Introducción del libro La tierra mítica de la infancia


















LA TIERRA MITICA DE LA INFANCIA

Henrique Meier

Introducción

La única y auténtica patria del hombre es su infancia”
Rainer María Rilke
Hay un lugar que solo te pertenece a ti, incluso si eres un niño de 7 años”
Tom Hanks
Nada más apropiado antes de comenzar los relatos de mi vida que este párrafo de ese formidable escritor español como lo es Manuel Vincent:
“Al nacer, todo tu espacio se reduce a las medidas de la cuna, 80 x 60 centímetros. Se abre el compás. A los seis meses gateas por la habitación y al cumplir el primer año aprendes a caminar. A medida que el tiempo te posea, el espacio comenzará a expandirse a tu alrededor. El triciclo en el jardín, la guardería, la bicicleta en el parque, la primera descubierta a la tienda de helados de la esquina. A continuación llegarán los viajes de vacaciones con los padres, la primera excursión con los compañeros del colegio y después de descubrir tu ciudad y de recorrer el paisaje de tu niñez, durante la adolescencia querrás traspasar los horizontes que hayas soñado. Según te vaya en la vida el espacio se va a acomodar a tu ambición hasta el punto que si eres una persona de éxito el mundo te va a parecer pequeño. Aeropuertos, hoteles internacionales, anchos mares, fiestas en países exóticos, citas empresariales en los cinco continentes. Al llegar a la plenitud de los 50 años el espacio habrá abierto el máximo compás desde esa cumbre de tu edad, pero un día notarás que el espacio comienza a contraerse en la medida en que te vas adentrando en el almanaque. La curva de bajada se hará evidente cuando empieces a creer que ya lo has visto todo y que nada será capaz de sorprenderte a tus años. Primero renunciarás a viajar en avión, luego te dará pereza salir de noche, cualquier fiesta te parecerá aburrida, empezarás a soñar con una casa en el campo, el sillón de orejas será tu barricada frente al televisor. De pronto descubrirás que apenas necesitas para vivir las cuatro paredes de aquella habitación en la que de niño aprendiste a gatear. Finalmente, el tiempo, como una boa constrictor, dará el último espasmo y el espacio retrocederá hasta convertir aquella lejana cuna en una caja de pino de dos metros por uno. ¿Para qué más?”[1].
La primera parte de este esfuerzo de recapitulación de una vida o historias emblemáticas de una vida comprende los primeros 24 años de mi existencia, desde la infancia hasta una parte del joven adulto, aunque después de finalizar esta primera parte me he percatado de que he aludido a etapas posteriores, me ha sido imposible restringirme a esos años, la memoria fluye del presente al pasado y viceversa, es rebelde a una clasificación cronológica. Escribiendo sobre mi infancia no he podido obviar hechos posteriores no sólo de la adolescencia y de la juventud, sino, también, de mi madurez. Asimismo, tampoco he logrado prescindir de lo que hoy siento y pienso, de lo que pensaba y sentía en el pasado, todo se mezcla en un torbellino, las ráfagas de asociaciones me asaltan mientras escribo, mi lado consciente y el inconsciente se confunden, creemos que dirigimos nuestras vidas conforme a la “razón”, falso, lo racional y lo irracional están presentes en cada momento de la existencia, ¡Qué poco sabemos del fuero interior, del alma! Y es que toda clasificación es arbitraria, depende del criterio de quien clasifique u ordene ideas, acontecimientos, actos, y más por tratarse de un tema que no forma parte de ninguna disciplina del conocimiento, pues es el relato del trayecto existencial de una persona concreta, por tanto, teñido por el caos, las paradojas, los recuerdos imprecisos, la subjetividad inherente a cualquier relato de este cariz.
De manera que esa pretendida ordenación de las ideas, sentimientos, emociones, actos, locuras de un hombre, en diferentes etapas, es algo absolutamente arbitrario que no puede ser objeto de juicio alguno, salvo la crítica relacionada con el estilo de la narración y el uso del lenguaje, pero para curarme en salud he aclarado que no tengo pretensión literaria al escribir sobre mi vida, y si logro publicar estas anotaciones no podrían ser consideradas como unas “memorias”, ya que carezco de la relevancia protagónica pública como para que mis recuerdos sean catalogados así. Sólo los hombres y mujeres que han descollado en el mundo de la política y el poder, el arte y las ciencias pueden escribir “memorias”, no un hombre común y corriente como yo. Lo que he escrito en este “ensayo” es una parte del camino que he recorrido y que no puedo desandar, bien lo expresa Antonio Machado en su profundo poema:
“Caminante no hay camino: Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar, nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción; yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón. Me gusta verlos pintarse de sol y de grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse…nunca perseguí la gloria. Caminante son tus huellas el camino y nada más, caminante no hay camino se hace camino al andar, al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar…” La idea de la trayectoria de la persona como un camino me lleva a asociar ese poema con la novela de Kundera “La lentitud”: “¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud? Ay ¿dónde estarán esos héroes holgazanes de las canciones populares, esos vagabundos que vagan de molino en molino y duermen al raso? ¿Habrán desaparecido con los caminos rurales, los prados y los claros, junto con la naturaleza? Un proverbio checo define la dulce ociosidad mediante una metáfora: contemplar las ventanas de Dios. Los que contemplan las ventanas de Dios no se aburren; son felices. En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta”[2]
Y en otra de sus novelas “La inmortalidad” alude a ese tema del camino, metáfora, símbolo, imagen del concepto de la vida como un tránsito que hay que disfrutar sin apresuro: “Antes que los caminos desaparecieran del paisaje, desaparecieron del alma humana; el hombre perdió el deseo de andar, de caminar con sus propias piernas y disfrutar de ello. Ya ni siquiera veía su vida como un camino, sino como una carretera: como una línea que va de un punto a otro punto, del grado de capitán al grado de general, de la función de esposa a la función de viuda. El tiempo de la vida se convirtió para él en un simple obstáculo que hay que superar a velocidades cada vez mayores. El camino y la carretera son también dos concepciones diferentes de la belleza. Cuando Paul dice que en tal o cual lugar hay un paisaje hermoso, eso significa: si paras el coche verás un hermoso castillo del siglo XV y junto a él un parque; o: hay allí un lago y, por su brillante superficie, que se extiende a lo lejos, navegan los cisnes. En el mundo de las carreteras un paisaje hermoso significa: una isla de belleza unida por una larga línea a otras líneas de belleza. En el mundo de los caminos la belleza es ininterrumpida y constantemente cambiante: a cada paso nos dice “¡Detente!”[3].
