San Esteban: el reino de la felicidad plena





San Esteban: el reino de la felicidad plena


Al año de mi nacimiento la familia se mudó a San Esteban, caserío de montaña situado a 7 kilómetros de Puerto Cabello que comenzó a poblarse a orillas del Río que tiene ese mismo nombre, el mítico Río de mi infancia, que desemboca a unos 500 metros al oeste del Muelle de pescadores de Playa Blanca en mi pueblo natal. En mi infancia fue una zona de plantaciones de cacao, fue, fue, fue, todo lo bueno se va perdiendo en este desgraciado país. En ese caserío nació Beatriz, mi hermana menor, en una casa que papá alquiló al propietario de la Hacienda San Esteban (frente a la mansión Villa Vicencio, la residencia principal de dicha Hacienda). Pasaríamos en esa inmensa casa unos 5 años, luego nos mudaríamos a una  vecina adquirida por papá, a ello me referiré más adelante. Guardo un nítido recuerdo de ese caserón, a pesar de que han pasado 66 años desde que allí viví con mi familia. Veinte habitaciones, tres corredores externos, dos cocinas, dos mil metros de patio circundante, un inmenso árbol de mamón donde me trepé a los cinco años para proferir gritos de auxilio al no poderme bajar, gallinero, perros y gatos. Y en la parte de atrás la tupida selva tropical, la montaña. En las noches escuchabas la diversidad de aullidos, gruñidos, bramidos, graznidos de la rica fauna silvestre. Pocas veces dejo de recordar a ese caserón y el tiempo aquel libre de dolores, angustias, desasosiegos que irremediablemente sobrevienen con el paso de los años. Creo que el míto bíblico del edén y la inocencia primigenia de Adán y Eva, de alguna manera simboliza la infancia de los humanos, salvo para aquellos niños mutilados de alma por padres perversos, o abandonados en las calles a su suerte. Lo escrbí en la Introducción de este maratónico ensayo que no logro finalizar, o que no quiero hacerlo, me distrae, en este tiempo de exilio. Imposible para mí dejar de añorar. En un poema ya antes citado o en páginas posteriores me califico como un “animal nostálgico”.

 Voy a tratar de recordar el camino hacia San Esteban. Saliedo de Puerto Cabello, pasando el Cementerio Alemán (allì están los huesos de mi bisabuelo, mi abuelo y papá, y otros Meier, lo visité una vez en la década de los 80), tomas una carretera de tierra (luego sería asfaltada), recuerdo una bodega antes del inicio de una cuesta que conduce al sector del Portachuelo (en esa bodega estuve con papá en 1951 cuando la campaña electoral para le elección de la Asamblea Constituyente de 1952, eso lo digo al escribir más adelante sobre él), al llegar al Portachuelo, al final de la cuesta, la vía se bifurca, a la izquierda el camino descendente hacia el caserío, a la derecha, una cuesta para acceder al monumento Fortín Solano. No sé si es producto de mi imaginación, veo en mi memoria una especie de amplia terraza protegida por una baranda como la que puede apreciarse en la foto. Te parabas en esa suerte de mirador y podías observar al frondoso valle.
 Al descender por el camino que lleva al caserío, a mano derecha se hallaba un potrero de la Hacienda San Esteban, continuabas, selva a ambos lados de la vía, de pronto una pequeña cuesta y a mano derecha la casa principal de la Hacienda San Esteban, una hermosa edificación pintada de blanco, en la pared de la entrada el nombre de la hacienda en letras grandes, el portón abierto, se visualizaba el típico patio donde se desgranaba el cacao al sol, continuabas, bajada corta, inmensos árboles, tupida vegetación a ambos lados del camino, una que otra casita de campesinos, una semi abandonada donde se decía la habitaba un loco, el loco del pueblo, seguías y encotrabas del lado izquierdo una ermita con una estatua de la Virgen de Coromoto, la patrona de Venezuela, y a unos metros una pequeña hondanada con algo de agua procedente de lluvias, y enseguida la casa Capriles, al frente la mansión Villavicencio, luego la Brandt, y frente a ella, el caserón de mis aventuras infatiles. Limítrofe con el caserón colonial Brandt la casa que fuera de mis tíos Antonio y Betty, más adelante, en una curva la mansión de las hermanas Römer, del lado derecho una casa que perteneció a los Koenecke, limítrofe con el Río San Esteban. Siguiendo el camino al lado izquierdo la casa donde nació el General Salom, volvía a subirse una cuesta y a mano derecha el Río y su emblemático pozo “El Encajonado”, una pequeña caída de aguas y el pozo en forma de cajón. Continuabas y entoces se llegaba al centro del poblado con sus varias bodegas-bares, una medicatura rural, una capilla, una comisaría de policía y al final un patio de bolas (Así era, hoy no sé…).

