el Diccionario
de Autoridades establece: “Es el Lugar, Ciudad o País en el que se ha nacido”.
Y María Moliner, en 1971, y de modo más trabajoso afirma: “Con relación a los
naturales de una nación, esta nación con todas las relaciones afectivas que
implica”. De la tierra, en cuanto figura poco más que geográfica, pasamos a los
planteamientos más nítidamente políticos como la “ciudad” o el “país”, y de ahí
a ver la patria identificada con la vivencia de la nación, entendida esta
última como Nación-Estado”[4].
Respecto del “nacionalismo” Savater señala
que se trata de un término más reciente y su origen plantea una paradoja. El
notable filósofo español cita a Karl Schmidt (uno de los “juristas del horror”
“nacionalsocialista) quien afirma que ese vocablo es invención del periodista y
librero Rodolfo Zacarías Becker, detenido en 1812 por Napoleón Bonaparte por supuestas actividades pro-germánicas.
Dicho periodista en su defensa alegó que la Nación alemana no se identificaba
con un Estado único, como si era el caso de la francesa o la española, sino que
se hallaba repartida entre varios: Imperio francés, Rusia, Suecia, Dinamarca y
Hungría, y hasta Estados Unidos de Norteamérica. Savater cita las palabras del
mencionado periodista que conceptuaba la lealtad a cada uno de estos Estados
como el vínculo con la tradicional “fides”o fidelidad germánica, sentimiento
compatible con la preservación del amor a la propia Nación alemana.
“Esta
apego a la nación-
expresa Zacarías Becker-, que podría
llamarse nacionalismo, se concilia perfectamente con el patriotismo debido al
Estado del que se es ciudadano”. Aquí puede verse –comenta Savater- que, contra lo que algunos quieren suponer
el término “nacionalismo” se inventa para designar un sentimiento de
pertenencia étnica o cultural netamente deslindado de la adscripción estatal,
hasta tal punto que uno puede ser –según Becker- nacionalista germánico y buen
patriota francés o sueco. Evidentemente-agrega Savater-, el enraizamiento de la palabra en el lenguaje político moderno no ha
conservado esta paradójica característica…Hoy ser nacionalista es tener
vocación de fundar un Estado Nacional”[5].
El “nacionalismo” ha derivado, sin duda, en
una “ideología”, causa en el orden psico-social de no pocos conflictos bélicos,
especialmente las dos guerras mundiales. De acuerdo con Isaías Berlin, citado
por Savater[6],
“la ideología nacionalista”, sin llegar a sus extremos aberrantes, tiene cuatro
causas fundamentales:
·
Primera,
toda persona, como principio pertenece a una nación, y los rasgos fundamentales
de sus creencias y costumbres es formado por esa pertenencia “…y no puede ser entendido al margen de esa
unidad creadora”[7];
·
Segunda,
los datos o elementos que conforman una nación tienen entre sí una relación
orgánica “…mucho más semejante a las
formaciones de la biología que a las instituciones convencionales, y que por
tanto, la nación no es una unidad que pueda ser creada o abandonada por
voluntad humana, sino que hay en ella algo de natural”[8];
·
Tercera,
las creencias, valores, costumbres, tradiciones, mitos, leyendas, no pueden ser
juzgadas en abstracto, pues forman parte de lo “nuestro”, y por tanto, por ese
solo hecho se han incorporado definitivamente en la esfera de lo afectivo de
quienes forman parte del colectivo nacional;
·
Cuarta,
para colmar las supuestas “necesidades nacionales”, se impone superar cualquier
obstáculo y cualquier consideración de orden moral, hasta el punto que si los “…objetivos de mi patria son incompatibles
con los de otras naciones, debo obligarlas a ceder, aunque sea por la fuerza”[9].
“Resumiendo,
pues, la ideología nacionalista-señala Savater- sostiene el rasgo más importante del individuo humano es su afiliación
nacional (“He visto en mi vida” decía el ultramontano Joseph De Maîstre,“a franceses,
italianos, rusos, etcétera; pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo
encontrado en mi vida; si existe sin yo saberlo”), que tal afiliación tiene
algo de irrenunciable y que justifica, en su provecho, cualquier de actuación
que en otras circunstancias sería abominable”[10].
