El mar (Crónica de mi infancia)


El mar

(Crónica de mi infancia)

Voy a ser reiterativo, no me importa, es harto difícil no incurrir en lugares comunes, frases dichas por otros, -no soy el único a quien el mar lo haya llenado de asombro-, pero este es mi testimonio.

“Ya no volveré a pisar tus sagradas playas
donde yace mi cuerpo de niño.
Oh Zante mía, que te reflejas en las ondas
del griego mar donde la virgen ha nacido”

Ugo Foscolo

“Yo soy un hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio…”

Álvaro Mutis

El misterioso e insondable mar, recuerdo haberlo visto por primera vez de la mano de mi madre. Tendría unos 4 años, y pude percibir el verdiazul de sus aguas desde la Plaza Flores. En la casa de los abuelos escuchaba el sonido de la bocina de los barcos en los muelles y el olor del salitre se grabó en la memoria de mis pulmones. ¡Ah, mi querido Puerto!, quizás ya no volveré a mirar el mar desde la Plaza Flores donde aprecié ese milagro cuando aún mi alma no había sufrido las progresivas decepciones al ir descubriendo la realidad del mundo. El escritor español Jorge M Reverte en un aburrido libro sobre su infancia se refiere al mar en términos parecidos a los mios: “…y cogido de la mano de mi prima María Celi, conocí el mar. No sé si María Celi recordará el apretón. Yo sí porque no recuerdo haber dado uno más fuerte en toda mi vida. Estábamos en la playa de San Juan, en el centro de Alicante. Ví el mar cogido de la mano de mi prima. Y al contemplarlo por primera vez se me acabaron las palabras”[1].

 Dediqué unos sencillos versos a la memoria de mis abuelos maternos y paternos: “Oler el salitre, escuchar las olas golpeando las rocas en el malecón, el rugir de los barcos en el muelle, y el mar, el insondable y misterioso mar…”. He aquí otro que encontré escrito en una página en blanco al final del ejemplar de libro de Saramago “La Balsa de Piedra” que leí en 1999:

“Mar

De solo contemplarte
Impasible mar
Bravío o sereno
De poniente a levante
Comprendo la insignificancia del hombre
Eres el mismo desde antes del inicio de los tiempos
No tienes historia
-estás simplemente-
Hasta que un meteorito
Parta la tierra,
El sol seque tus aguas
La estupidez y codicia humanas
Te conviertan en un inmenso pantano pestilente
El Planeta desaparezca
Tragado por uno de esos huecos negros
Del universo”.

A los seis años me zabullía en compañía de “limpiabotas” en las sucias aguas del área de los muelles para atrapar, antes que llegaran al fondo, las monedas que degenerados marineros lanzaban desde la proa de los barcos allí fondeados, al tiempo que varios tiburones se abalanzaban sobre los desperdicios de comida que esos mismos marineros botaban al mar con la intención de disfrutar del espectáculo de unos niños despedazados por los míticos depredadores marinos. En mi inocencia no comprendía la maliciosa intención de esos hombres: los desperdicios atraían a los tiburones, las monedas a esos pobres niños de la calle, no sé si ocurrió alguna desgracia tan deseada por aquellos hijos de puta catires (rubios: alemanes, holandeses). Un día, luego del acostumbrado juego de metras y trompo con los limpiabotas en la Plaza, mamá me sorprendió cuando me disponía a sumergirme en esas peligrosas aguas y me condujo furiosa hasta la casa de los abuelos. Reprimenda y varios correazos en mis piernas. Así terminó mi riesgosa aventura. Pescábamos desde la Plazoleta “La Independencia” limítrofe con ese mar de profundas aguas. “Popoyo”, mi hermano, llegó eufórico una tarde con un sábalo de regular tamaño, lo había ayudado un hombre a controlar al pez y sacarlo del mar, no puedo olvidar la alegría de su rostro, una hazaña para un niño de 11 años. No quería que María Penso lo escamara y lo preparara para comérnoslo, en la cocina no dejaba de mirarlo, no podía creer que él hubiese podido pescar aquel pez, “todavía no, todavía no, quiero verlo un rato más entero ¿dónde está Papaviejo?, quiero que lo vea”. Hubo que esperar al abuelo, un gran “mamador de gallo” (bromista) “¿Tú pescaste este sábalo?, no lo creo, ¿no será que tu mamá te dio unos reales y se lo compraste a un pescador?, y Popoyo “No abuelo, te lo juro, fui yo, pero me ayudó un señor”. Y el abuelo riéndose “hay que llamar al periódico para que le tomen foto y reseñen la noticia, Popoyo te graduaste de pescador”.

