Crónica de unos días en el fabuloso Amazonas
(Extracto del libro inédito “La tierra mítica de mi infancia. Henrique
Meier)
En una excursión hacia
las nacientes del Río mítico de mi infancia (Río san Esteban, Estado Carabobo)
tuve la suerte de observar a una enorme danta o tapir, bello y pacífico animal
mamífero que salía del agua y se internaba en la montaña. La segunda vez que vi
uno fue en 1981, en unas vacaciones en el Estado Amazonas. A la época era el
titular de la Consultoría Jurídica del Ministerio del Ambiente y de los
Recursos Naturales Renovables. Pasé una semana en la selva con mi hijo mayor Eduardo Enrique, de 8 años
en ese tiempo. Desde Puerto Ayacucho fuimos a un campamento de hidrología de ese
Ministerio ubicado en el poblado de San Carlos de Río Negro, en la frontera con
Brasil y Colombia. Viajamos a bordo de una avionetica de un solo motor (una
“tarita”) piloteada por un loco apodado “Cigarrón” (Rómulo Ordoñez), quien,
apenas comenzamos a sobrevolar el majestuoso Orinoco y la inmensa selva
amazónica (un océano verde), apagó el motor ante mi desconcierto y terror “Fíjese mi doctor podemos planear sin
problema”, yo le conminé a prender el motor “Coño cigarrón déjate de vainas, no vaya a ser que el motor no
prenda”. El imprudente piloto se reía, un año después perecería a causa de
sus heridas, al irse a tierra la frágil aeronave en un vuelo en esa ruta. En
ese fatal vuelo iba como pasajera la médico rural Raiza Ruíz (la conocí en San
Carlos de Río Negro) quien milagrosamente sobrevivió al accidente, pero se dio
por muerta durante un tiempo pues sus restos no aparecieron como si fue el caso
de los otros ocupantes:
“Una aeronave modelo Cessna 207 YV-244C, que cubría la
ruta Puerto Ayacucho a San Fernando y luego de Maroa a San Carlos de Río Negro,
en Amazonas, chocó el 1 de septiembre de 1981 contra un árbol y se precipitó a
tierra. A su piloto, Rómulo Ordóñez, y sus tres pasajeros, José Manuel Herrera
Correa, Raiza Ruiz y Salvador Mirabal Aragua, los declararon muertos. Dos días
después del siniestro, unos 30 rescatistas iniciaron la búsqueda. Solo
encontraron tres cadáveres. Faltaba el de Ruiz y asumieron que unos restos
dentro de la avioneta (los de un venado) eran los de ella y oficializaron su
deceso. Una semana después la encontraron viva en una tribu indígena. En la
investigación se determinó que la causa del accidente fue falla humana. El
piloto volaba muy bajo”[1].
Es una historia macabra, ya que
un ignorante consideró que los restos del animal (venado) encontrados en la
siniestrada avioneta eran los de la doctora Ruíz. Contra el más mínimo sentido
común esos restos fueron enterrados sin examen forense alguno. Cuando al tiempo
“resucitó” la supuestamente fenecida doctora se descubrió el tenebroso engaño,
ella padeció un vía crucis, pues legalmente había muerto. Esta es la historia
contada por su protagonista:
“Estoy oficialmente muerta desde el 1 de septiembre de 1981. Ciento
veinte horas después me enterraron en un cementerio de Caracas, pero al séptimo
día del mes unos niños de la tribu baré me encontraron casi inconsciente en el
Amazonas, en la frontera con Colombia. Estaba hinchada, deshidratada, con
infecciones graves, con quemaduras y gusanos en todo el cuerpo. Sufría tanto
que pensé que era mejor morirme. Sobreviví gracias a la ayuda de las
comunidades indígenas y luego a la atención super especializada que recibí.
Pasé unas tres semanas en la Unidad de Cuidados Intensivos, me operaron varias
veces para injertarme piel y no pude moverme por un mes. Fue un año completo de
convalecencia porque además contraje Leishmaniosis (enfermedad parasitaria que
se adquiere en el monte) y me alejé por completo de la medicina. Supe que la avioneta donde viajaba se cayó cuando me
vi rodeada de ramas y todo empezó a arder. Grité, me desesperé, pero busqué la
salida lo más rápido que pude. Medir 1.40 de estatura me ayudó. Pensé que era
la única sobreviviente, hasta que me encontré con el piloto Rómulo Ordóñez y el
juez colombiano José Manuel Herrera Correa. Perplejos, vimos consumirse la
nave. Al oficial que viajaba con nosotros, Salvador Mirabal Aragua, lo
rescatamos poco después de que se apagaron las llamas. Quedó completamente
quemado. Su estado era crítico, pero respiraba. Al cabo de una hora falleció.