Aquel tiempo de felicidad y libertad

Me subía cual gato a los techos del mencionado caserón por una delgada tubería que conectaba con un tanque de agua, inocente del riesgo que corría sobre las tejas, escuchando los gritos de mamá o de papá implorando que bajara. Al llover, esas lluvias torrenciales de la selva tropical, las goteras dejaban constancia de mis correrías por los techos. Tenía complejo de pájaro, al “crecer” (digo en edad porque desde los 15 años no aumenté un puto centímetro, de vaina no ingresé a las filas de los enanos: 1.60) perdí, como todos, esas alas de la infancia. Ahora estoy viendo en el recuerdo a mi hermano Popoyo tratando también de subirse al techo por la tubería, pero le cuesta, titubea, mira hacia abajo el muy “culilluo”, craso error ¡no mires, pendejo!, sube, no me escucha, es solo una imagen en mi cerebro. Me enfurecía que me llamaran muchacho “Muchacho ven acá, muchacho pórtate bien, muchacho ven a comer”, “No soy muchacho, me llamo enrique…” y la jodedora de mamá “Ah, entonces, eres una muchacha, una niña”… “No, no, me llamo Enrique, soy varón, si me vuelves a llamar muchacho, me voy de esta casa”. Y mamá “Muchacho…muchacho, muchacho loco”. Agarré uno de mis carritos y me fui caminando, salí del caserón y tomé la vía hacia el Puerto. Mamá me cuenta que le dijo a la negra Josefina “Ese carajito va a regresar, no pasará de la casa de Oswaldo”, pero transcurrieron los minutos y nada que aparecía, entonces, se alarmó y con la negra salieron a buscarme, había pasado la casa de nuestro vecino, mamá me detuvo y me llevó de regreso riéndose “definitivamente eres un carajito”.

¡Ah que maravillosa edad!, tan corto tiempo en el que aún no nos hemos transformado en seres “ensimismados”, los niños en general están abiertos a ese sentir que somos, dejan que su imaginación fluya libremente en cualquier dirección, se llenan inconscientemente de la inmensidad, de la eternidad que está allí, en el rugir del viento que estremece los árboles, en el súbito movimiento de un pájaro que emprende vuelo, de una nerviosa ardilla que sube a un árbol, en las hormigas que miras por primera vez y con curiosidad sigues su trayecto cargando pedacitos de hojas hacia el hormiguero, en el temor que te produce mirar la serpiente deslizándose hacia el río y los truenos que estremecen la noche en la torrencial lluvia, en el canto de las cigarras (chicharras) al final del verano. A excepción de los niños mimados, malcriados, cuyos padres complacen todos sus caprichos, en general a esa edad nos conformamos con poco, la imaginación y la fantasía suplen los juguetes caros. 

Doy gracias a Dios, y a la vida como la canción de Violeta Parra:
 “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo estrellado y en las multitudes la mujer que amo, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el oído que en todo su ancho, graba noche y día grillos y canarios, martillos, turbinas, ladridos, chubascos, y la voz tan tierna de mi bien amada, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el sonido y el abecedario, con él las palabras que pienso y declaro, madre, amigo, hermano y luz alumbrando, la ruta del alma de la que estoy amando, gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados, con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos,  y la casa tuya, tu calle y tu patio, Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me dio el corazón que agita su marco, Cuando miro el fruto del cerebro humano, Cuando miro el bueno tan lejos del malo, Cuando miro el fondo de tus ojos claros, Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me ha dado la risa y me ha dado el llanto, Así yo distingo dicha de quebranto, Los dos materiales que forman mi canto, Y el canto de ustedes que es el mismo canto, Y el canto de todos que es mi propio canto, Gracias a la vida, gracias a la vida”.

 No podemos permanecer en esa edad, es inevitable (a menos que nos lleve la muerte) dejar ese paraíso, bueno para algunos, no para todos los niños, lo fue para mí, no puedo hablar sino de mi experiencia. Por esa razón, me cuesta entender a esos hombres y mujeres que nada quieren con los niños, les molesta su presencia, sus gritos, su correr de un lado a otro, su energía, sus ingenuas preguntas, ¿es que no tuvieron infancia?, ¿acaso nacieron adultos? Por supuesto, no niego el que haya infantes insoportables,groseros, mal educados, caprichosos, antipáticos, los potenciales adultos intratables que engrosarán el club de los que aborrecen a los niños, no concibo otra explicación. Si fuiste un precoz adulto, con todos los defectos del arrogante y egocéntrico, lo más probable es que te ladillen los carajitos.

Papá se empeñó en dar caza a un puma que descendía de la montaña aledaña al caserón, tal vez el olor de las gallinas y los pollos lo inducían a aventurarse en ese dominio humano. Lo hacía en las noches, delataba su presencia una suerte de apagado rugido “ug”… “ug”... “ug”… El cazador había abierto dos pequeños orificios en la tela metálica de la ventana del cuarto matrimonial para disparar la escopeta de perdigones de dos cañones, llamada “morocha”. Frustrado porque no pudo darle caza, el fino olfato del tigre americano le alertaba del peligro que corría si continuaba su aventura, el instinto de conservación era más fuerte que su deseo de engullirse unas cuantas gallinas, se escuchaba el cacareo nervioso de las aves de corral que presentían la presencia del felino.

