El impulso asociativo, sus bases atropológicas: la incompletud y la menesterosidad




El impulso asociativo, sus bases atropológicas: la incompletud y la menesterosidad

Henrique Meier

 El centro biosíquico que somos no es un ente cerrado sino abierto, una unidad incompleta, nacemos con una suerte de vacío existencial que sólo puede llenarlo el otro y los otros (“la incompletud”). Esa condición “natural”, -reitero esa idea elemental-, se manifiesta en el imperativo biosíquico a buscar en el otro, el distinto, el complemento a ese vacío, a ese profundo hueco psíquico, existencial (que provoca angustia, insatisfacción, sentirse vacío, conlleva a pensar que la existencia no tiene sentido), origen de la mutua atracción de la “otredad”: el varón respecto de la hembra, y viceversa. Cuando se consuma esa atracción biosíquica compartida se logra el complemento a ese algo que falta, a esa insatisfacción que provoca el sentimiento de soledad y aislamiento que todo individuo trae al nacer, y que comienza a aflorar en la adolescencia, etapa de la vida signada por el descubrimiento de la fuerza del impulso sexual, del deseo incontrolable de colmar la imperiosa necesidad del coito o acoplamiento, del estado de tristeza causado por la masturbación o el llamado “vicio del solitario”, en particular en el varón que no logra, a esa edad, la conquista de la hembra para aliviar esa necesidad primaria.

“¡Quién no se ha sentido alguna vez subyugado al irresistible impulso de atracción que ciertas personas de epigamia notable, generalmente miembros del sexo opuesto generan en nosotros!”- exclama Manuel Domínguez Rodrigo- en su polémica obra “El origen de la atracción sexual”:

“¿Quiénes de los que han intentado racionalizar tan sorprendente impulso no se han encontrado confusos a la hora de aprehender los entresijos y desencadenantes de semejante proceso? El ser humano es la única entidad biológica de este planeta que disfruta de una conducta reproductora basada en un modo de atracción entre ambos sexos regulado por ciertos rasgos y proporciones físicas que no se encuentran sujetos a los ciclos de temporalidad como ocurre con la mayoría de las especies animales. Esto se conoce como sistema de atracción epigámica, es decir, en nuestra especie nos sentimos atraídos los unos a los otros porque nos encontramos físicamente atractivos. Al no tener que estar sujetos a los períodos cíclicos de emisión de tumefacciones olorosas, según marca la química hormonal de los ciclos de estro que regulan la conducta reproductora de buena parte de los mamíferos, nosotros disfrutamos también de una característica novedosa en el ámbito animal: instigados por un modo de atracción físico permanente, podemos aparearnos constantemente, y no sólo podemos, sino que lo deseamos de manera continua. Esto nos convierte aún más en un organismo excepcional[1].

Luc Ferry considera que la idea, el concepto de Eros, se halla en lo esencial en la obra de Platón y que Freud no hará sino repetirlo veintitrés siglos más tarde:

“El deseo sexual, exaltado por la pasión amorosa es carencia. Apela a la consumición del otro. Una vez satisfecho, se hunde en la nada saciada, hasta que vuelve a empezar sin más fin último que la muerte misma. La palabra alemana que utiliza Freud para designar eros encierra esta contradicción, que es de toda vida biológica: Lust, a un tiempo deseo y placer, carencia y satisfacción, porque lo uno no podría existir sin lo otro”[2].

La atracción sexual entre hombre y mujer, varón y hembra, no se basa sólo en la biología, aunque la “ideología de género” en boga y en proceso de convertirse en un nuevo totalitarismo ideológico, niegue la diferencia esencial, natural, entre hombre y mujer (por esa razón, de llegar a publicarse este ensayo podría correr riesgo de asesinato moral y hasta físico). Esa diferencia, no soy experto en el tema, lo digo por mi experiencia, es también psíquica; diría entonces que el hombre y la mujer son seres biosíquicamente distintos, y hasta opuestos. La mayor y mejor demostración de ese aserto la encontramos en el arte: la historia de la poesía, la pintura, la música, la narrativa, abunda en obras que exaltan la pasión amorosa del hombre por la mujer, por ejemplo, estos versos de Luis de Góngora (1561-1627)  que integran sus “Romances”:

“Amadores desdichados, Que seguís milicia tal, Decídme ¿qué buena guía podéis de un ciego sacar?, De un pájaro ¿Qué firmeza?, ¿Qué esperanza de un rapaz?, ¿Qué galardón de un desnudo?, De un tirano ¿qué piedad? Dejadme en paz, Amor tirano. Déjadme en paz. Diez años desperdicié. Los mejores de mi edad, En ser labrador de Amor. A costa de mi caudal. Como aré y sembré, cogí; Aré un alterado mar, Sembré una estéril arena. Cogí vergüenza y afán. Dejádme en paz, Amor tirano, Dejádme en paz. Una torre fabriqué Del viento en la raridad, Mayor que la de Nembrot, Y de confusión igual. Gloria llamaba a la pena, A la cárcel libertad, Miel dulce al amargo acíbar, Principio al fin, bien al mal, Dejádme en paz Amor tirano, Dejádme en paz”.