Estábamos nerviosos, heridos y rodeados de árboles enormes que tapaban casi por
completo la luz. Creímos que era necesario buscar ayuda y empezamos a caminar.
Antes tuve que inmovilizarle una pierna al piloto. El recorrido fue largo. Nos
paramos en un riachuelo. Bebimos agua, nos limpiamos las heridas y decidimos
seguir su cauce para llegar al río Negro. Antes de partir el juez nos confesó
que no podía continuar. Me pidió que me quedara con él, pero le dije que era
mejor seguir adelante y buscar ayuda. El piloto y yo lo acomodamos cerca del
río, lo abastecimos con agua y nos fuimos. No supe que había muerto hasta
después de salir del hospital. La noche nos cogió en un pantano. El agua me
llegaba a la barbilla y las hojas me cortaban las piernas cada vez que me
movía. Intentamos dormir agarrados de los troncos, pero fue en vano. Me
ahogaba. Sentía terror. No sabía dónde estaba ni veía nada. Esa noche llovía y
constantemente se caían árboles. Escuchaba ruidos de todo tipo. Nunca he sido
gente de monte, soy caraqueña, criada en la ciudad. Para mí fue una pesadilla
en la que pasé siete días y seis noches. Al tercer día nuestra condición había empeorado. Yo ya no orinaba, me
hinché y me dio fiebre. El piloto tosía constantemente, cojeaba de una pierna y
se quejaba de sus costillas rotas. Sus quemaduras se le veían muy mal. Además,
teníamos días sin comer. Solo bebíamos agua estancada. Escuchamos los primeros
helicópteros y nos pusimos a gritar y a saltar. No nos vieron. Nos propusimos
buscar cada uno un clarito para hacer señales cuando pasara otro avión. Ese día
caminamos hasta encontrar un área más descubierta y allí nos quedamos. Al día
siguiente cada uno buscó su lugar. Gritamos, agitamos los brazos y saltamos por
horas. En un momento dejé de oír al piloto y corrí a buscarlo. Lo encontré
muerto. Lo miré durante horas. Mucha gente me critica: '¡Bueno! ¿Y ella qué
hizo? Si ella era médico, ¿por qué no los salvó?'. Yo estaba muy herida, era
otro paciente más, otra víctima... ¿cómo los iba a salvar? Todos fallecieron
por falta de ayuda. Cuando sucede un accidente de esos uno queda con la duda:
¿será que los están buscando? Ordóñez tenía una fractura y se la inmovilicé con
una correa. No podía hacer más nada. Todos necesitábamos terapia intensiva,
todos estábamos muy graves, muy quemados y fracturados. Para muchos fui una
persona malvada. Lo único que yo hice fue no estar fracturada y ellos sí.
Estuve con el cadáver de Ordóñez hasta el día siguiente. Decidí abandonar el
cauce y caminé sin rumbo hasta que no pude más y caí. Estaba a punto de entrar
en shock cuando escuché a los niños, pero no los vi. Por un momento pensé que
enloquecía. Al día siguiente regresaron con los adultos y me auxiliaron. Me
subieron a un catumare (una especie de saco donde cargan cosas pesadas), me
llevaron hasta una canoa y nos fuimos a su aldea en Agua Blanca. Estuve pocas
horas, pero allí me quitaron los gusanos del cuello, me rezaron y me limpiaron
las heridas con hierbas. Pesaba 32 kilos, tenía el jean pegado al cuerpo por la
hinchazón y olía a tigre. Las pocas veces que pude, me oriné la ropa. Quien
hablaba español buscó una lancha con motor y me trasladaron a San Carlos. En el
hospital no encontramos médicos. Todos se fueron a Caracas a mi entierro. Una
auxiliar de enfermera y un odontólogo me atendieron. Me rasgaron el pantalón.
Al ver aquello creí que perdería las piernas. No había nada para limpiarme. Una
monjita se fue a la frontera para comprar anís y la metieron presa. Estuvo
varias horas en la comisaría hasta que la dejaron pasar con la botella. Me
quitaron la gusanera y esa misma noche me montaron en una avioneta y me
trasladaron al Hospital de Puerto Ayacucho. Llovía a cántaros. En el vaivén del
avión solo pensaba que me había salvado del primero, pero de este no. El terror
creció cuando el piloto dijo que en la pista no había luz y pidió que buscaran
los carros y las motos del pueblo para alumbrar. Todo salió bien; llegué al
hospital, me anestesiaron y no recuerdo nada más. Supe que me declararon muerta
al salir de terapia intensiva. Treinta años después guardo mi acta de
defunción, esperando que el Tribunal de Puerto Ayacucho corrija el error y me
devuelva a la vida”[2].
