El reconocimiento, respeto y garantía de las libertades y derechos fundamentales de la persona humana: finalidad prioritaria del Estado democrático de Derecho, publicado en soberanía.org, página clausurada por la narcodictadura militarista comunista terrorista.
El
reconocimiento, respeto y garantía de las libertades y derechos fundamentales
de la persona humana: finalidad prioritaria del Estado democrático de Derecho
Prof.
Henrique Meier
El
axioma “El Estado está al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del
Estado” sintetiza el primero y fundamental principio-valor del Estado de
democrático Derecho en cualquiera de sus modalidades históricas del pasado y
del presente.
La primera consecuencia (1) de
este postulado axiológico es que el Estado no se justifica en sí mismo, ni en
los fines de las doctrinas e ideologías de los absolutismos de los Siglos XVI
al XVIII, y los totalitarismos de los Siglos XX y XXI, para pretender legitimar
la supremacía de un hombre sobre los individuos y la sociedad: el Rey (absolutismo
monárquico), un caudillo mesiánico (populismo militarista); o de una
colectividad abstracta: el Estado (fascismo), la Nación-raza
(nacionalsocialismo), el Partido-Estado (socialismo autoritario o comunismo) y
así “justificar” la abolición de las diversas expresiones de la
libertad-autonomía (libertad ambulatoria, de tránsito, de conciencia, información, opinión, expresión, culto,
trabajo, profesión, arte, oficio, empresa, inviolabilidad del hogar, de la
correspondencia, derecho de propiedad etc.) y de la libertad-participación
(sufragio, derecho a postularse para cargos de elección popular, derecho a
fundar organizaciones políticas y a formar parte de las mismas, a manifestar pacíficamente y sin armas,
derecho de reunión con fines políticos, etc.).
En efecto, a diferencia del “constitucionalismo
democrático,” en el “constitucionalismo estatalista” (fundamento
político-jurídico de los Estados totalitarios o Estados policiales) se
establece la superioridad absoluta del poder sobre el individuo, del poder respecto
de la libertad, y como lógico corolario de ello, la eliminación de la autonomía
de la persona humana y de la sociedad (organizaciones políticas, económicas,
sociales, sindicales, educativas y culturales; en pocas palabras, extinción de
la sociedad civil).
Al
respecto, en el artículo 62 de la Constitución de la Ex Unión Soviética (1977)
se expresaba: “El ciudadano de la Unión Soviética debe velar por los
intereses del Estado soviético y contribuir al fortalecimiento de su poderío y
prestigio”. El vocablo “poderío” según el reconocido constitucionalista y
politólogo, Maurice Duverger, expresa las relaciones de dominación en el ámbito
de las poblaciones de animales donde el más fuerte y fiero impone su fuerza bruta para
liderar una manada, un rebaño. El
león que se halla a la cabeza de una
manada conservará su liderazgo mientras cuente
con capacidad para aniquilar a cualquiera que le dispute su poderío; de
lo contrario, será desplazado por el espécimen con mayor vigor físico
(usualmente más joven).
Duverger
diferencia al poderío del poder, atribuyéndole a ésta última palabra un
significado antropológico: las relaciones de dominación entre los hombres
caracterizadas, en el concepto del maestro francés, por la existencia de límites
políticos, jurídicos, institucionales, éticos, sociales, culturales. El poderío
sería inherente a la implacable ley darwiniana de la selección de las especies
(sólo sobreviven los más fuertes) que rige en el orden ecológico, mientras que
el poder a la aspiración humana de construir un orden social justo y civilizado
sustituyendo a las “leyes de la naturaleza” por las leyes civiles o de la
ciudad.
Pues
bien, en el contexto ideológico del totalitarismo soviético no cabía la
posibilidad de ciudadanos titulares de derechos y libertades frente al Estado.