Y este otro de Garcilaso de la Vega (1503-1536):

“¿Dó están agora aquellos claros ojos que llevaban tras sí como colgada mi ánima por doquier que se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada, llena de vencimientos y despojos que de mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían con gran desprecio el oro como a menor tesoro, ¿dónde están?, ¿Adónde el blanco pecho?
¿Dó la columna que al dorado techo con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra, por desventura mía, en la fría, dura y desierta tierra. ¿Quién me dixera, Elisa, vida mía, cuando en aqueste valle al fresco viento andábamos cogiendo tiernas flores, que había de ver con largo apartamiento venir el triste y solitario día que diese amargo fin a mis amores?”.

Y viceversa, la atracción que ejerce el hombre sobre la mujer, tan bien expresada en estos versos de la excelsa poetisa Gabriela Mistral (1889-1957):

“Hay besos que producen desvaríos de amorosa pasión ardiente y loca, tú los conoces bien son besos míos inventados por mí para tu boca. Besos de llama que en rastro impreso llevan los surcos de amor vedado, besos de tempestad, salvajes besos que sólo nuestros labios han probado. ¿Te acuerdas del primero…? Indefinible; cubrió tu faz de cárdenos sonrojos y en los espasmos de emoción terrible, llenándose de lágrimas tus ojos…Yo te enseñé a besar: los besos fríos son de impasible corazón de roca, yo te enseñé a besar con besos míos inventados por mí, para tu boca”.

Y estos de Carmen Conde (1907-1996):

“Te regalaría un collar de islas, un sistema nervioso de horizontes. ¡Me abriría para ti, todas las mañanas en tus labios! Yo soy más fuerte que tú, porque me apoyo en ti. ¡Asómate a mí, que soy una torre! ¡Asómate a mí: soy aquella palmera de tu huerto, que latíacontigo!
¡Echa al aire mis campanas y mis palmas!
Yo soy tu panorama”.


Bien lo expresa Coetzee:

“Un hombre sale al mundo y lo recorre en busca de la respuesta a su única y enorme pregunta, ¿Qué es lo que me hace falta? Y un día, si tiene suerte, encuentra la respuesta: la mujer. Hombre y mujer van juntos, son una misma cosa, recurramos a esa expresión, y de esa misma mismisidad, en su unión sale una criatura”[3].

Porque la mujer para el hombre es la esperanza, la esperanza del amor sexual, la esperanza de una compañera de vida, la esperanza de superar la soledad de un dormitorio vacío, la esperanza de despertar de un sueño atroz y abrazar el cuerpo tibio de la amada, la esperanza de compartir día a día las alegrías y tristezas, los triunfos y derrotas, la esperanza de compartir el inexorable paso del tiempo, la esperanza de formar una familia y trascender en los hijos. Esa fuerza, energía biosíquica en que consiste la atracción sexual, es quizás una de las motivaciones (conjuntamente con la codicia, el poder, la fama, el altruismo) que explica en los humanos actos heroicos, sacrificios, engaños, suicidios, homicidios; no es como en los animales un mero instinto irreflexivo articulado a la preservación de la especie. Los animales sienten, perciben, sus instintos les permiten ubicarse en el espacio, pero no piensan como nosotros, carecen de vida psicológica, mental. En cambio, los humanos somos animales simbólicos (Savater): las ideas, creencias, sentimientos, emociones conforman la dimensión espiritual e intelectual que nos da especificidad respecto del resto de los individuos que conforman las especies vivas del planeta. Conocemos, razonamos, creamos. No estamos predeterminados, reitero, por un código biológico inexorable. Uno de nuestros rasgos como especie es la “indeterminación”, base psicológica de la libertad o capacidad de elegir, no obstante, los factores medioambientales que condicionan el mayor o menor libre albedrío. Vivimos entre la naturaleza y la cultura. De modo que la unión que integra la pareja no es sólo unión entre macho y hembra con fines reproductores, es mucho más que eso. Es unión entre personas diferentes, hombre y mujer, que se necesitan también por razones emotivas, sentimentales, espirituales y culturales. Y aunque en nombre de una pretendida autonomía absoluta del individuo se glorifique la soledad y el rechazo al compromiso con el otro y la defensa de un espacio privado inmune a cualquier injerencia extraña, la experiencia demuestra que ese estilo de vida produce depresiones, tristezas, sentimiento de abandono, de estar a la deriva.