Al final del ejemplar de ese libro (leído en 1990), en la página en blanco escribí: “Y es cierto, el hombre actual no ve su vida como un camino, sino como una carretera, los versos de Antonio Machado “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, son extrañas e incompresibles palabras para los oídos de mis contemporáneos. La mayoría piensa y vive su paso por el mundo como un avanzar en forma rectilínea, de un punto a otro, y cada vez con mayor velocidad: el currículo vitae, el ascenso, siempre el ascenso, sin saber que están escalando en el aire. El espejismo de la civilización moderna que no entiende que la vida es un río que va a dar a la mar que es el morir (Manrique). Pensar y vivir la existencia como un camino es estar consciente, con la totalidad del ser, de esa enigmática síntesis cuerpo-psique-alma, del aquí y ahora, del brevísimo tiempo que todos los vivientes tenemos en este mundo”. Y es así como he vivido, intensamente cada momento. 
Hace unos cuantos años fui con un buen amigo, abogado, ahijado de la Promoción de Abogados de la Universidad Católica Andrés Bello que lleva mi nombre (1983), al bautizo de un niño de una ahijada de esa promoción, dicho bautizo se realizaría en una finca cercana a la población de San Felipe, Capital del Estado Yaracuy. Emprendimos el viaje en su vehículo y en lugar de tomar la autopista regional del centro, decidimos transitar los caminos secundarios que pasan por diversos poblados (Los Teques, Paracotos, La Victoria, Maracay, Valencia, Naguanagua, La Entrada, Las Trincheras, El Cambur, El Palito, etc.). Si hubiésemos escogido la autopista el viaje lo hubiéramos realizado en unas 4 horas, por los caminos secundarios tardamos 13, salimos de Caracas a las 7 AM llegando a nuestro destino a las 8 PM, con unos tragos encima, nos deteníamos constantemente, en la Entrada asistimos a una pelea de gallos, en las Trincheras nos dimos un baño en sus aguas termales, en el Cambur nos paramos en uno de sus famosos burdeles, y aunque no puteamos bebimos y escuchamos música de rocola. Mi amigo me decía: “Las autopistas son una mierda, hay que ir a toda velocidad, pocos sitios para detenerte y tomarte unos tragos, en cambio, en las carreteras pasas por esos pueblos, de pronto una fiesta patronal, te pueden ocurrir aventuras, lo máximo en la autopista es que choques y te mates”. No le faltaba razón.
Pues bien, denomino arbitrariamente “La tierra mítica de la infancia” a esta primera parte de unas líneas destinadas a desaparecer como su autor. La tierra mítica de la infancia es un espacio y un tiempo. El Edén de todo niño, el eterno hoy que transcurre desde que aprendemos a caminar, a balbucear las primeras palabras, a conocer el caos del mundo circundante, reconocer a nuestras madres y padres, hermanos, diferenciar colores, olores y sonidos, hasta el final de la inocencia, el descubrimiento de la ruptura, el dolor del adolescente que ya no puede volver atrás. El sabernos diferente, expulsados para siempre de ese mundo plano, sin fisuras, sin horas, sin pasado, sin futuro. En ese rotundo presente de los juegos infantiles. Fui un niño afortunado hasta los siete años. La muerte de mi padre me produjo una herida de tristeza que aún se mantiene viva a pesar de mis 71 años. Desgraciadamente, no todo niño conoce esa tierra mítica. Pérfido mundo que condena a legiones de niños a la desnutrición, la miseria, la violencia, la muerte. Esos ojos que transmiten temor, dolor, desconcierto, desamparo, tristeza. ¡Cuántos no conocen a sus padres, o son abandonados, maltratados, vejados, explotados, esclavizados!, ¡Cuántos jamás recibirán una caricia, un abrazo, una palabra de aliento! Tuve, pues, la fortuna de vivir ese tiempo mágico de la tierra mítica de la infancia. Sé que fui ese niño que aparece en unas amarillentas fotografías, y, sin embargo, no me reconozco, tal es el estrago del tiempo y de la vida. Siento, a veces, que ese niño no ha muerto totalmente, que los sentimientos de ese tiempo todavía permanecen vivos aquí dentro, en algún lugar de la nostalgia. Basta que escuche alguna canción o regrese a los parajes de la tierra mítica para que los recuerdos me embarguen con la emoción del preciso instante en que viví la experiencia.  Eso me ocurre, tengo esa capacidad para “revivir” momentos del pasado, no como algo lejano, desdibujado, perdido entre brumas, sino como si regresara a ese instante, memorizo y veo imágenes, rostros, paisajes, casas, identifico voces, rio, lloro, y puedo hacerlo en cualquier momento. Antes de mi forzada “jubilación, en tediosas reuniones de trabajo huía hacia cualquier etapa de mi infancia, adolescencia y juventud, escapaba así de la rutina vacía, del parloteo burocrático, de ese ritual intrascendente que hace sentir importantes a los infelices que aplastan sus nalgas durante horas escuchando sus mutuas estupideces, mientras afuera de las cuatro paredes la vida se despliega con todo su infinito misterio. 
Sí, disfruto del privilegio de una memoria “viva”, por eso no puedo decir que mi pasado esté totalmente muerto, no es un cadáver, va conmigo a todas partes, me acompaña en este aquí y ahora. Y no es ese peso muerto que te impida o bloquee el presente, no, hace más intenso el momento que estoy viviendo, y así si camino por una senda de montaña al mismo tiempo vuelvo al San Esteban de mi infancia, o si veo el mar en cualquier lugar del mundo, siento que también estoy mirando la Bahía de mi Puerto Cabello natal. Porque la tierra mítica de la infancia es un ámbito geográfico preciso, y simultáneamente un territorio simbólico rico en profundos sentimientos. Allí volvemos cada vez que el mundo se derrumba a nuestro alrededor. En particular a ese instante único, pleno, de absoluta armonía, que sólo es capaz de vivir un niño sintiéndose parte del todo. En un poema “Ya no separado” expreso ese sentir:

“Y una mañana
Despiertas del letargo
Y la vida recobra su esplendor,
Y duele esta agonía,
No poder romper amarras
Quebrar estas cadenas
Vivir a tiempo entero
Estar en el centro del enigma,
Y las horas fluyan dulcemente
Y no exista preocupación
Y venga el mediodía
Y luego la tarde y la noche
Y una canción que anuncia
Amores y olvidos
Penetre en tu corazón
Vuelto guitarra
Y seas entonces
Ya
           No
                    Separado...”

Es el ansia de totalidad, de plenitud, de integrarse a todo lo viviente, de abandonar esta caparazón de huesos, músculos, tejidos, este cuerpo que nos aísla, para liberar el alma, ese sentimiento que lucha por liberarse de las cadenas, de la prisión corporal, para unirse a esas maravillas que nos rodean aquí y ahora y que no vislumbramos en nuestro ensimismamiento. Somos “animales nostálgicos”, al menos quienes hemos tenido la fortuna de vivir, aunque por cortos intervalos, tiempos de felicidad:

“Regreso a la nostalgia

“Calvo y encanecido
Me sumerjo en las aguas
Del río de mi infancia.
Esa fuerza vital
Alegría de un hoy eterno/
Tiempo mágico/ plano
Sin fisuras,
¿Fui yo alguna vez otro distinto
A este constante desasosiego?”

