El impulso asociativo, sus bases atropológicas: la incompletud y la menesterosidad
El impulso asociativo, sus bases
atropológicas: la incompletud y la menesterosidad
Henrique Meier
El centro biosíquico que somos no es un ente
cerrado sino abierto, una unidad incompleta, nacemos con una suerte de vacío
existencial que sólo puede llenarlo el otro y los otros (“la incompletud”). Esa condición “natural”, -reitero esa
idea elemental-, se manifiesta en el imperativo biosíquico a buscar en el otro,
el distinto, el complemento a ese vacío, a ese profundo hueco psíquico,
existencial (que provoca angustia, insatisfacción, sentirse vacío, conlleva a
pensar que la existencia no tiene sentido), origen de la mutua atracción de la
“otredad”: el varón respecto de la hembra, y viceversa. Cuando se consuma esa
atracción biosíquica compartida se logra el complemento a ese algo que falta, a
esa insatisfacción que provoca el sentimiento de soledad y aislamiento que todo
individuo trae al nacer, y que comienza a aflorar en la adolescencia, etapa de
la vida signada por el descubrimiento de la fuerza del impulso sexual, del
deseo incontrolable de colmar la imperiosa necesidad del coito o acoplamiento,
del estado de tristeza causado por la masturbación o el llamado “vicio del
solitario”, en particular en el varón que no logra, a esa edad, la conquista de
la hembra para aliviar esa necesidad primaria.
“¡Quién no se ha
sentido alguna vez subyugado al irresistible impulso de atracción que ciertas
personas de epigamia notable, generalmente miembros del sexo opuesto generan en
nosotros!”- exclama Manuel Domínguez Rodrigo- en su polémica
obra “El origen de la atracción sexual”:
“¿Quiénes de los
que han intentado racionalizar tan sorprendente impulso no se han encontrado
confusos a la hora de aprehender los entresijos y desencadenantes de semejante
proceso? El ser humano es la única entidad biológica de este planeta que
disfruta de una conducta reproductora basada en un modo de atracción entre
ambos sexos regulado por ciertos rasgos y proporciones físicas que no se encuentran
sujetos a los ciclos de temporalidad como ocurre con la mayoría de las especies
animales. Esto se conoce como sistema de atracción epigámica, es decir, en
nuestra especie nos sentimos atraídos los unos a los otros porque nos
encontramos físicamente atractivos. Al no tener que estar sujetos a los
períodos cíclicos de emisión de tumefacciones olorosas, según marca la química
hormonal de los ciclos de estro que regulan la conducta reproductora de buena
parte de los mamíferos, nosotros disfrutamos también de una característica
novedosa en el ámbito animal: instigados por un modo de atracción físico
permanente, podemos aparearnos constantemente, y no sólo podemos, sino que lo
deseamos de manera continua. Esto nos convierte aún más en un organismo
excepcional”[1].
Luc Ferry considera que la idea, el
concepto de Eros, se halla en lo esencial en la obra de Platón y que Freud no
hará sino repetirlo veintitrés siglos más tarde:
“El deseo sexual,
exaltado por la pasión amorosa es carencia. Apela a la consumición del otro.
Una vez satisfecho, se hunde en la nada saciada, hasta que vuelve a empezar sin
más fin último que la muerte misma. La palabra alemana que utiliza Freud para
designar eros encierra esta contradicción, que es de toda vida biológica: Lust,
a un tiempo deseo y placer, carencia y satisfacción, porque lo uno no podría
existir sin lo otro”[2].
La atracción sexual entre hombre y mujer,
varón y hembra, no se basa sólo en la biología, aunque la “ideología de género”
en boga y en proceso de convertirse en un nuevo totalitarismo ideológico,
niegue la diferencia esencial, natural, entre hombre y mujer (por esa razón, de
llegar a publicarse este ensayo podría correr riesgo de asesinato moral y hasta
físico). Esa diferencia, no soy experto en el tema, lo digo por mi experiencia,
es también psíquica; diría entonces que el hombre y la mujer son seres
biosíquicamente distintos, y hasta opuestos. La mayor y mejor demostración de
ese aserto la encontramos en el arte: la historia de la poesía, la pintura, la
música, la narrativa, abunda en obras que exaltan la pasión amorosa del hombre
por la mujer, por ejemplo, estos versos de Luis de Góngora (1561-1627) que integran sus “Romances”:
“Amadores desdichados, Que seguís milicia
tal, Decídme ¿qué buena guía podéis de un ciego sacar?, De un pájaro ¿Qué
firmeza?, ¿Qué esperanza de un rapaz?, ¿Qué galardón de un desnudo?, De un
tirano ¿qué piedad? Dejadme en paz, Amor tirano. Déjadme en paz. Diez años
desperdicié. Los mejores de mi edad, En ser labrador de Amor. A costa de mi caudal.