No pocos asumen la soledad por desconfianza y temor al encuentro con el otro, o por traumas derivados de fracasos afectivos. Lo cierto es que la naturaleza social, gregaria, de la especie humana, es una característica antropológica que trasciende a todas las culturas y sociedades. Y la primaria manifestación de ese impulso es la irresistible atracción entre los polos sexuales y psicológicos: el hombre y la mujer. No estamos diseñados para afrontar la vida consciente como individuos solos y aislados. Al unirse hombre y mujer se produce un ser completo, la pareja, y así se crea la primera y básica forma de asociación y cooperación. De la pareja surge la descendencia y con ella se genera la célula fundamental de la sociedad, la primaria modalidad de comunidad: la familia. Ese elemento antropológico reforzado por la cultura no significa que la totalidad del género humano participe consciente o inconscientemente del impulso gregario. Hay excepciones: los solitarios, anacoretas, misóginos. Fernando Pessoa, magnífico poeta portugués, confiesa su rechazo a cualquier tipo de relación con los otros:

“Esta es mi moral, o mi metafísica o yo. Transeúnte de todo –hasta de mi propia alma -, no pertenezco a nada, no soy nada –centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído que siente orientado hacia la variedad del mundo. Con esto no sé si soy feliz; y tampoco me importa. Colaborar, unirse, actuar junto a otros, es un impulso metafísicamente mórbido. El alma que le es dada al individuo no debe ser prestada a sus relaciones con los otros. El hecho divino de existir no debe ser entregado al hecho satánico de coexistir. Al actuar junto a otros pierdo, al menos, una cosa –el actuar solo. Cuando me entrego, aunque parezca que me expando, me limito. Convivir es morir. Para mí, sólo mi autoconciencia es real; los otros son fenómenos inciertos en esa conciencia, a los que resultaría mórbido prestar una realidad muy verdadera…Desperdiciamos nuestra personalidad en orgías de coexistencia[4].

El poeta misántropo nació y vivió porque un hombre y una mujer, sus padres, se acoplaron por esa irresistible atracción de los diferentes. Y aunque rechace toda compañía y diga que “convivir es morir”, la sociedad de su tiempo le enseñó los medios para comunicar sus escépticos versos: el pensamiento, el habla, la lectura y la escritura.  En mi caso, he buscado en la mujer la complementación para aliviar el vacío existencial de la incompletud. Desde niño, así lo confieso en este limitado esfuerzo por recapitular mi vida, me han enloquecido las hembras. Para mí la vida sería insípida, inodora, incolora como el agua, si no estuviera presente en ella el más fabuloso y genial invento de Dios: la mujer. En el Paris de los años 70 vi unas cuantas veces el memorable film “Y Dios creó la mujer” (1956), protagonizado por esa escultural hembra como lo fue Brigitte Bardot, tenía 19 años (dirigido por Roger Vadim, quien al parecer disfrutó de la exquisita Brigitte, al igual que de otra hembra de la cinematografía: Jean Fonda) en la Cinemateca de la Cité Universitaire, Boulevard Jourdan, oía el jadeo de algunos obsesos masturbándose en la oscuridad mirando las imágenes de la Bardot, hoy,-los inevitables-, estragos del tiempo, una anciana arrugada, ni sombra de aquella belleza. Ese film me inspiró estas pendejas palabras escritas en 1971:

¡Ah la mujer!, “nadie prueba impunemente las aguas ocultas de la mujer”, dijo Jehová al primer Hombre, no le bastó a Adán disfrutar las delicias del Paraíso terrenal, la armonía entre Él y la naturaleza, la ausencia de angustias, miedos, desasosiegos, no necesitar ganarse el pan nuestro de cada día con el sudor de su frente, no padecer enfermedades, ni el deterioro de la vejez, ni la muerte. Y Adán, luego de probar la inigualable dulzura de la primera Hembra, reclamó a Jehová “La culpa es tuya ¡Oh mi Dios!, sin consultarme tomaste mi costilla mientras dormía, me diste por compañera a este ángel demoníaco, Eva”. ¿Cómo pretendía el Creador del universo prohibir a esta pobre criatura hecha de barro, que no gustara de la manzana de la perdición? Adán fue expulsado del Edén y para siempre perdió su cordura en los brazos de la mujer, pobre animal erótico y vacilante, el hombre inútilmente busca escapar a su destino: poder, dinero, fama, ¡Qué cosas tan vanas y perecederas! Quien ha bebido, y con creces, del profundo misterio de la mujer, ya no tiene consuelo posible, agua que no sacia, sólo en la vejez, con la pérdida de la fuerza vital para penetrar el secreto, ese animal erótico que somos los hombres, se resigna y mal. Nostálgico sediento, vive sus últimos días el desconsuelo del recuerdo”.

