San Esteban: el reino de la felicidad plena
San Esteban: el reino de la felicidad plena
Al año de mi
nacimiento la familia se mudó a San Esteban, caserío de montaña situado a 7
kilómetros de Puerto Cabello que comenzó a poblarse a orillas del Río que tiene ese
mismo nombre, el mítico Río de mi infancia, que desemboca a unos 500 metros al
oeste del Muelle de pescadores de Playa Blanca en mi pueblo natal. En mi infancia
fue una zona de plantaciones de cacao, fue, fue, fue, todo lo bueno se va
perdiendo en este desgraciado país. En ese caserío nació Beatriz, mi hermana
menor, en una casa que papá alquiló al propietario de la Hacienda San Esteban
(frente a la mansión Villa Vicencio, la residencia principal de dicha
Hacienda). Pasaríamos en esa inmensa casa unos 5 años, luego nos mudaríamos a
una vecina adquirida por papá, a ello me
referiré más adelante. Guardo un nítido recuerdo de ese caserón, a pesar de que
han pasado 66 años desde que allí viví con mi familia. Veinte habitaciones,
tres corredores externos, dos cocinas, dos mil metros de patio circundante, un
inmenso árbol de mamón donde me trepé a los cinco años para proferir gritos de
auxilio al no poderme bajar, gallinero, perros y gatos. Y en la parte de atrás
la tupida selva tropical, la montaña. En las noches escuchabas la diversidad de
aullidos, gruñidos, bramidos, graznidos de la rica fauna silvestre. Pocas veces
dejo de recordar a ese caserón y el tiempo aquel libre de dolores, angustias,
desasosiegos que irremediablemente sobrevienen con el paso de los años. Creo
que el míto bíblico del edén y la inocencia primigenia de Adán y Eva, de alguna
manera simboliza la infancia de los humanos, salvo para aquellos niños
mutilados de alma por padres perversos, o abandonados en las calles a su
suerte. Lo escrbí en la Introducción de este maratónico ensayo que no logro
finalizar, o que no quiero hacerlo, me distrae, en este tiempo de exilio.
Imposible para mí dejar de añorar. En un poema ya antes citado o en páginas
posteriores me califico como un “animal nostálgico”.
Aquel tiempo de felicidad y libertad
Me subía cual
gato a los techos del mencionado caserón por una delgada tubería que conectaba
con un tanque de agua, inocente del riesgo que corría sobre las tejas,
escuchando los gritos de mamá o de papá implorando que bajara. Al llover, esas lluvias
torrenciales de la selva tropical, las goteras dejaban constancia de mis
correrías por los techos. Tenía complejo de pájaro, al “crecer” (digo en edad
porque desde los 15 años no aumenté un puto centímetro, de vaina no ingresé a
las filas de los enanos: 1.60) perdí, como todos, esas alas de la infancia.
Ahora estoy viendo en el recuerdo a mi hermano Popoyo tratando también de
subirse al techo por la tubería, pero le cuesta, titubea, mira hacia abajo el
muy “culilluo”, craso error ¡no mires, pendejo!, sube, no me escucha, es solo
una imagen en mi cerebro. Me enfurecía que me llamaran muchacho “Muchacho ven acá, muchacho pórtate bien,
muchacho ven a comer”, “No soy
muchacho, me llamo enrique…” y la jodedora de mamá “Ah, entonces, eres una muchacha, una niña”… “No, no, me llamo Enrique,
soy varón, si me vuelves a llamar muchacho, me voy de esta casa”. Y mamá “Muchacho…muchacho, muchacho loco”. Agarré
uno de mis carritos y me fui caminando, salí del caserón y tomé la vía hacia el
Puerto. Mamá me cuenta que le dijo a la negra Josefina “Ese carajito va a regresar, no pasará de la casa de Oswaldo”, pero
transcurrieron los minutos y nada que aparecía, entonces, se alarmó y con la
negra salieron a buscarme, había pasado la casa de nuestro vecino, mamá me
detuvo y me llevó de regreso riéndose “definitivamente
eres un carajito”.
¡Ah que
maravillosa edad!, tan corto tiempo en el que aún no nos hemos transformado en
seres “ensimismados”, los niños en general están abiertos a ese sentir que
somos, dejan que su imaginación fluya libremente en cualquier dirección, se
llenan inconscientemente de la inmensidad, de la eternidad que está allí, en el
rugir del viento que estremece los árboles, en el súbito movimiento de un
pájaro que emprende vuelo, de una nerviosa ardilla que sube a un árbol, en las
hormigas que miras por primera vez y con curiosidad sigues su trayecto cargando
pedacitos de hojas hacia el hormiguero, en el temor que te produce mirar la
serpiente deslizándose hacia el río y los truenos que estremecen la noche en la
torrencial lluvia, en el canto de las cigarras (chicharras) al final del
verano. A excepción de los niños mimados, malcriados, cuyos padres complacen
todos sus caprichos, en general a esa edad nos conformamos con poco, la
imaginación y la fantasía suplen los juguetes caros.
