Somos seres complejos, contradictorios, frágiles, limitados.
Somos seres complejos, contradictorios, frágiles, limitados
Henrique Meier
Es falso ese
idiota o ingenuo optimismo de los libros de “auto ayuda” que postulan el “cielo
como límite”, es decir, que cualquier individuo puede con su sola voluntad y
esfuerzo superar todo tipo de obstáculos para alcanzar su sueño personal,
ascender, ascender, ascender (la utopía del “sueño americano”). De modo que los
“triunfadores” deben sus “éxitos” a sí mismos, como los “perdedores” sus
fracasos a su propia culpa. Expresión de una concepción hiperindividualista que
prescinde de las limitaciones personales, y de las del entorno social. Estoy
convencido de que hacia arriba hay un techo, el cielo no es límite alguno,
pocos, muy pocos son los hombres y mujeres que descollan en los diferentes
ámbitos de la ciencia, la investigación, las invenciones, el arte, la política,
la economía, el deporte. En cambio, hacia abajo, cuando un individuo o una
sociedad comienzan a degradarse, a destruirse, esa caída en el abismo es libre,
termina con el suicidio de la persona, o su muerte por el deterioro de su
salud, o en la miseria social, respectivamente. Es lo que les sucede a los
drogadictos, a los alcohólicos y a quienes sufren de una grave e irreversible
depresión sicológica. En el caso de los pueblos, Venezuela es un ejemplo
emblemático; en un libro de mi autoría escrito hace 14 años expreso:
“El drama que hoy vive el país confirma el
axioma antropológico- la experiencia histórica es irrefutable- de las
potencialidades limitadas de crecimiento y progreso, y a la inversa, las
ilimitadas de degradación. Hacia arriba siempre hay límites, tanto individual
como colectivamente la humanidad tiene techos históricos; en cambio, hacia
abajo la caída es libre cuando el síndrome de la autodestrucción se apodera de
un individuo o de un pueblo. Siempre se puede estar peor. No hacen falta
grandes esfuerzos. La elección de Chávez Frías en 1998 y su “relegitimación” en
el 2000 constituyen la más elocuente prueba de un pueblo que se decidió por la
peor de las opciones electorales. Poner en manos de un demagogo sin par, un
hombre de claras, evidentes y notorias tendencias autoritarias y autocráticas,
y con un discurso contrario a la supuesta “cultura democrática” del país, que
jamás ocultó, el destino del Estado y la sociedad, dado el tradicional poder
del Presidente de la República (presidencialismo) reforzado en la Constitución
de 1999. La anticultura del caudillismo mesiánico, del cesarismo democrático,
del militarismo, del hombre fuerte, del salvador de turno, pudo más que los
logros en materia de libertades y relativa prosperidad en los 40 años de
gobiernos democráticos alternativos”[1].
Es también
emblemática, en lo que respecta a un individuo, la novela de Albert Camus “La
Caída” (“La Chute”, 1956). La historia de Jean Baptiste, personaje que relata
su degradación, el proceso existencial de su caída. Un abogado que al inicio de
su relato se define como “juez penitente”, defiende principalmente a viudas y
huérfanos y no cobra honorarios a los pobres en Ámsterdam en la época de la
postguerra. En el bar “México City” Jean Baptista narra su tragedia a un
desconocido. En el momento en el que cuenta su historia personal es un hombre
arruinado, pero le dice a su interlocutor que en su juventud disfrutó de una
fortuna considerable. Como abogado procuraba ser honesto y estar del lado de lo
justo. Era también artista y deportista, generoso, educado, bondadoso,
idealista. Aspiraba ser considerado como un hombre de honor, íntegro y
respetado, con amargura confiesa que al descubrir las injusticias humanas, el
abuso de los poderosos, la corrupción, las mentiras, la doble moral, ese mundo que
él creía “perfecto” se le desplomó. Ese personaje camusiano, como la obra entera
de este insigne escritor, se caracteriza por su complejidad y las
contradicciones, cambia de opinión en el transcurso del relato de su vida, sus
reflexiones y anécdotas expresan el estado de desconcierto y confusión del
hombre de la postguerra, esa época de las ilusiones desvanecidas, el
escepticismo de la filosofía y la novelística existencialista europea. Al
principio de la novela pareciera que Jean Baptiste es ateo, pero conforme
avanza la narración de su historia se descubre que sí cree en una fuerza divina.
Clama a Dios para defenderse y excusarse de algunos de sus actos. No cuestiona
la existencia de Dios, sino su efectividad para con los hombres, cree que no
castiga los actos humanos injustos, sino que son los hombres los que lo hacen.
Por boca de ese personaje Camus expresa su convicción respecto del libre
albedrío, de la libertad personal y de la historia como hechura de los hombres
sin intervención de divinidad alguna. Una lectura detallada presenta un
espejo ante el cual observamos lo deleznable de la moralidad convencional, así
como las inconsistencias de todo ser humano. No falta una aguda alusión a la
ocupación nazi en Francia y a la guerra, con sus horrores y sufrimientos. Sus
planteamientos sobre el balance entre la justicia y las libertades individuales,
el temor a un futuro en que esos valores sean enterrados por el egoísmo de los intereses
personales, hacen que ésta obra tenga inusitada vigencia. Y es que, luego de 62
años de publicada, las reflexiones de Camus por medio de su personaje son de una
dramática actualidad. Las injusticias y violación a las libertades individuales
y derechos humanos en no pocos países de la comunidad internacional, la codicia
y el culto al poder que caracterizan el mundo de nuestros días, la
posibilidad de un holocausto nuclear, conspiran contra la esperanza en un mundo
mejor.
Si, la caída, la
caída, rodamos cuesta abajo por el abismo de la degradación, vivimos sin marcos
de referencia axiológicos, -la era de la diosa tecnología-, mientras millones
de personas padecen hambre, persecución, injusticias, sigue la carrera hacia
una nueva confrontación bélica que puede liquidar toda forma de vida en el
Planeta. En otra de sus obras, el ensayo el “Hombre rebelde” (1951), Camus
plantea su concepción de un humanismo “inmanente”, la rebelión como acto del
hombre informado que tiene plena consciencia de sus derechos:
“Si en el mundo sagrado no se encuentra el problema de la rebelión, es
porque, en verdad, no se encuentra en él ninguna problemática real, pues todas
las respuestas han sido dadas de una vez. La metafísica está reemplazada por el
mito”[2].
Según Camus, el hombre rebelde es el hombre
que trasciende lo sagrado, que reivindica un orden estrictamente humano en el
que las respuestas a las interrogantes esenciales de la existencia prescinden
de la dimensión metafísica, es decir, un hombre que busca en sí mismo, en su
razón, el sentido de la vida. Es así como para el hombre rebelde, el que asume
en soledad su libertad personal, toda interrogación, toda palabra es rebelión,
mientras que en el ámbito de lo sagrado toda palabra es aceptación, acción de
gracias. Camus intenta demostrar que no puede haber para el individuo más que
dos universos posibles: el de lo sagrado o de la gracia, y el de la rebelión. La
desaparición de uno equivale a la aparición del otro. Camus, en su humanismo
inmanente, y su rechazo de lo sagrado, obvia las rebeliones ocurridas en
determinadas épocas históricas inspiradas en una concepción sagrada de lo humano
(por ejemplo, los mártires cristianos que inmolaron sus vidas defendiendo su fe, la creencia en un orden sagrado
superior al humano).
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