Mimnermo (Mimnermo de Colofón, poeta y músico griego de finales del siglo VII a. C. Fue un contemporáneo de Solón, unos años más joven que éste), uno de los más grandes poetas elegíacos de su tiempo, y de todos los tiempos, el primer poeta verdaderamente triste de Occidente, expresó esta cruda realidad de la vejez del hombre:

¿Qué vida puede haber o qué alegría
sin la dorada Afrodita? Antes prefiero morir
que despertar sin un amor en el corazón,
con los dulces placeres de la miel y las flores de la juventud,
recogidas con prisa, extendidas sobre el lecho.
Con rapidez presurosa se presenta la senectud
dolorosa, que hace amargo al hombre y desagradable;
el alma se consume con pensamientos tristes
y la dicha inefable de palpar la luz desaparece
y se vuelve odioso a los otros hombres y es humillado
por las mujeres. Así de espantosa es la vejez…Cuando el verdor de los años se ha marchitado ya, la vejez decrépita, seca y sin hojas, va haciendo su camino sobre sus tres pies, sin más fuerzas que un niño, y arrastrándose con incierto paso a modo de un sueño que anduviese vagando en pleno día”.
      Asocio ese desconsuelo del recuerdo con la novela de Gabriel García Márquez “Memoria de mis putas tristes” (2004), historia de un longevo periodista que, al cumplir los 90, decide celebrar su aniversario con una adolescente virgen de 14 años. Para hacer realidad ese despropósito erótico (¿Cómo un hombre de 90 años puede desvirgar a una adolescente de 14?, su miembro flácido, sin fuerzas, carece de la potencia para romper un himen, por más que fuere del tipo “complaciente”), el anciano visita a una cabrona conocida desde su época de putañero, Rosa Cabarcas (Cabarcas, de cabrona) dueña de un prostíbulo que frecuentó durante muchos años. A los pocos días, Rosa consigue a la muchacha. En el primer encuentro, Delgadina (el nombre alude a una adolescente delgada, el autor remarca su frágil condición, víctima de la situación de pobreza y abandono que le permite a la cabrona “hacerse de sus servicios”) es sedada por la celestina, para que pierda el miedo del encuentro con un hombre 76 años mayor que ella, que podría ser su bisabuelo. El anciano la halla dormida y se dedica a contemplarla. Así, el relato quiebra la secuencia “lógica” de un aparejamiento que lucía imposible, el lector masculino es sorprendido. La extraña relación se prolonga durante un año y le hará recordar al anciano su pasado, su carrera de periodista, el amor a la música, los libros preferidos y su inclinación por las mujeres públicas. Asimismo, su estado amoroso senil hará que se desviva para halagar a la virgen adolescente. Esos recuerdos, motivaciones y el cariño que le despierta Delgadina le darán sentido al final de su existencia para enfrentar lo inevitable. La obra aborda pues el peculiar amor de un anciano. A cierta edad, el vigor se extingue, no así la emoción en el corazón. Al buscar una relación con una hembra joven, el anciano descubre que el amor no se limita al coito, como la mayoría de los hombres creen, sino que puede expresarse en forma sustitutiva por medio de las caricias, la contemplación y el silencio: la dimensión espiritual del amor. Freud diría “sublimación” del deseo carnal. Por medio de ese personaje “El Gabo” quiere reivindicar, frente a la creciente mecanización de las relaciones sexuales (el sexo masculino restringido a sus aspectos físico-hormonales: erección, lubricación, penetración y eyaculación) el ámbito romántico de la belleza irresistible del otro, es decir, la magnificencia de la vida misma. Dice el longevo periodista: "Aquella noche, descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor"[5]. La fascinación por la querida conmueve al hombre mayor, lo llena de fantasías y le permite ocultar el temor a la muerte, así como enfrentar la decrepitud.

