No quiero morir sin adquirir claridad sobre mí mismo









No quiero morir sin adquirir claridad sobre mí mismo, que no me sorprenda la muerte sin haber evaluado mi vida de la manera más objetiva posible, ¿podré hacerlo? Sé que no es fácil ser su propio juez, pues los humanos tendemos a los extremos. O bien somos verdugos implacables dominados por el impulso de autodestrucción, o cedemos ante la buena conciencia, la imagen idílica de sí mismo, o, en fin, la auto compasión: “No me lo merezco, no es justo que me traten así, a mí que he sido…”, ¿Quién no se ha auto compadecido en algún momento?, creo que todos caemos en ese estado de ánimo que no sirve para nada. El mundo es injusto. Lo peor que podemos hacer es buscar el aplauso ajeno, ello nos ata a la opinión buena o mala de los otros, nos quita libertad, pero se requiere de un enorme esfuerzo psicológico para superar esa muy común propensión a depender de la opinión ajena. Un caso patético y emblemático es el del novel escritor norteamericano John Kennedy Tole, autor de la original novela “La conjura de los necios” publicada en 1980 y ganadora del Premio Pulitzer en 1981, luego de que el novelista se suicidara decepcionado por el rechazo de varias editoriales a su manuscrito. Las ironías de la vida. Yo no voy a suicidarme si ninguna editorial se interesa por este escrito carente de valor literario según los cánones imperantes. Sin embargo, es casi imposible prescindir de la aceptación y valoración de los otros, pues somos seres gregarios, sociales, queremos agradar, ser admirados, es tan humano esa búsqueda de la buena opinión social. Esa es una de las tantas paradojas de la condición humana. Pocos, muy pocos hombres y mujeres, se resignan al anonimato, a pasar inadvertidos, la fama es atrayente, que tu nombre y tu rostro aparezca en los medios de comunicación, en las redes sociales. De ahí el dicho “Que hablen de ti, aunque mal, es preferible a que no hablen”. Ese temor a pasar inadvertido es el origen del éxito mediático de los “shows reality”, los hombres y mujeres que voluntariamente se presentan en canales de televisión para hablar abiertamente de sus intimidades, un momento de “fama”, ante un auditorio que ríe, aplaude o rechifla, y millones pegados a la pantalla chica, y una tipa que se las da de psicóloga haciendo de moderadora; también, los videos en las redes sociales, el Integram, Facebook, toda esa basura, la peste aviar a la que alude Manuel Vincent . El video se volvió “viral”, así dicen de cualquier imbecilidad, estupidez y hasta monstruosidad de estos tiempos de indiferencia ética, como esa de unos adolescentes gringos que prefirieron filmar como un hombre mayor se ahogaba en un lago, antes de proceder a auxiliarle, la morbosa avidez de la imbécil humanidad ociosa, porque aquellos que de vaina pueden comer una vez al día, que están desempleados, malviviendo en las calles, no tienen tiempo para esas extravagancias. En una reunión reciente a la que fui invitado con mi mujer, tocaron el tema de un venezolano que, con el auxilio financiero de la narcodictadura, participó en un campeonato de esquí en la nieve en Finlandia, el carajo nunca había visto la nieve ni esquiado, puso una soberana cagada cayéndose varias veces, haciendo malabarismos, jodiendo a otros esquiadores, pero el video se volvió viral, y ese improvisado (al igual que el tal Maduro) se hizo famoso por unos días. Un imbécil que estaba en esa reunión lo alabó, dijo que tenía coraje, que además había aprovechado el video visto por millones de personas para promover un gorro de nieve con su nombre. No dije nada, ¿Qué puedes hacer ante la creciente estupidez colectiva?

 Según Carlos María Cipolla en su artículo “La teoría de la estupidez: “Un factor que explica el impresionante poder de la estupidez humana es la presencia de Å en puestos de poder o responsabilidad: ya sean presidentes, directores, generales, obispos o diputados, tienen un poder en sus manos que multiplica su capacidad de hacer daño y provocar pérdidas. Muchas veces, los puestos de responsabilidad dependen de la elección de grupos más o menos grandes de personas. Esos grupos contienen una proporción Å de estúpidos y por lo tanto sus elecciones perjudican a los demás y a sí mismos. ¿Por qué? Porque son estúpidos, te lo estoy diciendo. Estas elecciones irracionales y este comportamiento impredecible refuerzan el poder o la capacidad de hacer daño del estúpido. La persona inteligente siempre es sorprendida por el estúpido e incluso cuando se prevé un ataque, planear la defensa no es posible porque el estúpido no sigue ningún plan. Ni siquiera, después del daño hecho, es posible lanzar un contraataque. Tal es de errático e inverosímil el estúpido. Recordemos a Schiller cuando decía que "contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano"[1].

Hablar de reconocimiento exige distinguir dos acepciones diferentes de dicho vocablo. Según Fernando Savater-ese Sócrates de nuestro tiempo- (espero que no sea forzado a beber un veneno, cicuta, como el genial griego), la humanidad se contagia por el reconocimiento de los otros. Savater no alude al reconocimiento como el valor otorgado a la persona por sus supuestos méritos y virtudes (la obsesión de la fama y el buen nombre, el significado al que me he referido anteriormente), sino al hecho básico, elemental, de la gregariedad, pues es la mirada de los otros, su trato, lo que nos hace humanos. En el mito de Tarzán, el rey de los monos, el niño amamantado por un gorila hembra al quedar huérfano en la selva, y, por tanto, criado entre los animales, no se reconoce como humano hasta que en una expedición un científico francés lo descubre y lo lleva consigo a la civilización. El joven Tarzán no hablaba, emitía gruñidos, no caminaba erguido sino como los simios, comía con las manos, no se percibía diferente a la manada de gorilas. Las ideologías fundamentalistas: nazismo, comunismo, que se basan en la perversa idea del “enemigo objetivo” producen en sus adeptos un proceso psicológico mediante el cual los individuos que forman parte de esa categoría no son considerados como seres humanos, como no lo eran los “esclavos”, el judío era conceptuado en la Alemania nazi como “sub-humano”, no se trataba de una raza humana inferior, sino de un ser que no alcanzaba la calificación de humanidad. Puesto que no son “humanos” como “nosotros” no los reconocemos, no son nuestros “semejantes”, nada impide, desde el enfoque de la “moral nazi” esclavizarlos, someterlos a experimentos “científicos”, asesinarlos, utilizar su piel para fabricar lámparas.

 Respecto de la otra acepción de la expresión “reconocimiento” en lo atinente al mérito o valor propio y al ajeno, al juzgarnos, no podemos sustraernos a la atracción de los extremos, antes señalada: la autocomplacencia, o la crítica severa de nosotros mismos. Hace más de 40 años cuando estudiaba Derecho en la Universidad Central de Venezuela, una amiga, bella e inteligente mujer que estudiaba Letras en la misma Universidad, al enterarse que escribía poemas me pidió le permitiría leer algunos que tenía en una carpeta, pues  acostumbraba a esconder en esa carpeta un libro y una libreta, para leer y escribir versos clandestinamente en aquellas clases de tediosas asignaturas como el Derecho de sucesiones que siempre he aborrecido (así como al profesor que dictaba la materia, se sabía de memoria los artículos del Código Civil y se jactaba: “A ver bachiller, busque en su Código el artículo xxx, dice así… ¿no es cierto?” y ante la confirmación del estudiante, el grupo exclamaba admirado “Ahh”, y yo para mis adentros “ojalá modificaran todos esos artículos para que este cabrón tenga que aprenderse de memoria los nuevos”). A los días la amiga me devuelve la carpeta con los poemas: “no soporté esos poemas, eres el inquisidor de ti mismo”.