Contigua a la casa de los abuelos, en una con un hermoso y alto balcón estilo colonial residía un señor de apellido “Monfis”, un gigante, una estatura superior a los 2 metros (según mamá), cuando lo encontraba al entrar o salir de su casa le preguntaba “señor Monfis ¿cómo está la temperatura allá arriba?, porque aquí abajo hace mucho calor”, y el gigantón se reía de un carajito de 6 0 7 años que sin asomo de timidez le hacía esa broma inocente. Desde la puerta de la casa de los abuelos se divisaba el “Castillo Libertador”. Contaba mamá que durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, ella jovencita, sufría mirando a los estudiantes presos que los traían en lanchas desde el Castillo, cárcel política en ese tiempo, para llevarlos a construir carreteras; flacos y ojerosos subían a los camiones con sus pesados grilletes en sus tobillos. Allí estuvieron presos disidentes de la oprobiosa dictadura, tales como José Manuel “Mocho” Hernández, el escritor José Rafael Pocaterra, el general José Rafael Gabaldón, Jóvito Villalba, Rómulo Betancourt, Andrés Eloy Blanco, el poeta Pío Tamayo, el escultor Alejandro Colina, miembros de la gloriosa “Generación del 28”. Andrés Eloy, nuestro poeta popular, escribió su obra lírica “Barco de piedra” en el tiempo de su reclusión en esa mazmorra, el título de su poemario evoca la forma alargada, cual barco, del Castillo. Un poema de Andrés Eloy sobre el mar:

 “Siempre es el mar donde mejor se quiere, fue siempre el mar donde mejor te quise; al amor, como al mar, no hay quien lo alise, ni al mar, como al amor, quien lo modere. No hay quien como la mar familiarice, ni quien como la ola persevere, ni el que más diga en lo que vive y muere, nos dice más que lo que el mar nos dice. Vamos de nuevo al mar; quiero encontrarte en la hora más azul para besarte, y el lugar más allá para quererte, donde el agua es al par agua y abismo, en la alta mar, en donde el aire mismo, se da un aire al amor y otro a la muerte”.  

No hay que olvidar que el poeta (1897-1955) nació en la histórica ciudad costeña de Cumaná, murió en el exilio, en México, atropellado por un automóvil, y perdimos a ese gran bardo que tal vez hubiese podido legarnos más poemas.

Otro poema acuático del poeta cumanés:

Invocación al dios de las aguas
Dios submarino, Dios lacustre, Dios fluvial,
uno en el tritón y en la garza
y en la dulce corbeta y el áspero crucero,
Dios del agua, Señor de la Casa de Cristal,
Dios Marinero.
Expresión de agua de tus mil expresiones,
río tendido de Vulturno a Cristo,
Vuelo del ibis que cruza
del mascarón de Argos
al mastelero de la Santa María, Dios argonauta,
que tiendes a las manos de la Armonía
el río de tu música, largo, como una flauta.
Dios infuso en el lago blanco de la nube
alinderada de azul,
Dios de espuma en el crespo del corderillo,
Dios tormentoso en la melena del león,
Dios zahorí, estancado en la pupila del tigre,
Dios del río de estrellas que de Oriente a Occidente
cruza de noche el cielo,
Dios del agua combatiente
en el crinado Niágara y el sospechoso Dardanelos:
Tiende la diestra, donde nace el Río
y la zurda, donde desemboca
-en un cristalino arco de Brahma-
tiende el ánfora de las manos,
Señor del Agua, Viejo Comandante,
hacia los manantiales sonoros,
hacia el tibio remanso
del Orinoco de agua beligerante
brotado de tus sienes, sudado de tus poros
en el sábado de tu primer descanso!”