 He aquí a otro excelente escritor colombiano, Álvaro Mutis, y su elogio a la mujer:

Cuando le mentimos a una mujer volvemos a ser como el niño desvalido que no tiene asidero en su desamparo. La mujer, como las plantas, como las tempestades de la selva, como el fragor de las aguas, se nutre de los más oscuros designios celestes. Es mejor saberlo desde temprano. De lo contrario nos esperan sorpresas desoladoras. Un golpe de cuchillo en el cuerpo de alguien que duerme. Los escuetos labios de la herida que no sangra. El vértigo, el estertor, la quietud final. Así, ciertas certezas que nos asesta la vida, la indescifrable, la certera, la errática e indiferente vida. Hay que pagar ciertas cosas, otras simples se quedan debiendo. Eso creemos. En el “hay que” se esconde la trampa. Vamos pagando y vamos debiendo y muchas veces ni siquiera lo sabemos. Los gavilanes que gritan sobre los precipicios y giran buscando su presa son la única imagen que se me ocurre para evocar a los hombres que juzgan, legalizan y gobiernan. Malditos sean. Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran, la tarea bastarda que ninguna bestia será capaz de cumplir. Necedad de profetas y de charlatanes agoreros. Mala calaña y, sin embargo, tan escuchada y solicitada. Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se quiera abordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan exclusivamente a sus dominios. Un cuerpo de mujer sobre el que corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran frutos rojos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a repetirse”[6].

La admiración de Faulkner por boca de uno de sus personajes: y es que las mujeres son maravillosas,- pensó,- ya que en realidad no importa lo que quieran ni incluso si saben qué es lo que creen querer”[7].

No somos “autosuficientes”, nuestra “incompletud” nos impele a buscar en los otros la complementariedad a ese vacío psíquico, pues la soledad, el aislamiento, no es la condición natural de los humanos, como no lo es la de las diversas especies que conforman el reino animal. ¿Por qué Tom Hank en el film “El Náufrago” (2000), versión moderna de la novela “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe (1719), pinta con su sangre un rostro en el balón marca “Wilson” que el mar arrojó a la playa de la desierta isla cuando el avión que lo transportaba cayó al mar? El protagonista del film habla con esa cosa, la llama Wilson, y llora cuando la pierde al iniciar su incierto viaje en la improvisada balsa para abandonar la isla en la que temía morir solo, sin volver a ver un rostro humano, escuchar su voz, interaccionar. Somos gregarios por naturaleza, la vida de cada individuo es impensable fuera de un ámbito social, a excepción de los anacoretas. Sin embargo, en el marco cultural del Internet y las redes sociales se afirma que las sociedades occidentales se están transformando en “sociedades de anacoretas”, de individuos aislados:

 Somos legión los que vivimos aislados en cuevas de hormigón, -expresa Luis Landeira - esquivando a nuestros desconocidos vecinos como si tuvieran la peste bubónica e interactuando con el prójimo a través de maquinitas, sin rozarlo salvo para la cosa sexual y a veces ni eso. Y los comportamientos insociables son más extremos cuanto más sofisticada es la sociedad en cuestión. En Japón, por ejemplo, brotan como sesitas, los hikikomoris modernos anacoretas que solo se comunican con el mundo exterior a través del ordenador, los videojuegos on line y otros inventos. En Occidente tampoco somos mancos y desde que las redes sociales son los nuevos bares, poco nos falta para ser autistas. También los guionistas de la tele, de ahí la proliferación de personajes de ficción tan bordes como Sheldon Cooper (The Big Bang Theory), Rust Cohle (True Detective) o Bender Bending Rodríguez (Futurama). Personajes que pese a su presunta misantropía (o precisamente por ella) nos caen muy simpáticos[8]. 

Ese rasgo de la sociedad tecnológica de nuestro tiempo no significa, por ningún respecto, que los humanos ya no seamos gregarios, pues, aunque la interacción personal, íntima, cara a cara, haya comenzado a ser sustituida en determinadas sociedades por la interacción impersonal, mediada por las redes virtuales, no obstante, sigue siendo interacción. Además, de la incompletud, la gregariedad deriva de la menesterosidad: el reconocimiento de que como individuos aislados no somos capaces de satisfacer nuestras necesidades vitales fundamentales, origen de las diversas y progresivas formas de asociación y cooperación que se concretan en la comunidad o sociedad de que se trate: banda, tribu, horda, clan, familia patriarcal, polis, feudo, sociedad estamental, sociedad de castas, sociedad policlasista, etc. No creo que las primeras formas de cooperación hayan sido objeto de un proceso de racionalización, sino, más bien, el resultado del impulso de sobrevivencia: la unión instintiva de los parecidos o semejantes en el “nosotros” o la identidad primaria de un grupo (el habla común, el color de la piel, los rasgos fisonómicos, los mitos fundacionales, dioses comunes, etc.) frente a los otros, los extraños (animales fieros, grupos humanos hostiles).