El “nuevo hombre” de la sociedad socialista era apenas un engranaje de esa gran
maquinaria a la que se refería el padrecito de los pueblos, el genocida Stalin,
cuando brindaba en su oficina del secretariado general del Partido Único, por
el “éxito” de la industrialización de Rusia ejecutada a costa de millones de
vida de los “kulak” (campesinos considerados como “terratenientes”)
sacrificados en la colectivización forzosa del campo. Todo se hallaba supeditado
al poderío soviético, al aumento progresivo, sin atenerse a límite alguno,
prescindiendo de cualquier coste humano (social), del poder militar,
industrial, científico y tecnológico del Estado.
Esa “concepción mediatizada” de la persona
humana está presente también en el artículo 5º de la Constitución de Cuba
(1976) que califica al partido comunista como la fuerza dirigente “superior” de
la sociedad y el Estado: “El Partido
Comunista de Cuba, martiano y marxista leninista, vanguardia organizada de la
nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, que
organiza y orienta los esfuerzos comunes
hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la
sociedad comunista”.
Al
igual que en el caso de la Ex Unión Soviética, el “ciudadano cubano” está al
servicio del Partido-Estado y de los “altos fines” de la construcción del
socialismo y de la meta final: la sociedad comunista. En consecuencia, la
persona en Cuba no es un fin en sí, no se le reconoce dignidad, es parte de ese
engranaje colectivo por el que
alzaba su copa Stalin, de ese
supuesto esfuerzo común para avanzar hacia la “sociedad perfecta”. Tal objetivo
“justifica” la abolición de los derechos humanos, la crónica insuficiencia de
los bienes materiales requeridos para la satisfacción de las necesidades
primarias, la resignación a una pobre calidad de vida, la imposibilidad de
expectativas de prosperidad y bienestar, y por supuesto, la “dictadura
totalitaria” de los Castro ejercida en nombre del “proletariado”, pero para
beneficio exclusivo de esos “héroes de la Sierra Maestra”, sus familiares y la
burocracia del Partido-Estado (nomenclatura)
El
cinismo y la burla de los Castro y sus cómplices se evidencia de la letra de la citada
Constitución, ya que mientras en su
artículo 1º se garantiza la “libertad política” de los cubanos “Cuba es un Estado socialista de trabajadores,
independiente y soberano, organizado por
todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el
disfrute de la libertad política...”, en el artículo 62 se la niega
empleando un típico enunciado cínico: “Ninguna
de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo
establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del
Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el
socialismo y el comunismo. La infracción de este artículo es punible”.
La ruptura de la
lógica es inocultable: la libertad es la sumisión, pues el “ciudadano cubano”
forzosamente debe ser socialista (comunista): vivir como comunista actuar como
comunista, pensar como comunista. Es así como cualquier acto u omisión
individual o grupal que el régimen considere contrario a la decisión del pueblo
cubano de construir el socialismo y el comunismo es un delito. Lo que explica
la brutal represión de la más mínima manifestación de disidencia (las
palizas recibidas por las “damas de blanco” de manos de fieles súbditos del
régimen en la “Plaza de la Revolución”, las condenas a 20 años de prisión a los 75 disidentes que en
el 2003 osaron criticar al régimen cubano).
Y
es que la “dictadura total” excluye al hombre libre u hombre soberano: el totalitarismo parte del Estado y hace
del individuo el “Estado subjetivado”: “Nada fuera del Estado”, “Todo dentro
del Estado”, “Nada contra el Estado” (el nuevo hombre nacional-socialista o
nazista, fascista, comunista); por el contrario, la democracia parte del
individuo y hace del Estado “el hombre objetivado”.
El
“individuo estatizado” no es tal, y
aunque tenga una individualidad biosíquica, intelectual y espiritualmente
carece de autonomía, ha sido objeto de “estandarización”, el Estado se ha
interiorizado en su mente, vive dentro de él, por tanto, la obediencia
incondicional al poder forma parte de creencias impuestas por medio del sistema
educativo ideologizado (lo que explica el espionaje y la delación que llevan a
cabo los denominados comités de defensa de la revolución en Cuba, desde hace
más de 50 años).