Y en este, “La renuncia”, el bardo cumanés no deja de evocar al mar, quizás como en mi caso quedó deslumbrado al mirar con sus ojos de niño a ese prodigio:

“He renunciado a ti. No era posible
Fueron vapores de la fantasía;
son ficciones que a veces dan a lo inaccesible
una proximidad de lejanía.
Yo me quedé mirando cómo el río se iba
poniendo encinta de la estrella...
hundí mis manos locas hacia ella
y supe que la estrella estaba arriba...
He renunciado a ti, serenamente,
como renuncia a Dios el delincuente;
he renunciado a ti como el mendigo
que no se deja ver del viejo amigo;
Como el que ve partir grandes navíos
con rumbo hacia imposibles y ansiados continentes;
como el perro que apaga sus amorosos bríos
cuando hay un perro grande que le enseña los dientes;
Como el marino que renuncia al puerto
y el buque errante que renuncia al faro
y como el ciego junto al libro abierto
y el niño pobre ante el juguete caro.
He renunciado a ti, como renuncia el loco a la palabra que su boca pronuncia; como esos granujillas otoñales, con los ojos estáticos y las manos vacías, que empañan su renuncia, soplando los cristales en los escaparates de las confiterías...He renunciado a ti, y a cada instante
renunciamos un poco de lo que antes quisimos
y al final, ¡cuántas veces el anhelo menguante
pide un pedazo de lo que antes fuimos!

Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo.
Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño;
desbaratando encajes regresaré hasta el hilo.
La renuncia es el viaje de regreso del sueño”.

 Dicho Castillo conocido también como San Felipe es una obra de arquitectura militar localizada en la base naval Agustín Armario. La realización fue propuesta por el Gobernador de la Provincia de Venezuela, Don Lope Carrillo de Andrade Sotomayor y Pimentel en 1729. Fue construido en el período comprendido entre 1732 y 1741 en honor al Rey de España Felipe V de Borbón. Su objetivo principal era proteger al puerto y las mercancías de la Real Compañía Guipuzcoana, que se benefició por muchos años del monopolio comercial entre Venezuela y España. Era la época de la piratería y las pugnas entre España, Holanda, Francia e Inglaterra por el dominio de los mares. Este castillo sirvió como refugio de la ciudad en el período colonial y junto al Fortín Solano formaba parte de un complejo sistema de fortificaciones similar, aunque a menor escala, al de Cartagena de Indias en Colombia.

Parado en la Plazoleta La Independencia miraba el Castillo y en mi febril fantasía infantil pensaba cuanto tardaría nadando hasta ese sitio, una loca idea que, por más imprudente que era a esa edad, nunca lo hubiera intentado, el mar en esa zona era un hábitat ideal para los tiburones, por lo que antes relaté respecto de los desperdicios de comida arrojados desde los barcos fondeados en los cercanos muelles, aparte de la lección que recibí de mamá para disuadirme de volver a lanzarme a esas peligrosas aguas. Nada como mirar el mar, puedo pasar horas simplemente oteando el horizonte, sentado en una playa, miro y miro, escucho el rumor de las olas, me produce paz, armonía, son momentos de sosiego espiritual. Prefiero las horas de la mañana o el atardecer, porque con ese sol ardiente del Caribe no hay manera de disfrutar ese prodigio de la naturaleza.

En diciembre de 1999 ocurrió un fenómeno ecológico en el Litoral Central (Estado Vargas), un “deslave” causado por más de dos semanas de precipitaciones ininterrumpidas (quién sabe si fue una manifestación del “cambio climático”). El agua desbordó los cauces de varias quebradas en Los Corales y otros barrios y poblados. Desde el cerro El Ávila que separa a Caracas del Litoral, se produjeron deslizamientos de tierra y enormes peñascos se desprendieron de la montaña llevándose a su paso viviendas y vidas, nunca se supo el número de víctimas. Y mientras esa catástrofe ocurría, el recién electo Presidente de esta desgraciada “República” Hugo Chávez Frías, no suspendió el referendo convocado el 15 de ese para “legitimar” la nueva Constitución política, le importó un carajo esa desgracia, desapareció tres días (parece que fue a Cuba a recibir instrucciones de su jefe y mentor Fidel Castro), utilizó la expresión supuestamente dicha por Simón Bolívar en medio del desastre del terremoto de Caracas de 1812 (se había declarado la independencia de España en 1810) como respuesta a un clérigo que desde el púlpito de la Iglesia de San Francisco afirmó que tal tragedia era castigo de Dios por el pecado cometido contra la madre patria. Dícese que el Libertador en medio de las ruinas de aquella Caracas pronunció estas palabras “Si la naturaleza se opone (a la independencia) lucharemos contra ella”. Durante meses no pude volver al Litoral, a un pequeño apartamento adquirido en 1995. Dediqué a un buen amigo residente de la zona, que falleció hace más de 10 años, este poema:

“Caraballeda

A la memoria de Gumersindo Villasana

Nos separa
La montaña
Que en ese
Fatídico diciembre
Arrojó lodo
Rocas
Cadáveres
En tus aguas
Como a una amante
Imprescindible
Necesito mirar tú
Inquieto cuerpo
Iluminado
De sol
Calmar mis triviales
Desdichas de hombre
En tu misteriosa
Presencia…”

Esa tragedia me motivó escribir, en medio del dolor y el llanto otro poema:

Tigre cósmico

La montaña de agua
Rugió cual tigre cósmico
Y la tierra descendió del cielo
Bestia milenaria
Atroz, indiferente,
Y todo ese quehacer
Ese amor, ese dolor,
Ese precario vivir
Que somos los humanos
Desapareció en un torbellino
De lodo, piedras, gritos,
Apenas unas manos alzadas
Antes de hundirse en la nada,
Caraballeda
Ahora eres costa desierta
Frente a un mar apacible
Los perros desconcertados ladran
Al rumor de las olas
al batir de las alas
de las aves de la muerte
Y es inútil
inculpar a un Dios iracundo
a la naturaleza despiadada
y ofendida,
es el misterio de estar aquí
sin saber porqué
ni para qué
perplejos inquilinos
de un planeta
que no nos necesita”

1° de enero del 2000 (inicio de un nuevo milenio y siglo).

Antes de esa catástrofe ecológica de fatales consecuencias humanas (se desconoce el número de personas que perdieron la vida esos días, lo cierto es que el tejido social de las poblaciones del Litoral Central quedó profundamente afectado), solía pasar fines de semana con mi primera esposa y mi hijo menor en el apartamento al que ya me referí, disfrutaba de caminatas a la orilla del mar, respirando el aire marino, mirando el horizonte.

“Pertenezco a la raza de los inquietos/la que sigue con los ojos el tren que va pasando y suspira de nostalgia por el viaje que no hará/la que no puede dejar de asombrar el vuelo de los pájaros cruzando el cielo/sin sentir un ansia de alciónico vuelo/la que al perderse el barco en el horizonte/sufre la dulce tristeza de la lejanía”[2].

Deseo vivir lo que me resta de tiempo cerca del mar, no importa que no sea en la costa donde nací, ya se me agotó la patria, cualquier país, con tal que pueda mirar el mar, y si hay barcos mejor, un puerto, mi sueño, (quizás no se cumpla) es residir en una vivienda con vista al mar, que desde mi habitación, un balcón, pueda escuchar su sonido, es música para mis oídos, sentir la brisa marina en mi rostro, poder observar embarcaciones navegando, eso me llenaría de alegría, de euforia, me sentiría feliz, feliz de verdad, pues ya no aspiro a nada más, eso sí, con mi amada, tomados de la mano, brindando si es posible con unas copas de vino, quedarnos quietos sin hablar, sintiendo la vida, sabiendo que se esfuma. Y como no he podido realizar ese sueño, Mary localizó en el internet un audio que imita el rumor del mar, todas estas noches desde julio del 2018 (hoy es 1 de octubre) ubica dicho audio en el celular (móvil) y así nos dormimos escuchando ese dulce rumor, la voz de Dios, al igual que el sonido de la lluvia, y el de las aguas que descienden en un arroyo de montaña. Desde que concilio el sueño oyendo como las olas bañan una playa que imagino cálida alumbrada por la luz lunar, las pesadillas han desaparecido.

 Ahora que el sol me da en la espalda, mi única patria es mi amada, en Venezuela salvo mi madre, mi abuela, tal vez mis hermanos y unos cuantos amigos, fui muy mal querido, no he sido el único, por ese digo con el poeta HAT (Harold Alvarado Tenorio): “No pierdas el tiempo buscando la patria. El dinero no la requiere y la lengua es usura. La patria es el habla que heredaste y las pobres historias que conserva”. Y se está haciendo realidad mi deseo, ahora aquí en Alicante, España, puedo mirar el mar libre de zozobras.