Doy gracias a Dios, y a la
vida como la canción de Violeta Parra:
“Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando
los abro, perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo
estrellado y en las multitudes la mujer que amo, gracias a la vida que me ha
dado tanto, me ha dado el oído que en todo su ancho, graba noche y día grillos
y canarios, martillos, turbinas, ladridos, chubascos, y la voz tan tierna de mi
bien amada, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el sonido y el
abecedario, con él las palabras que pienso y declaro, madre, amigo, hermano y
luz alumbrando, la ruta del alma de la que estoy amando, gracias a la vida que
me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados, con ellos anduve
ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos, y la casa tuya, tu calle y tu patio, Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me dio el corazón que agita su
marco, Cuando miro el fruto del cerebro humano, Cuando miro el bueno tan lejos
del malo, Cuando miro el fondo de tus ojos claros, Gracias a la vida que me ha
dado tanto, Me ha dado la risa y me ha dado el llanto, Así yo distingo dicha de
quebranto, Los dos materiales que forman mi canto, Y el canto de ustedes que es
el mismo canto, Y el canto de todos que es mi propio canto, Gracias a la vida,
gracias a la vida”.
No
podemos permanecer en esa edad, es inevitable (a menos que nos lleve la muerte)
dejar ese paraíso, bueno para algunos, no para todos los niños, lo fue para mí,
no puedo hablar sino de mi experiencia. Por esa razón, me cuesta entender a esos
hombres y mujeres que nada quieren con los niños, les molesta su presencia, sus
gritos, su correr de un lado a otro, su energía, sus ingenuas preguntas, ¿es
que no tuvieron infancia?, ¿acaso nacieron adultos? Por supuesto, no niego el
que haya infantes insoportables,groseros, mal educados, caprichosos,
antipáticos, los potenciales adultos intratables que engrosarán el club de los
que aborrecen a los niños, no concibo otra explicación. Si fuiste un precoz
adulto, con todos los defectos del arrogante y egocéntrico, lo más probable es
que te ladillen los carajitos.
Papá se empeñó en dar caza a un puma que
descendía de la montaña aledaña al caserón, tal vez el olor de las gallinas y
los pollos lo inducían a aventurarse en ese dominio humano. Lo hacía en las
noches, delataba su presencia una suerte de apagado rugido “ug”… “ug”... “ug”…
El cazador había abierto dos pequeños orificios en la tela metálica de la
ventana del cuarto matrimonial para disparar la escopeta de perdigones de dos
cañones, llamada “morocha”. Frustrado porque no pudo darle caza, el fino olfato
del tigre americano le alertaba del peligro que corría si continuaba su
aventura, el instinto de conservación era más fuerte que su deseo de engullirse
unas cuantas gallinas, se escuchaba el cacareo nervioso de las aves de corral
que presentían la presencia del felino.
Durante varias noches
papá esperó inútilmente que el escurridizo felino se acercara lo suficiente
para dispararle, hasta que cazador y potencial presa desistieron de sus
respectivos objetivos. Aunque no tendría más de 6 años, en lo más profundo de
mí ser deseaba que no matara a aquel animal. Obviamente no pude verlo, pero sí
escuchar esa suerte de rugido que delataba su presencia. Desde tan temprana
edad sentía un profundo respeto por la naturaleza y la vida, aunque no sabía
expresar en palabras ese sentimiento que ha permanecido incólume a través de
los años. En otra ocasión si tuvo éxito al dispararle desde la puerta de la
cocina principal a un picure, animal parecido a un perro, su color era negro,
no estoy seguro. Vi cómo el pobre animal fue sorprendido por los mortales
disparos mientras algo comía en un sembradío de maíz que se hallaba a unos
cuantos metros del caserón. No sé si lo mató para comérselo, hurgo en la
memoria sin resultado alguno, o lo hizo por el poder-placer, al que me refiero
más adelante, del cazador “deportivo”, el que liquida animales no por necesidad
de sobrevivencia (indígenas), sino por esa bastarda afición de extinguir la
vida de un ser indefenso, a menos que lo hagas en defensa propia, por instinto
de conservación. Y mi padre, como casi todos sus amigos en San Esteban y Puerto
Cabello, fue un típico cazador, a excepción de los pájaros, regañaba a Popoyo
cuando mataba con su china (honda) esas inofensivas aves: azulejos, cristofués,
palometas, cucaracheros, que recuerde, cayeron víctimas de sus certeras
pedradas, miraba en silencio esa perversa distracción de mi hermano, en el
fondo reitero, -un vago sentimiento que luego se me hizo presente con toda
claridad-, rechazaba esa práctica insensata.