En Hispanoamérica el nacionalismo, por
cierto, de sesgo antinorteamericano, halla su expresión más importante en el
opúsculo “Ariel “del uruguayo José
Enrique Rodó (1871-1916). Acerca de ese ensayo que cambió la historia ideológica
de Hispanoamérica, de lectura obligatoria en las escuelas secundarias de América Hispánica en los años en que Fidel
Castro entraba triunfante a la Habana (1959), el insigne intelectual mejicano
Enrique Krause escribe:
“No
es casual que haya sido en el Cono Sur, más específicamente entre
Argentina y Uruguay, donde nació el
antinorteamericanismo ideológico. En ambos países, la influencia francesa no es
sólo una elección de origen literario. Con Francia obtienen varias cosas a la
vez: una tradición filosófica, literaria y política muy poderosa, una
confrontación desde un punto de vista de superioridad, con los norteamericanos,
a quienes consideraban rudos y montaraces. Obtienen también…la idea, por
completo ausente de Estados Unidos, de un socialismo que pugnaba por alzar la
condición cultural, educativa y material de las clases pobres, a la vez que
generaba un Estado nacionalista. La influencia de Ernest Renan es profundísima:
su obra ¿Qué es una nación? Es determinante para la concepción de una raza, un
espíritu y un proyecto literario y
político…En la versión de Renan, una nación es “una gran solidaridad” cuya
existencia se ratifica por “un diario plebiscito”; y el espíritu de una nación
reside en “la conciencia ilustrada de sus habitantes”, quienes han de fungir
como guía para el resto de los pobladores. Este idealismo requiere, desde
luego, la capacidad de entendimiento y concordia entre todos los pobladores. Es
decir, requiere una misma lengua, e incluye a todos los habitantes de esa
lengua. Para sus lectores en español, para Rodó desde luego, esta determinación
lingüística significa, desde otro origen, lo mismo que habían propuesto Bolívar
y Martí: toda la América Latina es una misma patria”[11].
Una versión de ese nacionalismo es el
“indigenismo” cuya expresión más radical se halla en la obra del intelectual
peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) y su utopía étnica de peruanizar al
Perú, hacer de esa Nación, una Nación más auténtica. En su obra más importante,
los “7 ensayos de interpretación de la
realidad peruana”, publicada en 1928, Mariátegui se extiende sobre su
interpretación de un socialismo estético “… míticamente
indigenista, económicamente analítico, práctico y espiritual. Juzga racista e
imperialista cualquier propuesta que sostuviera que el indio peruano debía,
antes que otra cosa, elevarse moralmente a sí mismo y ser “educado” para salir
de su sojuzgada y depauperada condición…Hay que olvidarse de Rodó,- señala
Krause en su obra antes citada,-
olvidarse de las pontificaciones de Vasconcelos de una “raza cósmica”.
Mariátegui ve en su “comunismo inka” el modelo a seguir: un regreso a las
raíces comunales. Pero no propone un retorno imposible a una antigua sociedad
agraria. Debemos vivir en un mundo moderno, industrializado. Se trata, más
bien, de un valor que hay que rescatar del pasado, la responsabilidad comunal,
para producir el fin de la tiranía gamonal”[12].
[1]La especificidad del modelo estatal, como fue
progresivamente construido en Europa, se caracteriza por varios y complejos
elementos entre los que Chevallier destaca “La
existencia de un grupo humano, la nación, implantado en un territorio, más allá
de la diversidad y de la oposición de los intereses de los miembros, por un
vínculo más profundo de solidaridad: apoyándose en la nación, el Estado es la
expresión de su potestad colectiva ; es la forma superior de la nación, la
proyección institucional que le confiere permanencia , organización y poder”. Chevallier,
El Estado Postmoderno, opus cit.
p. 36.