Víctima de mí mismo. Este inquisidor que vive en mí, insoportable inquilino de mi cuerpo. Tigre que día y noche acecha, muerde mi alma, me angustia, esta interminable desazón, siempre dudando de mis intenciones, actos, omisiones. Sólo en las tardes a la vista del crepúsculo, o en el último sueño de la madrugada, abandona su tono acusador- ¿Qué consciencia es esta que agota mis días preguntándome por mi valía?, recapitulando sin cesar el pasado, deslizando el artero veneno de la duda. Procesado y condenado por este tribunal que me habita, soy víctima de mí mismo”. En verdad para esa época fui un crítico implacable conmigo, ahora no tanto, sin embargo, nunca he tenido una “buena consciencia” y más desde que me contagió Ciorán:

“El escéptico para desesperación del demonio, es el hombre inutilizable por excelencia. No se engancha, no se fija a nada: la ruptura entre el mundo y él se acusa con cada acontecimiento y con cada problema que ha de afrontar. Se lo ha tachado de diletante, porque se complace en minimizarlo todo; en realidad, no minimiza nada, simplemente vuelve a colocar las cosas en su lugar. Nuestros placeres como nuestros dolores, se deben a la importancia indebida que atribuimos a nuestras experiencias. Así el escéptico se afanará por poner orden no sólo en sus juicios, lo que es fácil, sino también en sus sensaciones, lo que es más difícil”[2].

Estoy consciente de que la importancia personal, la autoestima, mantiene nuestro centro personal, y al mismo tiempo, si se convierte en arrogancia, en soberbia, en creer que somos mejores que el resto de la humanidad, caemos en una podrida ilusión, la imagen de sí enceguece al soberbio, a esa persona que no ve, no vislumbra la otredad, no percibe la magia del mundo, no presiente la inmensidad porque encerrada en sí misma, en su capullo, alimenta su imagen, su importancia personal día a día. Y así su vida va cayendo progresivamente en una rutina insoportable (origen del stress), se hace intolerante, mezquina, egoísta, cruel, perversa, únicamente acepta como verdad sus opiniones, por más disparatadas e irreales que fueren. Años de esfuerzo y disciplina se requieren para disminuir el tamaño del ego personal, para entender que no somos el centro del mundo y pretender que todo gire a nuestro alrededor (Yo el supremo). ¿Cómo puede haber diálogo entre dos egocéntricos?, el uno habla y el otro no escucha lo que dice su interlocutor, está pensando su respuesta sin importarle para nada lo que le están expresando, y viceversa; de ahí la expresión irónica “diálogo de sordos”. Y más si hay terceros presentes, el interés de los “dialogantes” es quedar bien, aplastar, derrotar, hacer quedar mal al otro, lucirse ante el auditorio, el triunfo del ego, la muerte de la comunicación.

 Pero, si reducimos la importancia personal se produce una brecha en el capullo creado por la imagen de sí, y al quedar liberada esa energía es posible dejar entrar al espíritu (el infinito), esa fuerza (Dios) que ordena todo lo existente. El alma, sí, el alma, palabra hoy excluida de la poesía, el arte, la ciencia, ha sido reducida a componentes químicos y físicos ubicados en el cerebro, y sin embargo, es lo único real, verdadero, en este espejismo de la vida, trasciende al dolor, al infortunio, a la locura, a la propia muerte, aunque no dejo de dudar cuando pienso en esa enfermedad cerebral: el “alzhéimer”, el horror de perderse en sí mismo, de olvidar todo, la paulatina muerte de la conciencia, ¿qué sucede con el alma de los que sufren esa enfermedad?, ¿adónde va?, ¿desaparece?. El padre de un buen amigo, médico él y a quien conocí en vida, a los 85 años comenzó a mostrar los síntomas, reunió a su familia y les dijo “Prepárense, dentro de poco no seré el mismo, no me reconocerán, no los reconoceré, no me reconoceré”. Cuando falleció fui a su entierro y mi amigo me comentó con dolor: “es su segunda muerte”. Tengo otro amigo muy querido, vecino durante más de veinte años, que nació en la misma fecha que yo: 24 de diciembre de 1945, celebramos muchos onomásticos juntos, y hoy padece de ese mal, su esposa, mi amiga, se vio obligada a ingresarlo en una institución especializada. La última vez que estuvimos juntos, hace dos años, todavía la enfermedad no había hecho sus estragos, me reconoció, bebimos y cantamos rancheras en casa, esas canciones que en el pasado disfrutamos juntos de alguna manera le despertaban la memoria en su proceso de olvido, estaba eufórico, daba gritos de alegría, “Así se canta Enrique, fuerte, más fuerte, carajo” y chocábamos las copas. Sé que esa fue nuestra despedida.

Hace 14 años le dediqué estas palabras:

“Para un amigo que celebra la vida

Todavía nos quedan algunos días
Para brindar por la vida
¿Qué más?
Transeúntes Efraín
-eso somos-
Simples viajantes
Pasajeros precarios
De este frágil tren que se llama vida
Vamos acumulando años
Por suerte aún estamos vivos
Brindemos por ese milagro
Hoy en esta otra
Y única navidad
Con las barbas
Encanecidas
No hay tiempo amigo
Choquemos copas
Mañana puede ser tarde”.

(24/12/2002)

¡Carajo! ¿Cómo iba a pensar que efectivamente para él ese mañana se haría realidad? Hoy 24 de diciembre de 2016 cumplimos 71 años, mi amigo no lo sabrá, ya habrá olvidado hasta su nombre, ello me produce un profundo pesar, con dolor y tristeza alzo mi copa por ti querido amigo, aunque tu memoria se haya esfumado, yo no te olvidaré hasta el día de mi muerte.

Sobre el alma, Manuel Vincent escribe:

“Mientras Gardel vuelve con la mente marchita de no se sabe dónde, pienso que si el alma humana existe, solo si no tiene masa y por tanto tampoco tiene peso, podría ir al cielo o al infierno a la velocidad de la luz cuando con la muerte se separe de tu cuerpo. Pero no está demostrado que el alma exista, sobre todo que la tengan algunos hijos de perra, y por otra parte si el paraíso y el infierno están situados en un punto extremo del universo, sin duda, tardará miles de años luz en llegar; en cambio estos pensamientos inanes con los que paso la noche, que tampoco tienen peso alguno, congelan el tiempo y el espacio y superan la velocidad de la luz porque al recordar alguna magdalena de Proust de mi niñez la vuelvo a vivir en la memoria y si pienso en la estrella más remota de la última galaxia, solo de pensarla, ya estoy en ella; aunque de esa estrella se vuelve, como Gardel, con la mente tan marchita y cansada que uno enseguida se queda dormido”[3].