¡Qué
paradoja la mía!, no compartía esa agresividad hacia las criaturas de la
naturaleza primaria y, sin embargo, era capaz de agredir, sin remordimiento, a
otras personas, no sé cómo explicarlo, pero, ojo, no vayan a compararme con
Hitler y su admiración por las bellezas escénicas del entorno bávaro. Mientras
se ejecutaba la carnicería contra la comunidad judía por él ordenada y
transcurría la guerra que ese monstruo había provocado devastando media Europa,
el psicópata desalmado disfrutaba con sus amigos en su casa de descanso ubicada
en ese entorno, la denominada Kehlsteinhaus (literalmente, Casa
del Kehlstein, en alemán) o
también “nido del águila”. Los jerarcas nazis cultivaban la música clásica
mientras ordenaban la ejecución del Holocauso:
“El año 1933
dio inicio a una era en Alemania en la que la música clásica sería exaltada,
promovida y difundida por los nazis y en la que famosos compositores alemanes
serían adicionados al ideario nacional-socialista. Aunque muchos regímenes se
han apropiado de grandes figuras artísticas del pasado para galvanizar sus propios
propósitos políticos, ninguno lo ha hecho con tal celo como los nazis. El
gobierno nazi explotó la ola de euforia popular que siguió a su ascenso al
poder tomando a respetadas personalidades musicales de antaño para dar
continuidad con el pasado y realzar la rica herencia cultural de la nación
alemana. Así Bach, Beethoven, Handel, Haydn, Mozart, Schubert y, por supuesto,
Wagner, fueron cooptados por los nazis. Cada caso era singular. Wagner fue
celebrado como el compositor cuya ideología prefiguró la del
nacional-socialismo. Anton Bruckner fue convertido en ícono nazi. Beethoven fue
presentado como un modelo del heroísmo nórdico en la música. Bach fue adoptado
pero se debió minimizar el contexto religioso de su obra; tal como en el caso
de Handel, cuyas preferencias por textos del Antiguo Testamento y residencia en
Inglaterra le jugaban en contra. Schubert y el austríaco Mozart fueron sumados
al panteón nazi; el polaco Chopin fue germanizado y Liszt fue elogiado como
parte de la tradición alemana y como mentor de Wagner. Incluso Brahms (poco
amigo de Wagner) fue aplaudido como un genio artístico”. (Julián
Schvindlerman. Los nazis y la música clásica. https://www.enlacejudio.com/2013/09/23/los-nazis-la-musica-clasica).
En algunos de mis textos en materia de Derecho Ambiental
expreso que el hombre tiende a destruir lo que no puede entender, ni someter,
es decir, a la otredad. Y la radical otredad cultural de la humanidad es la
naturaleza, maravilla anterior a la presencia humana en la Tierra.
En algún momento
tuve en mis manos una vieja foto, extraviada, recuerdo de unos días de la
Semana Santa que pasamos en la boca del Rio Aroa, región del Estado Falcón que cuenta
con un espantoso pueblucho cercano a la desembocadura de dicho Río en la costa
de ese Estado: Boca de Aroa, población, como muchas de mi desgraciada patria,
donde abundan las ventas de licor y los bares, y escasean las escuelas y
dispensarios de salud. Papá, Federico, el tío Antonio y otros amigos,
decidieron ir a cazar “patos cuchara” en una laguna ubicada en una zona
pantanosa en las riberas del Aroa. Miro dentro de mí y percibo un camión color
rojo de los años 40, la puerta del chofer no cerraba, utilizaron una cabuya
(cuerda) para evitar que se abriera. En casa papá no usaba correa sino una
cuerda para sostener sus arrugados pantalones blancos, no se distinguía por la
elegancia, le importaba un carajo. Los cazadores hicieron su “agosto”
liquidando no pocas de esas aves de extraño pico en forma de cuchara. La verdad
no sé si comieron de esas presas o simplemente las abandonaron en el lugar. El
cazador “deportivo”, como antes afirmé, disfruta del puro placer de dar en el
blanco. Miraba y miraba como caían bajo los certeros disparos, y en verdad
sentía lástima por aquellas aves incapaces de eludir los perdigones.
Pernoctábamos las varias familias en una churuata inmensa, o al menos, a esa
edad, 4 o 5 años, así me parecía. Calor insoportable y zancudos a granel.
Quemaban conchas de coco secas para ahuyentar la plaga, y yo niño inquieto,
traté de agarrar una de esas conchas quemándome la mano, y a llorar. Mamá
utilizó el clásico remedio casero, me untó la mano de mantequilla, pero el
ardor no paraba. Cerca, en una zona boscosa, descubrimos un caño y al pretender
bañarnos repentinamente emergió lo que creíamos era un cocodrilo y resultó ser
un lagarto menor, una baba. De cualquier manera, a correr y adiós al baño en
aguas dulces.
¡Cómo no iba a enamorarme de la prodigiosa y exuberante
naturaleza de mi país!, sentado aquí tan lejos de esos parajes,
añoro…añoro…añoro. En estos últimos días, hoy es 6 de agosto de 2018 he sentido
una profunda nostalgia por mi país, no sé si podré volver, mientras no sea
erradicada la narcodictadura no puedo hacerlo; también me ha sacudido la
nostalgia por los días de mi infancia, por mis hermanos a los que tampoco sé si
podré verlos en vida, cada uno de
nosotros formó la suya propia, la que contribuí a formar, esa la perdí también
al morir Marlen en el 2003. Aquí en el exilio abrazado a Mary como el naúfrago al
pedazo de madera para no ahogarme en el mar de la tristeza y el infortunio.