La obsesión del Estado estaliniano (Unión
Soviética 1934-1990), nos dice Pierre Faye
es la “traición al misterio”, al secreto de Estado, de ahí que mientras “El crimen fundamental en la cuenta del
Estado hitleriano será la matanza de los judíos de Europa, entendidos como una
raza y una sangre… la paradoja del Estado estaliniano será el destruirse a sí
mismo, matando a cerca de medio millón de miembros de su propio “aparato”, el
de su partido único “[1]
.
“Stalin trataba de abolir la soberanía-
nos dice Jean Pierre Faye en su obra
citada- y de extirparla hasta la
raíz de una humanidad finalmente indiferenciada. “La subjetividad soberana deja
de estar en juego” y desde entonces “se renuncia a la soberanía, que es
sustituida por la objetividad del poder”, observaba Bataille ya en 1953. Así
“en la sociedad soviética “del estalinismo “el escritor o el artista están al
servicio de dirigentes que no son soberanos, como ya he dicho, más que en la
renuncia de la soberanía”. De ahí se sigue el destierro de “el escritor o el
artista soberano” y el que “no se admita, en general, más que el arte o la
literatura del pasado. Más claramente aún, en el sentido de Bataille, “el poder
es la negación de la soberanía”[2].
De la soberanía personal identificada como libertad-autonomía, no de la
soberanía estatal concebida en los sistemas totalitarios como poder ilimitado.
En
el extremo opuesto, el Estado democrático de Derecho (democracia liberal) como
“hombre objetivado” se expresa en el axioma antes señalado: el poder está al
servicio de la persona humana, y por ende, de la sociedad. Se trata del
complejo y dificultoso proceso histórico de “civilización del poder” y
de “las relaciones de poder” (las
relaciones entre gobernantes y gobernados), es decir, del proceso cuya
finalidad es deslastrar al poder político de la agresividad instintiva primaria
que en los hombres adquiere rasgos de una intensidad sin límites inexistente en
el reino animal: actos deliberados, calculados, de violencia alevosa y cruel,
uso de instrumentos para causar dolor y muerte (la tecnología de la crueldad y
la muerte).
Eric
Fromm distingue dos tipos de agresividad radicalmente diferentes en el hombre: “Una, que comparte con todos los animales es
una pulsión filogenéticamente programada que lo incita a atacar (o a huir)
cuando sus intereses vitales son amenazados. Esta agresión defensiva, benigna,
está al servicio del individuo y de la especie: ella es biológicamente
adaptativa y cesa cuando la amenaza desaparece. El otro tipo, la agresividad
maligna, dicho de otra manera, la crueldad y la destructividad, es específica
de la especie humana y prácticamente inexistente en los mamíferos. No se halla
filogenéticamente programada y no es biológicamente adaptativa, no tiene una
finalidad definida y su satisfacción es libidinosa”[3]
.
La aspiración del “constitucionalismo
democrático” es trascender el hecho desnudo del “poderío”, del dominio basado
en la potencia de la fuerza material (y sus medios: encarcelamiento, torturas,
asesinatos) y en la manipulación y coacción sicológica (y sus medios: amenazas, espionaje, delación, propaganda
falaz, lavado de cerebro) imponiéndole
al Estado límites objetivos mediante controles jurídicamente institucionalizados.
Tal
es la segunda consecuencia (2) de la
finalidad fundamental del “constitucionalismo democrático”, ya que si se quiere
garantizar una sociedad de hombres libres el poder del Estado ha de ser
insoslayablemente limitado, pues todo poder tiende a su extremo, a ser cada vez
más poderío: una dinámica perversa de extensión e intensificación del dominio. El sumun del dominio del “poderío” es reducir
al hombre a la condición de insecto (gusano, en el vocablo Castrista) para
aplastarlo como a una mosca.