Déjenme hablarles del alma, ¿Dónde está el alma? Aquí la tengo, la siento, hay días que invade todo mi cuerpo, ¿será un proceso químico?, ¿una trama de neuronas y nervios?, ¿un frío mecanismo descubierto por impertérritos científicos? El alma es congoja, alegría, tristeza, poesía, no tener una razón para llorar y llorar, no tener una razón para cantar y cantar, el alma es este misterioso sentir que nos diferencia de los perros, de esos majestuosos árboles, de los pájaros, las nubes…el alma, el alma, déjenme hablarles del alma. Hace un tiempo leí en una de esas páginas del Internet, supuestamente científicas, que el adulterio se explicaba por la carencia de una neurona, o un déficit de una sustancia en la química cerebral, por tanto, los adúlteros y adulteras no eran responsables de sus infidelidades. Falso, el adulterio no es otra cosa que la muy humana inclinación por lo prohibido, nada más atrayente que la mujer ajena, y viceversa (he sido testigo de cómo hombres con esposas, hembras divinas, le ponen “cachos” con tipas insignificantes, no sé, tal vez la “renacuaja” tuviera un encanto especial) aunque hay casos de auténticos enfermos sexuales, los “sexo adictos” que requieren terapia para controlar su adicción, como, por ejemplo, la ninfómana. Pueden imaginar al marido sorprendido por su esposa con otra en el propio lecho conyugal: “No es lo que te imaginas Petra, además no es mi culpa, me examinó un neurólogo y carezco de un déficit de la química cerebral, así que no puedo controlar mis deseos sexuales”. Vicente Fernández canta a la “mujer ajena”, “Lástima que seas ajena y no pueda darte lo mejor que tengo, lástima, lástima que llego tarde y no tengo llave para abrir tu cuerpo, lástima que seas ajena, el fruto prohibido que jamás comí, lástima que no te tenga porque al mismo cielo yo te haría subir…”.

Sigo creyendo en el alma porque la siento, me niego a admitir que somos pura materia consciente, que no exista una dimensión espiritual diferente al cuerpo que se desintegrará y se convertirá en polvo. No me convenzo, para mí el alma es la única explicación al enigma humano y he allí la contradicción, ¿cómo puede explicarse el enigma?, estar aquí y ahora en este cuerpo envejeciéndose entre los misterios de la tierra y sus criaturas, asistir al diario desatino de los hombres y los pueblos, y sólo esto que gime, llora, vislumbra en sueños, en estallidos de lucidez, la esencia de todo: el alma, la única luz en este valle de locuras. Por ese mismo, “No espero nada, no me entrego, mi calculado abandono es una manera de flotar en la vida/ ir con el viento/ ligero/ sin apuro…

Mi escepticismo militante lo expreso en otro poema:

“Este acontecer que cambia para nada cambiar

El crepúsculo disolvió en las sombras otro día más/ el tiempo indetenible/ fugaz/laberinto del mundo /hoy y mañana son lo mismo/ ayer es recuerdo/ imágenes/voces/sensaciones/angustias/miedo/soledad/sabor amargo de instantes perdidos/ Y pasa la vida/ gentes/ sucesos/ Y uno es testigo, víctima, victimario de un deber/ de un ir hacia parte alguna/ luchamos/abrazamos el tiempo con fervor/cargados de tareas, obligaciones, planes, sueños/ pequeñas y grandes envidias/ celos /intrigas/ decepciones/ alegrías/ y sigue este acontecer que cambia para nada cambiar/luz/sombras/noche/día/amigos/enemigos/amor/desamor/mu-er-te”

En un ejemplar del libro de José Carlos Somoza “La caverna de las ideas” (magnífica narrativa en tres planos: 1, el traductor; 2, el supuesto autor de la obra; 3, los personajes de la obra, entre los cuales hay un traductor o descifrador de enigmas. El mismo método empleado por Saramago en “Historia del cerco de Lisboa), que leí en el 2001, escribí en la última página en blanco, motivado por la lectura de ese libro:

“Todo lo que existe, nosotros los humanos y lo que nos rodea, “oculta” el misterio que hay más allá de las apariencias. Los hombres actuamos como si existiera un orden, el espejismo de la razón nos impulsa, para evitar el desquiciamiento, la locura total y definitiva, a creer en algún principio organizador, un axioma que, de sentido al cosmos, al Planeta, al mundo, a esto que somos. Esa es la función de la cultura: el arte, la filosofía, la política, la religión, las leyes, la sociedad, en suma. Pero, ese “orden” siempre está amenazado por la fuerza desintegradora del misterio, el abismo, el frío silencio de lo que no tiene principio ni fin, el no tiempo, ni ayer, ni hoy, ni mañana, donde no hay respuesta, donde mora un Dios sin rostro, mudo, invisible, la nada, la nada, el terror del Ser, la incertidumbre, el horror de ser devorado por el infinito”.

A pesar de las limitaciones inherentes a ese esfuerzo de recapitulación, considero que el mismo merece la pena. Nada se pierde, pues si irremediablemente voy a morir y dejar esta tierra a la que amo desesperadamente, si fatalmente me convertiré polvo en el polvo, tal vez el olvido total, absoluto, y ante las dudas de la posibilidad de una existencia transterrenal, un reino del puro espíritu, creo necesario ordenar el caos en que consiste toda vida humana. Desde los dieciocho años, aproximadamente, he vivido con un crónico desasosiego, una suerte de angustia que no me abandona sino en determinados momentos de euforia y alegría. Hoy, en el momento en que esto escribo, con 72 años a cuestas, no he podido superar ese desasosiego y aunque amo a una mujer bella y buena, como a otras en el pasado, no logro alcanzar la anhelada paz del alma, el sosiego, la tranquilidad. Estoy sumido en contradicciones. A veces me creo un hombre maduro, sabio, fuerte, lúcido, justo, libre, que sabe lo que quiere de la vida, y lo que quiere en la vida que le resta, con suficiente valor para elegir el mejor de los caminos; y otras, aquel joven de 18, 19, 20 años que fui abrumado por la incertidumbre, confundido, dudando de mis supuestas virtudes, de mis decisiones vitales, con el alma en vilo, perdido el pretendido sentido de mi existencia. Por eso no creo en la denominada “Psicología positiva” moda extendida en las redes sociales y objeto de cátedras universitarias. Esa boba o estúpida pretendida “filosofía de la vida” basada en un falso optimismo respecto de la condición humana, que niega de plano nuestra condición de seres complejos, enigmáticos, dialécticos, que pretende inculcar la idea de que el individuo puede ser feliz en forma permanente mediante un acto de voluntad: “decido ser feliz”, “me amo, me quiero”, “rechazo todo pensamiento y sentimiento negativo”, “fuera la tristeza”, es decir, la vida cual lecho de rosas, como si la tristeza, las desilusiones, el desamor, la derrota, el pesimismo, la depresión, no fueran parte inescindibles de nuestras existencias.

Unos años atrás me inscribí en un curso de esa tal “Psicología” que dictaría una profesora (“especialista” en esa materia) de la Universidad en la que laboré 16 años. Asistí a una sola sesión, los cursantes, todos profesores universitarios “maduros”. La tal profesora, arrogante, presuntuosa, sus ejemplos sobre conductas “positivas” se referían a ella misma y a sus familiares. Al tocar un punto relativo a la necesidad de “fluir”, de no preocuparse, angustiarse, en cualquier circunstancia, puso un ejemplo: “Si ustedes vienen en sus carros por la Avenida Boyacá hacia la Universidad y se topan con una tranca, fluyan, pongan un disquete para estudiar inglés y así no pierden tiempo”. Me levanto del asiento y le digo: “Como no, profesora, y en eso le dan un golpe fuerte al vidrio, un malandro motorizado con una 9 milímetros que le espeta “Mami, dame el celular o te quiebro”. Entonces la profesora, bastante molesta me responde “Profesor no sea tan pesimista”… “No, mi estimada profesora, es realismo, esta es una de las ciudades más violentas del mundo, y ese modus operandi ocurre constantemente en esa vía, su sugerencia es peligrosa, a todos les digo, estén alertas en una tranca”. No volví al curso por obvias razones.