Perdí país y familia, los amigos lejos, comprendo que estoy envejeciendo y
lloro.
Y mamá también
con ínfulas de cazadora, ¡qué personalidad tan excepcional!, una mujer sin
complejos, ni prejuicios, siempre alegre, llena de vida, decidió darle caza a
un jaguar, ese sí había logrado engullirse a algunas gallinas dejando el
plumero y la sangre de las víctimas en el gallinero. Mi “loca” madre colocó una
escalera al lado de un árbol, sujetó a una gallina con un largo cordel al
tronco del árbol y se subió al último peldaño de la escalera, escopeta en mano,
a la espera del imprevisible felino.Y la gallina cacareando “cloc…cloc…cloc”,
tratando de zafarse, amarrada a una de sus patas, se caía, se levantaba,
cacareaba como si presintiera el peligro que corría. El felino, ni pendejo, su
olfato delató a la cazadora y no cayó en la trampa mortal que le había
preparado. En lugar del alertado animal, aparecí de improviso de un matorral
dónde me había escondido, luego de seguir sigilosamente a mamá cuando se
dirigía al monte en su afán de liquidar al “come gallinas”. “Vete de aquí muchacho loco, que me vas a
espantar al animal”. Simulé la huida escondiéndome tras un árbol para
presenciar la cacería. Mamá se cansó de esperar y desistió. La seguí nuevamente
sin que se percatara. Llegó al caserón sudorosa y riéndose de sí misma,
comentándole a la negra Josefina haber estado como una auténtica “bolsa”
(“pendeja”, “gafa”) montada en esa escalera con ese jodido calor de la selva
tropical. Fue así como desde niño aprendí de ella a no tomarme demasiado en
serio, por eso me burlo de mí mismo, de mis palabras y gestos “importantes”,
una mierda, de nada sirve salvo para agradar en algunos círculos sociales. En
algún tiempo simulé ese podrido sentido de la importancia, lo requería la
función o rol público que cumplía, aunque en la intimidad me reía de esa
actuación, hoy eso quedó atrás, reconozco que no sirvió para nada, se esfumó
como la hojarasca que se lleva el viento. Ahora estoy tranquilo. En uno de
estos días me vi en un video y estallé en risas, parecía un robot moviendo los
brazos mientras cantaba, qué bolas el enano ese dándoselas de trovador. Al
recoradar el episodio del jaguar me viene a la memoria el magnifico poema de
William Blake: “Tigre”:
El tigre
Tigre, tigre, que te enciendes en luz
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?”[1]
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?”[1]
Borges, fascinado
desde niño por ese mágico animal, escribió otro poema:
El otro tigre
“Pienso en un
tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;
Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
Él irá por su selva y su mañana
Y marcará su rastro en la limosa
Margen de un río cuyo nombre ignora
(En su mundo no hay nombres ni pasado
Ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
Y husmeará en el trenzado laberinto
De los olores el olor del alba
Y el olor deleitable del venado;
Entre las rayas del bambú descifro
Sus rayas y presiento la osatura
Bajo la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
Mares y los desiertos del planeta;
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de las márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
El verdadero, el de caliente sangre,
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy, 3 de agosto del 59,
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
Y de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. Éste
Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Posa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esa aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso”[3].
No podré olvidar hasta el día de mi
muerte, cuando estos débiles hilos que me unen a la vida no resistan un nuevo
amanecer, ese tiempo mágico vivido en el enorme caserón. Allí en la cocina
principal (se cocinaba con gas y leña) ubicada en el fondo de la vivienda, la
otra cocina no se utilizaba, vi por vez primera a dos langostas que se movían
tranquilamente por el piso ignorantes de su inminente muerte, estaban a punto
de ser cocinadas vivas en agua hirviente en una enorme olla. No sé con
precisión mi edad para ese momento, tal vez
3 o 4 años, lo cierto es que dada mi poca estatura (mamá temía que fuese
enano, me atragantaba de vitaminas, y me medía diariamente utilizando una pared
donde marcaba con un lápiz y con una regla sobre mi cabeza el límite de mi
tamaño “Coño este carajito no crece, a
los mejor lo vendemos a un circo”, decía riéndose) las langostas me
parecieron algo monstruoso, amenazante y aterrador, con sus antenas y patas,
cogí un palo para defenderme de los monstruos, pero alguien, no recuerdo (no
soy Funes “El memorioso”) con precisión, me desarmó. También presencié cómo
unos trabajadores rompieron el piso de la cocina y sacaron tierra buscando un
presunto tesoro, morocotas de oro, supuestamente allí enterradas desde la época
de la Colonia. Una cocinera había convencido a mamá de que el dueño del tesoro
se le había aparecido en sueños y le había indicado que ese era el sitio donde
había enterrado sus morocotas. Por supuesto, no encontraron tesoro alguno, pero
si unos huesos y un cráneo humanos que fueron nuevamente enterrados lejos,
montaña adentro. Mientras esto escribo me viene la imagen de papá sentado en
una mesita pequeña ubicada cerca de la cocina en un corredor interno donde se
hallaba un tinajero (ese pequeño corredor unía a los dos grandes corredores
externos laterales), está comiéndose la mitad de un mero, acompañado de una
montaña de arroz, gordo, más no obeso, también me veo entrando al baño mientras
él desnudo (panza pronunciada) sentado en la poceta lee un periódico, está
haciendo su necesidad mayor “Beatriz,
saca a este carajito de aquí, quiero cagar en paz”.