 Otro poema inédito en el que aludo al mar:

“¿Soy?

Soy un nombre escrito en la arena
De una playa desconocida que las
Olas borran
Soy la sombra de un gorrión
Que vuela sin rumbo
En el atardecer
Soy hoja que cae
al soplo del viento
En anónima mañana
Soy estos huesos
Que pronto serán
Polvo en el polvo
Soy estos sentimientos
Que me estremecen
Estos malos versos condenados
A desaparecer
Entre los escombros de mi vida
Soy como todo hombre
Potencia de muerte
Potencia de olvido…”

Y este:

“Amanezco
Con esa borrasca
Exceso de tragos
De la noche anterior
Abro los ojos
A mi lado mi amada
Duerme plácidamente
Mareado no me atrevo
A poner pie en tierra
Cual barco a la deriva
Lejos de un puerto seguro
Naufrago en un mar de dudas
He soñado que mi cuerpo
Estallaba en pedazos
Dispersándose en el hueco negro
Del infinito
Hago enorme esfuerzo
Para reconstruirme
Yo, un hombre con nombre y apellido
Y una historia que comienza
A borrarse en la frágil memoria…”

No quiero en este nuevo amanecer de un día más sobre la Tierra (hoy sábado 7 de abril de 2017) escuchar esa voz superficial que me hace sentir desgraciado, perdido en la incertidumbre, sino esa otra que viene desde lo más profundo del misterio, y que me dice “Ríete, pendejo, ríete de ti mismo, no te tomes tan en serio, el tiempo se te agota”. Sé que se agota, ese indetenible fluir, y no obstante cuesta tanto callar a esa voz superficial del hombre nervioso, del hombre de los tiempos modernos, tan diferente de la voz profunda del hombre antiguo, el que conocía sin palabras, el deslumbrado por las fuerzas del cosmos. Todos, en lo más profundo, participamos de ese conocimiento “silencioso”, lo sabemos por los sueños, en especial los “cósmicos”, no los sueños “basura”. ¿Cómo desoír la voz del mundo, la voz de la cultura? Es verdaderamente un prodigio poder liberarse, así sea por momentos, de esa voz impuesta por la sociedad y la cultura del tiempo de nuestro ciclo vital y acceder a las profundidades de la insondable alma. Intuimos que existe, que está en algún lugar de nuestro ser, la hemos escuchado alguna vez o varias, sin saber de dónde viene, nos ha sorprendido y confundido. Hay quienes la identifican con la voz de Dios, pues si hemos sido hechos a su imagen y semejanza, prescindiendo de las hipótesis científicas sobre el origen de la Tierra y del hombre (el Bing-Bang y la evolución según Darwin, o la creación según el Génesis), Él estaría dentro de nosotros bajo el impulso de Eros, del Amor, así como el príncipe de las tinieblas, en la voz de Tanatos, del Mal, no me atrevo ni a afirmar ni negar esa versión, lo que sí creo es en esa voz extraña y misteriosa que nos susurra que tengamos paz, que no nos inquietemos por nada, que seamos testigos impasibles de los prodigios de la naturaleza. Carezco de la supuesta seguridad expresada por algunos reconocidos intelectuales, hombres que no abrigan duda alguna acerca de la vida, la naturaleza, el cosmos, el tiempo, la eternidad, no los inquieta el misterio de estar aquí por breve tiempo, ni se preguntan que nos espera al morir, pues para esos arrogantes mortales la ciencia tiene las respuestas a cualquier incertidumbre. Tal es el caso de Steven Pinker:

Hace mucho tiempo que Steven Pinker (Montreal, 1954) mató a Dios. Fue en Canadá, al entrar en la adolescencia y descubrir que no lo necesitaba para nada. “Cuando empecé a pensar en el mundo, no le encontré sitio y me di cuenta de que no me servía ni siquiera como hipótesis”, explica. Arrancó entonces un idilio con la ciencia que 50 años después no ha dejado de crecer. Considerado uno de los psicólogos cognitivos más brillantes del planeta, sus trabajos académicos, centrados en el binomio lenguaje-mente, y sus obras de divulgación, como La tabla rasa (2002) y Los ángeles que llevamos dentro (2011), han roto tantos moldes que muchos le ven como un adelantado de la filosofía del futuro.No es una descripción que le agrade a Pinker, pero es imposible sustraerse a ella al repasar su obra. Cada uno de sus libros ha generado ondas sísmicas de largo alcance. Debates globales en los que este catedrático de Harvard, firme defensor de las bases genéticas de la conducta, nunca ha rehuido el cuerpo a cuerpo y que le han valido la fama de dialéctico invencible. Desde esa altura, vuelve ahora a la carga con una obra mayor. Un trabajo que ha cosechado el aplauso internacional y que Bill Gates ha definido como su “libro favorito de todos los tiempos”[3].

Y, yo simple mortal, desde raz de tierra y lleno de dudas, he vivido con esa dialéctica, la dualidad eros-tanatos (y otras que conforman la complejidad y el misterio de la existencia: vida-muerte, luz-sombra, verdad-mentira, amor-desamor, hombre-mujer), esas tendencias se han estado disputando mi alma desde que dejé la adolescencia, lo expreso en este poema:

“Atardece,
El cielo estalla
En colores,
El viento susurra
Entre los árboles
El enigma de esta hora,
Admira esa maravilla
La montaña trajeada de dorado
Por los últimos rayos del sol
Abandónate a esas antiguas
Y misteriosas fuerzas,
Vacía tu corazón
De congoja
Expulsa esa angustia
Que te corroe dentro
Libera tu alma
De pesadumbres…”

¿Podré hacerlo en el tiempo que me quede?, ¿será un asunto de estricta voluntad, de proponerse y vaciar el alma de angustias, desasosiegos y pesadumbres? Eso quisiera, más no creo que pueda liberarme, así como así, de esos estados de ánimo que en parte sabotean mi alegría de vivir, vienen solos, no crean que disfruto con ello. A menos que seas un ser absolutamente frío, carente de sentimientos, ¿los hay?, los expertos dicen que la psicopatía se caracteriza por ese rasgo; el prototipo del asesino serial (usualmente son hombres) se comporta de manera normal, convencional, lo que impide que se prendan las alarmas por parte de su entorno social, no muestran signos de peligrosidad, y no obstante, son capaces de asesinar una y otra vez sin mostrar el menor arrepentimiento. Cuando los descubren y los interrogan hablan de la forma como seleccionaron a sus víctimas y las asesinaron como si estuviesen describiendo una receta de cocina. Matan sin motivo especial alguno, por morbo, por el placer de mirar cómo se apaga la vida en los ojos de su víctima, en ese momento quizás disfrutan el orgasmo del poder, sentirse único y especial al quitarle el mayor bien que posee cualquier persona: su vida.

 Acerca de Puerto Cabello y la diversidad de especies marinas, mamá me relató la historia del “Capitán del Puerto”, un enorme “mero guasa” [4]que tenía como hábitat el espacio marino ubicado debajo de la Plazoleta La independencia. Las profundas aguas le permitían esconderse en esa especie de cueva y alimentarse de los desgraciados marineros que viernes y sábados, borrachos como cubas, perdían el equilibrio al tratar de subirse a las lanchas que los trasladarían a sus barcos fondeados en las proximidades de los muelles. Al caer se escuchaban gritos de horror, luego aparecían flotando las gorras. Cuando al fin le dieron caza, al abrirlo en canal encontraron huesos de manos, piernas, cráneos, botellas, latas, y hasta zapatos. Suerte tuvo el primo “Monchi”, medio patuleco él, al caer en tan peligrosas aguas mientras patinaba en La Plazoleta con el riesgo de ahogarse por el peso de los patines, o de servir de alimento al “Capitán del Puerto”. Por esas cosas del destino o de Dios, una lancha que se acercaba pudo rescatarlo de su inminente muerte no más comenzó a hundirse, no era su hora.