 ¿Qué dirían Freud y Jung? de esos psicólogos de pacotilla que pretenden negar los impulsos de Tanatos y Eros que gobiernan la vida humana. La falsedad de esa “psicología” radica en la incomprensión o negación de la naturaleza dual o dialéctica de la condición humana, de nuestra especificidad antropológica: el impulso de muerte y destrucción que explica la violencia mórbida (Tanatos), muy diferente del instinto de conservación común en entre las especies animales y la humana (Fromm), coexiste con el impulso de vida, de creación, de empatía (Eros). Quien no ha llorado y con amargura, mal puede disfrutar y regocijarse de sus momentos de alegría y plenitud; quien no ha sido derrotado no es capaz de saborear los triunfos momentáneos, porque ambos son espejismos de la carne que va a morir; quien no se ha deprimido por la muerte de un ser querido, no es capaz de reconocer el amor cuando toca a su puerta; quien no sufre por la destrucción de la naturaleza, no puede gozar la mágica hermosura de una puesta de sol a la orilla del mar. No, no, la vida es un misterio y no hay vacuna alguna que pueda inmunizarnos contra las desgracias que nos acechan, sólo esperar en Dios su compasión y amparo.

Bien lo expresa Chuang Tse (c 335 c. 275 a. de c):

“El júbilo y la ira, la tristeza y la felicidad, preocupaciones y pesares, indecisiones y miedos, son cosas que nos sobrevienen por turnos, con humores siempre cambiantes, como la música de las cavidades, como las setas de la humedad. El día y la noche alternan dentro de nosotros, pero no podemos decir cuándo surgirán. ¡Ay!, ¡ay! ¿No podríamos por un momento poner el dedo en su verdadera causa? Pero sin esas emociones, yo no sería. Sin mí, no habría quien las sintiera. Hasta aquí podemos llegar, pero no sabemos por orden de quién entran en juego. Pareciera que hay un alma, pero falta la clave para su existencia. Que funcione es bastante creíble, aunque no podamos ver su forma. Tal vez tenga una realidad interior sin forma exterior…pero el que descubramos o no la verdadera naturaleza del alma importa poco al alma misma. Una vez entrada en esta forma material, sigue su curso hasta agotarse. Verse acosado por el desgaste de la vida e impulsado hacia adelante sin posibilidad de detener el propio curso ¿no es algo muy lastimoso trabajar sin pausa durante toda la vida y luego, sin vida para recoger el fruto, agotado por el esfuerzo, tener que marcharse no se sabe adónde? ¿No es acaso una justa causa para la aflicción? Los hombres dicen que no existe la muerte. ¿De qué sirve esto? El cuerpo se descompone y el espíritu lo acompaña. ¿No hay aquí una gran causa para dolerse? ¿Puede ser el mundo tan estúpido que no lo vea? O ¿es que el único estúpido soy yo?”[4].

Hace unos 35 años escribí este poema:

 “Dices: eres inteligente, joven (tengo un alma muy antigua), tres hijos, esposa (agotada de este extraño vivir a su lado) ¿Por qué ese lastimoso caminar? No sabes amiga, algo me acecha por dentro, es una fiera, monstruo invisible, se alimenta de mis entrañas, me agota y luego deja este desecho, estos jirones y unos ojos poblados de cicatrices”.

Como dice el inigualable Pessoa:

“Toda la vida humana es un movimiento en la penumbra. Vivimos en medio de un crepúsculo de la conciencia, nunca seguros de lo que somos o de lo que creemos ser. En los mejores de nosotros habita la vanidad de alguna cosa, y hay un error cuyo ángulo desconocemos. Somos algo que sucede entre el entreacto de un espectáculo; a veces, a través de ciertas puertas, entrevemos lo que quizás no sea sino un decorado. Todo es confuso como voces en la noche…Es en estos momentos de un abismo en el alma cuando el más pequeño pormenor me atenaza como una carta de despedida”[5].

La conciencia de la muerte, del final irremediable que puede sobrevenir en cualquier instante, me ha hecho comprender la futilidad de la mayoría de mis actos, y de los actos de los otros, las preocupaciones necias, la vanidad, los celos, la envidia, el podrido sentido de la importancia personal, el temor ante el futuro, el culto a la imagen, la búsqueda de la aprobación ajena, la ira ante hechos intrascendentes. Y esa permanente contradicción: ver la esencia de la vida, saber con la conciencia, el alma y el corazón cual es el camino a seguir, y, sin embargo, caer una y otra vez en la perversa trampa del mundo, el espejismo de la inmortalidad. He tratado de llegar hasta el fondo: vivir sin ilusión alguna, libre al fin de toda ambición y deseo, sin esperar nada, sin recuerdos, ni esperanzas. Inútil quimera, somos animales necesitados del engaño, alimento indispensable para el espíritu. No hay hombre que no viva aferrado a un espejismo: poder, dinero, gloria, fama…Y así, siempre regresan las vanas ilusiones.

“Y es que este ser que piensa/ sueña/ late/ de pronto convertido en cuerpo inerte/ como una roca/ peor que un insecto/ la mosca que huye de mis manotazos al aire/ chatarra de carne/ sin ánima/ la vida esfumada en segundos/ en la inconsciencia total del dios negro de la muerte…”

Y es que la poesía es desgarro, corazón herido de infortunio, crónico sentimiento de soledad. Es saberse condenado a la muerte, esfuerzo inútil por entender el misterio, dolor del alma expresado en palabras, extraña articulación de sonidos. El poeta (intento serlo), mariposa de tristeza, da vueltas y vueltas alrededor de la llama de la vida, y al final revienta como cualquier hombre, como cualquier animal. ¿Qué son los poetas? No me refiero a los arrogantes miembros de las academias de la lengua, sino a los que llevan una herida de alma incurable:

“Frágiles
Precarios seres
Reunidos alrededor
De la efímera palabra
Portadores de lacerantes tristezas
Incapaces de alzar banderas
Ni siquiera los deshilachados
Hilos de alguna cósmica alegría
Militantes de la duda
Habitantes del dolor
Nos refugiamos en
Repetitivos versos
Para testimoniar
¡Nada!
Apenas una infinita
...perplejidad”

La perplejidad: Mirase en el espejo y no reconocerse, quedar atrapado en una pesadilla que se reitera, cada vez que cierras los ojos, sentir que el mundo se derrumba, cuando las palabras se vuelven espejismos del misterio.

“Hoy los poetas sólo pueden ser irónicos-nos dice Rafael Cadenas-Sus afirmaciones, contrastes, paradojas los delatan. Eran diferentes los antiguos. Tenían de su parte a un dios o una diosa cuando no perdían su favor siempre incierto. Repetían: aere pernnius. ¡Cuánto orgullo! Nada previeron. Ahora se encuentran con la orden de tierra arrasada (que se cumple puntualmente), el viejo recomenzar de una hoja en blanco”[6].