Como aré y sembré, cogí; Aré un alterado mar, Sembré una estéril arena. Cogí
vergüenza y afán. Dejádme en paz, Amor tirano, Dejádme en paz. Una torre
fabriqué Del viento en la raridad, Mayor que la de Nembrot, Y de confusión
igual. Gloria llamaba a la pena, A la cárcel libertad, Miel dulce al amargo
acíbar, Principio al fin, bien al mal, Dejádme en paz Amor tirano, Dejádme en
paz”.
Y este otro de Garcilaso de la Vega (1503-1536):
“¿Dó están agora
aquellos claros ojos que llevaban tras sí como colgada mi ánima por doquier que
se volvían?
¿Dó está la
blanca mano delicada, llena de vencimientos y despojos que de mis sentidos le
ofrecían?
Los cabellos que
vían con gran desprecio el oro como a menor tesoro, ¿dónde están?, ¿Adónde el
blanco pecho?
¿Dó la columna
que al dorado techo con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo
agora ya se encierra, por desventura mía, en la fría, dura y desierta tierra. ¿Quién
me dixera, Elisa, vida mía, cuando en aqueste valle al fresco viento andábamos
cogiendo tiernas flores, que había de ver con largo apartamiento venir el
triste y solitario día que diese amargo fin a mis amores?”.
Y viceversa, la atracción que ejerce el
hombre sobre la mujer, tan bien expresada en estos versos de la excelsa poetisa
Gabriela Mistral (1889-1957):
“Hay besos que producen desvaríos de
amorosa pasión ardiente y loca, tú los conoces bien son besos míos inventados
por mí para tu boca. Besos de llama que en rastro impreso llevan los surcos de
amor vedado, besos de tempestad, salvajes besos que sólo nuestros labios han
probado. ¿Te acuerdas del primero…? Indefinible; cubrió tu faz de cárdenos
sonrojos y en los espasmos de emoción terrible, llenándose de lágrimas tus
ojos…Yo te enseñé a besar: los besos fríos son de impasible corazón de roca, yo
te enseñé a besar con besos míos inventados por mí, para tu boca”.
Y estos de Carmen Conde (1907-1996):
“Te regalaría un collar de islas, un
sistema nervioso de horizontes. ¡Me abriría para ti, todas las mañanas en tus
labios! Yo soy más fuerte que tú, porque me apoyo en ti. ¡Asómate a mí, que soy
una torre! ¡Asómate a mí: soy aquella palmera de tu huerto, que latíacontigo!
¡Echa al aire mis campanas y mis palmas!
Yo soy tu panorama”.
Bien lo expresa Coetzee:
“Un hombre sale
al mundo y lo recorre en busca de la respuesta a su única y enorme pregunta,
¿Qué es lo que me hace falta? Y un día, si tiene suerte, encuentra la
respuesta: la mujer. Hombre y mujer van juntos, son una misma cosa, recurramos
a esa expresión, y de esa misma mismisidad, en su unión sale una criatura”[3].
Porque la mujer para el hombre es la
esperanza, la esperanza del amor sexual, la esperanza de una compañera de vida,
la esperanza de superar la soledad de un dormitorio vacío, la esperanza de
despertar de un sueño atroz y abrazar el cuerpo tibio de la amada, la esperanza
de compartir día a día las alegrías y tristezas, los triunfos y derrotas, la
esperanza de compartir el inexorable paso del tiempo, la esperanza de formar
una familia y trascender en los hijos. Esa fuerza, energía biosíquica en que
consiste la atracción sexual, es quizás una de las motivaciones (conjuntamente
con la codicia, el poder, la fama, el altruismo) que explica en los humanos
actos heroicos, sacrificios, engaños, suicidios, homicidios; no es como en los
animales un mero instinto irreflexivo articulado a la preservación de la
especie. Los animales sienten, perciben, sus instintos les permiten ubicarse en
el espacio, pero no piensan como nosotros, carecen de vida psicológica, mental.
En cambio, los humanos somos animales simbólicos (Savater): las ideas,
creencias, sentimientos, emociones conforman la dimensión espiritual e
intelectual que nos da especificidad respecto del resto de los individuos que
conforman las especies vivas del planeta. Conocemos, razonamos, creamos. No
estamos predeterminados, reitero, por un código biológico inexorable. Uno de
nuestros rasgos como especie es la “indeterminación”, base psicológica de la
libertad o capacidad de elegir, no obstante, los factores medioambientales que
condicionan el mayor o menor libre albedrío. Vivimos entre la naturaleza y la
cultura. De modo que la unión que integra la pareja no es sólo unión entre
macho y hembra con fines reproductores, es mucho más que eso. Es unión entre
personas diferentes, hombre y mujer, que se necesitan también por razones
emotivas, sentimentales, espirituales y culturales. Y aunque en nombre de una pretendida autonomía absoluta del
individuo se glorifique la soledad y el rechazo al compromiso con el otro y la
defensa de un espacio privado inmune a cualquier injerencia extraña, la
experiencia demuestra que ese estilo de vida produce depresiones, tristezas,
sentimiento de abandono, de estar a la deriva.
