No quiero morir sin adquirir claridad sobre mí mismo
No quiero morir
sin adquirir claridad sobre mí mismo, que no me sorprenda la muerte sin haber
evaluado mi vida de la manera más objetiva posible, ¿podré hacerlo? Sé que no
es fácil ser su propio juez, pues los humanos tendemos a los extremos. O bien
somos verdugos implacables dominados por el impulso de autodestrucción, o
cedemos ante la buena conciencia, la imagen idílica de sí mismo, o, en fin, la
auto compasión: “No me lo merezco, no es
justo que me traten así, a mí que he sido…”, ¿Quién no se ha auto
compadecido en algún momento?, creo que todos caemos en ese estado de ánimo que
no sirve para nada. El mundo es injusto. Lo peor que podemos hacer es buscar el
aplauso ajeno, ello nos ata a la opinión buena o mala de los otros, nos quita
libertad, pero se requiere de un enorme esfuerzo psicológico para superar esa
muy común propensión a depender de la opinión ajena. Un caso patético y
emblemático es el del novel escritor norteamericano John Kennedy Tole, autor de
la original novela “La conjura de los necios” publicada en 1980 y ganadora del
Premio Pulitzer en 1981, luego de que el novelista se suicidara decepcionado
por el rechazo de varias editoriales a su manuscrito. Las ironías de la vida.
Yo no voy a suicidarme si ninguna editorial se interesa por este escrito
carente de valor literario según los cánones imperantes. Sin embargo, es casi
imposible prescindir de la aceptación y valoración de los otros, pues somos
seres gregarios, sociales, queremos agradar, ser admirados, es tan humano esa
búsqueda de la buena opinión social. Esa es una de las tantas paradojas de la
condición humana. Pocos, muy pocos hombres y mujeres, se resignan al anonimato,
a pasar inadvertidos, la fama es atrayente, que tu nombre y tu rostro aparezca
en los medios de comunicación, en las redes sociales. De ahí el dicho “Que hablen de ti, aunque mal, es preferible
a que no hablen”. Ese temor a pasar inadvertido es el origen del éxito
mediático de los “shows reality”, los hombres y mujeres que voluntariamente se
presentan en canales de televisión para hablar abiertamente de sus intimidades,
un momento de “fama”, ante un auditorio que ríe, aplaude o rechifla, y millones
pegados a la pantalla chica, y una tipa que se las da de psicóloga haciendo de
moderadora; también, los videos en las redes sociales, el Integram, Facebook,
toda esa basura, la peste aviar a la que alude Manuel Vincent . El video se
volvió “viral”, así dicen de cualquier imbecilidad, estupidez y hasta
monstruosidad de estos tiempos de indiferencia ética, como esa de unos
adolescentes gringos que prefirieron filmar como un hombre mayor se ahogaba en
un lago, antes de proceder a auxiliarle, la morbosa avidez de la imbécil
humanidad ociosa, porque aquellos que de vaina pueden comer una vez al día, que
están desempleados, malviviendo en las calles, no tienen tiempo para esas
extravagancias. En una reunión reciente a la que fui invitado con mi mujer,
tocaron el tema de un venezolano que, con el auxilio financiero de la
narcodictadura, participó en un campeonato de esquí en la nieve en Finlandia,
el carajo nunca había visto la nieve ni esquiado, puso una soberana cagada
cayéndose varias veces, haciendo malabarismos, jodiendo a otros esquiadores,
pero el video se volvió viral, y ese improvisado (al igual que el tal Maduro)
se hizo famoso por unos días. Un imbécil que estaba en esa reunión lo alabó,
dijo que tenía coraje, que además había aprovechado el video visto por millones
de personas para promover un gorro de nieve con su nombre. No dije nada, ¿Qué
puedes hacer ante la creciente estupidez colectiva?
Según Carlos María Cipolla en
su artículo “La teoría de la estupidez: “Un
factor que explica el impresionante poder de la estupidez humana es la
presencia de Å en puestos de poder o responsabilidad: ya sean presidentes,
directores, generales, obispos o diputados, tienen un poder en sus manos que
multiplica su capacidad de hacer daño y provocar pérdidas. Muchas veces, los
puestos de responsabilidad dependen de la elección de grupos más o menos
grandes de personas. Esos grupos contienen una proporción Å de estúpidos y por
lo tanto sus elecciones perjudican a los demás y a sí mismos. ¿Por qué? Porque
son estúpidos, te lo estoy diciendo. Estas elecciones irracionales y este
comportamiento impredecible refuerzan el poder o la capacidad de hacer daño del
estúpido. La persona inteligente siempre es sorprendida por el estúpido e
incluso cuando se prevé un ataque, planear la defensa no es posible porque el
estúpido no sigue ningún plan. Ni siquiera, después del daño hecho, es posible
lanzar un contraataque. Tal es de errático e inverosímil el estúpido.
Recordemos a Schiller cuando decía que "contra la estupidez, los propios
dioses luchan en vano"[1].
Hablar de
reconocimiento exige distinguir dos acepciones diferentes de dicho vocablo.
Según Fernando Savater-ese Sócrates de nuestro tiempo- (espero que no sea
forzado a beber un veneno, cicuta, como el genial griego), la humanidad se
contagia por el reconocimiento de los otros. Savater no alude al reconocimiento
como el valor otorgado a la persona por sus supuestos méritos y virtudes (la
obsesión de la fama y el buen nombre, el significado al que me he referido
anteriormente), sino al hecho básico, elemental, de la gregariedad, pues es la
mirada de los otros, su trato, lo que nos hace humanos. En el mito de Tarzán,
el rey de los monos, el niño amamantado por un gorila hembra al quedar huérfano
en la selva, y, por tanto, criado entre los animales, no se reconoce como
humano hasta que en una expedición un científico francés lo descubre y lo lleva
consigo a la civilización. El joven Tarzán no hablaba, emitía gruñidos, no
caminaba erguido sino como los simios, comía con las manos, no se percibía
diferente a la manada de gorilas. Las ideologías fundamentalistas: nazismo,
comunismo, que se basan en la perversa idea del “enemigo objetivo” producen en
sus adeptos un proceso psicológico mediante el cual los individuos que forman
parte de esa categoría no son considerados como seres humanos, como no lo eran
los “esclavos”, el judío era conceptuado en la Alemania nazi como “sub-humano”,
no se trataba de una raza humana inferior, sino de un ser que no alcanzaba la
calificación de humanidad. Puesto que no son “humanos” como “nosotros” no los
reconocemos, no son nuestros “semejantes”, nada impide, desde el enfoque de la
“moral nazi” esclavizarlos, someterlos a experimentos “científicos”,
asesinarlos, utilizar su piel para fabricar lámparas.
Respecto de la otra acepción de la expresión
“reconocimiento” en lo atinente al mérito o valor propio y al ajeno, al
juzgarnos, no podemos sustraernos a la atracción de los extremos, antes
señalada: la autocomplacencia, o la crítica severa de nosotros mismos. Hace más
de 40 años cuando estudiaba Derecho en la Universidad Central de Venezuela, una
amiga, bella e inteligente mujer que estudiaba Letras en la misma Universidad,
al enterarse que escribía poemas me pidió le permitiría leer algunos que tenía
en una carpeta, pues acostumbraba a
esconder en esa carpeta un libro y una libreta, para leer y escribir versos
clandestinamente en aquellas clases de tediosas asignaturas como el Derecho de
sucesiones que siempre he aborrecido (así como al profesor que dictaba la
materia, se sabía de memoria los artículos del Código Civil y se jactaba: “A ver bachiller, busque en su Código el
artículo xxx, dice así… ¿no es cierto?” y ante la confirmación del
estudiante, el grupo exclamaba admirado “Ahh”,
y yo para mis adentros “ojalá
modificaran todos esos artículos para que este cabrón tenga que aprenderse de
memoria los nuevos”). A los días la amiga me devuelve la carpeta con los
poemas: “no soporté esos poemas, eres el
inquisidor de ti mismo”.