[2]Respecto de la
Constitución española considero oportuno transcribir parte de un artículo
publicado en el país. es de fecha 2 de diciembre de 2013, titulado ¿Debe
reformarse la Constitución?, cuya autoría es el profesor de Derecho
Constitucional, Francis de Carrera: “El próximo día 6 se cumplirán 35 años del día en
que el pueblo español ratificó mediante referéndum la actual Constitución con
un resultado favorable apabullante. Desde entonces, cada año se conmemora
oficialmente ese día aunque sin otorgarle el rango de fiesta nacional, tal como
debería ser. Porque, en efecto, la Constitución de 1978 es la gran constitución
española, la primera en nuestra historia con carácter normativo, es decir, la
primera que ha sido efectiva en la realidad social. Es cierto que aún no es la
más longeva, dado que la canovista de 1876 duró 48 años. Pero la influencia del
texto constitucional en nuestra vida social y política es incomparable con
cualquier otra. A excepción de la Constitución de Cádiz y de la republicana de
1931, que apenas tuvieron vigencia, las constituciones anteriores fueron normas
más parecidas a una ley que a lo que hoy es una constitución ya que podían ser modificadas
por simples decisiones parlamentarias, sin ni siquiera requerir mayorías
cualificadas. Incluso se dio el caso de que la Constitución de 1845 fue
modificada en una ocasión por decreto-ley. En realidad, se llamaban
constituciones por las materias que regulaban (instituciones políticas y
derechos fundamentales) pero su rango normativo no era otro que el legal. La
Constitución actual, en cambio, es una norma emanada del poder constituyente
que reside en el pueblo español, no de un poder constituido (art. 1.2 CE); su
procedimiento de reforma es distinto y más dificultoso que el de las demás
leyes (arts. 166-169 CE); y, además, su rango jerárquico es superior al resto
de normas del ordenamiento (art. 9.1 CE), pudiendo el Tribunal Constitucional
declarar nula cualquier norma con rango de ley contraria a la Constitución
(arts. 159-165 CE). Por tanto, se trata de una norma jurídica suprema, debido a
que emana del poder constituyente, y esta superioridad está garantizada por
todo el entramado de poderes públicos que forman el Estado, tanto legislativos
como ejecutivos y jurisdiccionales, cada uno dentro de sus competencias
respectivas. Es en este sentido que la Constitución actual, tanto por su
legitimidad como por eficacia jurídica, es incomparable con las anteriores. Su
valor político radica en que fue aprobada por una gran mayoría mediante
consenso. Pero todavía es más incomparable desde el punto de vista político
dado que es la primera en la historia, y aquí no hay excepciones, aprobada
mediante el acuerdo de la inmensa mayoría de parlamentarios, al utilizar como
método de elaboración el famoso consenso y, además, ratificada después por
todos los ciudadanos en referéndum. No hay duda que todo ello ha dado a la
Constitución un altísimo grado de legitimidad. Como sucede en las democracias
maduras, en España el debate político sobre una determinada propuesta o medida
suele empezar por su grado de legitimidad constitucional, es decir, por si
dicha propuesta o medida es o no adecuada a la Constitución. Sólo después se
pasa a tratar sobre su oportunidad o conveniencia políticas. Ello supone
aceptar, implícitamente, que antes que nada la Constitución debe cumplirse y
que la lealtad a la misma es ya de por sí uno de los más sólidos valores de la
convivencia. Sólo recuerdo dos casos significativos en que la deslealtad ha
sido manifiesta. Primero cuando el Parlamento vasco aprobó la iniciativa de
reforma estatutaria propuesta por Ibarretxe sobre la insólita base de que la
soberanía residía en los derechos históricos. Una propuesta tan frontalmente
contraria a la Constitución, además de disparatada, sólo era comprensible desde
la deslealtad constitucional. El segundo caso fue la descalificación del
Tribunal Constitucional por parte de los nacionalistas catalanes (incluido el
PSC) con motivo de la sentencia sobre el Estatuto de 2006, alegando que, al
estar ratificado mediante referéndum, había razones “democráticas” que impedían
declarar inconstitucionales sus preceptos. También en este caso parecía tener
más peso la deslealtad constitucional que una improbable ignorancia jurídica.