La magia, el misterio de la selva,
inmensos árboles, plantas de todo tipo, culebras, arañas “monas”, monos, pumas,
paraíso de pájaros de multicolores plumajes, y el río, el Río San Esteban y sus
límpidas aguas. Bastaba cruzar la carretera de tierra que llevaba al centro del
pueblo para entrar al caserón colonial de la familia Brandt, habitada en ese
momento por Federico, descendiente del pintor de ese mismo nombre y Raquel, su
esposa, y allí, en la parte trasera del caserón, el Río. Dejabas la cocina,
bajabas los escalones hacia el inicio del patio interno estilo andaluz, pasabas
por un cuarto o baño secundario, no estoy seguro (entre ráfagas de neblina veo
imágenes de mamá, papá, Federico, Raquel y otros, jugando con agua y azul
metileno en esa área, supongo unos carnavales de 1950-51, mamá, el vestido
manchado de azul, ríe y luego se cae), caminabas unos cuantos metros, abrías
una pequeña puerta de una cerca de alambres y accedías a un ancho muro de
cemento, de unos 2 metros de altura, construido tiempo atrás sobre la ribera
izquierda de su cauce, tal vez como protección contra las crecidas en la época
de lluvias torrenciales, luego descendías por un sendero de piedras para entrar
en las frescas aguas, no muy profundas (Popoyo capturaba camarones de río
debajo de las piedras del cauce). Hoy, a mis 72 años, siento la necesidad de ir
a un río, no importa que no sea el de mi infancia, cualquiera, siempre que sus
aguas sean limpias, y sumergirme en su cauce para sentir una vez más la
emoción, tal vez incomprensible para muchos, de unirme a la naturaleza
haciéndome parte de ella, aunque sea por unos momentos. Primero me bañé en las
aguas del Río que en las del mar, bueno no lo sé con certeza, quizás a los 4 o
5 años. Y si fue al contrario, no conservo recuerdo alguno de haber estado en
la orilla de una playa antes de mi primera inmersión en el Río, salvo una leve imagen
nebulosa de mamá sentada en la semi sombra bajo un arbusto de uvas de playa,
sombrero playero, roja como un tomate, no sé, esta misteriosa memoria, mamá
comentaría sobre ese día playero, tal vez fue en aquellos días de semana santa
en Boca de Aroa, en las playas de la zona:
“carajo, parezco un tigre con estas rayas”. Y es que como puede observarse
en la foto, el sol se cuela a través de las ramas del arbusto de uva playera.
¿Lo habré imaginado, soñado, o en verdad es un recuerdo fidedigno? Nunca lo sabré.
Este afán de recordar, ¿Qué otra cosa podría hacer aquí, lejos de mi amado
país, exiliado, añorando? Nabokov se planteó lo mismo al abandonar su Rusia
natal y exiliarse en Alemania (Berlín):
“¿Y qué hacer
ahora?, ¿No debía rechazarse cualquier nostalgia de la patria, de cualquier
patria que no fuera la que está en mí, dentro de mí, adherida a la piel de mis
plantas como la arena plateada del mar, que vive en mis ojos, en mi sangre, que
da profundidad y distancia al telón de fondo de todas las esperanzas de la
vida?” [4].
Pues seguiré con la nostalgia,
y vuelvo con aquella hermosa mansión colonial (la mansión Brandt): amplio
porche, dos largos corredores separados por un patio interno estilo andaluz con
dos fuentes de agua y jardines. Seis dormitorios, un inmenso baño con una
suerte de pequeña piscina en lugar de bañera, una pieza pequeña que comunicaba
con un gran comedor (allí un día observé en una pared a una “araña mona” como
del tamaño de un plato de comer, también vi muchas en un hueco del muro de
cemento en la ribera del Río), un salón contiguo para las visitas, la cocina
ubicada al final de la casa. En el exterior unos fabulosos jardines rodeando la
mansión por los 4 costados, una suerte de pequeño parque privado de rica
biodiversidad: árboles frutales como naranjos, limoneros, aguacate, mamón,
pomarrosa, mamey, nísperos, tamarindo, naranjas cajeras (agrias), mandarinas,
cambures, plantas de flores diversas: rosas, margaritas, y las palmas enanas. Y
no faltaban algunos ejemplares de la fauna silvestre, en particular perezas,
rabopelados, iguanas, camaleones, cotejos (pequeños lagartos), matos (lagartos
de mayor dimensión), salamandras, y por supuesto, la multitud de pájaros, ¡Ah!
y las culebras, en cualquier lugar podían sorprenderte. En ese ámbito de
biodiversidad vi por primera vez a un pájaro carpintero, me asombró como
picoteaba un árbol. Posteriormente me enteré que lo hacen para buscar comida o
para hacer sus nidos. Tienen un pico afilado en forma de cincel que les permite
taladrar el tronco de los árboles, son sedentarios, pasan la mayoría del tiempo
encaramados en los árboles en busca de insectos, son de costumbres arborícolas.