¡Cuánta verdad en los versículos del Eclesiastés!:

“3.19. Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos, ni tiene más el hombre que la bestia, porque todo es vanidad.3.20 Toda va a un mismo lugar; todo es hecho de polvo, y todo volverá al mismo polvo.3. 21 ¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo de la tierra? 3. 22 Así, pues, he visto que no hay cosa mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque ésta es su parte; porque ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de ser después de él?5.15 Como salió del vientre de su madre, desnudo, así vuelve, yéndose tal como vino; y nada tiene de su trabajo para llevar en su mano.”

 Vivimos en una cultura que pretende ignorar la muerte, que la aprecia como una desgracia que debe conjurarse. Y por eso el hombre moderno se rodea de objetos, la tecnología, y vive en el ruido, en una actividad incesante, para no escuchar las antiguas voces que vienen de lo más profundo del misterio. No sabemos de dónde venimos, hacia dónde vamos, ni qué hacemos aquí, y aunque creamos en Dios como el origen, la causa de la Creación del universo, la tierra y el hombre, él mismo es un misterio. ¿Quién no tiene dudas? El propio Jesucristo, el hijo de Dios, en los últimos momentos de su agonía humana y ante los terribles sufrimientos de su carne lacerada por los latigazos, sus manos y pies atravesados por clavos, abandonado por sus seguidores, condenado por los mismos a quienes había llevado la buena nueva, el evangelio del amor, la tolerancia, la solidaridad, la compasión, la misericordia y el perdón, viendo a su madre llorando bajo la cruz exclamó: “Padre, ¿Por qué me has abandonado?”

En un momento de desesperación ante la crueldad incurable de la humanidad escribí unos versos “sacrílegos” para muchos cristianos:

La tristeza de Cristo

Cordero de Dios
Despreciado por tu
Pueblo que tanto amaste,
Solo/abandonado a la hora de tu muerte,
Víctima del engaño de tu Padre Omnipotente,
Crucificado para redimir al hombre,
Limpiar sus pecados
-sacrificio inútil-
Tu triste rostro
(Llorosos ojos)
Es el mismo de millones
De hombres y mujeres
Camino al matadero
Apaleados/vejados/humillados,
Y siempre los poderosos
De la tierra
Alzando la espada/la ley/ el yunque,
La sangre derramada
En veinte siglos de oprobio
No han dejado huella alguna,
La historia se repite, círculo atroz de desesperanza”.

Y ante la muerte prematura de un amigo: “No me den esa noticia, difiéranla, ocúltenla, díganme una mentira, que no quiero saber de la muerte, de este injusto azar de la vida. ¿Quién podría explicarme la precoz muerte de un justo? En esta historia de asesinatos y latrocinios, de genocidios y atrocidades, en esta tierra ensangrentada y mancillada por el horror, la muerte de un hombre justo clama gritarle a Dios su desatino. No me resigno, no me digan que “así es la vida”. Dios, a ti, te increpo, dame una razón para que un justo muera antes de cumplir su periplo”. Creemos que tenemos tiempo, que podemos dedicarnos con afán a la búsqueda del logro: dinero, poder, fama. Y así nos convertimos en diestros maestros de la intriga, la mentira, la adulación, la manipulación. Desde la mañana a la noche, de lunes a domingo, ejecutamos el ambicioso plan que nos llevará a la cumbre, ¿cuál? Olvidamos el amor, la compasión, la solidaridad. Nos convertimos en seres incapaces de disfrutar el alba, el canto de pájaros al amanecer, la fiesta de colores del atardecer, la sonrisa de un niño, el amor y la amistad que seres extraordinarios nos brindan desinteresadamente, sin esperar nada a cambio. Demasiados atareados, ensimismados, ciegos y sordos, no vemos ni escuchamos el magnífico espectáculo de la vida.

En un poema de juventud “Como todos” expreso ese sentir:

“Un conjunto de máscaras
Rostros falsos
Al levantarse en el almuerzo al acostarse
De lunes a domingo
En la ciudad o en la playa
Igual que los otros
Como todos
Un día se miró con detenimiento en el espejo
Y extraños ojos muertos lo observaron
Desde el misterio…”

¡Dios! no quiero vivir de espaldas a la poesía por eso en un poema, dedicado al niño que una vez fui, digo:

“Vamos en bicicleta
A pie
Sin dinero
Sin títulos
Lejos del gran señor
Docto/profesor/ aburrido
Mundo de intrigas/envidias
Maledicencias
Negra y podrida mentira
De un hombre de espaldas
A la poesía…”

Y a eso hemos venido. A ser simples testigos de estas maravillas, a mirar con los ojos del alma, a sentir el latir del corazón de la tierra. Aspirar con profundidad la brisa que viene desde la inmensidad sin principio ni fin que nos rodea. Somos incapaces de añadir un palmo a la obra del Creador, pero si podemos ayudar a conservarla. Que a la hora de la muerte tengamos la convicción de haber hecho todo lo posible por mejorar este mundo, o al menos no haber contribuido con el sufrimiento y las injusticias. En ese sentido, el sacerdote Ángel Iván Rodríguez nos invita a ser poetas de la vida:

“Debemos ser poetas de la vida, para observar y admirar la grandeza de Dios en todo lo que nos rodea. Miremos atentamente el rostro de un amigo, como si fuera la primera vez, y observemos la caída de una hoja seca, el correr del agua en el río, la salida de la luna o una puesta del sol…Que nunca seamos ciegos, o que sólo veamos lo que nos interesa. Que no nos convirtamos en el pescador que, de tanto ver el mar, ya no aprecia la belleza y majestad del mismo. Que nunca seamos de los que miran sin ver, escuchar y oír”.

Inspirado en la obra del Supremo Artista, creador de esas maravillas que no cesan de asombrarme, escribí estos poemas:

“¿Qué puedes decir, si todo ha sido dicho? ¿Qué puedes hacer, si desde el inicio todo ha sido hecho? ¿Podrías acaso construir una montaña? ¿Inventar el canto de los pájaros? ¿Su raudo vuelo? ¿Dibujar nubes en lo alto?, Nada de lo que haga o diga el hombre podrá añadir un palmo a la obra del Supremo Hacedor. Y entonces ¿Qué es vivir? Desde antes del comienzo de los tiempos nos fue revelado el secreto: “Vivir es instalarse en el centro del universo, es iluminarse en el Ser, incendiarse un instante, y luego integrarse sin conciencia a esa inmensidad misteriosa que está allí ¿No la ves? Abre tu corazón y los ojos del alma, la silueta de Dios se perfila en las montañas, en el cósmico silencio de la eternidad”.