Toda la energía creadora de los poetas, músicos, pintores se halla en esa fuente. Y así, en el fondo, quien en su infancia ha experimentado la identidad, la unión con la totalidad cósmica, sufre el resto de su vida la nostalgia del paraíso perdido, y consciente o inconscientemente quiere regresar a su tierra mítica, pero no puede. Esta es quizás la causa de una angustia constante, de una honda insatisfacción. Y nada puede colmar ese vacío. Pocos, muy pocos hombres y mujeres alcanzan entender el significado de la infancia. El equívoco concepto del desarrollo de la personalidad, de la madurez como estadio a alcanzar, hace percibir a la infancia como una etapa inicial preparatoria del futuro hombre y nada más. Y por esa razón no pocas familias y el sistema escolar en su estructura misma constituyen instancias que castran, que mutilan el espíritu del niño. El llamado “proceso educativo” es el medio para quitarles las alas a los niños, su ingenuidad fundamental, la alegría de estar vivo. Así se hacen los futuros adultos en serie, estos seres patéticos incapaces de saborear la vida y vislumbrar sus enigmas. Bien lo expresa el sabio chino Yuan Chunglang:

“La alegría de vivir es en nosotros más nata que cultivada. Quienes sobre todo la tienen son los niños. Tal vez no hayan oído nunca la palabra “deleite”, pero lo revelan en todo. Les cuesta mostrarse serios, hacen guiños y muecas, farfullan cosas, saltan, brincan, corren y retozan. Ahí está la razón de que la infancia sea el periodo más feliz de la vida de un hombre, de que Mencio hablara de “recobrar el corazón de un niño” y de que Laotse se refiriera a ella como a un modelo de la original naturaleza humana…cuanto más degeneran los hombres más les cuesta disfrutar de la vida”[4].

Para el niño es nefasta la ausencia de padres responsables, abandonados a su suerte en las calles de las ciudades latinoamericanas, durmiendo bajo puentes, en oscuros y fétidos rincones, mendingando, haciendo cabriolas en los semáforos para reunir algunos centavos, aspirando gasolina con un trapo, incurriendo en delitos: ladrones, carteristas por necesidad, enrolados por mafias del narcotráfico, conformando bandas que cometen asesinatos. En los barrios de Caracas, niños de 10, 11,12 años, al igual que en las favelas de Río de Janeiro, deambulan con armas de fuego, se jactan de haber cometidos homicidios a esa edad. Tuve un sueño: como maestro llevé al Colegio La Salle a unos 15 niños de los barrios, me dieron un salón que carecía de pupitres, nos sentamos en el suelo, les dije antes de iniciar la clase, quiero que me hablen de los sonidos que escuchan en su barrio, y todos comenzaron a exclamar: “Pam…pam…pam…pam”, hubo desconcierto en las aulas vecinas por el ruido, les pregunté, ¿es que gritan que quieren “pan”, “no maestro, claro que queremos pan, pero no hay, y sí muchos disparos “pam…pammm”.  Y lo es, también, el exceso de unos padres que le impiden disfrutar de ese tiempo mágico; padres maniáticos del orden y la disciplina que someten a sus hijos a una agenda cotidiana sin tiempo para la diversión, que aspiran a convertirlos en modelos del supuesto éxito social. Sábados y domingos ocupados en actividades suplementarias: clases de piano, guitarra, violín, de inglés, de tenis. O los hacen rebeldes ante esa rígida “educación”, o los transforman en prematuros adultos detestables. Los extremos: en los cinturones de miseria, la pobreza, la irresponsabilidad paterna, la destrucción del núcleo familiar, son la causa fundamental de la delincuencia infantil y juvenil, mientras que en las clases pudientes, adineradas, los niños, o quedan al cuidado de mujeres contratadas por madres que sólo tienen tiempo para su cuidado personal, para jugar cartas en los clubes privados, ponerles cuernos a los maridos con el profesor de tenis; o son sometidos por padres obsesivos a la mencionada disciplina castrante.

 “Nacemos inválidos, indefensos, ante los depredadores -afirma el reconocido psiquiatra español Diego Figuera en entrevista concedida al pais.es-. Bowlby afirmó que nuestra necesidad de apego no es secundaria a la alimentación, como hasta el momento defendían los psicoanalistas. Si estamos inseguros en la crianza no aprendemos bien porque andamos siempre con las señales de peligro encendidas. La relación de cuidados físicos, emocionales y mentales va cambiando en las fases del desarrollo. Un apego seguro se suele considerar terminado en el año y medio. Por eso, hoy en día, se considera tan importante un permiso de maternidad y paternidad como mínimo de un año.-El apego es una necesidad básica determinada por la especie. Necesitamos cariño, sostén y alimentación. En función de cómo sean esos cuidados salimos con resistencia a la adversidad o con vulnerabilidad, lo cual es un factor de riesgo muy importante en cuanto a la posibilidad de padecer enfermedades mentales a partir de la adolescencia. Hay apegos sanos o insanos. El apego seguro es el que nos hace resilientes. No significa que estemos todo el día pegados al niño. Al contrario, hay que promover su autonomía según las fases; en cada edad el niño necesita un tipo de relación afectiva, cognitiva y conductual distinta. Si nos pasamos de listos o de cortos nos vamos a apegos inseguros. Por ejemplo, la sobreprotección da un apego inseguro y con menos resistencia a la adversidad. Es el mal de la sociedad moderna.-Los trastornos de personalidad están íntimamente relacionados con nuestra forma de vida. El estilo de crianza influye enormemente. Si a un niño se le cría en un apego seguro la probabilidad de tener enfermedades mentales es baja, en general”[5].