Adolescente disfruté del comic protagonizado por un pájaro de ese tipo: “El
pájaro loco”, “jeje…jeje…jejeje…”, la
serie de dibujos animados que apareció en los años finales de la década de los
años 30 hasta 1972 cuando su productor Wlater Lantz cerró su estudio.
Nabakov por medio de su alter ego el
poeta Fiodor en su novela “La Dádiva” se maravilla de los pájaros en un bosque
en Alemania, un “carpintero” entre las aves que menciona: “El bosque que yo encontré aún estaba vivo, exuberante, lleno de
pájaros. Había oropéndolas, palomas y grajos; un cuervo pasó volando con un
jadeo de alas: ksbu, ksbu, ksbu; un carpvintero de cabeza roja picotea el tronco
de un pino, y a veces, me imagino imitando vocalmente su picoteo, para
prestarle más fuerza y convicción (en honor de la hembra) porque no hay nada
más divino y encantador en la naturaleza como los engaños ingeniosos con que
nos sorprende en lugares inesperados: el saltamones, por ejemplo (pone en
marcha su pequeño motor pero siempre le cuesta: tsig, tsig, tsig, y sale
disparado), después de saltar y
aterrizar, reajusta inmediatamente la posición de su cuerpo volviéndose de tal
modo que la dirección de sus rayas oscuras coincide con las de las agujas
caídas (o de su sombra)”[5].
Hace años tuve
entre mis manos una vieja foto, extraviada, en la que estoy en ese caserón con
un fusil de madera, pantalones cortos, franela, zapatos sin medias, atrás una
palma enana y cara de maldad, ¿quién me tomaría esa foto? Hoy (10 de abril de
2016) encontré otra de esa misma época, pantalones largos, no sé si llevaba
medias, unos zapatos viejos, atrás una palma, no de las enanas, aunque tal vez
dada mi diminuta figura el árbol luzca alto, el ceño fruncido y la inocultable
mirada de carajito temible. ¿Qué estaría pasando por mi cabeza en el momento de
esa foto? Se nota que no estoy nada contento, es posible que mamá me haya
obligado a pararme delante de ese árbol para la foto en referencia. El sol me
está dando en el rostro, parece que fuera una hora de la mañana, tal vez
estuviese presuroso por irme a la parte de atrás y descender hasta el Río.
Las fotos son
enigmáticas, congelan un instante de la vida de una persona, miras las fotos y
apenas puedes vislumbrar alegría, tristeza, melancolía, decepción, pero no es
seguro, adoptamos poses en ese momento, a menos que el fotógrafo te sorprenda.
Nadie quiere salir mal en la foto, los hombres hacemos un esfuerzo para tratar
que la panza no salga tan pronunciada, inútil, se nota; las mujeres se ponen
colorete de más para que no se noten las arrugas. “No soy fotogénico”, la excusa para no reconocer que la foto no
miente, deja al descubierto tu edad, la gordura, el cuello arrugado, las
ojeras, las arrugas, el desgaste de los años. Confieso que no me agradan que me
fotografíen, “no se mueva, sonría, mire
al pajarito, diga wisqui”, y el fotógrafo, profesional o no, “otra más”, y si es en grupo “Júntense más, usted señor, más a la
izquierda”, hoy cualquiera te toma una foto con el móvil o te graba en un
video, se ha convertido en una peste aviar como dice Manuel Vincent, hay que
tener mucho cuidado en la calle, en una reunión, no sabes si un hijo de puta o
una hija de puta te graba al resbalarte en la acera, borracho en la reunión de
tragos, dormido en un bus con la boca abierta y saliva en la comisura de los
labios, armando un follón en un supermercado por lo elevado de los precios, y
luego formas parte del hazmerreír del día. Lo del bus me ocurrió en el 2014 en
Barcelona, España, cansado del trajín del turista me quedé dormido con la boca
abierta en el último asiento del colectivo, sitio que denominamos en Venezuela
“la cocina”, mi esposa se había bajado a tomar unas fotos, de pronto escuché
unas risas, desperté sobresaltado sin saber dónde me hallaba, y unos jóvenes,
creo de origen sudamericano, escondían, los muy hijos de puta, el móvil con el
cual me habían grabado, seguramente sus amigos y familiares en la red se
cagaron de risa observando a ese desconocido babeando, ¿qué hubiera podido
hacer? No volver a quedarme dormido en un sitio público.