Elías
Canetti retrata de manera magistral la esencia del poderío:
“Quien quiere enseñorearse de los hombres busca
rebajarlos: privarlos arteramente de su resistencia y sus derechos hasta que
estén impotentes ante él, como animales. Como animales los utiliza: aunque no
lo diga, siempre tiene dentro de sí muy claro lo poco que representan para él,
frente a sus confidentes los calificará de ovejas o bueyes. Su meta última es
siempre “incorporarlos” y absorberlos. Le es indiferente lo que de ellos quede.
Cuanto peor los haya tratado tanto más los desprecia. Cuando ya no sirven para
nada se libera de ellos en secreto como excrementos, y se encarga de que no
apesten el aire de su casa”[4]
.
De
modo que el objetivo de la concepción del Estado democrático de Derecho es
controlar la tendencia del poder hacia la barbarie o poderío brutal, ilimitado,
a justificarse en sí, o el poder por el poder, aunque se le pretenda barnizar
ideológicamente (“socialismo del siglo XXI”). En el artículo 3º de la actual “Constitución formal” (1999) se
consagra la idea del poder estatal como medio de realización de unos fines
superiores que legitiman su existencia y actuación: “El Estado tiene como fines esenciales la defensa y desarrollo de la
persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad
popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción
de la prosperidad y el bienestar del pueblo y la garantía del cumplimiento de
los principios, derechos y deberes reconocidos y consagrados en esta
Constitución”.
La
defensa y desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad mediante la
garantía del cumplimiento de los derechos y deberes reconocidos y consagrados
en el Título III de la Constitución, es, tópico ya señalado, la primera
finalidad u objetivo del Estado democrático y social de Derecho y de Justicia,
vale decir, “la preeminencia de los
derechos humanos” (Art. 3).
Los
principios cuyo cumplimiento conforman, también, un fin fundamental del poder
estatal son básicamente los valores superiores del ordenamiento jurídico y de
la actuación de los órganos y organismos de dicho poder, a saber: la vida, la
libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la
responsabilidad social, la ética y el pluralismo político (Art. 2).
La
construcción de una sociedad justa y amante de la paz no puede concebirse como
una finalidad exclusiva del poder estatal en el contexto de un régimen político
democrático, al consistir en un objetivo a largo plazo que implica la
participación corresponsable, voluntaria y libre de la sociedad civil por medio
del diálogo y el consenso, exigencia ineludible del principio pluralista.
El
ejercicio democrático de la voluntad popular más que un fin del Estado se
refiere a la naturaleza del gobierno, en su sentido amplio (poderes ejecutivos
y legislativos de la República, los Estados y los Municipios), que debe ser
democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo,
responsable, pluralista y de mandatos revocables (Art. 6).
La
promoción de la prosperidad y bienestar del pueblo también postula la acción
conjunta entre Estado y sociedad (principio de corresponsabilidad) en los
ámbitos económicos, educativos, ambientales y culturales (Arts. 299, 326,
127,106 CN)
En
síntesis, el Estado democrático de Derecho es la única concepción sobre el
poder político (las relaciones de poder) que lo reduce a esa categoría de medio
o instrumento institucional al servicio de fines-valores supraestales cuya
realización le otorga legitimidad de desempeño a los poderes públicos.
Esa
finalidad, en la primera modalidad histórica de Estado de Derecho: el Estado de
Derecho Liberal-Burgués (siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX), con
fundamento en la filosofía del individualismo abstracto, se limita al
reconocimiento, respeto y garantía de los derechos de la libertad-autonomía,
antes mencionados.
Se
parte de la consideración del hombre como individuo aislado sin conexión
social, descontextualizado de sus circunstancias sociales, económicas,
políticas y culturales: reacción a los excesos del despotismo absolutista, y al
concepto del súbdito o vasallo al poder
ilimitado del Rey (tradición de sumisión de la Antigüedad y el Medioevo).