No pocos asumen la soledad por
desconfianza y temor al encuentro con el otro, o por traumas derivados de
fracasos afectivos. Lo cierto es que la naturaleza social, gregaria, de la
especie humana, es una característica antropológica que trasciende a todas las
culturas y sociedades. Y la primaria manifestación de ese impulso es la
irresistible atracción entre los polos sexuales y psicológicos: el hombre y la
mujer. No estamos diseñados para afrontar la vida consciente como individuos
solos y aislados. Al unirse hombre y mujer se produce un ser completo, la
pareja, y así se crea la primera y básica forma de asociación y cooperación. De
la pareja surge la descendencia y con ella se genera la célula fundamental de
la sociedad, la primaria modalidad de comunidad: la familia. Ese elemento
antropológico reforzado por la cultura no significa que la totalidad del género
humano participe consciente o inconscientemente del impulso gregario. Hay
excepciones: los solitarios, anacoretas, misóginos. Fernando Pessoa, magnífico
poeta portugués, confiesa su rechazo a cualquier tipo de relación con los
otros:
“Esta es mi
moral, o mi metafísica o yo. Transeúnte de todo –hasta de mi propia alma -, no
pertenezco a nada, no soy nada –centro abstracto de sensaciones impersonales,
espejo caído que siente orientado hacia la variedad del mundo. Con esto no sé
si soy feliz; y tampoco me importa. Colaborar, unirse, actuar junto a otros, es
un impulso metafísicamente mórbido. El alma que le es dada al individuo no debe
ser prestada a sus relaciones con los otros. El hecho divino de existir no debe
ser entregado al hecho satánico de coexistir. Al actuar junto a otros pierdo,
al menos, una cosa –el actuar solo. Cuando me entrego, aunque parezca que me
expando, me limito. Convivir es morir. Para mí, sólo mi autoconciencia es real;
los otros son fenómenos inciertos en esa conciencia, a los que resultaría
mórbido prestar una realidad muy verdadera…Desperdiciamos nuestra personalidad
en orgías de coexistencia”[4].
El poeta misántropo nació y vivió porque
un hombre y una mujer, sus padres, se acoplaron por esa irresistible atracción de
los diferentes. Y aunque rechace toda compañía y diga que “convivir es morir”,
la sociedad de su tiempo le enseñó los medios para comunicar sus escépticos
versos: el pensamiento, el habla, la lectura y la escritura. En
mi caso, he buscado en la mujer la complementación para aliviar el vacío
existencial de la incompletud. Desde niño, así lo confieso en este limitado
esfuerzo por recapitular mi vida, me han enloquecido las hembras. Para mí la
vida sería insípida, inodora, incolora como el agua, si no estuviera presente
en ella el más fabuloso y genial invento de Dios: la mujer. En el Paris de los
años 70 vi unas cuantas veces el memorable film “Y Dios creó la mujer” (1956),
protagonizado por esa escultural hembra como lo fue Brigitte Bardot, tenía 19
años (dirigido por Roger Vadim, quien al parecer disfrutó de la exquisita
Brigitte, al igual que de otra hembra de la cinematografía: Jean Fonda) en la
Cinemateca de la Cité Universitaire, Boulevard Jourdan, oía el jadeo de algunos
obsesos masturbándose en la oscuridad mirando las imágenes de la Bardot,
hoy,-los inevitables-, estragos del tiempo, una anciana arrugada, ni sombra de
aquella belleza. Ese film me inspiró
estas pendejas palabras escritas en 1971:
¡Ah
la mujer!, “nadie prueba impunemente las aguas ocultas de la mujer”, dijo
Jehová al primer Hombre, no le bastó a Adán disfrutar las delicias del Paraíso
terrenal, la armonía entre Él y la naturaleza, la ausencia de angustias,
miedos, desasosiegos, no necesitar ganarse el pan nuestro de cada día con el sudor
de su frente, no padecer enfermedades, ni el deterioro de la vejez, ni la
muerte. Y Adán, luego de probar la inigualable dulzura de la primera Hembra,
reclamó a Jehová “La culpa es tuya ¡Oh mi Dios!, sin consultarme tomaste mi
costilla mientras dormía, me diste por compañera a este ángel demoníaco, Eva”.