“Víctima
de mí mismo. Este inquisidor que vive en mí, insoportable inquilino de mi
cuerpo. Tigre que día y noche acecha, muerde mi alma, me angustia, esta
interminable desazón, siempre dudando de mis intenciones, actos, omisiones.
Sólo en las tardes a la vista del crepúsculo, o en el último sueño de la madrugada,
abandona su tono acusador- ¿Qué consciencia es esta que agota mis días
preguntándome por mi valía?, recapitulando sin cesar el pasado, deslizando el
artero veneno de la duda. Procesado y condenado por este tribunal que me
habita, soy víctima de mí mismo”. En verdad para esa época fui un crítico
implacable conmigo, ahora no tanto, sin embargo, nunca he tenido una “buena
consciencia” y más desde que me contagió Ciorán:
“El escéptico para desesperación del
demonio, es el hombre inutilizable por excelencia. No se engancha, no se fija a
nada: la ruptura entre el mundo y él se acusa con cada acontecimiento y con
cada problema que ha de afrontar. Se lo ha tachado de diletante, porque se
complace en minimizarlo todo; en realidad, no minimiza nada, simplemente vuelve
a colocar las cosas en su lugar. Nuestros placeres como nuestros dolores, se
deben a la importancia indebida que atribuimos a nuestras experiencias. Así el
escéptico se afanará por poner orden no sólo en sus juicios, lo que es fácil,
sino también en sus sensaciones, lo que es más difícil”[2].
Estoy consciente
de que la importancia personal, la autoestima, mantiene nuestro centro
personal, y al mismo tiempo, si se convierte en arrogancia, en soberbia, en
creer que somos mejores que el resto de la humanidad, caemos en una podrida
ilusión, la imagen de sí enceguece al soberbio, a esa persona que no ve, no
vislumbra la otredad, no percibe la magia del mundo, no presiente la inmensidad
porque encerrada en sí misma, en su capullo, alimenta su imagen, su importancia
personal día a día. Y así su vida va cayendo progresivamente en una rutina
insoportable (origen del stress), se hace intolerante, mezquina, egoísta,
cruel, perversa, únicamente acepta como verdad sus opiniones, por más
disparatadas e irreales que fueren. Años de esfuerzo y disciplina se requieren
para disminuir el tamaño del ego personal, para entender que no somos el centro
del mundo y pretender que todo gire a nuestro alrededor (Yo el supremo). ¿Cómo
puede haber diálogo entre dos egocéntricos?, el uno habla y el otro no escucha
lo que dice su interlocutor, está pensando su respuesta sin importarle para
nada lo que le están expresando, y viceversa; de ahí la expresión irónica
“diálogo de sordos”. Y más si hay terceros presentes, el interés de los “dialogantes”
es quedar bien, aplastar, derrotar, hacer quedar mal al otro, lucirse ante el
auditorio, el triunfo del ego, la muerte de la comunicación.
Pero, si reducimos la importancia personal se
produce una brecha en el capullo creado por la imagen de sí, y al quedar
liberada esa energía es posible dejar entrar al espíritu (el infinito), esa
fuerza (Dios) que ordena todo lo existente. El alma, sí, el alma, palabra hoy
excluida de la poesía, el arte, la ciencia, ha sido reducida a componentes
químicos y físicos ubicados en el cerebro, y sin embargo, es lo único real,
verdadero, en este espejismo de la vida, trasciende al dolor, al infortunio, a
la locura, a la propia muerte, aunque no dejo de dudar cuando pienso en esa
enfermedad cerebral: el “alzhéimer”, el horror de perderse en sí mismo, de
olvidar todo, la paulatina muerte de la conciencia, ¿qué sucede con el alma de
los que sufren esa enfermedad?, ¿adónde va?, ¿desaparece?. El padre de un buen
amigo, médico él y a quien conocí en vida, a los 85 años comenzó a mostrar los
síntomas, reunió a su familia y les dijo
“Prepárense, dentro de poco no seré el mismo, no me reconocerán, no los
reconoceré, no me reconoceré”. Cuando falleció fui a su entierro y mi amigo
me comentó con dolor: “es su segunda
muerte”. Tengo otro amigo muy querido, vecino durante más de veinte años,
que nació en la misma fecha que yo: 24 de diciembre de 1945, celebramos muchos
onomásticos juntos, y hoy padece de ese mal, su esposa, mi amiga, se vio
obligada a ingresarlo en una institución especializada. La última vez que
estuvimos juntos, hace dos años, todavía la enfermedad no había hecho sus
estragos, me reconoció, bebimos y cantamos rancheras en casa, esas canciones
que en el pasado disfrutamos juntos de alguna manera le despertaban la memoria
en su proceso de olvido, estaba eufórico, daba gritos de alegría, “Así se canta Enrique, fuerte, más fuerte,
carajo” y chocábamos las copas. Sé que esa fue nuestra despedida.
Hace 14 años le
dediqué estas palabras:
“Para un amigo que celebra la vida
Todavía nos quedan algunos días
Para brindar por la vida
¿Qué más?
Transeúntes Efraín
-eso somos-
Simples viajantes
Pasajeros precarios
De este frágil tren que se llama vida
Vamos acumulando años
Por suerte aún estamos vivos
Brindemos por ese milagro
Hoy en esta otra
Y única navidad
Con las barbas
Encanecidas
No hay tiempo amigo
Choquemos copas
Mañana puede ser tarde”.
(24/12/2002)
¡Carajo! ¿Cómo
iba a pensar que efectivamente para él ese mañana se haría realidad? Hoy 24 de
diciembre de 2016 cumplimos 71 años, mi amigo no lo sabrá, ya habrá olvidado
hasta su nombre, ello me produce un profundo pesar, con dolor y tristeza alzo
mi copa por ti querido amigo, aunque tu memoria se haya esfumado, yo no te
olvidaré hasta el día de mi muerte.
Sobre el alma,
Manuel Vincent escribe:
“Mientras Gardel vuelve con la mente
marchita de no se sabe dónde, pienso que si el alma humana existe, solo si no
tiene masa y por tanto tampoco tiene peso, podría ir al cielo o al infierno a
la velocidad de la luz cuando con la muerte se separe de tu cuerpo. Pero no
está demostrado que el alma exista, sobre todo que la tengan algunos hijos de
perra, y por otra parte si el paraíso y el infierno están situados en un punto
extremo del universo, sin duda, tardará miles de años luz en llegar; en cambio
estos pensamientos inanes con los que paso la noche, que tampoco tienen peso
alguno, congelan el tiempo y el espacio y superan la velocidad de la luz porque
al recordar alguna magdalena de Proust de mi niñez la vuelvo a vivir en la
memoria y si pienso en la estrella más remota de la última galaxia, solo de
pensarla, ya estoy en ella; aunque de esa estrella se vuelve, como Gardel, con
la mente tan marchita y cansada que uno enseguida se queda dormido”[3].