Se
afirma la total “autonomía” del hombre-individuo, de su “libre albedrío”. Sin
embargo, los derechos articulados a la libertad-participación se restringieron
a los ciudadanos (hombres) pertenecientes a la burguesía triunfante (sufragio censitario:
exigencia de poseer determinados estatus de riqueza material para elegir y
postularse a cargos de representación ciudadana). Progresivamente se fue
extendiendo el derecho al sufragio hasta llegar a su carácter universal.
En
la segunda y tercera modalidad histórica del Estado de Derecho: el Estado
democrático y social de Derecho, y el Estado democrático de los derechos humanos
(proceso de evolución del Estado Liberal al Estado social, y del Estado legal
de Derecho, al Estado Constitucional y supraconstitucional de Derecho, segunda
mitad del siglo XX, inicios de este nuevo siglo y milenio), ya no será el
reconocimiento, respeto y garantía de los derechos del individuo abstracto,
aislado, descontextualizado de sus circunstancias sociales en general la
finalidad fundamental del poder estatal,
sino los del individuo como ser social, la persona “situada y
temporalizada” en un medio social y un tiempo específicos, lo que conlleva a la
superación de la idea “insolidaria” y abstracta de sociedad como la mera
sumatoria de los individuos viviendo en un territorio nacional determinado, y
su sustitución por la de una entidad que los integra, sin negarlos, en un sistema vivo, abierto, inacabado y en
parte imprevisible.
Además
de los derechos asociados a la liberta-autonomía y la
libertad-participación, las constituciones y los tratados internacionales en
materia de derechos humanos garantizan los derechos sociales, culturales y
ambientales (derechos de “procura existencial”). Dos principios fundamentan al
Estado Social, y lo diferencian del Estado Liberal: la solidaridad y la
igualdad. Para garantizar la igualdad, el Estado interviene en la esfera
económica y social a fin de proteger, auxiliar y asistir a los grupos, clases y
categorías sociales en real posición de debilidad.
La tercera consecuencia (3)
de la finalidad del “constitucionalismo democrático” es que si el Estado ha de
respetar y garantizar la dignidad de la persona humana y la universalidad de
sus derechos fundamentales: libertad-autonomía, libertad-participación,
procura-existencial, es lógico concluir que para esta axiología (filosofía
política y constitucional) de la organización de las relaciones de poder, el
aparato estatal no puede legítimamente asumir una misión providencial respecto
del individuo y la sociedad, vale decir, no está llamado a procurar una
supuesta “felicidad colectiva” que pasa por pretender cambiar la naturaleza
humana individual y social conforme a un ideal de supuesta perfección (utopía),
cual es el caso de todos los regímenes totalitarios.
La
acción del Estado democrático de Derecho ha de concentrarse en crear,
garantizar, sustentar, promover, fomentar las condiciones materiales,
institucionales y culturales que permitan que toda persona, cada persona, pueda
desarrollar sus potencialidades humanas en el marco de la Constitución y las
leyes (Art. 20 CN). A ello se refiere la Constitución Nacional cuando expresa
que la finalidad del proyecto de sociedad incorporado en la misma es el
“desarrollo humano integral” (Ar. 299), y no la construcción de la sociedad
socialista como paso previo al “paraíso comunista” (Constitución cubana), o el
fortalecimiento del poderío y prestigio del Estado (Constitución de la Ex Unión
Soviética).
Para
la realización de esa finalidad “transpersonalista”, el régimen totalitario
fundamentado en una ideología militante, postula como su misión histórica la
creación de un hombre y una sociedad nuevos, lo que exige forzosamente la
imposición de un pensamiento único para estandarizar a los individuos: la
liquidación de la personalidad individual única e irrepetible mediante el
control total de la educación o “Estado docente”, el monopolio absoluto de los
medios comunicacionales e informativos, y la eliminación de las libertades
intelectuales de información, pensamiento, lectura, expresión, creación artística
y cultural, e innovación.