¿Cómo pretendía el Creador del universo prohibir a esta pobre criatura hecha de
barro, que no gustara de la manzana de la perdición? Adán fue expulsado del
Edén y para siempre perdió su cordura en los brazos de la mujer, pobre animal
erótico y vacilante, el hombre inútilmente busca escapar a su destino: poder,
dinero, fama, ¡Qué cosas tan vanas y perecederas! Quien ha bebido, y con
creces, del profundo misterio de la mujer, ya no tiene consuelo posible, agua
que no sacia, sólo en la vejez, con la pérdida de la fuerza vital para penetrar
el secreto, ese animal erótico que somos los hombres, se resigna y mal.
Nostálgico sediento, vive sus últimos días el desconsuelo del recuerdo”.
Mimnermo (Mimnermo de Colofón, poeta y músico griego de
finales del siglo VII a. C. Fue un contemporáneo de Solón, unos años más joven
que éste), uno de los más
grandes poetas elegíacos de su tiempo, y de todos los tiempos, el primer poeta
verdaderamente triste de Occidente, expresó esta cruda realidad de la vejez del
hombre:
“¿Qué vida puede haber o qué alegría
sin la dorada Afrodita? Antes prefiero morir
que despertar sin un amor en el corazón,
con los dulces placeres de la miel y las flores de la juventud,
recogidas con prisa, extendidas sobre el lecho.
Con rapidez presurosa se presenta la senectud
dolorosa, que hace amargo al hombre y desagradable;
el alma se consume con pensamientos tristes
y la dicha inefable de palpar la luz desaparece
y se vuelve odioso a los otros hombres y es humillado
por las mujeres. Así de espantosa es la vejez…Cuando el verdor de los años se ha marchitado ya, la vejez decrépita, seca y sin hojas, va haciendo su camino sobre sus tres pies, sin más fuerzas que un niño, y arrastrándose con incierto paso a modo de un sueño que anduviese vagando en pleno día”.
sin la dorada Afrodita? Antes prefiero morir
que despertar sin un amor en el corazón,
con los dulces placeres de la miel y las flores de la juventud,
recogidas con prisa, extendidas sobre el lecho.
Con rapidez presurosa se presenta la senectud
dolorosa, que hace amargo al hombre y desagradable;
el alma se consume con pensamientos tristes
y la dicha inefable de palpar la luz desaparece
y se vuelve odioso a los otros hombres y es humillado
por las mujeres. Así de espantosa es la vejez…Cuando el verdor de los años se ha marchitado ya, la vejez decrépita, seca y sin hojas, va haciendo su camino sobre sus tres pies, sin más fuerzas que un niño, y arrastrándose con incierto paso a modo de un sueño que anduviese vagando en pleno día”.
Asocio ese desconsuelo del recuerdo con la novela
de Gabriel García Márquez “Memoria de mis putas tristes” (2004), historia de un
longevo periodista que, al cumplir los 90, decide celebrar su aniversario con
una adolescente virgen de 14 años. Para hacer realidad ese despropósito erótico
(¿Cómo un hombre de 90 años puede desvirgar a una adolescente de 14?, su
miembro flácido, sin fuerzas, carece de la potencia para romper un himen, por
más que fuere del tipo “complaciente”), el anciano visita a una cabrona
conocida desde su época de putañero, Rosa Cabarcas (Cabarcas, de cabrona) dueña
de un prostíbulo que frecuentó durante muchos años. A los pocos días, Rosa
consigue a la muchacha. En el primer encuentro, Delgadina (el nombre alude a
una adolescente delgada, el autor remarca su frágil condición, víctima de la
situación de pobreza y abandono que le permite a la cabrona “hacerse de sus
servicios”) es sedada por la celestina, para que pierda el miedo del encuentro
con un hombre 76 años mayor que ella, que podría ser su bisabuelo. El anciano
la halla dormida y se dedica a contemplarla. Así, el relato quiebra la
secuencia “lógica” de un aparejamiento que lucía imposible, el lector masculino
es sorprendido. La extraña relación se prolonga durante un año y le hará
recordar al anciano su pasado, su carrera de periodista, el amor a la música,
los libros preferidos y su inclinación por las mujeres públicas. Asimismo, su
estado amoroso senil hará que se desviva para halagar a la virgen adolescente.
Esos recuerdos, motivaciones y el cariño que le despierta Delgadina le darán
sentido al final de su existencia para enfrentar lo inevitable. La obra aborda
pues el peculiar amor de un anciano. A cierta edad, el vigor se extingue, no
así la emoción en el corazón. Al buscar una relación con una hembra joven, el
anciano descubre que el amor no se limita al coito, como la mayoría de los
hombres creen, sino que puede expresarse en forma sustitutiva por medio de las
caricias, la contemplación y el silencio: la dimensión espiritual del amor.