   La más espléndida y gratificante visión del mar la aprecié cuando ingresé al primer grado en el colegio La Salle de Puerto Cabello ubicado en la Calle Anzoátegui frente al mar. Tenía dicho Colegio un amplio patio de cemento, y al salir de clases a la hora del recreo matutino, podíamos mirar el horizonte marino surcado por barcos y a veces delfines jugueteando en las hermosas aguas plateadas por el sol matutino. A cada instante miraba el reloj de pared del aula pendiente de la hora y del timbrazo para salir corriendo a otear esa maravilla. Como cualquier niño, a excepción de los genios, a esa edad no me interesaba para nada el estudio, lo mío era jugar, correr, bañarme en el mar, en el río mítico de mi infancia, joder a adultos y niños. Y tenía 7 años, no existían ni guarderías, ni pre-escolares. Esos carajitos de apenas 3 años que las madres despiertan a las 6 AM para que asistan al pre-kindergarten, - aclaro, los niños de la clase media y de los ricos,- y los párvulos medio dormidos con sus loncheras, disciplinados a esa edad en la que deberían dedicarse a jugar a tiempo completo, les cortan las alas. Se me dirá que juegan en el aula con otros niños, sí, pero supervisados por las maestras, ellas son las que dirigen sus juegos, también se me podría decir que es lo recomendable desde el punto de vista pedagógico; sin embargo, sigo creyendo que a los niños hay que darles libertad para que desarrollen su imaginación, dejarlos que inventen sus propios juegos. La pedagogía contemporánea, - y que me perdonen los pedagogos -es la pedagogía de la mutilación del alma-.  Generaciones con jorobas espirituales, hombres y mujeres incapacitados para entender la poesía inmanente en la naturaleza, la magia de la vida, en medio de las desgracias y horrores de la humanidad. Sin embargo, reconozco que los cambios producidos en el estilo de vida de este tiempo, el hecho de que muchas madres trabajen en la calle (las madres solteras, las divorciadas sin parejas) o cuando ambos: padre y madre, laboran fuera de los hogares, obliga enviar los infantes a las guarderías y el pre-escolar.

Por cierto, disponía el Colegio de una piscina consistente en un hueco rectangular abierto entre los muros de la edificación, que las aguas llenaban al subir la marea. La extraña “piscina” se hallaba protegida por una malla de acero para impedir la entrada de tiburones, manta rayas, morenas y otros peligrosos especímenes de la fauna marina. Al mediodía se autorizaba el uso de la singular piscina. En mi locura infantil desobedecía la regla de no lanzarse a mar abierto, lo que me valió reprimendas y castigos por parte del director del Colegio. Sentado en aula de clase sentía que perdía mi libertad:

“Libertad condicional

Te encerraron en un aula
Ocho a doce/dos a cuatro
Afuera el sol/las playas/la calle
Afuera la vida te llamaba
La libertad te gritaba
Querían hacerte hombre de bien
-Tú que tan sólo vivir querías-”[5].

Recurro a la palabra poética para recordar el Puerto Cabello de mi infancia:

Salgo de la casa y corro
Hacia el muelle
Estás allí no te has ido
Mar.…Mar...Mar
Soy pez en tus profundidades
Delfines que saltan en sus
Juegos matinales
Barca que acarician
Tus aguas caribes
Aves marinas
Manchas blancas
En
       El
                Azul
                         Estremecido
                                              Del
                                                                                    Horizonte...

Sí, el Puerto Cabello de mi infancia, tierra mítica a la que vuelvo en mis sueños y nostalgia, una y otra vez:

“Volví a soñar otra ciudad
Un puerto/ tal vez el de mi infancia
Casa solariega/ patio interno
Una fuente/ pájaros bebiendo libres del miedo
Del acoso humano
Un árbol de granados/ frutas doradas por el sol
Del Caribe/El sosiego del mediodía
Sopor del calor mitigado/Por la brisa marina
El grito de barcos/En los cercanos muelles
He vuelto a soñar otra vida
Sin angustias/ temores/ desasosiegos
Y al despertar/He llorado en silencio
Al saberme aquí ahora
En esta ciudad del caos/Donde asesinos se pasean
Impunemente a la luz del día
Donde reina la violencia/ la crueldad/la indiferencia
Ciudad sin alma/ vacía
Llaga pestilente/capital de la
Muerte”.