    Durante varias noches papá esperó inútilmente que el escurridizo felino se acercara lo suficiente para dispararle, hasta que cazador y potencial presa desistieron de sus respectivos objetivos. Aunque no tendría más de 6 años, en lo más profundo de mí ser deseaba que no matara a aquel animal. Obviamente no pude verlo, pero sí escuchar esa suerte de rugido que delataba su presencia. Desde tan temprana edad sentía un profundo respeto por la naturaleza y la vida, aunque no sabía expresar en palabras ese sentimiento que ha permanecido incólume a través de los años. En otra ocasión si tuvo éxito al dispararle desde la puerta de la cocina principal a un picure, animal parecido a un perro, su color era negro, no estoy seguro. Vi cómo el pobre animal fue sorprendido por los mortales disparos mientras algo comía en un sembradío de maíz que se hallaba a unos cuantos metros del caserón. No sé si lo mató para comérselo, hurgo en la memoria sin resultado alguno, o lo hizo por el poder-placer, al que me refiero más adelante, del cazador “deportivo”, el que liquida animales no por necesidad de sobrevivencia (indígenas), sino por esa bastarda afición de extinguir la vida de un ser indefenso, a menos que lo hagas en defensa propia, por instinto de conservación. Y mi padre, como casi todos sus amigos en San Esteban y Puerto Cabello, fue un típico cazador, a excepción de los pájaros, regañaba a Popoyo cuando mataba con su china (honda) esas inofensivas aves: azulejos, cristofués, palometas, cucaracheros, que recuerde, cayeron víctimas de sus certeras pedradas, miraba en silencio esa perversa distracción de mi hermano, en el fondo reitero, -un vago sentimiento que luego se me hizo presente con toda claridad-, rechazaba esa práctica insensata.

¡Qué paradoja la mía!, no compartía esa agresividad hacia las criaturas de la naturaleza primaria y, sin embargo, era capaz de agredir, sin remordimiento, a otras personas, no sé cómo explicarlo, pero, ojo, no vayan a compararme con Hitler y su admiración por las bellezas escénicas del entorno bávaro. Mientras se ejecutaba la carnicería contra la comunidad judía por él ordenada y transcurría la guerra que ese monstruo había provocado devastando media Europa, el psicópata desalmado disfrutaba con sus amigos en su casa de descanso ubicada en ese entorno, la denominada Kehlsteinhaus (literalmente, Casa del Kehlstein, en alemán) o también “nido del águila”. Los jerarcas nazis cultivaban la música clásica mientras ordenaban la ejecución del Holocauso:
El año 1933 dio inicio a una era en Alemania en la que la música clásica sería exaltada, promovida y difundida por los nazis y en la que famosos compositores alemanes serían adicionados al ideario nacional-socialista. Aunque muchos regímenes se han apropiado de grandes figuras artísticas del pasado para galvanizar sus propios propósitos políticos, ninguno lo ha hecho con tal celo como los nazis. El gobierno nazi explotó la ola de euforia popular que siguió a su ascenso al poder tomando a respetadas personalidades musicales de antaño para dar continuidad con el pasado y realzar la rica herencia cultural de la nación alemana. Así Bach, Beethoven, Handel, Haydn, Mozart, Schubert y, por supuesto, Wagner, fueron cooptados por los nazis. Cada caso era singular. Wagner fue celebrado como el compositor cuya ideología prefiguró la del nacional-socialismo. Anton Bruckner fue convertido en ícono nazi. Beethoven fue presentado como un modelo del heroísmo nórdico en la música. Bach fue adoptado pero se debió minimizar el contexto religioso de su obra; tal como en el caso de Handel, cuyas preferencias por textos del Antiguo Testamento y residencia en Inglaterra le jugaban en contra. Schubert y el austríaco Mozart fueron sumados al panteón nazi; el polaco Chopin fue germanizado y Liszt fue elogiado como parte de la tradición alemana y como mentor de Wagner. Incluso Brahms (poco amigo de Wagner) fue aplaudido como un genio artístico”. (Julián Schvindlerman. Los nazis y la música clásica. https://www.enlacejudio.com/2013/09/23/los-nazis-la-musica-clasica).
 En algunos de mis textos en materia de Derecho Ambiental expreso que el hombre tiende a destruir lo que no puede entender, ni someter, es decir, a la otredad. Y la radical otredad cultural de la humanidad es la naturaleza, maravilla anterior a la presencia humana en la Tierra.
En algún momento tuve en mis manos una vieja foto, extraviada, recuerdo de unos días de la Semana Santa que pasamos en la boca del Rio Aroa, región del Estado Falcón que cuenta con un espantoso pueblucho cercano a la desembocadura de dicho Río en la costa de ese Estado: Boca de Aroa, población, como muchas de mi desgraciada patria, donde abundan las ventas de licor y los bares, y escasean las escuelas y dispensarios de salud. Papá, Federico, el tío Antonio y otros amigos, decidieron ir a cazar “patos cuchara” en una laguna ubicada en una zona pantanosa en las riberas del Aroa. Miro dentro de mí y percibo un camión color rojo de los años 40, la puerta del chofer no cerraba, utilizaron una cabuya (cuerda) para evitar que se abriera. En casa papá no usaba correa sino una cuerda para sostener sus arrugados pantalones blancos, no se distinguía por la elegancia, le importaba un carajo. Los cazadores hicieron su “agosto” liquidando no pocas de esas aves de extraño pico en forma de cuchara. La verdad no sé si comieron de esas presas o simplemente las abandonaron en el lugar. El cazador “deportivo”, como antes afirmé, disfruta del puro placer de dar en el blanco. Miraba y miraba como caían bajo los certeros disparos, y en verdad sentía lástima por aquellas aves incapaces de eludir los perdigones. Pernoctábamos las varias familias en una churuata inmensa, o al menos, a esa edad, 4 o 5 años, así me parecía. Calor insoportable y zancudos a granel. Quemaban conchas de coco secas para ahuyentar la plaga, y yo niño inquieto, traté de agarrar una de esas conchas quemándome la mano, y a llorar. Mamá utilizó el clásico remedio casero, me untó la mano de mantequilla, pero el ardor no paraba. Cerca, en una zona boscosa, descubrimos un caño y al pretender bañarnos repentinamente emergió lo que creíamos era un cocodrilo y resultó ser un lagarto menor, una baba. De cualquier manera, a correr y adiós al baño en aguas dulces.
 ¡Cómo no iba a enamorarme de la prodigiosa y exuberante naturaleza de mi país!, sentado aquí tan lejos de esos parajes, añoro…añoro…añoro. En estos últimos días, hoy es 6 de agosto de 2018 he sentido una profunda nostalgia por mi país, no sé si podré volver, mientras no sea erradicada la narcodictadura no puedo hacerlo; también me ha sacudido la nostalgia por los días de mi infancia, por mis hermanos a los que tampoco sé si podré verlos en vida, cada uno de nosotros formó la suya propia, la que contribuí a formar, esa la perdí también al morir Marlen en el 2003. Aquí en el exilio abrazado a Mary como el naúfrago al pedazo de madera para no ahogarme en el mar de la tristeza y el infortunio. Perdí país y familia, los amigos lejos, comprendo que estoy envejeciendo y lloro. 

