Derechos Humanos y legitimidad de desempeño en el sistema democrático del Hemisferio Americano, publicado en soberanía.org, página clausurada por la narcodictadura militarista comunista terrorista








Derechos Humanos y legitimidad de desempeño en el sistema democrático del Hemisferio Americano

 Prof. Henrique Meier

En el Preámbulo de la Carta Democrática Interamericana aprobada por la Asamblea general de la ONU el 11 de septiembre de 2001, es decir, por el consenso de la mayoría de los Estados que integran la Organización, se alude a los derechos humanos como elemento fundamental de la legitimidad de desempeño de los Estados de la Región, al enfatizarse “que la promoción y protección de los derechos humanos es condición fundamental para la existencia de una sociedad democrática”, reconociendo, por tanto, “la importancia que tiene el continuo desarrollo y fortalecimiento del sistema institucional de los derechos humanos para la consolidación de la democracia”.

Y en su Artículo 3 se reafirma que “son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho, la celebración de elecciones periódicas, libres y justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas y la separación e independencia de los poderes públicos”.

Así mismo, en el Artículo 7 de la referida Carta se expresa que “La democracia es indispensable para el ejercicio efectivo de las libertades fundamentales y derechos humanos, en su carácter universal, indivisible e interdependiente, consagrados en las respectivas constituciones de los Estados y en los instrumentos interamericanos e internacionales de derechos humanos”.

Es de destacar que esa relación entre Democracia, Estado de Derecho y Derechos humanos tiene sus antecedentes en la Carta de la OEA (1948), en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (1948), y en la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José (1969). En el Preámbulo de la Carta de la OEA se expresa que “el sentido genuino de la solidaridad americana y de la buena vecindad no puede ser otro que el de considerar en este Continente, dentro del marco de las instituciones democráticas, un régimen de libertad y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre”.

Queda establecida, de esta manera, la relación o nexo entre democracia representativa y derechos humanos, es decir, entre democracia formal y democracia sustancial (Ferrajoli). La relación entre democracia representativa y Estado de derecho aparece claramente definida en el Artículo 2 de la Carta Democrática Interamericana: “El ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del Estado de Derecho y los regímenes constitucionales de los Estados miembros de la Organización de Estados Americanos”.

 Y se aclara, para evitar las confusiones que pudiera crear el discurso demagógico de una supuesta nueva “democracia revolucionaria, protagónica y participativa”, disfraz ideológico del nuevo  neoautoritarismo caudillista latinoamericano (Hugo Chávez Frías), que “la democracia representativa se refuerza y profundiza con la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía en el marco legal conforme al respectivo orden constitucional”.

En consecuencia, los derechos humanos en su apertura dinámica e interdependencia operan como la razón axiológica del poder democrático. No bastará, entonces, que los gobiernos sean el resultado de elecciones “relativamente” libres (legitimidad de origen), pues la mayor o menor legitimidad del Estado y del régimen político y de gobierno dependerá de la medida en que se respeten y garanticen los diversos derechos humanos por instrumento de las políticas públicas (legitimidad de desempeño).
     
Por consiguiente, no sería exageración afirmar que en estos tiempos la gobernabilidad democrática (democracia sustancial y no meramente formal) está inexorablemente asociada a la inviolabilidad de la dignidad fundamental de la persona humana, al respeto y garantía de los derechos de la libertad-autonomía y de la libertad-participación, y a la satisfacción oportuna y progresiva de las necesidades vitales de las personas en que consiste el objeto de los denominados derechos de “prestación” o de “procura existencial” (sociales, económicos , culturales y ambientales).
     
La clásica “razón de Estado” de los tiempos medievales y la “razón de partido” de los totalitarismos del siglo XX son incompatibles con el Estado democrático de Derecho. En este modelo de organización de las relaciones de poder sólo la “razón axiológica de los derechos humanos” puede legitimar, desde el punto de vista del deber ser ético, político y jurídico, el origen y el desempeño de los poderes estatales.

Es necesario diferenciar, aunque ya hemos aludido al tema en otros artículos,  a la legitimidad desde el ángulo del deber ser ético, político y jurídico que deriva de la axiología de los derechos humanos, de la denominada “legitimidad social” o real, vale decir, el efectivo apoyo y consenso mayoritario que puede tener un determinado gobierno y un régimen político, no obstante las autoridades estatales se caractericen por la violación sistemática a los derechos humanos,  y a los valores y principios fundamentales del Estado de Derecho (caso Venezuela).

 Ningún régimen político puede permanecer largos períodos de tiempo en el poder únicamente por la amenaza y el empleo de los medios de represión, de la fuerza material. Debemos reconocer, principio de realidad, que la fragilidad de las democracias en América Latina, y en general en los países de llamado “Tercer Mundo”, tiene su origen en la falta o ausencia de una verdadera cultura democrática en su dimensión axiológica, y no meramente electoral.