Déjenme hablarles
del alma, ¿Dónde está el alma? Aquí la tengo, la siento, hay días que invade
todo mi cuerpo, ¿será un proceso químico?, ¿una trama de neuronas y nervios?,
¿un frío mecanismo descubierto por impertérritos científicos? El alma es
congoja, alegría, tristeza, poesía, no tener una razón para llorar y llorar, no
tener una razón para cantar y cantar, el alma es este misterioso sentir que nos
diferencia de los perros, de esos majestuosos árboles, de los pájaros, las
nubes…el alma, el alma, déjenme hablarles del alma. Hace un tiempo leí en una
de esas páginas del Internet, supuestamente científicas, que el adulterio se
explicaba por la carencia de una neurona, o un déficit de una sustancia en la
química cerebral, por tanto, los adúlteros y adulteras no eran responsables de
sus infidelidades. Falso, el adulterio
no es otra cosa que la muy humana inclinación por lo prohibido, nada más
atrayente que la mujer ajena, y viceversa (he sido testigo de cómo hombres con
esposas, hembras divinas, le ponen “cachos” con tipas insignificantes, no sé,
tal vez la “renacuaja” tuviera un encanto especial) aunque hay casos de
auténticos enfermos sexuales, los “sexo adictos” que requieren terapia para
controlar su adicción, como, por ejemplo, la ninfómana. Pueden imaginar al
marido sorprendido por su esposa con otra en el propio lecho conyugal: “No es lo que te imaginas Petra, además no
es mi culpa, me examinó un neurólogo y carezco de un déficit de la química
cerebral, así que no puedo controlar mis deseos sexuales”. Vicente
Fernández canta a la “mujer ajena”, “Lástima
que seas ajena y no pueda darte lo mejor que tengo, lástima, lástima que llego
tarde y no tengo llave para abrir tu cuerpo, lástima que seas ajena, el fruto
prohibido que jamás comí, lástima que no te tenga porque al mismo cielo yo te
haría subir…”.
Sigo creyendo en
el alma porque la siento, me niego a admitir que somos pura materia consciente,
que no exista una dimensión espiritual diferente al cuerpo que se desintegrará
y se convertirá en polvo. No me convenzo, para mí el alma es la única
explicación al enigma humano y he allí la contradicción, ¿cómo puede explicarse
el enigma?, estar aquí y ahora en este cuerpo envejeciéndose entre los
misterios de la tierra y sus criaturas, asistir al diario desatino de los
hombres y los pueblos, y sólo esto que gime, llora, vislumbra en sueños, en
estallidos de lucidez, la esencia de todo: el alma, la única luz en este valle
de locuras. Por ese mismo, “No espero nada, no me entrego, mi calculado
abandono es una manera de flotar en la vida/ ir con el viento/ ligero/ sin
apuro…
Mi escepticismo
militante lo expreso en otro poema:
“Este acontecer que cambia para nada cambiar
El crepúsculo disolvió en las sombras
otro día más/ el tiempo indetenible/ fugaz/laberinto del mundo /hoy y mañana
son lo mismo/ ayer es recuerdo/ imágenes/voces/sensaciones/angustias/miedo/soledad/sabor
amargo de instantes perdidos/ Y pasa la vida/ gentes/ sucesos/ Y uno es
testigo, víctima, victimario de un deber/ de un ir hacia parte alguna/
luchamos/abrazamos el tiempo con fervor/cargados de tareas, obligaciones,
planes, sueños/ pequeñas y grandes envidias/ celos /intrigas/ decepciones/
alegrías/ y sigue este acontecer que cambia para nada
cambiar/luz/sombras/noche/día/amigos/enemigos/amor/desamor/mu-er-te”
En un ejemplar
del libro de José Carlos Somoza “La caverna de las ideas” (magnífica narrativa
en tres planos: 1, el traductor; 2, el supuesto autor de la obra; 3, los
personajes de la obra, entre los cuales hay un traductor o descifrador de
enigmas. El mismo método empleado por Saramago en “Historia del cerco de
Lisboa), que leí en el 2001, escribí en la última página en blanco, motivado
por la lectura de ese libro:
“Todo lo que existe, nosotros los humanos
y lo que nos rodea, “oculta” el misterio que hay más allá de las apariencias.
Los hombres actuamos como si existiera un orden, el espejismo de la razón nos
impulsa, para evitar el desquiciamiento, la locura total y definitiva, a creer
en algún principio organizador, un axioma que, de sentido al cosmos, al
Planeta, al mundo, a esto que somos. Esa es la función de la cultura: el arte,
la filosofía, la política, la religión, las leyes, la sociedad, en suma. Pero,
ese “orden” siempre está amenazado por la fuerza desintegradora del misterio,
el abismo, el frío silencio de lo que no tiene principio ni fin, el no tiempo,
ni ayer, ni hoy, ni mañana, donde no hay respuesta, donde mora un Dios sin
rostro, mudo, invisible, la nada, la nada, el terror del Ser, la incertidumbre,
el horror de ser devorado por el infinito”.
A pesar de las
limitaciones inherentes a ese esfuerzo de recapitulación, considero que el
mismo merece la pena. Nada se pierde, pues si irremediablemente voy a morir y
dejar esta tierra a la que amo desesperadamente, si fatalmente me convertiré
polvo en el polvo, tal vez el olvido total, absoluto, y ante las dudas de la
posibilidad de una existencia transterrenal, un reino del puro espíritu, creo
necesario ordenar el caos en que consiste toda vida humana. Desde los dieciocho
años, aproximadamente, he vivido con un crónico desasosiego, una suerte de angustia
que no me abandona sino en determinados momentos de euforia y alegría. Hoy, en
el momento en que esto escribo, con 72 años a cuestas, no he podido superar ese
desasosiego y aunque amo a una mujer bella y buena, como a otras en el pasado,
no logro alcanzar la anhelada paz del alma, el sosiego, la tranquilidad. Estoy
sumido en contradicciones. A veces me creo un hombre maduro, sabio, fuerte,
lúcido, justo, libre, que sabe lo que quiere de la vida, y lo que quiere en la
vida que le resta, con suficiente valor para elegir el mejor de los caminos; y
otras, aquel joven de 18, 19, 20 años que fui abrumado por la incertidumbre,
confundido, dudando de mis supuestas virtudes, de mis decisiones vitales, con
el alma en vilo, perdido el pretendido sentido de mi existencia. Por eso no
creo en la denominada “Psicología positiva” moda extendida en las redes
sociales y objeto de cátedras universitarias. Esa boba o estúpida pretendida
“filosofía de la vida” basada en un falso optimismo respecto de la condición
humana, que niega de plano nuestra condición de seres complejos, enigmáticos,
dialécticos, que pretende inculcar la idea de que el individuo puede ser feliz
en forma permanente mediante un acto de voluntad: “decido ser feliz”, “me amo,
me quiero”, “rechazo todo pensamiento y sentimiento negativo”, “fuera la
tristeza”, es decir, la vida cual lecho de rosas, como si la tristeza, las
desilusiones, el desamor, la derrota, el pesimismo, la depresión, no fueran
parte inescindibles de nuestras existencias.
Unos años atrás me
inscribí en un curso de esa tal “Psicología” que dictaría una profesora
(“especialista” en esa materia) de la Universidad en la que laboré 16 años.