Y mamá también con ínfulas de cazadora, ¡qué personalidad tan excepcional!, una mujer sin complejos, ni prejuicios, siempre alegre, llena de vida, decidió darle caza a un jaguar, ese sí había logrado engullirse a algunas gallinas dejando el plumero y la sangre de las víctimas en el gallinero. Mi “loca” madre colocó una escalera al lado de un árbol, sujetó a una gallina con un largo cordel al tronco del árbol y se subió al último peldaño de la escalera, escopeta en mano, a la espera del imprevisible felino.Y la gallina cacareando “cloc…cloc…cloc”, tratando de zafarse, amarrada a una de sus patas, se caía, se levantaba, cacareaba como si presintiera el peligro que corría. El felino, ni pendejo, su olfato delató a la cazadora y no cayó en la trampa mortal que le había preparado. En lugar del alertado animal, aparecí de improviso de un matorral dónde me había escondido, luego de seguir sigilosamente a mamá cuando se dirigía al monte en su afán de liquidar al “come gallinas”. “Vete de aquí muchacho loco, que me vas a espantar al animal”. Simulé la huida escondiéndome tras un árbol para presenciar la cacería. Mamá se cansó de esperar y desistió. La seguí nuevamente sin que se percatara. Llegó al caserón sudorosa y riéndose de sí misma, comentándole a la negra Josefina haber estado como una auténtica “bolsa” (“pendeja”, “gafa”) montada en esa escalera con ese jodido calor de la selva tropical. Fue así como desde niño aprendí de ella a no tomarme demasiado en serio, por eso me burlo de mí mismo, de mis palabras y gestos “importantes”, una mierda, de nada sirve salvo para agradar en algunos círculos sociales. En algún tiempo simulé ese podrido sentido de la importancia, lo requería la función o rol público que cumplía, aunque en la intimidad me reía de esa actuación, hoy eso quedó atrás, reconozco que no sirvió para nada, se esfumó como la hojarasca que se lleva el viento. Ahora estoy tranquilo. En uno de estos días me vi en un video y estallé en risas, parecía un robot moviendo los brazos mientras cantaba, qué bolas el enano ese dándoselas de trovador. Al recoradar el episodio del jaguar me viene a la memoria el magnifico poema de William Blake: “Tigre”:
El tigre

Tigre, tigre, que te enciendes en luz
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
en qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
por los bosques de la noche
¿qué mano inmortal, qué ojo
osó idear tu terrible simetría?”[1]

Borges, fascinado desde niño por ese mágico animal, escribió otro poema:

               El otro tigre

 Pienso en un tigre. La penumbra exalta
La vasta Biblioteca laboriosa
Y parece alejar los anaqueles;
Fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
Él irá por su selva y su mañana
Y marcará su rastro en la limosa
Margen de un río cuyo nombre ignora
(En su mundo no hay nombres ni pasado
Ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
Y husmeará en el trenzado laberinto
De los olores el olor del alba
Y el olor deleitable del venado;
Entre las rayas del bambú descifro
Sus rayas y presiento la osatura
Bajo la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
Mares y los desiertos del planeta;
Desde esta casa de un remoto puerto
De América del Sur, te sigo y sueño,
Oh tigre de las márgenes del Ganges.

Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
Que el tigre vocativo de mi verso
Es un tigre de símbolos y sombras,
Una serie de tropos literarios
Y de memorias de la enciclopedia
Y no el tigre fatal, la aciaga joya
Que, bajo el sol o la diversa luna,
Va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
Su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
El verdadero, el de caliente sangre,
El que diezma la tribu de los búfalos
Y hoy, 3 de agosto del 59,
Alarga en la pradera una pausada
Sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
Y de conjeturar su circunstancia
Lo hace ficción del arte y no criatura
Viviente de las andan por la tierra.