Me remonto a los primeros tiempos de los humanos y en una suerte de visión retrospectiva veo a esos hombres y mujeres que apenas han recién evolucionado del homínido emitiendo gruñidos, antes de la génesis del “homo loquax” (el hombre que habla), recorriendo en grupos vastos territorios para recolectar frutos y semillas, y arrancar plantas para satisfacer el hambre, y luego acechando animales para darles muerte utilizando  una piedra filosa: el “hacha de mano” (el Paleolítico), tal vez el primer instrumento de trabajo y de violencia, que nos convertiría en el “homo Faber” (el hombre que trabaja), la única especie capaz de crear medios artificiales para transformar la naturaleza, y transformarse a sí misma, utilizando los recursos proporcionados por el medio natural. Ese ejercicio de imaginación retrospectiva acerca del origen del hombre lo expresa magistralmente Mario Vargas Llosa en su ensayo “El viaje a la ficción” (2008), a propósito de la obra de ese otro magnífico escritor hispanoamericano Juan Carlos Onetti. El laureado escritor nos invita a retroceder a un mundo tan antiguo que la ciencia no llega a él y la que dice que llega no nos convence, ya que sus tesis y conjeturas parecen tan aleatorias y evanescentes como la fantasía y la ficción:

“Se diría que el tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su trayectoria aún no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la conciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e incluso de la muerte, a tal extremo se hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el antes y el después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de sobrevivir en esa inmensidad que los circunda que sólo el ahora, el instante mismo en que se está, consume su existencia. El hombre ya no es un animal, pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía. Está erecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzado a emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompañados de una gesticulación y unas muecas que son las bases elementales de una comunicación con la horda de la que forma parte y que ha surgido gracias a ese instinto animal que, por el momento, le enseña lo más importante que necesita saber: qué es imprescindible para poder sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros que le rodean en este mundo donde todo –la fiera, el rayo, el agua, la sequía, la serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros bípedos como él –parece conjurado para exterminarlo. El instinto de supervivencia lo ha hecho integrarse a la horda con la que puede defenderse mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara de lo que, al cabo de los siglos, llamaremos comunidad humana”[9].

En un poema en prosa evoco ese momento al que se refiere Vargas Llosa, cuando el hombre ya no era un animal, pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía:

“Todas las tardes a la hora del crepúsculo, cuando en el horizonte se abre la línea que separa  los mundos: la vida y la muerte, lo finito y lo infinito, lo que palpamos, sentimos, imaginamos, soñamos, y lo inasible, imperceptible, desconocido, tenebroso, el espacio sin tiempo,donde finaliza cualquier intuición [abismo de los siglos], me siento a la puerta de mi casa y espero que el enigma me apodere [invada mi ser] y la nada entre en mi sangre para recordarme el movimiento de las estrellas, el surgimiento de las galaxias y planetas, el sol, las aguas de los océanos retirándose para permitir la vida terrestre, los peces que saltan y se convierten en reptiles, los reptiles en inmensos y fieros animales que recorren la tierra, los primeros aullidos de la vida y sus múltiples formas, el día y la noche, los bosques emergiendo en la desnudez de un planeta nebuloso y luego lenta, pesadamente, un extraño animal que no vuela, tampoco se arrastra, camina erguido en dos patas oteando el horizonte bramando un día en los oscuros bosques, en los pantanos, a la orilla de un bravío mar, al descubrirse con asombro diferente de cuantos extraños seres veía arrastrándose, corriendo en cuatro patas, volando, y como ellos hambriento, recogiendo frutos de los árboles, semillas,al acecho de la hembra, temeroso de animales más fieros: el hombre, la primera y única bestia que se descubrió a sí misma y a todo lo que le rodeaba, en medio de la infinita soledad del tiempo[10].