Se trata, sin embargo, de dos casos excepcionales, lo general ha sido el
respeto a la Constitución aun no estando de acuerdo con algunos de sus
preceptos o con la interpretación de los mismos. Hoy, sin embargo, el texto
constitucional es objeto de constantes críticas y de numerosas propuestas de
reforma. La escasa valoración de los políticos, y de la política misma, por
parte de los ciudadanos, contribuye a ello. No obstante, estas críticas y propuestas
no son desleales con la Constitución sino todo lo contrario en el caso de que
los cambios que se propongan sean encauzados por los procedimientos”.
[3] Con relación al tema de
la pretensión de un sector de la comunidad de Cataluña de desprenderse del Estado
español para convertirse en un nuevo “Estado soberano”, en un artículo
publicado en el diario el pais.es de fecha 26 de mayo de 2014, “La distorsión
del derecho a decidir”, cuya autoría pertenece a Raquel Marín, se expresan,
entre otros, los cometarios siguientes:“Estos días he leído dos ideas en torno a los derechos humanos que
suenan a paradoja pero quizá no lo sean tanto. Liborio Hierro, uno de nuestros
más serios investigadores sobre el tema, advierte en un libro reciente, Autonomía individual frente a autonomía
colectiva, que también puede darse el caso de que ciertos “poderes
viejos” hagan suyo el lenguaje de los derechos para revestirse de una
legitimación nueva y volver a dominar a las personas. Por su parte, Joshua
Greene, en un libro muy discutido, Moral
Tribes, desliza la idea de que los derechos pueden ser esgrimidos
también como un arma que nos permite blindar nuestros sentimientos como si
fueran hechos concluyentes, no negociables. Si tengo derecho a algo, el asunto
está zanjado: no caben más argumentos. Me parece que ambos tienen razón:
invocar los derechos puede ser una estrategia de ciertos poderes sociales para
controlar a las personas de otra manera, y apelar a ellos hace difícilmente
negociables los desacuerdos morales y políticos en los que esos derechos
anidan. Esas dos advertencias son aún más pertinentes cuando el lenguaje de los
derechos no es usado para referirse a personas individuales sino a supuestas
entidades colectivas, como las minorías, las naciones o los “pueblos”. En este
caso, las distorsiones tienden a incrementarse por dos razones: en primer
lugar, los poderes y sus intereses disimulan su verdadera condición mediante el
subterfugio de presentarse como la voz de la entidad colectiva: no soy yo el
que habla, es la nación, el pueblo y sus derechos, lo que habla a través de mí.
En segundo lugar, los ciudadanos son empujados a un ejercicio sentimental de
traslación de su identidad a la entidad moral superior y muchos acaban por
creer que lo mejor o lo más importante de lo que son se lo deben a su
pertenencia al todo. Si se pone en cuestión la entidad colectiva se ponen en
cuestión sus derechos y hasta su propia identidad personal. Los ciudadanos son
empujados a trasladar su identidad hacia una entidad moral superior. Esa representación
mágica que pretenden algunos voceros del nacionalismo es, naturalmente, una
impostura, pero tiene unos efectos demoledores sobre la deliberación de los
problemas públicos. Quienes la detentan parecen creerse autorizados para
imprimir un turbio sesgo a su favor en el debate público y promueven para ello
una vergonzosa parcialidad en los medios que administran. La justificación que
esgrimen se presenta como algo natural: si se pone en cuestión el derecho
colectivo se pone en cuestión la patria. Y por lo que respecta al mensaje que
se proyecta sobre el ciudadano, lo que se busca es que quienes habitan ese
espacio se abandonen al sentimiento colectivo y estén dispuestos a sacrificar
sus derechos individuales ante el altar de la entidad moral superior. Distorsionado
así el debate público sobre los derechos que se tienen, y entregados los
ciudadanos a la identidad enajenada, el lenguaje de los derechos se torna, en
efecto, en un instrumento de dominación y queda blindado ante cualquier
negociación. Lamento tener que decirlo, pero la atmósfera de la discusión es
hoy francamente irrespirable en Cataluña, y está lejos de lo público que debe
ser una deliberación libre”.
[4]Contra
las Patrias, opus cit, p. 33
[6]
IBIDEM; p. 37
[7]
IBIDEM; p, 37
[8]
IBIDEM, p. 37
[9]
IBIDEM, p, 37
[10]
IBIDEM, pp., 37-38.
[12] IBIDEM; p.
129
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