Un tercer tigre buscaremos. Éste
Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Posa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esa aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso”[3].

      No podré olvidar hasta el día de mi muerte, cuando estos débiles hilos que me unen a la vida no resistan un nuevo amanecer, ese tiempo mágico vivido en el enorme caserón. Allí en la cocina principal (se cocinaba con gas y leña) ubicada en el fondo de la vivienda, la otra cocina no se utilizaba, vi por vez primera a dos langostas que se movían tranquilamente por el piso ignorantes de su inminente muerte, estaban a punto de ser cocinadas vivas en agua hirviente en una enorme olla. No sé con precisión mi edad para ese momento, tal vez  3 o 4 años, lo cierto es que dada mi poca estatura (mamá temía que fuese enano, me atragantaba de vitaminas, y me medía diariamente utilizando una pared donde marcaba con un lápiz y con una regla sobre mi cabeza el límite de mi tamaño “Coño este carajito no crece, a los mejor lo vendemos a un circo”, decía riéndose) las langostas me parecieron algo monstruoso, amenazante y aterrador, con sus antenas y patas, cogí un palo para defenderme de los monstruos, pero alguien, no recuerdo (no soy Funes “El memorioso”) con precisión, me desarmó. También presencié cómo unos trabajadores rompieron el piso de la cocina y sacaron tierra buscando un presunto tesoro, morocotas de oro, supuestamente allí enterradas desde la época de la Colonia. Una cocinera había convencido a mamá de que el dueño del tesoro se le había aparecido en sueños y le había indicado que ese era el sitio donde había enterrado sus morocotas. Por supuesto, no encontraron tesoro alguno, pero si unos huesos y un cráneo humanos que fueron nuevamente enterrados lejos, montaña adentro. Mientras esto escribo me viene la imagen de papá sentado en una mesita pequeña ubicada cerca de la cocina en un corredor interno donde se hallaba un tinajero (ese pequeño corredor unía a los dos grandes corredores externos laterales), está comiéndose la mitad de un mero, acompañado de una montaña de arroz, gordo, más no obeso, también me veo entrando al baño mientras él desnudo (panza pronunciada) sentado en la poceta lee un periódico, está haciendo su necesidad mayor “Beatriz, saca a este carajito de aquí, quiero cagar en paz”.

      La magia, el misterio de la selva, inmensos árboles, plantas de todo tipo, culebras, arañas “monas”, monos, pumas, paraíso de pájaros de multicolores plumajes, y el río, el Río San Esteban y sus límpidas aguas. Bastaba cruzar la carretera de tierra que llevaba al centro del pueblo para entrar al caserón colonial de la familia Brandt, habitada en ese momento por Federico, descendiente del pintor de ese mismo nombre y Raquel, su esposa, y allí, en la parte trasera del caserón, el Río. Dejabas la cocina, bajabas los escalones hacia el inicio del patio interno estilo andaluz, pasabas por un cuarto o baño secundario, no estoy seguro (entre ráfagas de neblina veo imágenes de mamá, papá, Federico, Raquel y otros, jugando con agua y azul metileno en esa área, supongo unos carnavales de 1950-51, mamá, el vestido manchado de azul, ríe y luego se cae), caminabas unos cuantos metros, abrías una pequeña puerta de una cerca de alambres y accedías a un ancho muro de cemento, de unos 2 metros de altura, construido tiempo atrás sobre la ribera izquierda de su cauce, tal vez como protección contra las crecidas en la época de lluvias torrenciales, luego descendías por un sendero de piedras para entrar en las frescas aguas, no muy profundas (Popoyo capturaba camarones de río debajo de las piedras del cauce). Hoy, a mis 72 años, siento la necesidad de ir a un río, no importa que no sea el de mi infancia, cualquiera, siempre que sus aguas sean limpias, y sumergirme en su cauce para sentir una vez más la emoción, tal vez incomprensible para muchos, de unirme a la naturaleza haciéndome parte de ella, aunque sea por unos momentos. Primero me bañé en las aguas del Río que en las del mar, bueno no lo sé con certeza, quizás a los 4 o 5 años. Y si fue al contrario, no conservo recuerdo alguno de haber estado en la orilla de una playa antes de mi primera inmersión en el Río, salvo una leve imagen nebulosa de mamá sentada en la semi sombra bajo un arbusto de uvas de playa, sombrero playero, roja como un tomate, no sé, esta misteriosa memoria, mamá comentaría sobre ese día playero, tal vez fue en aquellos días de semana santa en Boca de Aroa, en las playas de la zona: “carajo, parezco un tigre con estas rayas”. Y es que como puede observarse en la foto, el sol se cuela a través de las ramas del arbusto de uva playera. ¿Lo habré imaginado, soñado, o en verdad es un recuerdo fidedigno? Nunca lo sabré. Este afán de recordar, ¿Qué otra cosa podría hacer aquí, lejos de mi amado país, exiliado, añorando? Nabokov se planteó lo mismo al abandonar su Rusia natal y exiliarse en Alemania (Berlín):


“¿Y qué hacer ahora?, ¿No debía rechazarse cualquier nostalgia de la patria, de cualquier patria que no fuera la que está en mí, dentro de mí, adherida a la piel de mis plantas como la arena plateada del mar, que vive en mis ojos, en mi sangre, que da profundidad y distancia al telón de fondo de todas las esperanzas de la vida?” [4].