La innata comprensión de la menesterosidad y precariedad de nuestra especie explica el que desde los albores de nuestra presencia en la Tierra nos hayamos asociado para producir los bienes y servicios requeridos a fin de satisfacer las necesidades vitales (temor al hambre y la miseria: economía), para mantener el orden en la comunidad (temor a la violencia de propios y extraños: las formas de autoridad), para rendir culto a Dios o los dioses (temor ante el misterio de la vida y la muerte: religión), etc. Ahora bien, la sociabilidad humana por sí sola, de manera espontánea, como impulso y vocación natural, coexiste con instintos e impulsos violentos y destructivos, disociadores, antisociales; en una palabra, somos seres violentos. La desazón que produce la incompletud y que nos impele hacia la búsqueda del otro y los otros (la gregariedad), no significa que desaparezca por completo el vacío existencial. Por más que un hombre ame a una mujer y viceversa, o que se afilie e integre a un grupo, como individuos no logramos perder totalmente esa condición, en algún momento sentimos la imposibilidad de fundirnos en el otro, tampoco las actividades que realicemos para colmar esa angustiosa sensación: trabajando intensamente, afanándonos día a día para escalar posiciones, amansando dinero, buscando la fama y el prestigio, dedicados en cuerpo y alma a una causa considerada justa, entregándonos a un culto religioso, bebiendo alcohol, drogándonos, impiden que en cualquier instante brote consciente o inconscientemente ese vacío, ese sentirse solo ante los demás, la sociedad, el universo y puedes aferrarte a Dios, implorarle, más tampoco podrá obviarse la angustia de estar solo frente a la inmensidad. Es la dialéctica de la vida humana. No podemos prescindir de nuestra individualidad por más que quisiéramos fundirnos en otro, en un grupo. Gregariedad y soledad (aislamiento) forman parte de la complejidad humana. ¡Ah!, la vida, la vida, -este breve tiempo que pasamos en la tierra, - jamás podremos comprenderla, quizás al final, al instante de la muerte la conciencia pueda expandirse y entender el misterio de nuestra existencia. Issac, personaje de la novela “No hay amor en la muerte” de Gustavo Martín Garzo, inspirada en el relato bíblico de su no consumado sacrificio por parte de su padre Abraham ordenado por Yahvé expresa:

“¡Qué extraño y débil era el hombre/rodeado de misterios flotaba en el espacio infinito como una rama que arrastrara la corriente de un río interminable, ¿sabía por qué estaba allí, adónde le llevaba aquella corriente?”[11].

 El misterio que nos rodea

El misterio, sí, el misterio del cosmos, del Planeta, de la vida, de nuestra precaria existencia. La ciencia es incapaz de dar respuestas satisfactorias, teoría, teorías, puras teorías, afán de la soberbia antropocéntrica, en el fondo nada sabemos. Nos los dice el sabio Pascal:

“El silencio eterno de estos espacios infinitos me atemoriza. Es horrible sentir que todo lo que poseemos se nos escapa. Entre nosotros y el cielo o el infierno sólo hay vida, que es la cosa más frágil del mundo. El último acto es trágico, por muy feliz que sea el resto de la obra; al final arrojan un poco de tierra sobre nuestras cabezas, y este es el final definitivo. Navegamos en una vasta esfera, siempre a la deriva y en la incertidumbre, empujados de un extremo a otro.Cuando pensamos en atarnos a cualquier punto, sse tambalea y nos abandona; y si los seguimos se nos escapa de las manos, se escabulla y desaparece para simpre. Nada se queda a nuestro lado. Ésta es nuetra condición natural y, sin ambargo, es completamente opuesta a nuestras inclinaciones; ardemos de deseos de encontrar un terreno firme y una base definitiva y segura sobre la que construir una torre que llegue hasta el Infinito. Pero nuestros fundamentos se agrietan, y la tierra se abre hacia el abismo”[1].

El padre O ‘Dónovan, uno de los personajes de la novela de Vargas Llosa “El héroe indiscreto”, expresaNo sabemos nada de lo que hay en nosotros mismos…Los seres humanos, cada persona, somos abismos llenos de sombras. Algunos hombres, algunas mujeres, tienen una sensibilidad más intensa que otros, sienten y perciben cosas que a los demás nos pasan desapercibidas”[2].

Con mayor dramatismo lo dice Mircea Cätärescu:

“Habría vivido sin saber que estoy vivo, mi vida habría sido un instante de agitación oscura, con dolores y placeres y roces y alarmas, y estímulos, lejos del pensamiento y de la conciencia, en un agujero abyecto, en una mancha ciega, en un olvido total. “Pero eso soy también eso, soy también eso”, me sorprendí diciendo un día en voz alta”. Eso es lo que somos todos, ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido, irracional, en el callejón horrible de este mundo. Pensamos, tenemos acceso a la estructura lógico-matemática del mundo, pero seguios viviendo sin conciencia de nosotros mismos y sin comprender nada, excavando en la piel de Dios. Provocándole tan solo irritación y furia”[3]