 En otro poema exclamo:

“¡Qué pobres estas palabras para expresar mi regocijo por lo que mis cansados ojos perciben!, esto que escribo jamás superará la vivencia de lo que veo y siento en este instante, como el de ayer, o hace años, es el mismo y es otro, es un fulgor de eternidad, espacio y tiempo se diluyen, pierdo la noción de esta insignificante criatura que soy ante la inmensidad que me envuelve, y otra vez, -como si fuera la  primera-la caída de la tarde, cuando el sol declinado su fuerza ilumina la montaña, los colores  mezclándose: verde, marrón, dorado y el azul del firmamento palideciendo, transmutándose en negra cúpula donde brillan las estrellas, paisaje que pintor alguno, con todo su genio, podría reproducir en un estático lienzo, lentamente anochece, escucho el canto de los últimos pájaros diurnos, y ese silencio cósmico que no deja de conmoverme, una suave brisa acaricia mi rostro, como si fuera la mano de Dios calmando mí desasosiego, aspiro el perfume de una flor desconocida, y entonces doy gracias al Creador por su magnífica obra, por estar aún vivo para dar testimonio de su grandeza…”.

Estamos de paso. Somos protagonistas de una aventura inédita. Precarios pasajeros de un viaje que puede terminar en cualquier momento y lugar, partículas de nada, y no obstante poseemos esta conciencia que nos permite darnos cuenta. Grandeza y miseria se unen en la condición humana. Y esa es mi contradicción. No hay día en que no sufra por ese descubrimiento. Como Camus puedo decir que no hay ansias de vivir sin desesperación de morir. Consciente estoy de este viaje gratuito de la vida:

“Estoy vivo/ No sé cuándo dejaré esta tierra/ Me duele el azul del mar/ La soledad de sus profundas aguas / Saberme transeúnte/ Precario pasajero en este viaje gratuito de la vida…

“Sí, mi vida concreta única, irrepetible, hora tras hora, segundo tras segundo, amenazada de extinción por el hecho cierto, real, inexorable, de tu muerte personal. Sabes que si hoy mueres mientras escribes estas líneas, el mundo seguirá su curso sin ti. Quizás te lloren sus seres queridos, o que si tu obra, si la tienes, no pase de inmediato al olvido; pero esa esperanza de trascendencia ¡espejismo de inmortalidad! ¡Qué pobre consuelo!, frente a la cruda verdad que del otro lado del muro ni siquiera de enteres, lo seguro es que no vas a disfrutar el reconocimiento post-morten, como si puedes hoy-mientras la muerte no te toque, disfrutar la gloria de las horas clandestinas, sintiéndote parte de lo viviente, gozando de las maravillas que te ofrece la vida sin esperar nada de ti”.

Soy la propia incongruencia de la vida, un desesperado, no tengo reposo. Reconozco mis terribles defectos, mis graves errores, esta cólera, esta ira que no termino de controlar, a veces justa, otras, absolutamente innecesaria.  Es el precio de la lucidez, maldito cuchillo que penetra la piel de las apariencias y deja en carne viva la atroz realidad del ser humano. ¡Cómo quisiera olvidarme de mi mismo!, flotar en el aire como un globo, convertirme en piedra de un desierto, de un río, o en algún pájaro solitario inconsciente de su existencia, dedicado a volar y cantar, nada más. Pero, no, tengo esta herida de lucidez desde mi juventud, y no hallo manera de cerrarla.

Me refugio en la poesía:

“¿Quién nos ha lanzado en esta carrera hacia parte alguna?
¿Cuál es el fin de la vida?
“¿Por qué un hombre debe hacer, actuar, trabajar programar?
Toda esa febril e incesante actividad
Pensar en metas
Nos obligan a escalar
Buscar posiciones dinero, fama, poder
Y los días se suceden uno tras otro
Amanece y ni siquiera escuchas el canto de los pájaros
No nos percatamos del brillo de las hojas en la temprana edad del día
Tampoco aspiramos el viento del atardecer
Y dejamos pasar el renovado misterio de la noche
¡Cómo he luchado para no luchar!
Abandonarme a las fuerzas de la vida
Penetrar los secretos del mundo
Descifrar el misterio de los antiguos paisajes
La angustia del hacer me impide
Vivir en armonía con estas misteriosas
Fuerzas de la eternidad
Ambiciono la perfecta identidad
De las estrellas con el firmamento…”

Me ha costado mucho decidirme a escribir sobre mi vida, hice unos intentos hace ya 16 años, apenas un esquema y un balbuceante relato escrito a mano. Pensaba que eso no era serio, cada vez que lo intentaba lo dejaba de lado por actividades “serias”: libros y artículos jurídicos y políticos, escritos relacionados con el ejercicio de mi profesión de abogado y de consultor legal de organizaciones estatales y empresas privadas, preparación de clases, apuntaciones y manuales para los estudiantes; en fin, el ámbito formal de la docencia, la academia, la profesión de abogado y la política. Además, habiendo leído bastante literatura, a autores prestigiosos, ¿Cómo aventurarme en ese mundo? No me convenzo de mi valía en ese campo, apenas una incursión en la poesía, he publicado poemarios que pocos leen, me sobran los ejemplares, no tengo a quien obsequiárselos, aquí en este país de gente poco dada a la lectura, que ni siquiera les interesa los autores consagrados. ¿A quién le interesarían unas historias sobre mi vida? No sé si a mis hijos y pocos amigos, tanta indiferencia me ha hecho cauteloso, dudar de mi valía.

Voy a seguir, Paul Auster me ha convencido al leer este párrafo de su novela “Leviatán”: “No quiero decir que los libros sean más importantes que la vida, pero el hecho es que todo el mundo muere, todo el mundo desaparece al final, y si Sachs hubiese logrado terminar su libro, hay una posibilidad de que le hubiese sobrevivido. Esto es lo que quiero creer, en cualquier caso. Tal y como está ahora, el libro no es más que una promesa de libro, un libro en potencia encerrado en una caja llena de páginas manuscritas sueltas y un puñado de notas. Eso es todo lo que queda de él, junto con nuestras dos conversaciones nocturnas al aire libre, sentados bajo un cielo sin luna, atestado de estrellas. Pensé que su vida estaba empezando otra vez, que había llegado al inicio de un extraordinario futuro, pero resultó que estaba casi al final. Menos de un mes después de que lo viese en Vermont, Sachs dejó de trabajar en su libro. Salió a dar un paseo una tarde de mediados de septiembre y la tierra se lo tragó de repente. Esta es la esencia del asunto, y desde ese día no volvió a escribir una palabra más”[7]. 

He vivido en dos mundos paralelos: el llamado “serio y formal” del docto profesor, abogado, académico, gerente público, y el de las “horas clandestinas”: el poeta, borrachón, mujeriego, cantante en bares, serenatero, parrandero, amante apasionado del mar, los ríos y las montañas, de los libros, la música, el cine, el fútbol, el béisbol. El mundo del “currículo vitae” y el mundo del “currículo vital”, el primero, el que cuenta para el arrogante ámbito de la academia, nada tiene que ver con la auténtica vida, el segundo sí. He decidido terminar con el primero y continuar con el segundo hasta que la muerte me de caza, o simplemente este pobre cuerpo, barro insuflado por el soplo de Dios, no pueda más, me jubile del goce de “las horas clandestinas”. Para ello tengo que aligerar las cargas, ir liberándome de cosas, compromisos, personas, angustias, temores, resentimientos que dificultan que el viaje de mi vida, - lo que me resta, - sea cada vez más ligero. Nadie, ni siquiera los más conspicuos ejemplares de la “seriedad humana”, ejecutivos de 5 estrellas, doctos profesores, científicos de premios nobel, conferencistas de apretadas agendas, políticos, gobernantes que no conocen el color de los ojos de sus hijos, como el Ciudadano Kane (Orson Welles) al final sólo recuerdan sus escasas “horas clandestinas”.