  Pues seguiré con la nostalgia, y vuelvo con aquella hermosa mansión colonial (la mansión Brandt): amplio porche, dos largos corredores separados por un patio interno estilo andaluz con dos fuentes de agua y jardines. Seis dormitorios, un inmenso baño con una suerte de pequeña piscina en lugar de bañera, una pieza pequeña que comunicaba con un gran comedor (allí un día observé en una pared a una “araña mona” como del tamaño de un plato de comer, también vi muchas en un hueco del muro de cemento en la ribera del Río), un salón contiguo para las visitas, la cocina ubicada al final de la casa. En el exterior unos fabulosos jardines rodeando la mansión por los 4 costados, una suerte de pequeño parque privado de rica biodiversidad: árboles frutales como naranjos, limoneros, aguacate, mamón, pomarrosa, mamey, nísperos, tamarindo, naranjas cajeras (agrias), mandarinas, cambures, plantas de flores diversas: rosas, margaritas, y las palmas enanas. Y no faltaban algunos ejemplares de la fauna silvestre, en particular perezas, rabopelados, iguanas, camaleones, cotejos (pequeños lagartos), matos (lagartos de mayor dimensión), salamandras, y por supuesto, la multitud de pájaros, ¡Ah! y las culebras, en cualquier lugar podían sorprenderte. En ese ámbito de biodiversidad vi por primera vez a un pájaro carpintero, me asombró como picoteaba un árbol. Posteriormente me enteré que lo hacen para buscar comida o para hacer sus nidos. Tienen un pico afilado en forma de cincel que les permite taladrar el tronco de los árboles, son sedentarios, pasan la mayoría del tiempo encaramados en los árboles en busca de insectos, son de costumbres arborícolas. Adolescente disfruté del comic protagonizado por un pájaro de ese tipo: “El pájaro loco”, “jeje…jeje…jejeje…”, la serie de dibujos animados que apareció en los años finales de la década de los años 30 hasta 1972 cuando su productor Wlater Lantz cerró su estudio.

Nabakov por medio de su alter ego el poeta Fiodor en su novela “La Dádiva” se maravilla de los pájaros en un bosque en Alemania, un “carpintero” entre las aves que menciona: “El bosque que yo encontré aún estaba vivo, exuberante, lleno de pájaros. Había oropéndolas, palomas y grajos; un cuervo pasó volando con un jadeo de alas: ksbu, ksbu, ksbu; un carpvintero de cabeza roja picotea el tronco de un pino, y a veces, me imagino imitando vocalmente su picoteo, para prestarle más fuerza y convicción (en honor de la hembra) porque no hay nada más divino y encantador en la naturaleza como los engaños ingeniosos con que nos sorprende en lugares inesperados: el saltamones, por ejemplo (pone en marcha su pequeño motor pero siempre le cuesta: tsig, tsig, tsig, y sale disparado), después  de saltar y aterrizar, reajusta inmediatamente la posición de su cuerpo volviéndose de tal modo que la dirección de sus rayas oscuras coincide con las de las agujas caídas (o de su sombra)”[5].
Hace años tuve entre mis manos una vieja foto, extraviada, en la que estoy en ese caserón con un fusil de madera, pantalones cortos, franela, zapatos sin medias, atrás una palma enana y cara de maldad, ¿quién me tomaría esa foto? Hoy (10 de abril de 2016) encontré otra de esa misma época, pantalones largos, no sé si llevaba medias, unos zapatos viejos, atrás una palma, no de las enanas, aunque tal vez dada mi diminuta figura el árbol luzca alto, el ceño fruncido y la inocultable mirada de carajito temible. ¿Qué estaría pasando por mi cabeza en el momento de esa foto? Se nota que no estoy nada contento, es posible que mamá me haya obligado a pararme delante de ese árbol para la foto en referencia. El sol me está dando en el rostro, parece que fuera una hora de la mañana, tal vez estuviese presuroso por irme a la parte de atrás y descender hasta el Río.

Las fotos son enigmáticas, congelan un instante de la vida de una persona, miras las fotos y apenas puedes vislumbrar alegría, tristeza, melancolía, decepción, pero no es seguro, adoptamos poses en ese momento, a menos que el fotógrafo te sorprenda. Nadie quiere salir mal en la foto, los hombres hacemos un esfuerzo para tratar que la panza no salga tan pronunciada, inútil, se nota; las mujeres se ponen colorete de más para que no se noten las arrugas. “No soy fotogénico”, la excusa para no reconocer que la foto no miente, deja al descubierto tu edad, la gordura, el cuello arrugado, las ojeras, las arrugas, el desgaste de los años. Confieso que no me agradan que me fotografíen, “no se mueva, sonría, mire al pajarito, diga wisqui”, y el fotógrafo, profesional o no, “otra más”, y si es en grupo “Júntense más, usted señor, más a la izquierda”, hoy cualquiera te toma una foto con el móvil o te graba en un video, se ha convertido en una peste aviar como dice Manuel Vincent, hay que tener mucho cuidado en la calle, en una reunión, no sabes si un hijo de puta o una hija de puta te graba al resbalarte en la acera, borracho en la reunión de tragos, dormido en un bus con la boca abierta y saliva en la comisura de los labios, armando un follón en un supermercado por lo elevado de los precios, y luego formas parte del hazmerreír del día. Lo del bus me ocurrió en el 2014 en Barcelona, España, cansado del trajín del turista me quedé dormido con la boca abierta en el último asiento del colectivo, sitio que denominamos en Venezuela “la cocina”, mi esposa se había bajado a tomar unas fotos, de pronto escuché unas risas, desperté sobresaltado sin saber dónde me hallaba, y unos jóvenes, creo de origen sudamericano, escondían, los muy hijos de puta, el móvil con el cual me habían grabado, seguramente sus amigos y familiares en la red se cagaron de risa observando a ese desconocido babeando, ¿qué hubiera podido hacer? No volver a quedarme dormido en un sitio público.

