Las dos acepciones de la palabra "reconocimiento"
Las dos acepciones de la palabra
“reconocimiento”
Henrique Meier
Hablar de reconocimiento exige distinguir
dos acepciones diferentes de dicho vocablo. Según Fernando Savater-ese Sócrates
de nuestro tiempo- (espero que no sea forzado a beber un veneno, cicuta, como
el genial griego), la humanidad se contagia por el reconocimiento de los otros.
Savater no alude al reconocimiento como el valor otorgado a la persona por sus
supuestos méritos y virtudes (la obsesión de la fama y el buen nombre, el
significado al que me he referido anteriormente), sino al hecho básico,
elemental, de la gregariedad, pues es la mirada de los otros, su trato, lo que
nos hace humanos. La brillante escritora norteamericana Joyce Carol Oates lo
expresa de forma clara y concisa:
“Nuestro gran
filósofo William James dijo “tenemos tantas personalidades como personas nos
conocen”[1].
A lo que yo añadiría: “no tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca.
Si no hay personas a las que aspiramos (a) convencer de que merecemos existir”.
En el mito de Tarzán, el rey de los
monos, el niño amamantado por un gorila hembra al quedar huérfano en la selva, y,
por tanto, criado entre los animales, no se reconoce como humano hasta que en
una expedición un científico francés lo descubre y lo lleva consigo a la
civilización. El joven Tarzán no hablaba, emitía gruñidos, no caminaba erguido
sino como los simios, comía con las manos, no se percibía diferente a la manada
de gorilas. La adhesión a las ideologías fundamentalistas: nazismo, comunismo,
fascismo, nacionalismo chauvinista, islamismo extremo, basadas en la perversa
idea del “enemigo objetivo”, produce en sus seguidores un proceso psicológico
mediante el cual los individuos que forman parte del enemigo objetivo(judíos,gitanos,negrosymestizos,capitalistas,burgueses,contrarevolucionarios,extranjeros,
cristianos) no son considerados como personas portadoras del derecho a la vida
y la libertad en sus diversas expresiones, como no lo fueron los “esclavos”
hasta la abolición de esa oprobiosa institución histórica. Y así el judío era
conceptuado en la Alemania nazi como “sub-humano”, Fidel Castro llamaba
“gusanos” a los contrarrevolucionarios. El enemigo objetivo es el individuo,
hombre o mujer, que por su pertenencia a una categoría racial o social, o por
sus ideas políticas, representa una amenaza al proceso de estandarización
indiferenciada ejecutado por el Estado totalitario para asegurar la unidad
monolítica de la “nación”. Puesto que no son “humanos” como “nosotros” no los
reconocemos, no son nuestros “semejantes”, nada impide, desde el enfoque de la
“moral nazi”, “comunista”, “fascista” esclavizarlos, someterlos a experimentos “científicos”,
asesinarlos, utilizar su piel para fabricar lámparas (en el caso de la Alemania
nacional-socialista).
Respecto de la otra acepción de la
expresión “reconocimiento” en lo atinente al mérito o valor propio y al ajeno,
al juzgarnos, no podemos sustraernos a la atracción de los extremos, antes
señalada: la autocomplacencia, o la crítica severa de nosotros mismos. Hace más
de 40 años cuando estudiaba Derecho en la Universidad Central de Venezuela, una
amiga, bella e inteligente mujer que estudiaba Letras en la misma Universidad,
al enterarse que escribía poemas me pidió le permitiría leer algunos que tenía
en una carpeta, pues acostumbraba a
esconder en esa carpeta un libro y una libreta, para leer y escribir versos
clandestinamente en aquellas clases de tediosas asignaturas como el Derecho de
sucesiones que siempre he aborrecido (así como al profesor que dictaba la
materia, se sabía de memoria los artículos del Código Civil y se jactaba: “A ver bachiller, busque en su Código el
artículo xxx, dice así… ¿no es cierto?” y ante la confirmación del
estudiante, el grupo exclamaba admirado “Ahh”,
y yo para mis adentros “ojalá
modificaran todos esos artículos para que este cabrón tenga que aprenderse de
memoria los nuevos”). A los días la amiga me devuelve la carpeta con los
poemas: “no soporté esos poemas, eres el
inquisidor de ti mismo”.
“Víctima de mí mismo. Este inquisidor que vive en mí, insoportable inquilino de mi cuerpo.
Tigre que día y noche acecha, muerde mi alma, me angustia, esta interminable
desazón, siempre dudando de mis intenciones, actos, omisiones. Sólo en las
tardes a la vista del crepúsculo, o en el último sueño de la madrugada,
abandona su tono acusador- ¿Qué consciencia es esta que agota mis días
preguntándome por mi valía?, recapitulando sin cesar el pasado, deslizando el
artero veneno de la duda. Procesado y condenado por este tribunal que me
habita, soy víctima de mí mismo”. En verdad para esa época fui un crítico
implacable conmigo, ahora no tanto, sin embargo, nunca he tenido una “buena
consciencia” y más desde que me contagió Ciorán:
“El escéptico
para desesperación del demonio, es el hombre inutilizable por excelencia. No se
engancha, no se fija a nada: la ruptura entre el mundo y él se acusa con cada
acontecimiento y con cada problema que ha de afrontar. Se lo ha tachado de
diletante, porque se complace en minimizarlo todo; en realidad, no minimiza
nada, simplemente vuelve a colocar las cosas en su lugar. Nuestros placeres
como nuestros dolores, se deben a la importancia indebida que atribuimos a
nuestras experiencias. Así el escéptico se afanará por poner orden no sólo en
sus juicios, lo que es fácil, sino también en sus sensaciones, lo que es más
difícil”[2].