Es tan absurdamente rígida la clasificación de las etapas de la vida por la edad: primera, segunda, tercera edad, que no pocos adultos y viejos olvidan su pasado. Hombres y mujeres adultos, de mediana edad, viejos, ancianos, a quienes molestan los niños, su espontaneidad, sus travesuras, sus gritos, pareciera que olvidaran que fueron niños, adolescentes y jóvenes, y que, por tanto, pasaron por las mismas vicisitudes de quienes en el presente viven ese tiempo existencial, como si hubiesen nacidos adultos o viejos: en el film “El curioso caso de Benjamín Button” (2009), protagonizada por Brad Pitt y Cate Blanchett, basada en un relato de Scott Fitzgerald, Benjamín nace anciano (es repudiado por sus padres y lo cría una negra en un orfelinato) y con el transcurso de los años se va transformando en viejo, maduro, joven, adolescente, niño y muere bebe (la evolución de la persona a la inversa). Y viceversa, muchos jóvenes no comprenden a los viejos y ancianos, los desprecian, se burlan de sus canas, de su caminar titubeante, de las arrugas, como si se tratara de seres de otra especie o de otro planeta, no piensan, tal es la arrogancia juvenil, que ellos también se harán viejos y padecerán los mismos rigores de la edad, a menos que la muerte se los impida.  No milito en las filas de los que piensan y actúan conforme a ese rígido criterio, pues a pesar de mis 71 años sigo siendo en parte el niño, el adolescente y el hombre joven que una vez fui, por eso puedo sentarme en el suelo a jugar con niños, hablar con adolescentes y beberme unos tragos con hombres y mujeres jóvenes.

Y es que a pesar de los años que no pasan en vano, no puedo olvidar que yo también tuve 15 años, como me lo recuerda la canción de José Luis Perales:

“Escúchame yo también tuve quince años,
Escúchame se me escaparon de la mano
y ya lo ves estoy rozando los cuarenta
Pero he buscado unos minutos
para ti
Puedes decir que no
que tus problemas no me importan,
pero no es verdad
yo fui también así
rebelde como tú
Tienes un presente, vívelo,
Eres el futuro y creo en ti
Eres la respuesta y la consecuencia
del amor
Tienes el fuego,
cuídate de él, cuídate
Tienes unas manos que llenar,
Tienes un espacio que cubrir
Tienes mil preguntas
la respuesta vive solo en ti
Tienes un sueño, acarícialo
ve tras él.
Escúchame
yo también tuve quince años
Se me escaparon tanto sueños
y ya lo ves
Tú estás a tiempo de intentarlo
Hay tantas cosas que despiertan
para ti
Puedes decir que no
que en el esfuerzo no hay futuro
Pero no es verdad
yo fui también así
rebelde como tú
Tienes tantas cosas que aprender
tienes mil estrellas sobre ti
abre la ventana hoy la luna brilla para ti
debes creerme
dime que es verdad, dímelo
Tienes un presente, vívelo
,
Eres el futuro y creo en ti
Eres la respuesta
y la consecuencia del amor
Tienes el fuego
cuídate de él, cuídate”

Y cómo no mencionar ese bello bambuco cantado por los hermanos Martínez “Yo también tuve 20 años”:

“Yo también tuve 20 años
Y un corazón vagabundo,
yo también tuve alegrías y profundos desengaños
Yo también tuve 20 años
Que en mi vida florecieron
20 años que a mí llegaron
se fueron y no volvieron. (BIS)
Por eso desde la cima
de mis ardorosos años,
miro pasar hoy la vida
sin que me haga bien ni daño,
porque tuve la fortuna
de vivirla sin engaños,
para contar sin nostalgia
que también tuve 20 años”.

Si tuve 3, 5, 10, 15, 20 años, pero no dejo de estar consciente de mi proceso de envejecimiento:

“Y pasan los años, y me pregunto
Si ese rostro que me devuelve el espejo
Es la misma persona
De la fotografía de un niño
Tal vez de unos 5 0 6 años
Sentado a la sombra de un árbol
En la arboleada plaza de un insignificante pueblo costeño
En el contexto de la inmensidad del Planeta
Y es que no logro entender
Se me escapa la esencia si es que ella existe”.