Sí, las horas clandestinas, horas de libertad:

“Horas robadas a la locura de los quehaceres humanos/ a los planes existenciales (la lucha contra el tiempo)/horas bebiendo y cantando en brazos de Baco/dios de la irresponsabilidad/ horas rindiendo culto a Afrodita/ en ese primer descubrimiento que no cesa del cuerpo de tu mujer/ horas sentado a la orilla del mar/ en la acera de un perdido pueblo/ al borde de un camino solitario de montaña/mirando unos pájaros cruzar el cielo/las nubes cambiando de formas/castillos/elefantes/rostros de ogros/ horas jugando con un niño/dibujando caras felices/ una casa y sus árboles/ un mar azul y sus barcos de vela/horas leyendo a Cervantes/Saramago/Miller/Bukowski/horas escuchando a Vivaldi/Mozart/ Pavarotti/Javier Solís / horas escribiendo estos pésimos versos/horas de ocio/ de nada hacer/ sin presiones/ prisa/ premura/horas de libertad/”.

Hoy (3 de abril del 2017) descubrí en una limpieza de ese papelero de recibos viejos un escrito sin fecha, no recuerdo cuando lo escribí, se relaciona con mi dualidad existencial:

El otro

“Esta sensación de ser dos a la vez, el uno, el que actúa, el hombre nervioso, angustiado, ocupado y preocupado, que se relaciona con el mundo, sufre decepciones, tiene una historia personal, espera reconocimientos, habla, gesticula, resuella, ama, odia, aprecia, desprecia, le obsesiona el triunfo, lo amarga la derrota, envejece sintiendo el irreversible paso del tiempo. El otro, ese que en silencio se burla del actor, que lo engaña una y otra vez haciéndole creer que tiene una misión especial en esta vida, ese otro que está en las sombras, ese embaucador impasible, escondido en algún recóndito lugar de la inasible alma, que escribe poemas libre de la opinión ajena, que disfruta del atardecer, del silencio de la Tierra, del vuelo de pájaros en retirada, ese que en sueños viaja a mundos desconocidos, que sabe que va a morir y se dispone a volar libre de angustias y desasosiegos a la inmensidad, sí, ese ser misterioso, el Otro, que a veces he sorprendido al mirarme en el espejo”.

En el fondo, reitero, me inclino más por este otro mundo. Por esa razón, las veces en que me han propuesto que me postule para ingresar a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales (me dicen que tengo méritos para ese reconocimiento), respondo que no tengo interés alguno en ello, pues prefiero, los días en que se reúnen los acartonados académicos para adularse mutuamente en ese ambiente de intrigas, de nulidades engreídas (barnizadas), irme a un bar con mi mejor amigo de los últimos 35 años, “Charles Brachó”, buena copa como el suscrito, y sentarnos en el santuario de Baco, en primera fila, en una buena barra atestada de simpáticos bebedores. Una tarde bebiendo con los amigos, compartiendo recuerdos, anécdotas, chocando copas en brindis por la vida, por la amistad, cántate una canción Enrique, recita uno de tus versos, hablando del país, de ese estéril ejercicio intelectual, buscando causas al desatino colectivo, de viajes y mujeres, la familia, los hijos, puerta cerrada a la perversa costumbre de la intriga, tampoco de negocios y dinero. Una tarde para reconfortar el alma. O con el famoso “Basilides”, mi amigo del alma Sergio Pascual, hoy del otro lado del Atlántico, tragando vino, escuchando a los Beatles, sus preferidos, o a Javier Solís y Toña La Negra, los míos, hablando de poesía, la vida, las mujeres, la locura humana, o simplemente viendo una vez ese estupendo film “Zorba el Griego”.

Y volviendo a lo de la barra, no es lo mismo beber en tu casa, aunque tengas un mueble en forma de bar, que en uno de verdad, pues en tu casa nunca va a pasar nada, salvo algún regaño de tu mujer si te pasas de tragos y pones alguna “cagada”, en cambio en cualquier bar de verdad, excepto los de los clubes privados, o aquellos reservados para una clientela exclusiva, puede ocurrir cualquier cosa, desde “levantarte” a una hembra, reencontrarte con algún amigo que no habías frecuentado desde tu juventud, presenciar una  divertida discusión entre borrachos y hasta una refriega. Una tarde en un bar, pocos borrachos en la barra, escribí este poema:

“Ultimátum

-Hoy amanecí de sexo
No tan empinado
Como en épocas pasadas
Pero con las mismas
Ganas de un leopardo joven
Sólo que las hembras
No me ven
Animal invisible me he vuelto
Tal vez sean estas canas
Y el lento caminar
-Hoy amanecí de tragos
Garganta seca y el
Brazo dispuesto al brindis
Chocar copas en algún
Bar de la ciudad donde
Canten boleros
Y me permitan el micrófono
Para sentirme cantante
Con esta voz de viejo
Serenatero
Cantar por cantar
Sacar estos sentimientos
Que me gritan dentro
Me sofocan
Me quitan el aliento
-Hoy amanecí de parranda
Como si la muerte me hubiera
Dado un ultimátum
Como si la vida se me fuera
Y quisiera despedirme haciendo lo
Que me da la gana…”

Pues bien, definitivamente estoy decidido, allí van estas líneas que pretenden arrojar cierta claridad sobre lo que soy. Voy a sumergirme en el pasado, recorrer el río que me trajo hasta aquí. Intento ordenar recuerdos, deteniéndome unos instantes en el camino para mirar atrás. No sé si mi memoria será capaz de ver con claridad en medio de las brumas. Ha pasado tanta agua debajo de los puentes, desde las cristalinas de la infancia hasta estas turbias de la madurez: el vertiginoso e irrevocable fluir del tiempo. No todas las historias que voy a relatar son verídicas un cien por ciento, hay mucho de invento, no se trata de un retrato fiel de lo que he vivido, además, la memoria a veces nos traiciona, y si alguien llega a leerlas es mi deseo que dude sobre su veracidad, ¿quién podría aseverar que las historias que cuenta el genial Henry Miller en sus libros autobiográficos le ocurrieron tal y como él las cuenta?  Los protagonistas de estas historias no son personajes ficticios, sino personas que conocí y murieron y otras que aún están en este mundo, para evitarles disgustos a los familiares de los fallecidos y a los que aún viven, si es que este ensayo es publicado, utilizaré apodos o nombre inventados.

Quizás Kundera tenga razón cuando dice: “Porque de golpe, todo queda claro, la vida humana como tal es una derrota”. Y es que te acosan durante tu vida penas y tristezas, la vejez y las limitaciones, la maledicencia, la mentira, la envidia, la mezquindad, y tras algunos destellos de lucidez, del amor y el bien-estar, -la inexorable muerte-, todos los haberes y poderes: polvo. Traté de hacer el bien, de ser útil, justo, quise combatir sombras,  iniquidad y quedé las manos vacías golpeando el viento, un caballero sin monta ni sombrero, con el corazón adolorido, apaleado por la realidad; pero, me ha salvado de la derrota total mi lucidez y el no haber abandonado nunca “Las horas clandestinas”, lo que para algunos es un extravío, una pérdida de tiempo: beber hasta la inconsciencia, amar, cantar, gozar como un niño en las aguas del mar, de un río, caminar por senderos de montaña, admirar el canto de pájaros, para mí ha sido la barca que ha impedido que me ahogue en el océano del infortunio. 