Se toman fotos a
sí mismos, fotos en todas las ocasiones, comiendo, en el vehículo, entrando a
una discoteca, en el centro comercial, fotos a los platos de comida antes de
engullirlos: la paella, las carnes en las brasas, el arroz con pollo, y
obviamente en los onomásticos, alzando las copas; pareciera que sin el
testimonio gráfico de las fotos dudaran
que vivieron ese momento, se produce una sustitución de la vida, del
protagonismo concreto de la persona, de su vivencia, de lo que perciben sus
ojos, sus oídos, sus sentidos en general, y de la consciencia del aquí y ahora,
por una secuencia fotográfica, de manera que están más pendientes de las poses
para salir “bien” en el documento gráfico, que del presente único e irrepetible
que pasará a convertirse en recuerdo, pero mirando posteriormente esas fotos no
serán capaces de revivirlo porque no lo vivieron con “intensidad. Javier Marías
por boca de uno de sus personajes de su novela “Corazón tan blanco”, expresa
respecto de los videos:
“Es un invento infernal, ha acabado con la fugacidad de lo que sucede,
con la posibilidad de engañarse y contarse después las cosas de manera distinta
de cómo ocurrieron. Ha acabado con el recuerdo que es imperfecto y manipulable,
selectivo y variable, ahora uno no puede recordar a su gusto lo que está
registrado, cómo va uno a recordar lo que puede volver a ver, tal cual, incluso
a mayor lentitud de cómo se produjo”[6].
Una generación de
alienados por la tecnología, ausentes de sí.
Ahora eso que denominan Instagram, una mierda más de la era del
Internet, las tipas compiten para demostrar quién es la más osada en sus poses
eróticas, o más bien pornográficas, no le dejan nada a la imaginación, el
misterio del sexo se esfumó, un ejercicio como cualquier otro.
Me despierto en
la madrugada, enciendo el televisor, un corto pornográfico, miro un rato y me
aburro, las mismas poses, las parejas no pueden disimular lo artificial del
acto, algo mecánico, sin emoción, pasión, cambio de canal, prefiero ver un film
de terror.
“En tiempos de
Homero, la humanidad se daba en espectáculo a los dioses del Olimpo; hoy se da
a sí misma en espectáculo. Está lo suficientemente alienada de sí misma como
para vivir su propia destrucción como si de un gozo estético de primer orden se
tratara”, escribía Walter Benjamin, ya en 1936. A estas alturas del siglo XXI
nuestros cuerpos reales han perdido protagonismo en beneficio de su
representación. La carne hecha píxel conforma la memoria gráfica de varias
generaciones. Reducido el cuerpo a mercancía y nuestros flujos a generadores de
plusvalías, el gozo es un capital que se niega a ser acumulado, de ahí la
insatisfacción. Este tiempo dataísta nos
requiere almacenados, bien etiquetados y produciendo beneficios, a través de
los algoritmos que han hecho de nuestros comportamientos una fórmula por la
cual la red nos volverá a ofrecer más de lo mismo, incluidas nuestras fantasías
más tórridas, también colonizadas. La pornografía
se ha adueñado de nuestras relaciones sexoafectivas porque se ha apoderado del
imaginario erótico actual. Identidad y consumo se cifran en combinaciones
binarias para crear identidades sumisas y adictas. Nuestras vidas se han
‘pornificado’ en un tiempo sin tensión narrativa: toda acción vital u operación
financiera depende del número, los clics, el impacto. Entregamos la imagen de
nuestros fluidos al Big Data,
nos medimos en cantidad de orgasmos y centilitros de squirting. Todos nuestros deseos se han vuelto mercancía en una sociedad ávida
de experiencias. La satisfacción, no, de eso no se habla, porque la rueda del
sistema económico pornoliberal gira con el
impulso de un nuevo deseo insatisfecho por saciar”[7].
El vacío sí, la
“Era del vacío” existencial, esclarecedor libro de Gilles Lipovetsky (2006,
editorial Anagrama): una reflexión sobre la sociedad postmoderna en la que
impera la indiferencia ética, la innovación superficial, la obsesión por la
información y la expresión gratuita, banal, la prioridad del acto de
comunicación sobre lo comunicado, la necesidad de expresarse por el solo hecho
de expresarse o la lógica del vacío.