Constantemente pienso en la fugacidad de la existencia, idea, sentir, percepción, lo he escrito en malos versos reiterativos como este dedicado a mi buen amigo Sergio Pascual, alias “Basilides”:

Fugacidad

A mi entrañable amigo
Sergio Pascual Casamayor

¿Qué se hizo todo lo que he vivido
Hasta el día de hoy?
¿A dónde se fue ese tiempo?
Todos mis actos, locuras, desvaríos, alegrías, tristezas, amores,
Rencores, fracasos, aparentes éxitos,
Todos los amaneceres y atardeceres
Y los días de júbilo de mi infancia en las aguas del río,
 En las límpidas del mar de mi tierra mítica,
Y las incertidumbres de la adolescencia, el temor al futuro,
Las borracheras de mi juventud, y luego las de la adultez
Y la supuesta madurez,
Y la insoportable carga de ser padre
No saber si lo hemos hecho bien,
La duda, siempre la duda,
Y todos aquellos que fueron testigos de mi vida
Y yo de las suyas y ya no están,
Partieron como en algún momento también
Tocará mi turno,
Porque somos polvo en el polvo
El tiempo nos engaña
Todo se va
Sólo quedan estos recuerdos
Imágenes
Desvaneciéndose en la memoria
Como los sueños que no podemos
Reconstruir al despertar
Y tanto afán para nada
Como sabiamente escribió el gran poeta admirado
Por mi buen amigo Sergio
La única verdad es chocar copas
Para brindar por el magnífico universo…

Caracas, 6 de septiembre de 2015

Estoy caminando en la cornisa, al borde del “precipicio de la vejez”:

“El precipicio de la vejez

A quienes comenzamos a caminar por la cornisa, dedico.

Lo llaman tercera edad
Y uno hace un enorme
Esfuerzo de equilibrio
Para no caer en el precipicio
De la vejez,
Comienzas a olvidar nombres,
Rostros, lo que hiciste ayer
O hace tres días,
Regresas al pasado
A la nostalgia
Y de pronto sin motivo alguno
Lloras a escondidas,
Pero el signo más desalentador y devastador
Es que te conviertes en hombre invisible
Las hembras no te ven
Apenas te miran
Como un tipo inofensivo,
Ya no eres un peligro
Dejas de ser el tigre
Que las ponía en guardia
Ante el acecho,
Y no te atrevas a desnudarlas
Con esos ojos de lujuria
Del deseo que tú sabes
Que aún conservas
Porque sabrás lo que
Significa el desprecio femenino
Esa fulminante mirada
En la que percibes
- ¡Qué se habrá creído este viejo verde! -”

Un personaje de la novela del escritor sueco Stieg Larsson (1954-2004) “Los hombres que no amaban a las mujeres” expresa: “-Me duelen las caderas y me cuesta dar largos paseos. Algún día tú mismo también comprobarías cómo los viejos se van quedando sin fuerzas. Yo no tengo demencia senil ni estoy obsesionado con la muerte, pero me encuentro ya en esa edad en la que debo aceptar que mi tiempo se está acabando. Llega una hora en la que uno quiere hacer balance de su vida y concluir las cosas que están a medio terminar, ¿Entiendes lo que quiero decir?”[6]

Hace unos cuantos años leí una novela de ese estupendo escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) titulada “Diario de la guerra del cerdo”, escrita cuando el autor tenía 55 años y publicada en 1969 (1ªedición). El argumento de la ficción se centra en una ciudad imaginaria (podría ser Buenos Aires) en la que los jóvenes deciden matar a los viejos, emprenden en grupos una auténtica cacería humana, y los ancianos aterrados ocultándose en sus casas, huyendo de la ciudad. Aquí, en este país, no se persigue a los viejos y ancianos para eliminarlos, se mueren por falta de atención médica y de medicinas, el monto de las pensiones de los jubilados no alcanza siquiera para comprar alimentos para 3 días, sólo aquellos que cuentan con hijos y/o nietos que los auxilien, o los adinerados, pueden sobrellevar esa dura etapa de la existencia con dignidad y decoro, con relativa calidad de vida. Venezuela es el peor país de América del Sur para envejecer, y uno de los peores del mundo para vivir con relativa calidad. Es la consecuencia de 18 años del “socialismo del siglo XXI”, disfraz ideológico del narcorégimen militarista-terrorista.