 Como lo sostiene Savater, las masas depauperadas, sometidas a la violencia de la pobreza y la miseria, del hambre y la desnutrición, del desempleo, la ignorancia, la falta de viviendas, y en general  excluidas del tejido institucional de la sociedad, están prestas a seguir a los lideres e ideologías fundamentalistas que prometen la salvación, la justicia y la redención aun a costa del sacrificio de las libertades fundamentales y los derechos humanos. Para esas legiones de desamparados sociales las libertades carecen de significación. No es de extrañar, entonces, el apoyo popular que reciben los gobernantes autoritarios (Chávez)  y totalitarios (Castro).

 Lo dramático del asunto es que esos regímenes  lejos de resolver el problema de la pobreza y la miseria lo agravan considerablemente, pero compensan la ineficacia de las políticas sociales y económicas con el discurso redentor y la satisfacción simbólica de la esperanza: la identificación antropológica (consciente e inconsciente) con el líder, el jefe de la revolución, con su vestimenta, sus gestos, su discurso, su machismo, su irreverencia, su desprecio a las normas y convenciones sociales.

El desafío permanente del líder-caudillo a las reglas sociales cala en el inconsciente colectivo de las masas de excluidos  del tejido social e institucional. “Chávez es como yo”. Asimismo, la poca o nula “lucidez” de las masas permite que la estafa y la mentira política reinen en medio de la ignorancia (Saramago y su Ensayo sobre la lucidez). Sin embargo, la satisfacción simbólica de derechos tiene sus límites: llegará el momento de la decepción, la frustración y la ira colectiva, cuando las masas engañadas por años descubran al fin que “el rey está desnudo”, “siempre estuvo desnudo”.
      
 Hoy no es posible justificar a los regímenes autoritarios con fundamento en el “relativismo cultural y ético”, esa operación ideológica que consiste en “legitimar” el autoritarismo como supuesta expresión del sistema de creencias y representaciones colectivas de un determinado pueblo, de sus  prácticas y costumbres políticas y sociales, o en la necesidad histórica ligada a un pretendido proceso revolucionario, a una etapa de transición (dictadura del proletariado) antes del advenimiento de la “sociedad perfecta” (la sociedad comunista).

 El respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales, elementos fundamentales de la democracia representativa, al igual que la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto (expresión de la soberanía del pueblo: legitimidad democrática de origen), el sistema plural de partidos y organizaciones políticas, la separación e independencia de los poderes públicos, requisito esencial de la organización del Estado democrático; en fin, el acceso  al poder y su ejercicio con sujeción a los principios y valores del Estado de Derecho, son los postulados de un modelo de organización de la vida colectiva, de un régimen político, de gobierno y de Estado que implica el rotundo y terminante rechazo al modelo contrario fundado, precisamente, en la negación de tales postulados: el régimen autoritario en sus diversas modalidades (dictaduras, totalitarismos).

Sin embargo, la sola formalización constitucional de los principios y procedimientos de la democracia representativa y del Estado de Derecho, no es suficiente para asegurar la vigencia de los derechos humanos. El principio de la mayoría en la democracia representativa no garantiza, por si solo, el respeto a los valores y principios de la democracia sustancial, pues esa mayoría podría desde la institución parlamentaria sancionar leyes contrarias a esos principios y valores; leyes que autoricen al poder gubernamental la violación a los derechos humanos; leyes “formalmente” democráticas, pero lesivas a la dignidad humana y sus derechos consustanciales (la dictadura legal).

De modo que la mayoría debe ser limitada en su proceder por exigencias axiológicas que no pueda desconocer, so riesgo de deslegitimizarse a la luz de los valores en que consisten los derechos humanos. Exigencias, además, que no puedan alterarse, ni suprimirse, al no estar previstas en instrumentos legislativos modificables por la mayoría, sino en la Constitución política, y más aún, en instrumentos jurídicos internacionales de valor supraestatal y supranacional.

Obviamente, para que esos valores y principios superiores que conforman el sustrato axiológico de la democracia representativa y del Estado de Derecho sean efectivamente protegidos de una mayoría circunstancial que viole o pretenda violar tal imperativo ético-político-jurídico, es indispensable la existencia de un poder judicial autónomo, independiente e imparcial, en particular un tribunal supremo que vele por el respeto y tutela de esa axiología superior.

Pero, si ese tribunal, en lugar de realizar esa función de tutela se pliega a los intereses y voluntad del poder del gobernante de turno, peligrarán, sin duda, las bases axiológicas de la democracia representativa y del Estado de Derecho. En situación semejante (caso Venezuela), la parte de la sociedad no afecta al régimen político y de gobierno se hallará en  estado de absoluta indefensión institucional, y en la práctica será cuesta arriba calificar a ese régimen de democrático, aunque en su origen hubiere sido el resultado de elecciones relativamente libres. Ni siquiera el  apoyo de una parte del pueblo es susceptible de legitimarlo.

Esa es la implacable consecuencia de la Doctrina de los Derechos Humanos a la hora de juzgar las relaciones de poder de las  sociedades nacionales cuyos Estados han suscrito las declaraciones, convenios, pactos y tratados internacionales en tan crucial y trascendente temática (caso Venezuela).    
                 
   

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