En ese horror se ha convertido Caracas, mi ciudad de adopción, no la reconozco. En el mes de febrero del 2017, en sus 28 días ingresaron a la morgue 400 cadáveres de personas asesinadas, 14 cada 24 horas. (28.000 personas asesinadas ese año). No creo exagerado afirmar que esta ciudad es la capital de la muerte, no puedo como en el pasado caminar por el boulevard de Sabana Grande, sentarme en un café, entrar a una librería, a una tasca. ¿Superaremos algún día esta catástrofe? Antes escribí que se me había agotado la patria, pero escucho esa nostálgica canción compuesta por Luis Silva “En Venezuela” y me abruma un profundo dolor:

“Llevo tu luz y tu aroma en mi piel, y el cuatro en el corazón, llevo en mi sangre la espuma del mar y tu horizonte en mis ojos, no envidio el vuelo ni el nido al turpial, soy como el viento en la mies, siento el Caribe como una mujer, soy así que voy a hacer, soy desierto, selva, nieve y volcán, y al andar dejo una estela, el rumor del llano en una canción que me desvela, la mujer que quiero tiene que ser corazón, fuego y espuela, con la piel tostada como una flor de Venezuela, con tu paisaje y mi sueño me iré, por esos mundos de Dios, y tus recuerdos al atardecer, me harán más corto el camino, entre tus playas quedó mi niñez, tendida al viento y al sol, y esa nostalgia que sube a mi voz, sin querer se hizo canción, de los montes quiero la inmensidad, y del río la acuarela, y de ti los hijos que sembrarán nuevas estrellas, y si un día tengo que naufragar, y el tifón rompe mis velas, enterrad mi cuerpo cerca del mar, en Venezuela”. ¿Cómo no voy a llorar al escuchar las frases “entre tus playas quedó mi niñez tendida al viento y al sol…de los montes quiero la inmensidad, y del río la acuarela”.  




[1] Jorge M. Reverte. Una infancia feliz en una España feroz. Espasa, 2018.
[2] Henrique Meier. Horas Clandestinas. Pavilo, Caracas, 2001.
[3] Jean Martínez Ahrens. Steven Parquer “Los populistas están del lado oscuro de la historia. Entrevista dominical, http://elpais.es , edición del 17 de junio de 2018
[4] Puerto Cabello, enero 22, 2015.- Un gigantesco mero de 122 kilos de peso y 1.80 metros de longitud fue capturado por pescadores en las aguas de isla Larga, en el municipio Puerto Cabello, la mañana de este jueves. Rosalbo Azuaje y Pablo Moccó, pescadores del sector Playa Sonrisa de la ciudad, expresaron que el hallazgo ocurrió a eso de las 10:00 de la mañana, cuando se encontraban por la isla. Comentaron que la faena para llevarlo hasta la orilla fue dura, pues necesitaron de la ayuda de seis hombres para extraerlo del mar. Tuvieron que amarrarlo a la embarcación y traerlo remolcado, debido al peso no pudieron montarlo en la lancha. Los pescadores confesaron que ésta es la cuarta oportunidad en la que han pescado un mero de esta especie. Es muy difícil pescar uno de estos, aparecen cada cierto tiempo, en cuarenta años que tenemos en esto ésta es la cuarta vez que podemos conseguir uno. Una vez pescamos uno de 560 kilos, ha sido el más grande, dijo Azuaje.Durante todo el día, el gigantesco pescado fue la atracción de propios y turistas, quienes no dudaron en posar y tomarse fotografías, otros preguntaban por el precio para adquirirlo. Al final, Azuaje y Moccó, propietarios del mero, estaban en conversaciones para vendérselo al propietario de un restaurante conocido de la ciudad. Mero guasaEl mero guasa (Epinephelus itajara), también conocido como mero gigante, es una especie de pez de la familia Serranidae en el orden de los Perciformes. Los meros presentan un cuerpo robusto, con una cabeza grande en la que resaltan los ojos globosos y unas grandes mandíbulas. Su hábitat son las zonas rocosas de aguas templadas y tropicales con grandes piedras o cuevas submarinas, en cotas que oscilan entre los 4 y los 350 m. Los ejemplares más grandes pueden llegar a alcanzar más de 1 metro de longitud y más de 40 kg de peso. Se trata de especies hermafroditas proterogínicas, cuya madurez sexual se alcanza a los 5 años. Disponible en http://www.notitarde.com /La-Costa/Pescaron-un-mero-guasa-de-122-kilos-en-las-aguas-de-Isla-Larga/2015/01/24/486377/
[5] Henrique Meier. Horas Clandestinas. Pavilo, Caracas, 2001.

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