“La comunidad virtual de la que
formamos parte — señala Jorge Eduardo Benavides en articulo publicado en
el país.es- unos dos mil millones— ha sido un paso natural de la conectividad que explotó
en los años noventa. Pero también la
banalidad de su uso. Me refiero a que como sociedad que siempre ha
demandado mayor grado de injerencia en los asuntos que nos conciernen a todos
apenas si hemos aprovechado esa posibilidad. Antes bien, el aporte a través de
las redes sociales parece devolvernos a las épocas más oscuras de nuestra
historia: insultos, amenazas, cierta inclinación a la horda y movimientos que
tienden a un conservadurismo casposo… ¿Qué ha ocurrido? Me aventuro a
pensar que, como en El Aleph, la visión de la
realidad de forma simultánea e incesante nos desalienta y distorsiona no solo
lo que leemos sino nuestras propias opiniones: somos muchos hablando al mismo
tiempo y eso crea una realidad grotesca y sin alivio. Prueba de ello es que nos
hemos encontrado en la necesidad de acuñar un término que oscila entre el
cinismo y la indefensión para definir lo que nos ocurre en las redes: la posverdad, una manera de mentir por acumulación y distorsión. No otra cosa
hace el poeta que quiere inventariar el mundo al completo en el cuento de
Borges. Esa visión pavorosa del cosmos concurrente que pasa ante sus ojos hace
llorar al narrador, desalentado. Quizá porque intuye que una verdad acumulativa
solo produce una inmensa mentira. Esa en la que ahora mismo parecemos vivir”[8].
Como bien lo dice
Rafael Cadenas:
“Los hombres
andan atascados
Hacen ruido para
no escuchar,
Mi corazón ya no
los soporta.
Todo respira y da
gracias
Menos ellos”.
Y aquí este otro del magnífico poeta, un
hombre callado, sencillo, sin poses, lejos, muy lejos, a años luz, de no pocos
arrogantes miembros de la academia de las letras o lengua, como se llame. Y
Cadenas ha recibido merecidos premios y reconocimientos, más ello no lo ha
mareado en absoluto. Hace 20 años tuve el privilegio de una corta conversación
con él en una recepción de la embajada de México.
“El argumento
Por la mañana
Leemos anestesiados
Las noticias
De la guerra (cualquier guerra)
Un titular
Bien merece algunos combates;
Cada bando
Desea demostrar que Dios
Está de su parte
Con el argumento definitivo;
Nuestros ojos recorren
Las páginas
-buscamos más confirmaciones
De nuestra derrota
Y el periódico trae lo que esperamos
encontrar”[9].
¿Qué puedes hacer en la “era del vacío”,
en mi caso me he puesto de lado, al margen, no participo de la banalidad, me
refugio en las lecturas de buenos libros, en la música, el cine (no faltan
estupendas películas), en frecuentar semanalmente una buena barra y libar con
amigos, caminar 3 o 4 veces a la semana en un parque cercano a mi residencia,
compartir alegrías y tristezas con mi mujer, amarla con todos los células de mi
cuerpo, escribir este ensayo (hace año 1 año y 4 meses que me decidí a
hacerlo); en suma, vivir con intensidad el tiempo que me queda fuera del
contexto de esta sociedad desquiciante. Vivo la rutina de un exiliado en mi
propio país, y hoy 25 de enero del
2018, ya estoy en el exilio, huimos en mayo del 2017 ante la posibilidad de mi
detención por parte de los esbirros de la narcodictadura militarista comunista vinculada con el terrorismo islámico.
[1]William Blake, Poesía completa, Bibliotecas personal de
Jorge Luis Borges, Hyspamerica, Buenos Aires, 1986,.
[2] . https://www.google.es/ Jaguar
search?q=jaguar,+fotos&client=firefox-b&tbm=isch&tbo=u&source=univ&sa=X&ved=0ahUKEwi02tf7kPLUAhXRKlAKHYFkDbMQ7AkIQA&biw=1680&bih=
[4] Nabokov. La dádiva. Anagrama, 1988
[5] Nabokov. La dádiva. Anagrama, 1988.
[8] Jorge Eduardo Benavides. Atrapados en el Aleph.
Disponible en http://elpais.es. El Aleph es una obra de Jorge Luis Borges escrita en
1949, 17 cuentos de ficción “La obra comienza con una historia
titulada “El inmortal”, donde Borges narra la historia de un hombre
que sufre el mal de la inmortalidad. “La casa de Asterión”, es un
cuento de dos páginas que trata sobre el hijo de la reina encerrado en un
laberinto. En “La otra muerte” aparece una carta, una noticia
y una verdad por descubrir. En “La busca de Averroes” se
cuenta la leyenda de un filósofo árabe que intenta encontrar algo, que sólo él
entre los hombres, no es capaz de encontrar. Una pieza clave dentro de esta
obra es “El Zahir”, donde se trata el infinito y lo inabarcable a
través de la posesión de una moneda que lo puede conducir a la locura. “Los
dos reyes y los dos laberintos” es un relato de treinta líneas que
trata la rivalidad entre dos reyes y la competencia que existe por el poder.
“La espera”, narra la historia de un hombre que se encuentra
atormentado por su pasado. Por último, en “El Aleph”, otro de los
cuentos destacados de este libro, el autor concentra temas típicos de él, como
laberintos, búsqueda de conocimiento,azar,peligro,curiosidadytiempo”.noticias.universia.com.ar/cultura/noticia/2016/06/14/1140785/aleph-17-cuentos-jorge-luis-borges-deberiamos-leer-disponibles-online.html.
[9]
Rafael Cadenas. Obra entera. Fondo de Cultura
Económica de España. Tierra Firme, 2006.
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