“¡Oh Tierra Hembra impenetrable!
Las aves multicolores llenaron el aire con sus trinos/sinfonía de primavera eterna/Trópico alucinante/luz, luz, que invade la selva/penetra sus más profundos secretos/no había ojos humanos para contemplar el cielo poblado de alas/en la selva el rumor de vida no cesa/ni en las noches descansa el corazón de la tierra virgen…” [1] La montaña, al igual que el mar, sí, la tupida selva, los inmensos árboles, la multitud de pájaros que irrumpen el silencio con su algarabía al amanecer, el río y sus cristalinas aguas, han marcado mi sensibilidad, mi percepción del mundo. Y aunque con el tiempo me convertí en un “animal urbano”, no he dejado mi pasión por la naturaleza, un amor desinteresado, una profunda admiración por esa obra de Dios, disfrutar de esos prodigios de la Tierra, cada vez que las olas del mar me arrastran en un torbellino hacia la orilla de una playa cualquiera, recorro un camino de montaña, me sumerjo en las aguas de un río, o simplemente me siento a la sombra de un árbol