Se toman fotos a sí mismos, fotos en todas las ocasiones, comiendo, en el vehículo, entrando a una discoteca, en el centro comercial, fotos a los platos de comida antes de engullirlos: la paella, las carnes en las brasas, el arroz con pollo, y obviamente en los onomásticos, alzando las copas; pareciera que sin el testimonio  gráfico de las fotos dudaran que vivieron ese momento, se produce una sustitución de la vida, del protagonismo concreto de la persona, de su vivencia, de lo que perciben sus ojos, sus oídos, sus sentidos en general, y de la consciencia del aquí y ahora, por una secuencia fotográfica, de manera que están más pendientes de las poses para salir “bien” en el documento gráfico, que del presente único e irrepetible que pasará a convertirse en recuerdo, pero mirando posteriormente esas fotos no serán capaces de revivirlo porque no lo vivieron con “intensidad. Javier Marías por boca de uno de sus personajes de su novela “Corazón tan blanco”, expresa respecto de los videos:

 “Es un invento infernal, ha acabado con la fugacidad de lo que sucede, con la posibilidad de engañarse y contarse después las cosas de manera distinta de cómo ocurrieron. Ha acabado con el recuerdo que es imperfecto y manipulable, selectivo y variable, ahora uno no puede recordar a su gusto lo que está registrado, cómo va uno a recordar lo que puede volver a ver, tal cual, incluso a mayor lentitud de cómo se produjo”[6]

Una generación de alienados por la tecnología, ausentes de sí.  Ahora eso que denominan Instagram, una mierda más de la era del Internet, las tipas compiten para demostrar quién es la más osada en sus poses eróticas, o más bien pornográficas, no le dejan nada a la imaginación, el misterio del sexo se esfumó, un ejercicio como cualquier otro.

Me despierto en la madrugada, enciendo el televisor, un corto pornográfico, miro un rato y me aburro, las mismas poses, las parejas no pueden disimular lo artificial del acto, algo mecánico, sin emoción, pasión, cambio de canal, prefiero ver un film de terror.

En tiempos de Homero, la humanidad se daba en espectáculo a los dioses del Olimpo; hoy se da a sí misma en espectáculo. Está lo suficientemente alienada de sí misma como para vivir su propia destrucción como si de un gozo estético de primer orden se tratara”, escribía Walter Benjamin, ya en 1936. A estas alturas del siglo XXI nuestros cuerpos reales han perdido protagonismo en beneficio de su representación. La carne hecha píxel conforma la memoria gráfica de varias generaciones. Reducido el cuerpo a mercancía y nuestros flujos a generadores de plusvalías, el gozo es un capital que se niega a ser acumulado, de ahí la insatisfacción. Este tiempo dataísta nos requiere almacenados, bien etiquetados y produciendo beneficios, a través de los algoritmos que han hecho de nuestros comportamientos una fórmula por la cual la red nos volverá a ofrecer más de lo mismo, incluidas nuestras fantasías más tórridas, también colonizadas. La pornografía se ha adueñado de nuestras relaciones sexoafectivas porque se ha apoderado del imaginario erótico actual. Identidad y consumo se cifran en combinaciones binarias para crear identidades sumisas y adictas. Nuestras vidas se han ‘pornificado’ en un tiempo sin tensión narrativa: toda acción vital u operación financiera depende del número, los clics, el impacto. Entregamos la imagen de nuestros fluidos al Big Data, nos medimos en cantidad de orgasmos y centilitros de squirting. Todos nuestros deseos se han vuelto mercancía en una sociedad ávida de experiencias. La satisfacción, no, de eso no se habla, porque la rueda del sistema económico pornoliberal gira con el impulso de un nuevo deseo insatisfecho por saciar”[7].

El vacío sí, la “Era del vacío” existencial, esclarecedor libro de Gilles Lipovetsky (2006, editorial Anagrama): una reflexión sobre la sociedad postmoderna en la que impera la indiferencia ética, la innovación superficial, la obsesión por la información y la expresión gratuita, banal, la prioridad del acto de comunicación sobre lo comunicado, la necesidad de expresarse por el solo hecho de expresarse o la lógica del vacío.