Freud diría “sublimación” del deseo carnal. Por medio de ese personaje “El
Gabo” quiere reivindicar, frente a la creciente mecanización de las relaciones
sexuales (el sexo masculino restringido a sus aspectos físico-hormonales: erección,
lubricación, penetración y eyaculación) el ámbito romántico de la belleza
irresistible del otro, es decir, la magnificencia de la vida misma. Dice el
longevo periodista: "Aquella noche,
descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin
los apremios del deseo o los estorbos del pudor"[5].
La fascinación por la querida conmueve al hombre mayor, lo llena de
fantasías y le permite ocultar el temor a la muerte, así como enfrentar la decrepitud.
He
aquí a otro excelente escritor colombiano, Álvaro Mutis, y su elogio a la
mujer:
“Cuando le mentimos a una mujer volvemos a
ser como el niño desvalido que no tiene asidero en su desamparo. La mujer, como
las plantas, como las tempestades de la selva, como el fragor de las aguas, se
nutre de los más oscuros designios celestes. Es mejor saberlo desde
temprano. De lo contrario nos esperan sorpresas desoladoras. Un golpe de
cuchillo en el cuerpo de alguien que duerme. Los escuetos labios de la herida
que no sangra. El vértigo, el estertor, la quietud final. Así, ciertas certezas
que nos asesta la vida, la indescifrable, la certera, la errática e indiferente
vida. Hay que pagar ciertas cosas, otras simples se quedan debiendo. Eso
creemos. En el “hay que” se esconde la trampa. Vamos pagando y vamos debiendo y
muchas veces ni siquiera lo sabemos. Los gavilanes que gritan sobre los
precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para
evocar a los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Malditos sean. Una
caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en
pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su
significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen,
lo ignoran, la tarea bastarda que ninguna bestia será capaz de cumplir. Necedad
de profetas y de charlatanes agoreros. Mala calaña y, sin embargo, tan
escuchada y solicitada. Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se
quiera abordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero
inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los
hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan
exclusivamente a sus dominios. Un cuerpo
de mujer sobre el que corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de
sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran
frutos rojos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la
corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a
repetirse”[6].
La admiración de Faulkner por boca de uno
de sus personajes: “y es que las mujeres son maravillosas,- pensó,-
ya que en realidad no importa lo que quieran ni incluso si saben qué es lo que
creen querer”[7].
No somos “autosuficientes”, nuestra “incompletud”
nos impele a buscar en los otros la complementariedad a ese vacío psíquico,
pues la soledad, el aislamiento, no es la condición natural de los humanos,
como no lo es la de las diversas especies que conforman el reino animal. ¿Por
qué Tom Hank en el film “El Náufrago” (2000), versión moderna de la novela
“Robinson Crusoe” de Daniel Defoe (1719), pinta con su sangre un rostro en el
balón marca “Wilson” que el mar arrojó a la playa de la desierta isla cuando el
avión que lo transportaba cayó al mar? El protagonista del film habla con esa
cosa, la llama Wilson, y llora cuando la pierde al iniciar su incierto viaje en
la improvisada balsa para abandonar la isla en la que temía morir solo, sin
volver a ver un rostro humano, escuchar su voz, interaccionar. Somos gregarios
por naturaleza, la vida de cada individuo es impensable fuera de un ámbito
social, a excepción de los anacoretas. Sin embargo, en el marco cultural del
Internet y las redes sociales se afirma que las sociedades occidentales se
están transformando en “sociedades de anacoretas”, de individuos aislados:
“Somos legión los
que vivimos aislados en cuevas de hormigón, -expresa Luis Landeira - esquivando a nuestros desconocidos vecinos como si tuvieran la peste bubónica
e interactuando con el prójimo a través de maquinitas, sin rozarlo salvo para
la cosa sexual y a veces ni eso. Y los comportamientos insociables son más
extremos cuanto más sofisticada es la sociedad en cuestión. En Japón, por
ejemplo, brotan como sesitas, los hikikomoris modernos anacoretas que solo se
comunican con el mundo exterior a través del ordenador, los videojuegos on line
y otros inventos. En Occidente tampoco somos mancos y desde que las redes
sociales son los nuevos bares, poco nos falta para ser autistas. También los
guionistas de la tele, de ahí la proliferación de personajes de ficción tan
bordes como Sheldon Cooper (The Big Bang Theory), Rust Cohle (True Detective) o
Bender Bending Rodríguez (Futurama). Personajes que pese a su presunta
misantropía (o precisamente por ella) nos caen muy simpáticos”[8].