Y la vida, sin embargo, es la más prodigiosa aventura que puede protagonizar el individuo, su propio trayecto existencial en el breve tiempo del aquí y el ahora, lo demás, los acontecimientos externos desvinculados de nuestra existencia concreta en el fondo carecen de importancia, a pesar de que pretendamos otorgarle valor por sentirnos solidarios con la humanidad. ¿Acaso somos dioses?, ¿puede un hombre o una mujer cambiar el mundo? Ilusión, utopía, engaño. No pregono el individualismo, no digo que nos aislemos, me estaría contradiciendo con lo que he escrito antes, pero tampoco creamos que nuestros actos tengan trascendencia para el mundo, quizás, para los más próximos. ¡Cuántos pasan sus días, el irrevocable tiempo, viviendo vidas ajenas!, pendientes de sus hijos, de sus nietos, de las noticias escabrosas del mundo, de la opinión de los otros, mirándose en el espejo de los demás, ausentes de sí, y luego mueren ¿y quién los recuerda y por cuánto tiempo?

¿Qué significa vivir?

“Inventamos la palabra vida para designar el hecho misterioso de estar en el mundo/ y la palabra se nos fue de las manos/ percibo con algo indefinido que me habita/ no es la razón, ni la intuición, nada parecido/ que la vida nos queda grande / que estamos condenados a morir/ sin nada saber/ el secreto siempre se escapará/ como este día que demasiado pronto se esfumó/ y se hizo la noche…”.

Sí, la vida, mi vida, la muerte, el mundo, la naturaleza, el universo, Dios, ¡Qué insondable misterio!, en el fondo nada sabemos, ni siquiera logramos entendernos a nosotros mismos. Somos aprendices de brujos, por esa razón: Algunos buscan el secreto en las estrellas/ en vano esfuerzo intentan descifrar el mensaje del firmamento/ otros en el fuego/ en las profundidades de la tierra/ en la fluidez del agua/ en el rayo/ la noche/ la luna/ Nadie sabe nada/ nadie/ aprendices de brujos/ la esencia se nos escapa…” Según el magnífico poeta W. Blake:como ve un hombre así es”. En carta escrita al Dr. Trustler (23 de agosto de 1799), el magnífico poeta le expresa:

“El árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad, en la Mirada de otros no es más que un objeto Verde que se interpone en el camino. Algunas personas Ven la Naturaleza como algo Ridículo y Deforme, pero para ello no dirijo mi discurso y aún algunos pocos no ven en la naturaleza algo especial. Pero para los ojos de la persona de imaginación, la Naturaleza es imaginación misma. Así como un hombre es, ve. Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas” (http://www.imaginaria.org/william.htm).

El poeta que me habita es un vidente:

“Todo se reduce a los ojos y su visión/hay quien ve el lado oscuro y tenebroso de la vida/el cómico y pueril/el superficial/ lo profundo/y quien no ve/no ha podido salir de su capullo/ su imagen lo enceguece/ hay quien vislumbra la eternidad/ y sin reposo quiere ver el rostro de Dios/y aquellos que perciben la totalidad de las cosas/ los pequeños detalles/ y los que miran simplemente/ los ciegos de alma/ el poeta es un vidente/y lo que descubren sus ojos es anterior a la palabra/y la palabra es intento/siempre fallido/ de nombrar lo innombrable…”



[1] Blaise Pascal. Pensamientos.Ediciones Rialp, S.A, 2014.
[2] Mario Vargas Llosa. El héroe indiscreto. DEBOLSILLO, 2015.
[3] Mircea Cätärescu. Solenoide. IMPEDIMENTA, 2017




[1] Manuel Dominguez Rodrigo. El origen de la atracción sexual. Editorial Akal, 2004.
[2][2] Luc Ferry. Sobre el amor. Una filosofía para el siglo XXI. Paidós, 2013.
[3] Coetzee. Los días de Jesús en la escuela. Literatura Random House, 2017,
[4] Fernando Pessoa. El libro del desasosiego. Acantilado, 2013.
[5] Gabriel García Márquez. Memorias de mis putas tristes. Debolsillo, 2009.
[6] Alvaro Mutis. Empresas y tribulaciones de Maqroll El Gaviero. Debolsillo, 2007,
[7] Faulkner. La mansión.
[8][8] Luis Landeira. Grandes Misántropos. Disponible en http://www.jotdown.es/2014/05/grandes-misantropos.
[9] Mario Vargas Llosa. Viaje a la ficción. Alfaguara, 2008.
[10] Henrique Meier. Viaje hacia las sombras. Editorial Hojas Sueltas, Caracas, 1983.
[11] Gustavo Martín Garza. No hay amor en la muerte. Ediciones Destino. Editorial Planeta, 2017.

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