“Pienso, - escribe Álvaro Mutis-, que la verdadera tragedia de envejecer consiste en que allá, dentro de nosotros, sigue un eterno muchacho que no registra el paso del tiempo. Ese, cuyos secretos desdoblamientos había percibido en su retiro con notable claridad en el cañón del Aracuraire, se reservaba la prerrogativa de no envejecer ya que cargaba consigo la porción de sueños truncos, tercas esperanzas, empresas descabelladas y promisorias en las que el tiempo no cuenta, es más, no es concebible. Un día, el cuerpo se encarga de dar el aviso y, por un momento, despertamos a la evidencia del deterioro: alguien ha estado viéndonos y gastando nuestras fuerzas. Pero, de inmediato, tornamos al espejismo de una juventud sin mácula y así hasta el despertar final, bien conocido”[7].

  Reitero que en estas páginas no hay una secuencia cronológica rígida, mezclo pasado y presente, pues así es la vida, y aunque trate acerca de mis primeros 24 años de vida, no obstante, constantemente aludo a etapas posteriores. No es una biografía en su clásica acepción, tampoco una biografía novelada, hay de todo: historias que protagonicé e inventadas, referencias a mis familiares y amigos, los que ya abandonaron el aquí y el ahora, y los que aún están entre los vivos, comentarios sobre los films que más me han impresionado desde la infancia, al igual que libros y autores, mi pasión por el deporte, algo de política, mi inclinación alcohólica, poética, mi locura erótica, mezclo reflexiones “serias”, sesudas, con cuentos y chistes grotescos, groseros, imposible deslindar al profesor y académico  que fui, del hombre de calle, botiquín y burdel (todavía me queda el “botiquín”, o bar, la calle poco, demasiada inseguridad en esta ciudad, y del burdel recuerdos). Humboldt exploró ignotas tierras, buscando saciar su curiosidad científica, pasión noble y elevada del espíritu. Yo, borracho indómito, he deambulado los barrios bajos de algunas ciudades, allí donde moran los vencidos, libando con ellos en sórdidas tabernas, en las aceras y escaleras del metropolitano (Paris, años 70), escuchando los relatos de la derrota, hurgando en los detritus del alma, de esta pobre y desgraciada creatura que somos los humanos. Al mencionar la palabra “derrota” cedo al impulso de transcribir el poema de Rafael Cadenas “Derrota”, la mayor autoflagelación que he leído, al estilo vallejiano el extraordinario poeta venezolano expone su alma al desnudo:

“Yo que no he tenido nunca un oficio, que ante todo competidor me he sentido débil, que perdí los mejores títulos para la vida, que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución), que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos, que me arrimo a las paredes para no caer del todo, que soy objeto de risa para mí mismo, que creí que mi padre era eterno, que he sido humillado por profesores de literatura, que un día pregunté en que podía ayudar y la respuesta fue una risotada, que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida, que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo, que tengo vergüenza por actos que no he cometido, que poco me ha faltado para echar a correr por la calle, que he perdido un centro que nunca tuve, que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo, que no encontraré nunca quien me soporte, que fui preferido en aras de personas más miserables que yo, que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición, que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo (Ud. Es muy quedado, avíspese, despierte), que nunca podré viajar a la India, que he recibido favores sin dar nada a cambio, que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma, que me dejo llevar por los otros, que no tengo personalidad, ni quiero tenerla, que todo el día tapo mi rebelión, que no me he ido a las guerrillas, que no he hecho nada por mi pueblo, que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable, que no puedo salir de mi prisión, que he sido dado de baja en todas partes por inútil, que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno, que me niego a reconocer los hechos, que siempre babeo sobre mi historia, que soy imbécil y más que imbécil desde mi nacimiento, que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo, que no lloro cuando deseo de hacerlo, que llego tarde a todo, que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas, que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable, que no soy lo que soy ni lo que no soy, que a pesar de todo tengo un orgullo satánico, aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras, que he vivido quince años en el mismo círculo, que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada  he logrado, que nunca usaré corbata, que no encuentro mi cuerpo, que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi floración, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de mi mano, me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final”[8].

He estado tentado a borrar los chistes, esos cuentos breves anónimos, una tradición oral popular de mi país, el pendejo “académico” que no he podido sepultar del todo me susurra “eso es poco serio, borra esos chistes groseros, si publicas no le va a gustar a la gente”. Lo he mandado a callar porque, en primer lugar, no sé si esto podrá ser objeto de publicación y, en segundo lugar, mi objetivo es escribir pues algo tengo que hacer, me acabo de retirar de mi último trabajo formal y como no tengo interés en cultivar un jardín (¿dónde?), ni en esas otras ocupaciones que se inventan los jubilados para no morirse del tedio, me sumerjo en esta recapitulación y lo disfruto, no me importa cuál será el resultado. En fin, en estas páginas mi alma queda al desnudo, es un mero testimonio, no pretendo esbozar una imagen socialmente razonable y aceptable de mi persona y mi vida, soy lo que soy, y he tratado de expresarlo en estas páginas, sin adornos ni disimulos. Quiero dejar constancia de haber vivido, que no he sido el sueño de otro, sino un ser real, único y a la vez insignificante, uno más entre los cientos de miles de millones que han poblado el planeta, que pronto, como todos, desaparecerá en la niebla del olvido. Bien lo expresa Stieg Larsson: “Un ser humano es una envoltura de piel que mantiene en su sitio a las células, la sangre y la sustancia química. Unos pocos individuos terminan en los libros de historia. Pero la gran mayoría sucumbe y desaparece sin dejar huella”, concuerdo sólo con esto último, no con la afirmación según la cual los humanos somos pura materia sin espíritu, me niego, me niego, soy un hombre, una sensibilidad encajonada aquí (entre piel y huesos: el alma), un grito de soledad, un darse cuenta de la inevitable muerte y del dolor, un querer agotar la vida antes que mi cuerpo sea nuevamente polvo cósmico y libere a mi espíritu para que vuele al fin libre hacia el SER absoluto.