Ese rasgo de la sociedad tecnológica de
nuestro tiempo no significa, por ningún respecto, que los humanos ya no seamos
gregarios, pues, aunque la interacción personal, íntima, cara a cara, haya
comenzado a ser sustituida en determinadas sociedades por la interacción
impersonal, mediada por las redes virtuales, no obstante, sigue siendo
interacción. Además, de la incompletud, la gregariedad deriva de la menesterosidad: el reconocimiento de
que como individuos aislados no somos capaces de satisfacer nuestras
necesidades vitales fundamentales, origen de las diversas y progresivas formas
de asociación y cooperación que se concretan en la comunidad o sociedad de que
se trate: banda, tribu, horda, clan, familia patriarcal, polis, feudo, sociedad
estamental, sociedad de castas, sociedad policlasista, etc. No creo que las
primeras formas de cooperación hayan sido objeto de un proceso de
racionalización, sino, más bien, el resultado del impulso de sobrevivencia: la
unión instintiva de los parecidos o semejantes en el “nosotros” o la identidad
primaria de un grupo (el habla común, el color de la piel, los rasgos
fisonómicos, los mitos fundacionales, dioses comunes, etc.) frente a los otros,
los extraños (animales fieros, grupos humanos hostiles).
Me remonto a los primeros tiempos de los
humanos y en una suerte de visión retrospectiva veo a esos hombres y mujeres
que apenas han recién evolucionado del homínido emitiendo gruñidos, antes de la
génesis del “homo loquax” (el hombre que habla), recorriendo en grupos vastos
territorios para recolectar frutos y semillas, y arrancar plantas para
satisfacer el hambre, y luego acechando animales para darles muerte
utilizando una piedra filosa: el “hacha
de mano” (el Paleolítico), tal vez el primer instrumento de trabajo y de
violencia, que nos convertiría en el “homo Faber” (el hombre que trabaja), la
única especie capaz de crear medios artificiales para transformar la
naturaleza, y transformarse a sí misma, utilizando los recursos proporcionados
por el medio natural. Ese ejercicio
de imaginación retrospectiva acerca del origen del hombre lo expresa
magistralmente Mario Vargas Llosa en su ensayo “El viaje a la ficción” (2008),
a propósito de la obra de ese otro magnífico escritor hispanoamericano Juan
Carlos Onetti. El laureado escritor nos invita a retroceder a un mundo tan
antiguo que la ciencia no llega a él y la que dice que llega no nos convence,
ya que sus tesis y conjeturas parecen tan aleatorias y evanescentes como la
fantasía y la ficción:
“Se diría que el
tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su trayectoria aún
no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la conciencia del
transcurrir, del pasado y del futuro, e incluso de la muerte, a tal extremo se
hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el antes y el
después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de sobrevivir en esa
inmensidad que los circunda que sólo el ahora, el instante mismo en que se
está, consume su existencia. El hombre ya no es un animal, pero resultaría
exagerado llamarlo humano todavía. Está erecto sobre sus extremidades traseras
y ha comenzado a emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompañados de
una gesticulación y unas muecas que son las bases elementales de una
comunicación con la horda de la que forma parte y que ha surgido gracias a ese
instinto animal que, por el momento, le enseña lo más importante que necesita
saber: qué es imprescindible para poder sobrevivir a la miríada de amenazas y
peligros que le rodean en este mundo donde todo –la fiera, el rayo, el agua, la
sequía, la serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros
bípedos como él –parece conjurado para exterminarlo. El instinto de
supervivencia lo ha hecho integrarse a la horda con la que puede defenderse
mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una sociedad, está
más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara de lo que, al cabo de
los siglos, llamaremos comunidad humana”[9].
En un poema en prosa evoco ese momento al
que se refiere Vargas Llosa, cuando el hombre ya no era un animal, pero
resultaría exagerado llamarlo humano todavía:
“Todas las tardes
a la hora del crepúsculo, cuando en el horizonte se abre la línea que
separa los mundos: la vida y la muerte,
lo finito y lo infinito, lo que palpamos, sentimos, imaginamos, soñamos, y lo
inasible, imperceptible, desconocido, tenebroso, el espacio sin tiempo,donde
finaliza cualquier intuición [abismo de los siglos], me siento a la puerta de
mi casa y espero que el enigma me apodere [invada mi ser] y la nada entre en mi
sangre para recordarme el movimiento de las estrellas, el surgimiento de las
galaxias y planetas, el sol, las aguas de los océanos retirándose para permitir
la vida terrestre, los peces que saltan y se convierten en reptiles, los
reptiles en inmensos y fieros animales que recorren la tierra, los primeros
aullidos de la vida y sus múltiples formas, el día y la noche, los bosques
emergiendo en la desnudez de un planeta nebuloso y luego lenta, pesadamente, un
extraño animal que no vuela, tampoco se arrastra, camina erguido en dos patas
oteando el horizonte bramando un día en los oscuros bosques, en los pantanos, a
la orilla de un bravío mar, al descubrirse con asombro diferente de cuantos
extraños seres veía arrastrándose, corriendo en cuatro patas, volando, y como
ellos hambriento, recogiendo frutos de los árboles, semillas,al acecho de la
hembra, temeroso de animales más fieros: el hombre, la primera y única bestia
que se descubrió a sí misma y a todo lo que le rodeaba, en medio de la infinita
soledad del tiempo”[10].