Asistí a una sola sesión, los cursantes, todos profesores universitarios
“maduros”. La tal profesora, arrogante, presuntuosa, sus ejemplos sobre
conductas “positivas” se referían a ella misma y a sus familiares. Al tocar un
punto relativo a la necesidad de “fluir”, de no preocuparse, angustiarse, en
cualquier circunstancia, puso un ejemplo: “Si
ustedes vienen en sus carros por la Avenida Boyacá hacia la Universidad y se
topan con una tranca, fluyan, pongan un disquete para estudiar inglés y así no
pierden tiempo”. Me levanto del asiento y le digo: “Como no, profesora, y en eso le dan un golpe fuerte al vidrio, un
malandro motorizado con una 9 milímetros que le espeta “Mami, dame el celular o
te quiebro”. Entonces la profesora, bastante molesta me responde “Profesor no sea tan pesimista”… “No, mi
estimada profesora, es realismo, esta es una de las ciudades más violentas del
mundo, y ese modus operandi ocurre constantemente en esa vía, su sugerencia es
peligrosa, a todos les digo, estén alertas en una tranca”. No volví al
curso por obvias razones.
¿Qué dirían Freud y Jung? de esos psicólogos
de pacotilla que pretenden negar los impulsos de Tanatos y Eros que gobiernan
la vida humana. La falsedad de esa “psicología” radica en la incomprensión o
negación de la naturaleza dual o dialéctica de la condición humana, de nuestra
especificidad antropológica: el impulso de muerte y destrucción que explica la
violencia mórbida (Tanatos), muy diferente del instinto de conservación común
en entre las especies animales y la humana (Fromm), coexiste con el impulso de
vida, de creación, de empatía (Eros). Quien no ha llorado y con amargura, mal
puede disfrutar y regocijarse de sus momentos de alegría y plenitud; quien no
ha sido derrotado no es capaz de saborear los triunfos momentáneos, porque
ambos son espejismos de la carne que va a morir; quien no se ha deprimido por
la muerte de un ser querido, no es capaz de reconocer el amor cuando toca a su
puerta; quien no sufre por la destrucción de la naturaleza, no puede gozar la mágica
hermosura de una puesta de sol a la orilla del mar. No, no, la vida es un
misterio y no hay vacuna alguna que pueda inmunizarnos contra las desgracias
que nos acechan, sólo esperar en Dios su compasión y amparo.
Bien lo expresa
Chuang Tse (c 335 c. 275 a. de c):
“El júbilo y la ira, la tristeza y la
felicidad, preocupaciones y pesares, indecisiones y miedos, son cosas que nos
sobrevienen por turnos, con humores siempre cambiantes, como la música de las
cavidades, como las setas de la humedad. El día y la noche alternan dentro de
nosotros, pero no podemos decir cuándo surgirán. ¡Ay!, ¡ay! ¿No podríamos por
un momento poner el dedo en su verdadera causa? Pero sin esas emociones, yo no
sería. Sin mí, no habría quien las sintiera. Hasta aquí podemos llegar, pero no
sabemos por orden de quién entran en juego. Pareciera que hay un alma, pero
falta la clave para su existencia. Que funcione es bastante creíble, aunque no
podamos ver su forma. Tal vez tenga una realidad interior sin forma
exterior…pero el que descubramos o no la verdadera naturaleza del alma importa
poco al alma misma. Una vez entrada en esta forma material, sigue su curso
hasta agotarse. Verse acosado por el desgaste de la vida e impulsado hacia
adelante sin posibilidad de detener el propio curso ¿no es algo muy lastimoso
trabajar sin pausa durante toda la vida y luego, sin vida para recoger el
fruto, agotado por el esfuerzo, tener que marcharse no se sabe adónde? ¿No es
acaso una justa causa para la aflicción? Los hombres dicen que no existe la
muerte. ¿De qué sirve esto? El cuerpo se descompone y el espíritu lo acompaña.
¿No hay aquí una gran causa para dolerse? ¿Puede ser el mundo tan estúpido que
no lo vea? O ¿es que el único estúpido soy yo?”[4].
Hace unos 35 años
escribí este poema:
“Dices: eres inteligente, joven (tengo un alma
muy antigua), tres hijos, esposa (agotada de este extraño vivir a su lado) ¿Por
qué ese lastimoso caminar? No sabes amiga, algo me acecha por dentro, es una
fiera, monstruo invisible, se alimenta de mis entrañas, me agota y luego deja
este desecho, estos jirones y unos ojos poblados de cicatrices”.
Como dice el
inigualable Pessoa:
“Toda la vida humana es un movimiento en
la penumbra. Vivimos en medio de un crepúsculo de la conciencia, nunca seguros
de lo que somos o de lo que creemos ser. En los mejores de nosotros habita la
vanidad de alguna cosa, y hay un error cuyo ángulo desconocemos. Somos algo que
sucede entre el entreacto de un espectáculo; a veces, a través de ciertas
puertas, entrevemos lo que quizás no sea sino un decorado. Todo es confuso como
voces en la noche…Es en estos momentos de un abismo en el alma cuando el más
pequeño pormenor me atenaza como una carta de despedida”[5].
La conciencia de
la muerte, del final irremediable que puede sobrevenir en cualquier instante,
me ha hecho comprender la futilidad de la mayoría de mis actos, y de los actos
de los otros, las preocupaciones necias, la vanidad, los celos, la envidia, el
podrido sentido de la importancia personal, el temor ante el futuro, el culto a
la imagen, la búsqueda de la aprobación ajena, la ira ante hechos
intrascendentes. Y esa permanente contradicción: ver la esencia de la vida,
saber con la conciencia, el alma y el corazón cual es el camino a seguir, y,
sin embargo, caer una y otra vez en la perversa trampa del mundo, el espejismo
de la inmortalidad. He tratado de llegar hasta el fondo: vivir sin ilusión
alguna, libre al fin de toda ambición y deseo, sin esperar nada, sin recuerdos,
ni esperanzas. Inútil quimera, somos animales necesitados del engaño, alimento
indispensable para el espíritu. No hay hombre que no viva aferrado a un
espejismo: poder, dinero, gloria, fama…Y así, siempre regresan las vanas
ilusiones.
“Y es que este ser que piensa/ sueña/
late/ de pronto convertido en cuerpo inerte/ como una roca/ peor que un
insecto/ la mosca que huye de mis manotazos al aire/ chatarra de carne/ sin
ánima/ la vida esfumada en segundos/ en la inconsciencia total del dios negro
de la muerte…”
Y es que la
poesía es desgarro, corazón herido de infortunio, crónico sentimiento de
soledad. Es saberse condenado a la muerte, esfuerzo inútil por entender el
misterio, dolor del alma expresado en palabras, extraña articulación de
sonidos. El poeta (intento serlo), mariposa de tristeza, da vueltas y vueltas
alrededor de la llama de la vida, y al final revienta como cualquier hombre,
como cualquier animal. ¿Qué son los poetas? No me refiero a los arrogantes
miembros de las academias de la lengua, sino a los que llevan una herida de
alma incurable:
“Frágiles
Precarios seres
Reunidos alrededor
De la efímera palabra
Portadores de lacerantes tristezas
Incapaces de alzar banderas
Ni siquiera los deshilachados
Hilos de alguna cósmica alegría
Militantes de la duda
Habitantes del dolor
Nos refugiamos en
Repetitivos versos
Para testimoniar
¡Nada!
Apenas una infinita
...perplejidad”
La perplejidad:
Mirase en el espejo y no reconocerse, quedar atrapado en una pesadilla que se
reitera, cada vez que cierras los ojos, sentir que el mundo se derrumba, cuando
las palabras se vuelven espejismos del misterio.
“Hoy los poetas sólo pueden ser irónicos-nos dice Rafael Cadenas-Sus afirmaciones, contrastes, paradojas los
delatan. Eran diferentes los antiguos. Tenían de su parte a un dios o una diosa
cuando no perdían su favor siempre incierto. Repetían: aere pernnius. ¡Cuánto
orgullo! Nada previeron. Ahora se encuentran con la orden de tierra arrasada
(que se cumple puntualmente), el viejo recomenzar de una hoja en blanco”[6].