La paradoja de la importancia personal
Estoy consciente de que la importancia
personal, la autoestima, mantiene nuestro centro personal, y al mismo tiempo,
si se convierte en arrogancia, en soberbia, en creer que somos mejores que el
resto de la humanidad, caemos en una podrida ilusión, la imagen de sí enceguece
al soberbio, a esa persona que no ve, no vislumbra la otredad, no percibe la
magia del mundo, no presiente la inmensidad porque encerrada en sí misma, en su
capullo, alimenta su imagen, su importancia personal día a día. Y así su vida
va cayendo progresivamente en una rutina insoportable (origen del stress), se
hace intolerante, mezquina, egoísta, cruel, perversa, únicamente acepta como
verdad sus opiniones, por más disparatadas e irreales que fueren. Años de esfuerzo
y disciplina se requieren para disminuir el tamaño del ego personal, para
entender que no somos el centro del mundo y pretender que todo gire a nuestro
alrededor (Yo el supremo). ¿Cómo puede haber diálogo entre dos egocéntricos?,
el uno habla y el otro no escucha lo que dice su interlocutor, está pensando su
respuesta sin importarle para nada lo que le están expresando, y viceversa; de
ahí la expresión irónica “diálogo de sordos”. Y más si hay terceros presentes,
el interés de los “dialogantes” es quedar bien, aplastar, derrotar, hacer
quedar mal al otro, lucirse ante el auditorio, el triunfo del ego, la muerte de
la comunicación.
Pero, si reducimos la importancia
personal se produce una brecha en el capullo creado por la imagen de sí, y al
quedar liberada esa energía es posible dejar entrar al espíritu (el infinito),
esa fuerza (Dios) que ordena todo lo existente. El alma, sí, el alma, palabra
hoy excluida de la poesía, el arte, la ciencia, ha sido reducida a componentes
químicos y físicos ubicados en el cerebro, y sin embargo, es lo único real,
verdadero, en este espejismo de la vida, trasciende al dolor, al infortunio, a
la locura, a la propia muerte, aunque no dejo de dudar cuando pienso en esa
enfermedad cerebral: el “alzhéimer”, el horror de perderse en sí mismo, de
olvidar todo, la paulatina muerte de la conciencia, ¿qué sucede con el alma de
los que sufren esa enfermedad?, ¿adónde va?, ¿desaparece?. El padre de un buen
amigo, médico él y a quien conocí en vida, a los 85 años comenzó a mostrar los
síntomas, reunió a su familia y les dijo
“Prepárense, dentro de poco no seré el mismo, no me reconocerán, no los
reconoceré, no me reconoceré”. Cuando falleció fui a su entierro y mi amigo
me comentó con dolor: “es su segunda
muerte”. Tengo otro amigo muy querido, vecino durante más de veinte años,
que nació en la misma fecha que yo: 24 de diciembre de 1945, celebramos muchos
onomásticos juntos, y hoy padece de ese mal, su esposa, mi amiga, se vio
obligada a ingresarlo en una institución especializada. La última vez que
estuvimos juntos, hace dos años, todavía la enfermedad no había hecho sus
estragos, me reconoció, bebimos y cantamos rancheras en casa, esas canciones
que en el pasado disfrutamos juntos de alguna manera le despertaban la memoria
en su proceso de olvido, estaba eufórico, daba gritos de alegría, “Así se canta Enrique, fuerte, más fuerte,
carajo” y chocábamos las copas. Sé que esa fue nuestra despedida. Hace 14
años le dediqué estas palabras:
“Para un amigo que celebra la vida
Todavía nos quedan
algunos días
Para brindar por
la vida
¿Qué más?
Transeúntes
Efraín
-eso somos-
Simples viajantes
Pasajeros
precarios
De este frágil
tren que se llama vida
Vamos acumulando
años
Por suerte aún
estamos vivos
Brindemos por ese
milagro
Hoy en esta otra
Y única navidad
Con las barbas
Encanecidas
No hay tiempo
amigo
Choquemos copas
Mañana puede ser
tarde”.
(24/12/2002)
¡Carajo! ¿Cómo iba a pensar que
efectivamente para él ese mañana se haría realidad? Hoy 24 de diciembre de 2016
cumplimos 71 años, mi amigo no lo sabrá, ya habrá olvidado hasta su nombre,
ello me produce un profundo pesar, con dolor y tristeza alzo mi copa por ti
querido amigo, aunque tu memoria se haya esfumado, yo no te olvidaré hasta el
día de mi muerte. Sobre el alma,
Manuel Vincent escribe:
“Mientras Gardel
vuelve con la mente marchita de no se sabe dónde, pienso que si el alma humana
existe, solo si no tiene masa y por tanto tampoco tiene peso, podría ir al
cielo o al infierno a la velocidad de la luz cuando con la muerte se separe de
tu cuerpo. Pero no está demostrado que el alma exista, sobre todo que la tengan
algunos hijos de perra, y por otra parte si el paraíso y el infierno están
situados en un punto extremo del universo, sin duda, tardará miles de años luz
en llegar; en cambio estos pensamientos inanes con los que paso la noche, que
tampoco tienen peso alguno, congelan el tiempo y el espacio y superan la
velocidad de la luz porque al recordar alguna magdalena de Proust de mi niñez
la vuelvo a vivir en la memoria y si pienso en la estrella más remota de la
última galaxia, solo de pensarla, ya estoy en ella; aunque de esa estrella se
vuelve, como Gardel, con la mente tan marchita y cansada que uno enseguida se
queda dormido”[3].
[1]
Joyce Carol Oates. Mamorias de una Viuda.
Alfagura, 2011. (a) un error del traductor del inglés o de tipeo.
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