Continúo con el relato de esos días en San Carlos de Río Negro. Con dos
hidrólogos remontamos en lancha el fabuloso Río Negro (llamado así por el color
de sus aguas cobrizas) hasta el brazo del Casiquiare, y entonces de pronto
vimos salir del Río un tapir tal vez más grande que el que vi en el Río San
Esteban, uno de los hidrólogos pretendió dispararle con una escopeta, se lo
impedí. Hermoso y pacífico mamífero, símbolo de la leyenda venezolana en torno
a María Lionza, convertida en culto profano. La bella india montada desnuda en
un tapir[3].
[1]
http://www.laverdad.com/sucesos/650-raiza-ruiz-nos-cuenta-su-pesadilla.html
[2]
http://www.laverdad.com/sucesos/650-raiza-ruiz-nos-cuenta-su-pesadilla.html
[3] Según la
leyenda, María Lionza (Yara) fue una doncella Nívar, hija encantada de un
poderoso cacique de Nirgua. El Chamán de la aldea había predicho que cuando
naciera una niña de ojos extraños, ojos color verde agua, había que
sacrificarla y ofrendarla al Dueño de Agua, al Gran Anaconda por que si no
vendría la ruina perpetúa y la extinción de los Nívar. Pero su padre fue
incapaz de hacerlo. Y escondió a la niña en una cueva de la montaña, con 22
guerreros que la vigilaban e impedían su salida. Ella tenía prohibido verse en
los espejos de agua. Pero un día una fuerza misteriosa adormeció a los
guardianes y la bella joven salía de la cueva y camino hasta el lago,
descubriendo su propio reflejo en el agua. Ella estaba encantada con su visión.
Así despertó al Dueño de Agua al Gran Anaconda, quien emergió de las
profundidades, enamorándose de ella y atrayéndola hacia sí. En el lago María
Lionza y la poderosa serpiente celebraron una comunión espiritual y mística.
cuando su padre descubrió la unión, intento separarlos. Entonces la Anaconda
creció se hizo enorme y estallo provocando una gran inundación que arrasó con
la aldea y su gente. Desde ese día María Lionza se volvió la Diosa protectora y
dueña de las lagunas, ríos y cascadas, madre protectora de la naturaleza,
animales silvestres y reina del amor. El mito de Yara sobrevivió a la conquista
española, aunque sufrió algunas modificaciones. En este sentido, Yara fue
cubierta por la religión católica con el manto de la virgen cristiana y tomó el
nombre de Nuestra Señora María de la Onza del Prado de Talavera de Nivar. Sin
embargo, con el paso del tiempo, sería conocida como María de la Onza, o sea,
María Lionza. El culto a María Lionza cobró una gran fuerza en la década 50 del
siglo XX, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, quien mandó que se
erigiera en el año de 1953 en la autopista del este, cerca de la entrada de la
Universidad Central de Venezuela, una estatua de ella montada en una danta,
obra del escultor Alejandro Colina, la cual se desplomó a causa de falta de
mantenimiento, siendo sustituida por una réplica, mientras la verdadera está
siendo reparada por la UCV. La imagen de María Lionza es la de una dama vestida
con un manto azul, con plumas de colores y joyas; sentada en enormes
serpientes. Cuando se pasea por la selva de Nirgua o Chivacoa, marcha en una
danta, que es invulnerable a todas las armas y oraciones cristianas. Tiene la
facultad de petrificar a los tacaños, a los ladrones y bandidos. Diosa de la
montaña de Sorte, en Yaracuy. Es conocida también como “La Reina”. Hay muchas
versiones de su origen, pero la más aceptada es que era de la etnia caquetía,
hija mestiza de un cacique. Como nació con ojos claros, lo cual se consideraba
mal presagio, su padre la escondió en una cueva de la montaña. La visitaba a
diario para alimentarla y un día vio una danta (tapir) que le llevaba frutos
silvestres a la niña y la llevaba en su lomo. La niña creció con el nombre de
María y la gente la visitaba buscando curación para sus enfermedades porque
conocía los poderes de las plantas. Se le veía por la selva cabalgando sobre la
danta y esta imagen creció en la fe popular, convirtiéndose en una deidad
protectora de los bosques y sanadora de las personas. Se le llamó María La Onza
porque también la acompañaba una onza o puma. Actualmente es objeto de culto en
la montaña de Sorte, Estado Yaracuy, convertido en santuario de sus adeptos. http://mitos-leyendas-urbanas.blogspot.com.es/2010/07/maria-lionza-venezuela.html.
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