¡Cuánta verdad en
los versículos del Eclesiastés!:
“3.19. Porque lo que sucede a los hijos
de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren
los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos, ni tiene
más el hombre que la bestia, porque todo es vanidad.3.20 Toda va a un mismo
lugar; todo es hecho de polvo, y todo volverá al mismo polvo.3. 21 ¿Quién sabe
que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del
animal desciende abajo de la tierra? 3. 22 Así, pues, he visto que no hay cosa
mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque ésta es su parte;
porque ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de ser después de él?5.15 Como
salió del vientre de su madre, desnudo, así vuelve, yéndose tal como vino; y
nada tiene de su trabajo para llevar en su mano.”
Vivimos en una cultura que pretende ignorar la
muerte, que la aprecia como una desgracia que debe conjurarse. Y por eso el
hombre moderno se rodea de objetos, la tecnología, y vive en el ruido, en una
actividad incesante, para no escuchar las antiguas voces que vienen de lo más
profundo del misterio. No sabemos de dónde venimos, hacia dónde vamos, ni qué
hacemos aquí, y aunque creamos en Dios como el origen, la causa de la Creación
del universo, la tierra y el hombre, él mismo es un misterio. ¿Quién no tiene
dudas? El propio Jesucristo, el hijo de Dios, en los últimos momentos de su
agonía humana y ante los terribles sufrimientos de su carne lacerada por los
latigazos, sus manos y pies atravesados por clavos, abandonado por sus seguidores,
condenado por los mismos a quienes había llevado la buena nueva, el evangelio
del amor, la tolerancia, la solidaridad, la compasión, la misericordia y el
perdón, viendo a su madre llorando bajo la cruz exclamó: “Padre, ¿Por qué me has abandonado?”
En un momento de
desesperación ante la crueldad incurable de la humanidad escribí unos versos
“sacrílegos” para muchos cristianos:
“La
tristeza de Cristo
Cordero de Dios
Despreciado por tu
Pueblo que tanto amaste,
Solo/abandonado a la hora de tu muerte,
Víctima del engaño de tu Padre
Omnipotente,
Crucificado para redimir al hombre,
Limpiar sus pecados
-sacrificio inútil-
Tu triste rostro
(Llorosos ojos)
Es el mismo de millones
De hombres y mujeres
Camino al matadero
Apaleados/vejados/humillados,
Y siempre los poderosos
De la tierra
Alzando la espada/la ley/ el yunque,
La sangre derramada
En veinte siglos de oprobio
No han dejado huella alguna,
La historia se repite, círculo atroz de
desesperanza”.
Y ante la muerte
prematura de un amigo: “No me den esa
noticia, difiéranla, ocúltenla, díganme una mentira, que no quiero saber de la
muerte, de este injusto azar de la vida. ¿Quién podría explicarme la precoz
muerte de un justo? En esta historia de asesinatos y latrocinios, de genocidios
y atrocidades, en esta tierra ensangrentada y mancillada por el horror, la
muerte de un hombre justo clama gritarle a Dios su desatino. No me resigno, no
me digan que “así es la vida”. Dios, a ti, te increpo, dame una razón para que
un justo muera antes de cumplir su periplo”. Creemos que tenemos tiempo,
que podemos dedicarnos con afán a la búsqueda del logro: dinero, poder, fama. Y
así nos convertimos en diestros maestros de la intriga, la mentira, la
adulación, la manipulación. Desde la mañana a la noche, de lunes a domingo,
ejecutamos el ambicioso plan que nos llevará a la cumbre, ¿cuál? Olvidamos el
amor, la compasión, la solidaridad. Nos convertimos en seres incapaces de
disfrutar el alba, el canto de pájaros al amanecer, la fiesta de colores del
atardecer, la sonrisa de un niño, el amor y la amistad que seres
extraordinarios nos brindan desinteresadamente, sin esperar nada a cambio.
Demasiados atareados, ensimismados, ciegos y sordos, no vemos ni escuchamos el
magnífico espectáculo de la vida.
En un poema de
juventud “Como todos” expreso ese
sentir:
“Un conjunto de máscaras
Rostros falsos
Al levantarse en el almuerzo al acostarse
De lunes a domingo
En la ciudad o en la playa
Igual que los otros
Como todos
Un día se miró con detenimiento en el
espejo
Y extraños ojos muertos lo observaron
Desde el misterio…”
¡Dios! no quiero
vivir de espaldas a la poesía por eso en un poema, dedicado al niño que una vez
fui, digo:
“Vamos en bicicleta
A pie
Sin dinero
Sin títulos
Lejos del gran señor
Docto/profesor/ aburrido
Mundo de intrigas/envidias
Maledicencias
Negra y podrida mentira
De un hombre de espaldas
A la poesía…”
Y a eso hemos
venido. A ser simples testigos de estas maravillas, a mirar con los ojos del
alma, a sentir el latir del corazón de la tierra. Aspirar con profundidad la
brisa que viene desde la inmensidad sin principio ni fin que nos rodea. Somos
incapaces de añadir un palmo a la obra del Creador, pero si podemos ayudar a
conservarla. Que a la hora de la muerte tengamos la convicción de haber hecho
todo lo posible por mejorar este mundo, o al menos no haber contribuido con el
sufrimiento y las injusticias. En ese sentido, el sacerdote Ángel Iván
Rodríguez nos invita a ser poetas de la vida:
“Debemos ser poetas de la vida, para
observar y admirar la grandeza de Dios en todo lo que nos rodea. Miremos
atentamente el rostro de un amigo, como si fuera la primera vez, y observemos
la caída de una hoja seca, el correr del agua en el río, la salida de la luna o
una puesta del sol…Que nunca seamos ciegos, o que sólo veamos lo que nos
interesa. Que no nos convirtamos en el pescador que, de tanto ver el mar, ya no
aprecia la belleza y majestad del mismo. Que nunca seamos de los que miran sin
ver, escuchar y oír”.
Inspirado en la
obra del Supremo Artista, creador de esas maravillas que no cesan de
asombrarme, escribí estos poemas:
“¿Qué puedes decir, si todo ha sido
dicho? ¿Qué puedes hacer, si desde el inicio todo ha sido hecho? ¿Podrías acaso
construir una montaña? ¿Inventar el canto de los pájaros? ¿Su raudo vuelo?
¿Dibujar nubes en lo alto?, Nada de lo que haga o diga el hombre podrá añadir
un palmo a la obra del Supremo Hacedor. Y entonces ¿Qué es vivir? Desde antes
del comienzo de los tiempos nos fue revelado el secreto: “Vivir es instalarse
en el centro del universo, es iluminarse en el Ser, incendiarse un instante, y
luego integrarse sin conciencia a esa inmensidad misteriosa que está allí ¿No
la ves? Abre tu corazón y los ojos del alma, la silueta de Dios se perfila en
las montañas, en el cósmico silencio de la eternidad”.