Y otra vez la lucidez de Paul Auster:

 “Tarde o temprano, moriríamos todos, y cuando se llevaran nuestros cadáveres y los enterraran, sólo nuestros amigos y familiares sabrían que habíamos muertos. Nuestro fallecimiento no se anunciaría por radio y televisión. No habría esquelas en el New York Times. No escribirían libros sobre nosotros. Es un honor reservado a los poderosos, a los que han ganado la fama, a quienes poseen alguna cualidad excepcional, pero ¿quién se molesta en publicar biografías de gente corriente, de esos olvidados que van a trabajar todos los días, con quienes nos encontramos por la calle y que apenas nos molestamos en observar? En general, las vidas se esfuman. Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive a sus inventos, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos: una estantería con álbumes de fotos, la cartilla de notas del colegio, el trofeo de una bolera, un cenicero birlado en un hotel de Florida en la última mañana de unas vacaciones vagamente recordadas. Unos cuantos objetos, algunos documentos, y unas cuantas impresiones causadas a otras personas. Estas últimas siempre tienen historias que contar sobre el muerto, pero las más de las veces se mezclan fechas, se suprimen hechos, se distorsiona cada vez más la verdad, y cuando a esas personas les llega su turno de morir, la mayoría de las historias desaparecen con ellas”[9].

No me engaño quiero que de mí algo perdure cuando desaparezca de la faz de la tierra, bien lo expresa Adolfo Bioy Casares: “Como si no bastaran las promesas del más allá, queremos perdurar en nuestra tierra, tan vilipendiada y tan querida. Casi todo el mundo comparte el afán por sobrevivir en obras, en hijos, de cualquier modo. Sin duda nos mueve un instinto y en ese punto al menos igualamos en inteligencia a dos insectos, la hormiga y la abeja, y a un roedor, el castor o castor fiber. Si reflexionamos un minuto acerca de la inmortalidad deparada por libros, obras de arte, inventos, función pública, saborearíamos la amargura de quien se dejó atrapar en una estafa. Yo anhelo la inmortalidad de mi conciencia y no soy tan vanidoso para concentrarme con sobrevivir en media docena de volúmenes alineados en un anaquel, pero desde luego me aferro con uñas y dientes a esa inmortalidad de la media docena, mi robusto bastión contra los embates del tiempo, y no es menos verdad que me hago cruces, metafóricamente hablando, ante quienes día a día se afanan en trabajos que día a día se desvanecen”[10].

No espero aceptación alguna, me importa un ajo si gusta o disgusta, claro eso depende si consigo una editorial que se arriesgue a publicar este texto de un desconocido en el ámbito de las “letras”, aunque sobran los pésimos libros, esos que según la recomendación de Miller (Henry) hay que romper, tirar los pedazos en el wáter y jalar la cadena, lo he hecho, no voy a mencionar autores para evitarme problemas, si un libro (novela, ensayo) no me engancha en las primeras 20 páginas, lo abandono y en el peor de los casos lo igualo a la mierda mandando sus pedazos a la cloaca. Puede que algún lector lo haga con este ensayo en el caso de que sea publicado.

Caracas, enero de 2016, San Vicente del Raspeig, Alicante, octubre de 2018.









[1] Disponible en http://www.elpais.es  
[2] Kundera. La lentitud. Tusquets, 2005.
[3] Kundera. La inmortalidad. Tusquets, 2009.
[4] Yuang Chunglang. De la alegría de vivir.
[5] Disponible en http://elpais.es, edición del 11 de septiembre de 2017.
[6] Stieg Larsson. Los Hombres que no amaban a las mujeres. Saga editorial, 2011.
[7] Mutis. Empresas y tribulaciones de Maqroll el gaviero.
[8] Cadenas. Obra completa.
[9] Auster. Brooklyn Follies.
[10] Bioy Casares. El lado de la sombra. Tusquets, 2004.

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