La comunidad virtual de la que formamos parte señala Jorge Eduardo Benavides en articulo publicado en el país.es- unos dos mil millonesha sido un paso natural de la conectividad que explotó en los años noventa. Pero también la banalidad de su uso. Me refiero a que como sociedad que siempre ha demandado mayor grado de injerencia en los asuntos que nos conciernen a todos apenas si hemos aprovechado esa posibilidad. Antes bien, el aporte a través de las redes sociales parece devolvernos a las épocas más oscuras de nuestra historia: insultos, amenazas, cierta inclinación a la horda y movimientos que tienden a un conservadurismo casposo¿Qué ha ocurrido? Me aventuro a pensar que, como en El Aleph, la visión de la realidad de forma simultánea e incesante nos desalienta y distorsiona no solo lo que leemos sino nuestras propias opiniones: somos muchos hablando al mismo tiempo y eso crea una realidad grotesca y sin alivio. Prueba de ello es que nos hemos encontrado en la necesidad de acuñar un término que oscila entre el cinismo y la indefensión para definir lo que nos ocurre en las redes: la posverdad, una manera de mentir por acumulación y distorsión. No otra cosa hace el poeta que quiere inventariar el mundo al completo en el cuento de Borges. Esa visión pavorosa del cosmos concurrente que pasa ante sus ojos hace llorar al narrador, desalentado. Quizá porque intuye que una verdad acumulativa solo produce una inmensa mentira. Esa en la que ahora mismo parecemos vivir”[8].
Como bien lo dice Rafael Cadenas:

“Los hombres andan atascados
Hacen ruido para no escuchar,
Mi corazón ya no los soporta.
Todo respira y da gracias
Menos ellos”.

Y aquí este otro del magnífico poeta, un hombre callado, sencillo, sin poses, lejos, muy lejos, a años luz, de no pocos arrogantes miembros de la academia de las letras o lengua, como se llame. Y Cadenas ha recibido merecidos premios y reconocimientos, más ello no lo ha mareado en absoluto. Hace 20 años tuve el privilegio de una corta conversación con él en una recepción de la embajada de México.

“El argumento

Por la mañana
Leemos anestesiados
Las noticias
De la guerra (cualquier guerra)
Un titular
Bien merece algunos combates;
Cada bando
Desea demostrar que Dios
Está de su parte
Con el argumento definitivo;
Nuestros ojos recorren
Las páginas
-buscamos más confirmaciones
De nuestra derrota
Y el periódico trae lo que esperamos encontrar”[9].

¿Qué puedes hacer en la “era del vacío”, en mi caso me he puesto de lado, al margen, no participo de la banalidad, me refugio en las lecturas de buenos libros, en la música, el cine (no faltan estupendas películas), en frecuentar semanalmente una buena barra y libar con amigos, caminar 3 o 4 veces a la semana en un parque cercano a mi residencia, compartir alegrías y tristezas con mi mujer, amarla con todos los células de mi cuerpo, escribir este ensayo (hace año 1 año y 4 meses que me decidí a hacerlo); en suma, vivir con intensidad el tiempo que me queda fuera del contexto de esta sociedad desquiciante. Vivo la rutina de un exiliado en mi propio país, y hoy 25 de enero del 2018, ya estoy en el exilio, huimos en mayo del 2017 ante la posibilidad de mi detención por parte de los esbirros de la narcodictadura militarista comunista vinculada con el terrorismo islámico.



[1]William Blake, Poesía completa, Bibliotecas personal de Jorge Luis Borges, Hyspamerica, Buenos Aires, 1986,.
[3] Jorge Luis Borges, El hacedor, Obras completas, Vll, Buenos Aires, Emecé
[4] Nabokov. La dádiva. Anagrama, 1988
[5] Nabokov. La dádiva. Anagrama, 1988.
[6] Javier Marias. Corazón tan blaco. Anagrama, 1992.
[7] Analía Iglesias-Martha Zein. Pornonativos. http://elpais.es. Edición del 3 de junio de 2018.
[8] Jorge Eduardo Benavides. Atrapados en el Aleph. Disponible en http://elpais.es. El Aleph es una obra de Jorge Luis Borges escrita en 1949, 17 cuentos de ficción “La obra comienza con una historia titulada “El inmortal”, donde Borges narra la historia de un hombre que sufre el mal de la inmortalidad. “La casa de Asterión”, es un cuento de dos páginas que trata sobre el hijo de la reina encerrado en un laberinto. En “La otra muerte” aparece una carta, una noticia y una verdad por descubrir. En “La busca de Averroes” se cuenta la leyenda de un filósofo árabe que intenta encontrar algo, que sólo él entre los hombres, no es capaz de encontrar. Una pieza clave dentro de esta obra es “El Zahir”, donde se trata el infinito y lo inabarcable a través de la posesión de una moneda que lo puede conducir a la locura. “Los dos reyes y los dos laberintos” es un relato de treinta líneas que trata la rivalidad entre dos reyes y la competencia que existe por el poder.  “La espera”, narra la historia de un hombre que se encuentra atormentado por su pasado. Por último, en “El Aleph”, otro de los cuentos destacados de este libro, el autor concentra temas típicos de él, como laberintos, búsqueda de conocimiento,azar,peligro,curiosidadytiempo”.noticias.universia.com.ar/cultura/noticia/2016/06/14/1140785/aleph-17-cuentos-jorge-luis-borges-deberiamos-leer-disponibles-online.html.
[9] Rafael Cadenas. Obra entera. Fondo de Cultura Económica de España. Tierra Firme, 2006.

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