En otro poema exclamo:
“¡Qué pobres estas palabras para expresar
mi regocijo por lo que mis cansados ojos perciben!, esto que escribo jamás
superará la vivencia de lo que veo y siento en este instante, como el de ayer,
o hace años, es el mismo y es otro, es un fulgor de eternidad, espacio y tiempo
se diluyen, pierdo la noción de esta insignificante criatura que soy ante la
inmensidad que me envuelve, y otra vez, -como si fuera la primera-la caída de la tarde, cuando el sol
declinado su fuerza ilumina la montaña, los colores mezclándose: verde, marrón, dorado y el azul
del firmamento palideciendo, transmutándose en negra cúpula donde brillan las
estrellas, paisaje que pintor alguno, con todo su genio, podría reproducir en
un estático lienzo, lentamente anochece, escucho el canto de los últimos
pájaros diurnos, y ese silencio cósmico que no deja de conmoverme, una suave
brisa acaricia mi rostro, como si fuera la mano de Dios calmando mí
desasosiego, aspiro el perfume de una flor desconocida, y entonces doy gracias
al Creador por su magnífica obra, por estar aún vivo para dar testimonio de su
grandeza…”.
Estamos de paso.
Somos protagonistas de una aventura inédita. Precarios pasajeros de un viaje
que puede terminar en cualquier momento y lugar, partículas de nada, y no
obstante poseemos esta conciencia que nos permite darnos cuenta. Grandeza y
miseria se unen en la condición humana. Y esa es mi contradicción. No hay día
en que no sufra por ese descubrimiento. Como Camus puedo decir que no hay
ansias de vivir sin desesperación de morir. Consciente estoy de este viaje
gratuito de la vida:
“Estoy vivo/ No sé cuándo dejaré esta
tierra/ Me duele el azul del mar/ La soledad de sus profundas aguas / Saberme
transeúnte/ Precario pasajero en este viaje gratuito de la vida…
“Sí, mi vida concreta única, irrepetible,
hora tras hora, segundo tras segundo, amenazada de extinción por el hecho
cierto, real, inexorable, de tu muerte personal. Sabes que si hoy mueres
mientras escribes estas líneas, el mundo seguirá su curso sin ti. Quizás te
lloren sus seres queridos, o que si tu obra, si la tienes, no pase de inmediato
al olvido; pero esa esperanza de trascendencia ¡espejismo de inmortalidad! ¡Qué
pobre consuelo!, frente a la cruda verdad que del otro lado del muro ni
siquiera de enteres, lo seguro es que no vas a disfrutar el reconocimiento
post-morten, como si puedes hoy-mientras la muerte no te toque, disfrutar la
gloria de las horas clandestinas, sintiéndote parte de lo viviente, gozando de
las maravillas que te ofrece la vida sin esperar nada de ti”.
Soy la propia
incongruencia de la vida, un desesperado, no tengo reposo. Reconozco mis
terribles defectos, mis graves errores, esta cólera, esta ira que no termino de
controlar, a veces justa, otras, absolutamente innecesaria. Es el precio de la lucidez, maldito cuchillo
que penetra la piel de las apariencias y deja en carne viva la atroz realidad
del ser humano. ¡Cómo quisiera olvidarme de mi mismo!, flotar en el aire como
un globo, convertirme en piedra de un desierto, de un río, o en algún pájaro
solitario inconsciente de su existencia, dedicado a volar y cantar, nada más.
Pero, no, tengo esta herida de lucidez desde mi juventud, y no hallo manera de
cerrarla.
Me refugio en la
poesía:
“¿Quién nos ha lanzado en esta carrera
hacia parte alguna?
¿Cuál es el fin de la vida?
“¿Por qué un hombre debe hacer, actuar,
trabajar programar?
Toda esa febril e incesante actividad
Pensar en metas
Nos obligan a escalar
Buscar posiciones dinero, fama, poder
Y los días se suceden uno tras otro
Amanece y ni siquiera escuchas el canto
de los pájaros
No nos percatamos del brillo de las hojas
en la temprana edad del día
Tampoco aspiramos el viento del atardecer
Y dejamos pasar el renovado misterio de
la noche
¡Cómo he luchado para no luchar!
Abandonarme a las fuerzas de la vida
Penetrar los secretos del mundo
Descifrar el misterio de los antiguos
paisajes
La angustia del hacer me impide
Vivir en armonía con estas misteriosas
Fuerzas de la eternidad
Ambiciono la perfecta identidad
De las estrellas con el firmamento…”
Me ha costado
mucho decidirme a escribir sobre mi vida, hice unos intentos hace ya 16 años,
apenas un esquema y un balbuceante relato escrito a mano. Pensaba que eso no
era serio, cada vez que lo intentaba lo dejaba de lado por actividades
“serias”: libros y artículos jurídicos y políticos, escritos relacionados con
el ejercicio de mi profesión de abogado y de consultor legal de organizaciones
estatales y empresas privadas, preparación de clases, apuntaciones y manuales
para los estudiantes; en fin, el ámbito formal de la docencia, la academia, la
profesión de abogado y la política. Además, habiendo leído bastante literatura,
a autores prestigiosos, ¿Cómo aventurarme en ese mundo? No me convenzo de mi
valía en ese campo, apenas una incursión en la poesía, he publicado poemarios
que pocos leen, me sobran los ejemplares, no tengo a quien obsequiárselos, aquí
en este país de gente poco dada a la lectura, que ni siquiera les interesa los
autores consagrados. ¿A quién le interesarían unas historias sobre mi vida? No
sé si a mis hijos y pocos amigos, tanta indiferencia me ha hecho cauteloso,
dudar de mi valía.
Voy a seguir,
Paul Auster me ha convencido al leer este párrafo de su novela “Leviatán”: “No quiero decir que los libros sean más
importantes que la vida, pero el hecho es que todo el mundo muere, todo el
mundo desaparece al final, y si Sachs hubiese logrado terminar su libro, hay
una posibilidad de que le hubiese sobrevivido. Esto es lo que quiero creer, en
cualquier caso. Tal y como está ahora, el libro no es más que una promesa de
libro, un libro en potencia encerrado en una caja llena de páginas manuscritas
sueltas y un puñado de notas. Eso es todo lo que queda de él, junto con
nuestras dos conversaciones nocturnas al aire libre, sentados bajo un cielo sin
luna, atestado de estrellas. Pensé que su vida estaba empezando otra vez, que
había llegado al inicio de un extraordinario futuro, pero resultó que estaba
casi al final. Menos de un mes después de que lo viese en Vermont, Sachs dejó
de trabajar en su libro. Salió a dar un paseo una tarde de mediados de
septiembre y la tierra se lo tragó de repente. Esta es la esencia del asunto, y
desde ese día no volvió a escribir una palabra más”[7].
He vivido en dos
mundos paralelos: el llamado “serio y formal” del docto profesor, abogado,
académico, gerente público, y el de las “horas clandestinas”: el poeta,
borrachón, mujeriego, cantante en bares, serenatero, parrandero, amante
apasionado del mar, los ríos y las montañas, de los libros, la música, el cine,
el fútbol, el béisbol. El mundo del “currículo vitae” y el mundo del “currículo
vital”, el primero, el que cuenta para el arrogante ámbito de la academia, nada
tiene que ver con la auténtica vida, el segundo sí. He decidido terminar con el
primero y continuar con el segundo hasta que la muerte me de caza, o
simplemente este pobre cuerpo, barro insuflado por el soplo de Dios, no pueda
más, me jubile del goce de “las horas clandestinas”. Para ello tengo que
aligerar las cargas, ir liberándome de cosas, compromisos, personas, angustias,
temores, resentimientos que dificultan que el viaje de mi vida, - lo que me
resta, - sea cada vez más ligero. Nadie, ni siquiera los más conspicuos
ejemplares de la “seriedad humana”, ejecutivos de 5 estrellas, doctos
profesores, científicos de premios nobel, conferencistas de apretadas agendas,
políticos, gobernantes que no conocen el color de los ojos de sus hijos, como
el Ciudadano Kane (Orson Welles) al final sólo recuerdan sus escasas “horas
clandestinas”.