“Lucidez

Te detienes
Miras atrás
El camino recorrido
Los recuerdos se amalgaman
-sabes que has vivido-
Pero eso es vaporoso
Imágenes perdiéndose
En la niebla
Como en los sueños
Y sientes que la vida es inatrapable
No puedes poseerla
Es siempre un presente
Tras otro presente
Tras otro presente
Sucesión de instantes
Y lo único que tienes
Son estas canas
Estas arrugas
Estos dolores de hueso
Testimonios de que has vivido
En la fugacidad del tiempo”.

Y como nos dice Neruda:

“No hay pura luz
Ni sombra en los recuerdos:
Éstos se hicieron cárdena ceniza
O pavimento sucio
De calle atravesada por los pies de las gentes…
Y hay otros: los recuerdos buscando aún qué morder
Como dientes de fiera no saciada.
Buscan, roen el hueso último, devoran
Este largo silencio de lo que quedó atrás.
Y todo quedó atrás, noche y aurora,
El día estupendo como un puente entre sombras,
Las ciudades, los puertos del amor y del rencor,
Como si al almacén la guerra hubiera entrado
Llevándose una a una todas las mercancías
Hasta que los vacíos anaqueles
Llegue el viento a través de las puertas desechas
Y haga bailar los ojos del olvido,
Por eso a fuego lento surge la luz del día,
El amor, el aroma de una niebla lejana
Y calle a calle vuelve la ciudad sin banderas
A palpitar tal vez y a vivir en el humo
Horas de ayer cruzadas por el hilo
De una vida como por una aguja sangrienta
Entre las decisiones sin cesar derribadas,
El infinito golpe del mar y de la duda
Y la palpitación del cielo y sus jazmines.
¿Quién soy? ¿Aquel? ¿Aquel que no sabía
¿Sonreír y de puro enlutado moría?
¿Aquel que el cascabel y el clavel de la fiesta
¿Sostuvo derrocando la cátedra del frío?
Es tarde, tarde. Y sigo con un ejemplo tras otro,
Sin saber cuál es la moraleja,
Porque de tantas vidas que tuve estoy ausente
Y soy, a la vez aquel hombre que fui.
Tal vez este es el fin, la verdad misteriosa.
La vida, la continúa sucesión de un vacío
Que de día y de sombra llenaban esta copa
Y el fulgor fue enterrado como un antiguo príncipe
En su propia mortaja de mineral enfermo,
Hasta que tan tardíos ya somos, que no somos:
Ser y no ser resultan ser la vida,
De lo que fui no tengo sino estas marcas crueles
Porque aquellos dolores confirmaron mi existencia”.

Después de 47 años como profesor hoy estoy sin discípulos, sin seguidores, bueno nunca los tuve, solo con mi propia libertad y mi amada, testigo de esta última etapa de mi vida, libre al fin de explicaciones, del inútil deseo del éxito y el reconocimiento, libre de Ser, nada más, quedarme mirando el atardecer, el movimiento de las nubes, y esos pájaros que siempre he amado volando en bandadas, cruzando el cielo en el ocaso, pues envejeciendo irremediablemente, a menos que Dios decida apagar el fuego que me mantiene en vida, ya no espero nada del mundo,  consciente de que todo ese esfuerzo plasmado en el “currículo vitae” del docto, abogado, profesor, pretendido servidor público, tal vez ha sido vano, estoy recordando, recordando con cariño a esa otra parte de mi vida, mi “currículo vital”, el del complejo “viviente”: caótico, enigmático, contradictorio, anárquico, que no se perdió, que aunque esos mágicos días ya se fueron, los disfruté intensamente en su momento, recordando con un dejo de dolor y nostalgia a mis seres queridos que partieron de este mundo, sabiendo como el Profeta que lo que sucede al animal, a cualquier animal más insignificante que pase a nuestro lado y lo miremos con indiferencia y desdén, igual sucede al hombre, igual me sucederá, que llegará el día en que seré polvo en el polvo.

Otro “poema” repetitivo:

“Vivir, simplemente
Vivir

Vivir
Simplemente
Vivir
Dejarse llevar
Fluir como el viento
El agua que corre
En los ríos
Del invierno
Vivir
Simplemente
Vivir
Sentarse a mirar
Las formas
De las nubes
Las estrellas
En noches
De luna llena
Vivir
Simplemente
Vivir
Ver caer la lluvia
Aspirar el olor
De tierra mojada
Escuchar cantos de pájaros
Al amanecer
Llenarse de asombro
Ante su vuelo
Ser libre
Como ellos
Vivir
Simplemente
Vivir
Rugir de alegría
Cósmica
Como un animal
Inocente
Y luego morir
Sin penas
Ni temores
Apagarse
Como luciérnaga
Al despuntar
El día
Volver a la tierra
Ser otra vez ceniza
Polvo en el camino
Partícula Cósmica
De esa inmensidad
Sin principio
Sin fin…”


Y vuelvo con Neruda, un auténtico poeta:

 “Poco a poco y también mucho a mucho me sucedió la vida y qué insignificante es este asunto: estas venas llevaron sangre mía que pocas veces vi, respiré el aire de tantas regiones sin guardarme una muestra de ninguno y a fin de cuentas ya lo saben todos: nadie se lleva nada de su haber y la vida fue un préstamo de huesos. Lo bello fue aprender a no saciarse de la tristeza ni de la alegría. Esperar tal vez una última gota, pedir más a la miel y a las tinieblas. Tal vez fui castigado: tal vez fui condenado a ser feliz. Quede constancia aquí de que ninguno pasó cerca de mí sin compartirme. Y que metí la cuchara hasta el codo en una adversidad que no era mía, en el padecimiento de los otros. No se trató de palma o de partido, sino de poca cosa: no poder…tu propia herida se cura con llanto, tu propia herida se cura con canto, pero en tu misma puerta se desangra la viuda, el indio, el pobre, el pescador, y el hijo del minero no conoce a su padre entre tantas quemaduras. Muy bien, pero mi oficio fue la plenitud del alma: un ay del goce que te corta el aire, un suspiro de planta derribada o lo cuantitativo de la acción. Me gustaba crecer con la mañana, esponjarme en el sol, a plena dicha de sol, de sal, de luz marina y de ola, y en ese desarrollo de la espuma fundó mi corazón su movimiento: crecer con el profundo paroxismo y morir derramándose en la arena”.

Me apropio de las palabras del poeta Charles Bukowski:

“Esto es bastante importante, poner tus sentimientos por escrito es mejor que afeitarse o cocinar alubias con ajo, es lo poco que podemos hacer, esta pequeña valentía del conocimiento, la locura y el terror de saber que algo tuyo es como un reloj al que no puede dársele cuerda otra vez, una vez que se para”.










[1]
 http://www.cronicasdeunmundofeliz.com/2014/03/la-teoria-de-la-estupidez-de-carlo.html
[2] Cioran. La caída en el tiempo. Tusquets, 1993,
[4] El libro de Chuang Tse. Arca de Sabiduría.
[5] Pessoa. El libro del desasosiego,
[6] Rafael Cadenas. Obra completa. Fondo de Cultura, 1995.
[7] Paul Auster. Brooklyn Folies. Anagrama

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