La innata comprensión de la
menesterosidad y precariedad de nuestra especie explica el que desde los
albores de nuestra presencia en la Tierra nos hayamos asociado para producir
los bienes y servicios requeridos a fin de satisfacer las necesidades vitales
(temor al hambre y la miseria: economía), para mantener el orden en la
comunidad (temor a la violencia de propios y extraños: las formas de
autoridad), para rendir culto a Dios o los dioses (temor ante el misterio de la
vida y la muerte: religión), etc. Ahora bien, la sociabilidad humana por sí
sola, de manera espontánea, como impulso y vocación natural, coexiste con
instintos e impulsos violentos y destructivos, disociadores, antisociales; en
una palabra, somos seres violentos. La desazón que produce la incompletud y que
nos impele hacia la búsqueda del otro y los otros (la gregariedad), no
significa que desaparezca por completo el vacío existencial. Por más que un
hombre ame a una mujer y viceversa, o que se afilie e integre a un grupo, como
individuos no logramos perder totalmente esa condición, en algún momento
sentimos la imposibilidad de fundirnos en el otro, tampoco las actividades que
realicemos para colmar esa angustiosa sensación: trabajando intensamente,
afanándonos día a día para escalar posiciones, amansando dinero, buscando la
fama y el prestigio, dedicados en cuerpo y alma a una causa considerada justa,
entregándonos a un culto religioso, bebiendo alcohol, drogándonos, impiden que
en cualquier instante brote consciente o inconscientemente ese vacío, ese
sentirse solo ante los demás, la sociedad, el universo y puedes aferrarte a
Dios, implorarle, más tampoco podrá obviarse la angustia de estar solo frente a
la inmensidad. Es la dialéctica de la vida humana. No podemos prescindir de
nuestra individualidad por más que quisiéramos fundirnos en otro, en un grupo.
Gregariedad y soledad (aislamiento) forman parte de la complejidad humana.
¡Ah!, la vida, la vida, -este breve tiempo que pasamos en la tierra, - jamás
podremos comprenderla, quizás al final, al instante de la muerte la conciencia
pueda expandirse y entender el misterio de nuestra existencia. Issac,
personaje de la novela “No hay amor en la muerte” de Gustavo Martín Garzo, inspirada
en el relato bíblico de su no consumado sacrificio por parte de su padre
Abraham ordenado por Yahvé expresa:
“¡Qué extraño y
débil era el hombre/rodeado de misterios flotaba en el espacio infinito como
una rama que arrastrara la corriente de un río interminable, ¿sabía por qué
estaba allí, adónde le llevaba aquella corriente?”[11].
El
misterio que nos rodea
El misterio, sí, el misterio del cosmos,
del Planeta, de la vida, de nuestra precaria existencia. La ciencia es incapaz
de dar respuestas satisfactorias, teoría, teorías, puras teorías, afán de la
soberbia antropocéntrica, en el fondo nada sabemos. Nos los dice el sabio
Pascal:
El padre O ‘Dónovan, uno de los
personajes de la novela de Vargas Llosa “El héroe indiscreto”, expresa “No sabemos nada
de lo que hay en nosotros mismos…Los seres humanos, cada persona, somos abismos
llenos de sombras. Algunos hombres, algunas mujeres, tienen una sensibilidad
más intensa que otros, sienten y perciben cosas que a los demás nos pasan
desapercibidas”[2].