En
ese sentido, el artículo 39, letra “C” de la Constitución cubana establece que
corresponde al Estado: “Promover la educación patriótica y la formación
comunista de las nuevas generaciones y la preparación de los niños, los jóvenes
y los adultos para la vida social”, para lo cual basa su política
educacional cultural “…en los avances de las ciencias y la técnica y el
ideario marxista y martiano”. Y en el
ordinal “Ch” de ese mismo artículo se
garantiza la libertad de creación artística, “siempre que su contenido no sea contrario a la revolución”. Es
decir, los cubanos son “libres” de crear arte: música, pintura, poesía, prosa,
teatro etc., siempre que su contenido sea “revolucionario”; en pocas palabras,
conforme a los parámetros fijados imperativamente por los
“administradores” de la revolución (la
burocracia del partido y del Estado comunista).
En
el artículo 25 de la Constitución de la Ex Unión Soviética se disponía: “En
la Unión Soviética existe y se perfecciona un sistema único de instrucción
pública que asegura la formación cultural y la capacitación profesional de los
ciudadanos, y que sirve a la educación comunista y al desarrollo espiritual y
físico de la juventud, preparándola para el trabajo y la actividad social” (homogeneización,
estandarización educativa).
Muy
diferente es la finalidad de la educación en un Estado democrático de Derecho.
Así, el artículo 102 de la Constitución Nacional expresa: “La educación es
un servicio público y está fundamentada en el respeto a todas las corrientes
del pensamiento humano, con la finalidad de desarrollar el potencial creativo
del ser humano y el pleno ejercicio de su personalidad…” (Pluralismo educativo).
Es
consustancial a la finalidad del Estado democrático de Derecho, objeto de este
análisis, garantizar el principio de la diversidad y el pluralismo existencial,
intelectual, moral, ético, religioso, político, cultural, educacional. Por esa
razón, la figura del denominado “Estado docente” prevista en el artículo 5º de
la vigente Ley Orgánica de Educación choca contra la letra y el espíritu,
propósito y razón del citado artículo 102 constitucional, ya que con fundamento
en esa norma inconstitucional la “secta destructiva” podría imponer como
pensamiento único a las instituciones educativas públicas autónomas
(universidades nacionales) y a las privadas, “la ideología del socialismo
bolivariano” haciendo nugatorio el respeto a todas las corrientes del
pensamiento humano o libertad de cátedra (la ideologización del sistema
educativo).
Pero, como esa posibilidad no ha podido
implementarse en estos 14 años de “dictadura del siglo XXI”(El Estado total de
la corrupción o corruptocracia), dada la
ineficacia crónica de la mencionada secta, integrada mediante el
criterio “gerencial bolivariano” de la “selección implacable de los peores” (en
los ámbitos técnico, profesional y ético), y la sostenida resistencia de las
instituciones educativas públicas y privadas (profesores, estudiantes,
empleados, padres y representantes), la supervivencia de dicha dictadura
depende, luego de haber demolido las instituciones del otrora Estado de Derecho,
de la definitiva destrucción de los valores y principios que conforman la
cultura del “constitucionalismo democrático”. Ello implicaría que parte
sustancial del país disidente (más de la
mitad de los 28 millones de la población) emigrara a otras latitudes, que el
miedo nos convirtiera en seres absolutamente sumisos, o en fin, que la
susodicha “secta” estuviese dispuesta a organizar campos de concentración y de
muerte, y a proceder como el régimen nacionalsocialista alemán y el estalinista
soviético a emplear métodos de asesinatos masivos.
Ninguna
de esas alternativas podrá llevarse a la práctica. Para los que creen que el
lobo ya llegó, y nada puede hacerse (“los árboles les impiden ver el bosque”),
deben comprender que aún en el probable supuesto del “triunfo electoral” de la mayoría de los candidatos oficialistas a las
gobernaciones el próximo 16 de diciembre, por las razones hartos conocidas
relacionadas con un sistema electoral organizado para impedir la alternancia en
el poder, los días de la “secta destructiva” están contados. Es cuestión de
tiempo.
[1] Faye, Jean Pierre (1998). El Siglo de las Ideologías. Ediciones del
Serbal. España, p.46.
[2] Faye, Opus cit. P.61
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