Sí, las horas
clandestinas, horas de libertad:
“Horas robadas a la locura de los
quehaceres humanos/ a los planes existenciales (la lucha contra el
tiempo)/horas bebiendo y cantando en brazos de Baco/dios de la
irresponsabilidad/ horas rindiendo culto a Afrodita/ en ese primer
descubrimiento que no cesa del cuerpo de tu mujer/ horas sentado a la orilla
del mar/ en la acera de un perdido pueblo/ al borde de un camino solitario de
montaña/mirando unos pájaros cruzar el cielo/las nubes cambiando de
formas/castillos/elefantes/rostros de ogros/ horas jugando con un
niño/dibujando caras felices/ una casa y sus árboles/ un mar azul y sus barcos
de vela/horas leyendo a Cervantes/Saramago/Miller/Bukowski/horas escuchando a
Vivaldi/Mozart/ Pavarotti/Javier Solís / horas escribiendo estos pésimos
versos/horas de ocio/ de nada hacer/ sin presiones/ prisa/ premura/horas de
libertad/”.
Hoy (3 de abril
del 2017) descubrí en una limpieza de ese papelero de recibos viejos un escrito
sin fecha, no recuerdo cuando lo escribí, se relaciona con mi dualidad
existencial:
El otro
“Esta sensación de ser dos a la vez, el
uno, el que actúa, el hombre nervioso, angustiado, ocupado y preocupado, que se
relaciona con el mundo, sufre decepciones, tiene una historia personal, espera
reconocimientos, habla, gesticula, resuella, ama, odia, aprecia, desprecia, le
obsesiona el triunfo, lo amarga la derrota, envejece sintiendo el irreversible
paso del tiempo. El otro, ese que en silencio se burla del actor, que lo engaña
una y otra vez haciéndole creer que tiene una misión especial en esta vida, ese
otro que está en las sombras, ese embaucador impasible, escondido en algún
recóndito lugar de la inasible alma, que escribe poemas libre de la opinión
ajena, que disfruta del atardecer, del silencio de la Tierra, del vuelo de
pájaros en retirada, ese que en sueños viaja a mundos desconocidos, que sabe
que va a morir y se dispone a volar libre de angustias y desasosiegos a la
inmensidad, sí, ese ser misterioso, el Otro, que a veces he sorprendido al
mirarme en el espejo”.
En el fondo,
reitero, me inclino más por este otro mundo. Por esa razón, las veces en que me
han propuesto que me postule para ingresar a la Academia de Ciencias Políticas
y Sociales (me dicen que tengo méritos para ese reconocimiento), respondo que
no tengo interés alguno en ello, pues prefiero, los días en que se reúnen los
acartonados académicos para adularse mutuamente en ese ambiente de intrigas, de
nulidades engreídas (barnizadas), irme a un bar con mi mejor amigo de los
últimos 35 años, “Charles Brachó”, buena copa como el suscrito, y sentarnos en
el santuario de Baco, en primera fila, en una buena barra atestada de
simpáticos bebedores. Una tarde bebiendo con los amigos, compartiendo
recuerdos, anécdotas, chocando copas en brindis por la vida, por la amistad,
cántate una canción Enrique, recita uno de tus versos, hablando del país, de
ese estéril ejercicio intelectual, buscando causas al desatino colectivo, de
viajes y mujeres, la familia, los hijos, puerta cerrada a la perversa costumbre
de la intriga, tampoco de negocios y dinero. Una tarde para reconfortar el
alma. O con el famoso “Basilides”, mi amigo del alma Sergio Pascual, hoy del
otro lado del Atlántico, tragando vino, escuchando a los Beatles, sus preferidos,
o a Javier Solís y Toña La Negra, los míos, hablando de poesía, la vida, las
mujeres, la locura humana, o simplemente viendo una vez ese estupendo film
“Zorba el Griego”.
Y volviendo a lo
de la barra, no es lo mismo beber en tu casa, aunque tengas un mueble en forma
de bar, que en uno de verdad, pues en tu casa nunca va a pasar nada, salvo
algún regaño de tu mujer si te pasas de tragos y pones alguna “cagada”, en
cambio en cualquier bar de verdad, excepto los de los clubes privados, o
aquellos reservados para una clientela exclusiva, puede ocurrir cualquier cosa,
desde “levantarte” a una hembra, reencontrarte con algún amigo que no habías
frecuentado desde tu juventud, presenciar una
divertida discusión entre borrachos y hasta una refriega. Una tarde en
un bar, pocos borrachos en la barra, escribí este poema:
“Ultimátum
-Hoy amanecí de sexo
No tan empinado
Como en épocas pasadas
Pero con las mismas
Ganas de un leopardo joven
Sólo que las hembras
No me ven
Animal invisible me he vuelto
Tal vez sean estas canas
Y el lento caminar
-Hoy amanecí de tragos
Garganta seca y el
Brazo dispuesto al brindis
Chocar copas en algún
Bar de la ciudad donde
Canten boleros
Y me permitan el micrófono
Para sentirme cantante
Con esta voz de viejo
Serenatero
Cantar por cantar
Sacar estos sentimientos
Que me gritan dentro
Me sofocan
Me quitan el aliento
-Hoy amanecí de parranda
Como si la muerte me hubiera
Dado un ultimátum
Como si la vida se me fuera
Y quisiera despedirme haciendo lo
Que me da la gana…”
Pues bien, definitivamente
estoy decidido, allí van estas líneas que pretenden arrojar cierta claridad
sobre lo que soy. Voy a sumergirme en el pasado, recorrer el río que me trajo
hasta aquí. Intento ordenar recuerdos, deteniéndome unos instantes en el camino
para mirar atrás. No sé si mi memoria será capaz de ver con claridad en medio
de las brumas. Ha pasado tanta agua debajo de los puentes, desde las
cristalinas de la infancia hasta estas turbias de la madurez: el vertiginoso e
irrevocable fluir del tiempo. No todas las historias que voy a relatar son
verídicas un cien por ciento, hay mucho de invento, no se trata de un retrato
fiel de lo que he vivido, además, la memoria a veces nos traiciona, y si
alguien llega a leerlas es mi deseo que dude sobre su veracidad, ¿quién podría
aseverar que las historias que cuenta el genial Henry Miller en sus libros
autobiográficos le ocurrieron tal y como él las cuenta? Los protagonistas de estas historias no son
personajes ficticios, sino personas que conocí y murieron y otras que aún están
en este mundo, para evitarles disgustos a los familiares de los fallecidos y a
los que aún viven, si es que este ensayo es publicado, utilizaré apodos o
nombre inventados.
Quizás Kundera
tenga razón cuando dice: “Porque de
golpe, todo queda claro, la vida humana como tal es una derrota”. Y es que
te acosan durante tu vida penas y tristezas, la vejez y las limitaciones, la
maledicencia, la mentira, la envidia, la mezquindad, y tras algunos destellos
de lucidez, del amor y el bien-estar, -la inexorable muerte-, todos los haberes
y poderes: polvo. Traté de hacer el bien, de ser útil, justo, quise combatir
sombras, iniquidad y quedé las manos
vacías golpeando el viento, un caballero sin monta ni sombrero, con el corazón
adolorido, apaleado por la realidad; pero, me ha salvado de la derrota total mi
lucidez y el no haber abandonado nunca “Las horas clandestinas”, lo que para
algunos es un extravío, una pérdida de tiempo: beber hasta la inconsciencia,
amar, cantar, gozar como un niño en las aguas del mar, de un río, caminar por
senderos de montaña, admirar el canto de pájaros, para mí ha sido la barca que
ha impedido que me ahogue en el océano del infortunio.