Con mayor dramatismo lo dice Mircea
Cätärescu:
“Habría vivido
sin saber que estoy vivo, mi vida habría sido un instante de agitación oscura,
con dolores y placeres y roces y alarmas, y estímulos, lejos del pensamiento y
de la conciencia, en un agujero abyecto, en una mancha ciega, en un olvido
total. “Pero eso soy también eso, soy también eso”, me sorprendí diciendo un
día en voz alta”. Eso es lo que somos todos, ácaros ciegos pululando en nuestra
mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible
de este mundo. Pensamos, tenemos acceso a la estructura lógico-matemática del
mundo, pero seguios viviendo sin conciencia de nosotros mismos y sin comprender
nada, excavando en la piel de Dios. Provocándole tan solo irritación y furia”[3]
Y la vida, sin embargo, es la más
prodigiosa aventura que puede protagonizar el individuo, su propio trayecto
existencial en el breve tiempo del aquí y el ahora, lo demás, los
acontecimientos externos desvinculados de nuestra existencia concreta en el
fondo carecen de importancia, a pesar de que pretendamos otorgarle valor por
sentirnos solidarios con la humanidad. ¿Acaso somos dioses?, ¿puede un hombre o
una mujer cambiar el mundo? Ilusión, utopía, engaño. No pregono el
individualismo, no digo que nos aislemos, me estaría contradiciendo con lo que
he escrito antes, pero tampoco creamos que nuestros actos tengan trascendencia
para el mundo, quizás, para los más próximos. ¡Cuántos pasan sus días, el
irrevocable tiempo, viviendo vidas ajenas!, pendientes de sus hijos, de sus
nietos, de las noticias escabrosas del mundo, de la opinión de los otros,
mirándose en el espejo de los demás, ausentes de sí, y luego mueren ¿y quién
los recuerda y por cuánto tiempo?
¿Qué significa
vivir?
“Inventamos la palabra
vida para designar el hecho misterioso de estar en el mundo/ y la palabra se
nos fue de las manos/ percibo con algo indefinido que me habita/ no es la
razón, ni la intuición, nada parecido/ que la vida nos queda grande / que
estamos condenados a morir/ sin nada saber/ el secreto siempre se escapará/
como este día que demasiado pronto se esfumó/ y se hizo la noche…”.
Sí, la vida, mi vida, la muerte, el
mundo, la naturaleza, el universo, Dios, ¡Qué insondable misterio!, en el fondo
nada sabemos, ni siquiera logramos entendernos a nosotros mismos. Somos
aprendices de brujos, por esa razón: “Algunos buscan el secreto en las estrellas/ en vano esfuerzo intentan
descifrar el mensaje del firmamento/ otros en el fuego/ en las profundidades de
la tierra/ en la fluidez del agua/ en el rayo/ la noche/ la luna/ Nadie sabe
nada/ nadie/ aprendices de brujos/ la esencia se nos escapa…” Según el magnífico poeta W. Blake: “como ve un hombre
así es”. En carta escrita al Dr. Trustler (23 de agosto de
1799), el magnífico poeta le expresa:
“El árbol que
mueve algunos a lágrimas de felicidad, en la Mirada de otros no es más que un
objeto Verde que se interpone en el camino. Algunas personas Ven la Naturaleza
como algo Ridículo y Deforme, pero para ello no dirijo mi discurso y aún
algunos pocos no ven en la naturaleza algo especial. Pero para los ojos de la
persona de imaginación, la Naturaleza es imaginación misma. Así como un hombre
es, ve. Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan
establecidas” (http://www.imaginaria.org/william.htm).
El poeta que me habita es un vidente:
“Todo se reduce a
los ojos y su visión/hay quien ve el lado oscuro y tenebroso de la vida/el
cómico y pueril/el superficial/ lo profundo/y quien no ve/no ha podido salir de
su capullo/ su imagen lo enceguece/ hay quien vislumbra la eternidad/ y sin
reposo quiere ver el rostro de Dios/y aquellos que perciben la totalidad de las
cosas/ los pequeños detalles/ y los que miran simplemente/ los ciegos de alma/
el poeta es un vidente/y lo que descubren sus ojos es anterior a la palabra/y
la palabra es intento/siempre fallido/ de nombrar lo innombrable…”
[1] Blaise Pascal. Pensamientos.Ediciones Rialp, S.A,
2014.
[3] Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017
[1] Manuel Dominguez Rodrigo. El origen de la atracción
sexual. Editorial Akal, 2004.
[3] Coetzee. Los días de Jesús en la escuela. Literatura
Random House, 2017,
[4] Fernando Pessoa. El libro del desasosiego. Acantilado,
2013.
[5] Gabriel García Márquez. Memorias de mis putas tristes.
Debolsillo, 2009.
[6] Alvaro Mutis. Empresas y tribulaciones de Maqroll El
Gaviero. Debolsillo, 2007,
[8][8] Luis Landeira. Grandes Misántropos. Disponible en http://www.jotdown.es/2014/05/grandes-misantropos.
[9] Mario Vargas Llosa. Viaje a la ficción. Alfaguara,
2008.
[10] Henrique Meier. Viaje hacia las sombras. Editorial
Hojas Sueltas, Caracas, 1983.
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