“Lucidez
Te detienes
Miras atrás
El camino recorrido
Los recuerdos se amalgaman
-sabes que has vivido-
Pero eso es vaporoso
Imágenes perdiéndose
En la niebla
Como en los sueños
Y sientes que la vida es inatrapable
No puedes poseerla
Es siempre un presente
Tras otro presente
Tras otro presente
Sucesión de instantes
Y lo único que tienes
Son estas canas
Estas arrugas
Estos dolores de hueso
Testimonios de que has vivido
En la fugacidad del tiempo”.
Y como nos dice
Neruda:
“No hay pura luz
Ni sombra en los recuerdos:
Éstos se hicieron cárdena ceniza
O pavimento sucio
De calle atravesada por los pies de las
gentes…
Y hay otros: los recuerdos buscando aún
qué morder
Como dientes de fiera no saciada.
Buscan, roen el hueso último, devoran
Este largo silencio de lo que quedó
atrás.
Y todo quedó atrás, noche y aurora,
El día estupendo como un puente entre
sombras,
Las ciudades, los puertos del amor y del
rencor,
Como si al almacén la guerra hubiera
entrado
Llevándose una a una todas las mercancías
Hasta que los vacíos anaqueles
Llegue el viento a través de las puertas
desechas
Y haga bailar los ojos del olvido,
Por eso a fuego lento surge la luz del
día,
El amor, el aroma de una niebla lejana
Y calle a calle vuelve la ciudad sin
banderas
A palpitar tal vez y a vivir en el humo
Horas de ayer cruzadas por el hilo
De una vida como por una aguja sangrienta
Entre las decisiones sin cesar
derribadas,
El infinito golpe del mar y de la duda
Y la palpitación del cielo y sus
jazmines.
¿Quién soy? ¿Aquel? ¿Aquel que no sabía
¿Sonreír y de puro enlutado moría?
¿Aquel que el cascabel y el clavel de la
fiesta
¿Sostuvo derrocando la cátedra del frío?
Es tarde, tarde. Y sigo con un ejemplo
tras otro,
Sin saber cuál es la moraleja,
Porque de tantas vidas que tuve estoy
ausente
Y soy, a la vez aquel hombre que fui.
Tal vez este es el fin, la verdad
misteriosa.
La vida, la continúa sucesión de un vacío
Que de día y de sombra llenaban esta copa
Y el fulgor fue enterrado como un antiguo
príncipe
En su propia mortaja de mineral enfermo,
Hasta que tan tardíos ya somos, que no
somos:
Ser y no ser resultan ser la vida,
De lo que fui no tengo sino estas marcas
crueles
Porque aquellos dolores confirmaron mi
existencia”.
Después de 47
años como profesor hoy estoy sin discípulos, sin seguidores, bueno nunca los
tuve, solo con mi propia libertad y mi amada, testigo de esta última etapa de
mi vida, libre al fin de explicaciones, del inútil deseo del éxito y el
reconocimiento, libre de Ser, nada más, quedarme mirando el atardecer, el
movimiento de las nubes, y esos pájaros que siempre he amado volando en
bandadas, cruzando el cielo en el ocaso, pues envejeciendo irremediablemente, a
menos que Dios decida apagar el fuego que me mantiene en vida, ya no espero
nada del mundo, consciente de que todo
ese esfuerzo plasmado en el “currículo vitae” del docto, abogado, profesor,
pretendido servidor público, tal vez ha sido vano, estoy recordando, recordando
con cariño a esa otra parte de mi vida, mi “currículo vital”, el del complejo
“viviente”: caótico, enigmático, contradictorio, anárquico, que no se perdió,
que aunque esos mágicos días ya se fueron, los disfruté intensamente en su
momento, recordando con un dejo de dolor y nostalgia a mis seres queridos que
partieron de este mundo, sabiendo como el Profeta que lo que sucede al animal,
a cualquier animal más insignificante que pase a nuestro lado y lo miremos con
indiferencia y desdén, igual sucede al hombre, igual me sucederá, que llegará
el día en que seré polvo en el polvo.
Otro “poema”
repetitivo:
“Vivir, simplemente
Vivir
Vivir
Simplemente
Vivir
Dejarse llevar
Fluir como el viento
El agua que corre
En los ríos
Del invierno
Vivir
Simplemente
Vivir
Sentarse a mirar
Las formas
De las nubes
Las estrellas
En noches
De luna llena
Vivir
Simplemente
Vivir
Ver caer la lluvia
Aspirar el olor
De tierra mojada
Escuchar cantos de pájaros
Al amanecer
Llenarse de asombro
Ante su vuelo
Ser libre
Como ellos
Vivir
Simplemente
Vivir
Rugir de alegría
Cósmica
Como un animal
Inocente
Y luego morir
Sin penas
Ni temores
Apagarse
Como luciérnaga
Al despuntar
El día
Volver a la tierra
Ser otra vez ceniza
Polvo en el camino
Partícula Cósmica
De esa inmensidad
Sin principio
Sin fin…”
Y vuelvo con Neruda,
un auténtico poeta:
“Poco a
poco y también mucho a mucho me sucedió la vida y qué insignificante es este
asunto: estas venas llevaron sangre mía que pocas veces vi, respiré el aire de
tantas regiones sin guardarme una muestra de ninguno y a fin de cuentas ya lo
saben todos: nadie se lleva nada de su haber y la vida fue un préstamo de
huesos. Lo bello fue aprender a no saciarse de la tristeza ni de la alegría.
Esperar tal vez una última gota, pedir más a la miel y a las tinieblas. Tal vez
fui castigado: tal vez fui condenado a ser feliz. Quede constancia aquí de que
ninguno pasó cerca de mí sin compartirme. Y que metí la cuchara hasta el codo
en una adversidad que no era mía, en el padecimiento de los otros. No se trató
de palma o de partido, sino de poca cosa: no poder…tu propia herida se cura con
llanto, tu propia herida se cura con canto, pero en tu misma puerta se desangra
la viuda, el indio, el pobre, el pescador, y el hijo del minero no conoce a su
padre entre tantas quemaduras. Muy bien, pero mi oficio fue la plenitud del
alma: un ay del goce que te corta el aire, un suspiro de planta derribada o lo
cuantitativo de la acción. Me gustaba crecer con la mañana, esponjarme en el
sol, a plena dicha de sol, de sal, de luz marina y de ola, y en ese desarrollo
de la espuma fundó mi corazón su movimiento: crecer con el profundo paroxismo y
morir derramándose en la arena”.
Me apropio de las
palabras del poeta Charles Bukowski:
“Esto es bastante importante, poner tus
sentimientos por escrito es mejor que afeitarse o cocinar alubias con ajo, es
lo poco que podemos hacer, esta pequeña valentía del conocimiento, la locura y
el terror de saber que algo tuyo es como un reloj al que no puede dársele
cuerda otra vez, una vez que se para”.
http://www.cronicasdeunmundofeliz.com/2014/03/la-teoria-de-la-estupidez-de-carlo.html
[2]
Cioran. La caída en el tiempo.
Tusquets, 1993,
[5]
Pessoa. El libro del
desasosiego,
[6]
Rafael Cadenas. Obra completa. Fondo de Cultura, 1995.
[7] Paul Auster. Brooklyn Folies. Anagrama
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